Dioses Antiguos e hijos
El claro donde estaba era tal como lo recordaba. Cualquiera pensaría que era uno más del montón, con un círculo de hongos que crecían en los bordes del mismo, flores diminutas de todos los colores se asomaban entre los tallos verdes del pasto. Sin embargo, Elain podía sentir a los huesos que mantenían aquel sitio bello, podía ver a los cuerpos que siempre parecían tener más tiempo de no haber sido por sus manos.
—La pequeña aguja decidió regresar —tarareó una voz a su costado. Un ciervo con colmillos y ojos de águila la miró antes de convertirse, dando paso a una hembra de cuerpo delgado como un junco, manos terminadas en garras capaces de perforar las pieles más gruesas sin mayor dificultad.
—Es bueno verte, Pein —masculló Elain, sintiendo que sus manos se abrían y cerraban a sus costados.
—Han pasado siglos... —empezó Myrradia, dejando que sus pesados pasos de oso se convirtieran en un susurro. La más pequeña de todas se metió al claro, sentándose con las piernas cruzadas, su rostro tan vacío como el de Styrga—, siglos desde que has reconocido a tu familia de nuevo.
Elain no iba a pedir perdón, ni siquiera se molestó en contestar.
—Por supuesto, la favorita tiene que ser la que nos llame cuando dejó en claro que no quiere ser parte de la familia —gruñó Ninn, dejando que sus alas de cuervo dieran lugar a una hembra robusta, de rasgos tan duros que era difícil ver algún encanto femenino en ella—. Pero ya que decides fingir que tienes posibilidades de hablar con nosotras, adelante, escúpelo, Elain.
En otras circunstancias, lo sabían todas, no se habría molestado en llamarlas, en convocarlas en un sitio donde las cuatro habían aprendido a sacar las pieles con toda la eficiencia que pudieran, a crear las capas que ahora descansaban en sus hombros, todas rozando el suelo, barriendo sus pisadas. Elain dejó salir un suspiro antes de arrodillarse, al mismo tiempo que las otras dos se acomodaban. Pein apoyó su vientre contra el suelo, Ninn mantuvo una rodilla alzada, lista para marcharse en cuanto considerara que estaba perdiendo su valioso tiempo.
Les contó sobre Hybern, sobre la Guerra Negra y Amarantha. Los seres del Medio tenían sus reglas, bien lo sabía ella, negados a pertenecer a ninguna Corte, a perder su libertad en favor de algún simple Alto Fae que apenas podía rivalizar con sus propias fuerzas. Les contó sobre Feyre, Nesta y Andrew, lo que pasó Bajo la Montaña y en Oorid. No habló de las Valquirias, pese a que sus iguales parecían saber sobre ellas, pocas cosas se podían ocultar para los nativos de aquellas tierras.
—No veo por qué no debemos aliarnos con Hybern —terció Ninn, frunciendo su nariz. Elain ni se molestó en sentirse desalentada.
—Mi pareja es de Prythian, no van a tenernos piedad por no pertenecer a las Cortes.
—La tal Amarantha estuvo alimentando a Madre por un tiempo —pronunció despacio Myrradia, haciendo que los dedos de Elain estuvieran tensos sobre su falda por un momento—. Nos daban pieles que sacar, ¿acaso olvidas cuál es nuestra naturaleza?
—Pasó demasiado tiempo con la illyriana —rio Pein, moviendo sus pies como péndulos, divertida ante la situación—. Odia sus manos, siempre lo ha hecho —añadió, desafiándola a negarlo. Elain lo hizo.
—Odio la matanza que ustedes adoran como si fuera aire —gruñó—. Si van a la guerra con nosotros, podrían quedarse con pieles de ellos.
—La piel de los fae de ese tipo duran poco —rezongó Ninn—, lo sabrías si hubieras vivido la vida que te corresponde.
—Podemos comer su carne —intervino Myrradia, su cabello rubio cayendo como una cascada de oro derretido bajo el sol—, aparte, las Cortes no molestan tanto.
—Se meten aquí como si fuera su casa —gruñó Ninn, enseñando sus colmillos y arañando ligeramente su propia piel cuando tensó sus manos—. Ya tenemos a las ingenuas que se hicieron con aquel viejo nido de drakes y wyrms, creyendo que tienen la potestad para quedarse con tierras que no les pertenecen.
—Necesitamos una base en un sitio donde no prime ningún Señor de Prythian —intervino Elain con los dientes apretados—. El Medio sabe mejor que nadie cómo guardar los secretos que tiene, y en eso nos podemos parecer a los otros faes.
—Pero no somos como ellos, somos más antiguos, pese a que tú llegaste al último —señaló la más pequeña, inclinando la cabeza hacia un costado—. Lo sabes Elain, nuestra gente no puede estar cerca sin que ellos lo perciban como una amenaza.
—No, nos tienen respeto, nos temen porque no saben lo que podemos hacer —terció, enfrentándolas con la mirada. Era difícil no compararlas con sus hermanas y el pequeño Andrew, imposible no notar que su corazón latía al mismo ritmo que el de alguien más—. Habrá una guerra y no creo que podamos quedarnos indiferentes.
Estaba todo listo. Las ropas dobladas cuidadosamente debajo de una piedra, las velas que se encenderían cuando llegara el momento, su cuerpo abrazando el frío letal que la rodeaba como un abrazo. Cerró los ojos, parándose frente a la inmensa estatua de un lobo con dientes afilados y pelaje terminado en gruesas puntas, cuyo hocico estaba congelado en un eterno gruñido.
Nesta podía verlo, sabía dónde la habían dejado antes de que un aliento helado se hubiera quedado con todos los que adoraban aquel ser. Gracioso que no se pareciera en nada a la verdadera entidad que habían querido representar con aquellos grabados tan complicados. Y era irónico que ese ser les hubiera dado la espalda cuando consideró que ya tenía lo que necesitaba.
Empezó a moverse de un lado a otro, despacio, cambiando el peso de una pierna a la otra, concentrándose en ello y no en el frío que le mordía la piel. Dejó que la magia fluyera a través de ella, que la ventisca que se estaba formando fuera parte del aliento que exhalaba. Sus ojos estaban fijos en los del lobo, desafiándolo a que se mantuviera quieto por tanto tiempo, que su mandíbula no se moviera al son del viento que agitaba sus cabellos.
Extendió los brazos, palmas de las manos hacia el cielo al tiempo que dejaba caer su cabeza hacia atrás bruscamente, como si le hubieran tirado del cabello. Dejó que el poder siguiera atravesándola, entrando por su boca, nariz y oídos, hasta que frente a ella no había más que plata, la misma que brillaba en sus huesos y piel vaporosa.
—La respuesta es simple —dijo una voz que conocía bien, demasiado bien. Era como el hielo más antiguo, imposible de saber si era de una hembra o un macho, pese a que se asumía que era lo primero. El lobo estaba frente a ella, convirtiéndose en una criatura tan grande como una montaña, sin rostro y con una corona nueve puntas igual de afiladas que las manos extremadamente largas, incluso para su tamaño—. Así como el papel que desempeño.
—Tu presencia es requerida —replicó, intentando no cruzar los brazos. Una especie de risa salió del cuerpo que había frente a ella, blanco y con marcas de un azul plateado, su sello.
—Perdoné una vida y varias me son arrebatadas —empezó, haciendo que la espalda de Nesta se tensara—. Mi papel es simple, mi presencia no es requerida, sino exigida —corrigió, inclinando su cabeza hacia un costado, haciendo que el velo que caía sobre su rostro totalmente inexpresivo se inclinara con el movimiento, dejando a la vista una mandíbula lisa—. Eres mi hija amada, mi heraldo, tu labor es simple.
No lo era.
—Pide al mensajero encerrado que te ayude. Tu hermana puede ser mejor guía —dijo, con aquel tono que indicaba la insatisfacción que tenía por saber qué pasaba por su cabeza—. Vete, aquí no hay nada que negociar —terminó, agitando una mano que volvió a dejarla parada, con la estatua del lobo gruñendo, abalanzándose sobre su pecho desnudo con las garras extendidas en medio de un salto.
Miró a la estatua una vez más antes de vestirse y regresar sobre sus pasos, maldiciendo el haber perdido tiempo valioso.
—¿Me acompañas? —la pregunta salió sin pensar de sus labios, haciendo que Rhysand se detuviera de golpe, con la taza de té caliente a medio camino. Sus ojos la miraban algo perdidos antes de que sintiera la conocida sensación de él intentando ver en su mente—. Tengo que ver a mi tío.
—¿Tío?
—El Tallador de Huesos —dijo y el recuerdo de aquella vez que fueron a la Prisión apareció tras sus ojos. Rhysand asintió, terminando de inmediato su bebida antes de ponerse de pie. No hizo preguntas, simplemente fue hacia el armario en el cuarto donde tenía todas las armas y su armadura. Feyre sabía que debía estar haciendo algo parecido, considerando la ubicación a donde iban, pero nadie se atrevía a poner un dedo encima de ella, ¿o sí?
—¿Qué necesitas de él? —preguntó Rhysand, terminando de ajustar las tiras que mantenían al conjunto de cuero y metal en su lugar.
—Un pequeño favor —se limitó a responder mientras daba un último tirón a los cordones de sus botas. Lo sintió acercarse a ella, ofreciéndole una mano para ponerse de pie.
—Asumo que es otra de tus actividades de Valquiria. —Feyre asintió con la cabeza, contándole que habían pensado en llamar a unos cuantos parientes para ver si con eso podían aumentar las posibilidades de ganar. Rhysand asintió, completamente serio mientras analizaba sus palabras—. Estaría bueno que las Valquirias se sumen a la reunión, sería un buen momento.
Volvió a asentir en silencio, compartiendo la idea, y seguramente Crole también lo vería ideal, pero tenía que esperar a que las fichas que tenía que mover tomaran una posición en el tablero. Rhysand movería las suyas, ella ya había hecho su parte.
—No pensaba verte tan pronto sobrina. Y felicidades —dijo el Tallador de Huesos con su rostro aniñado y ojos violetas cuando llegaron a su celda. En otra circunstancias habría sonreído como idiota, entrelazando sus manos con las de Rhysand, en otro momento se deleitaría con aquello—. Me parece que no viniste para conversar con una taza de té.
—Supones bien —concedió—. Queremos saber si podemos contar con tu ayuda para la guerra que se avecina. —El Tallador la miró con una mirada inescrutable antes de recorrer su celda con los ojos, diciendo que estaba cómodo allí, más considerando que no tenía nada que lo atara a Prythian. «Como las hermanas de Elain», pensó, recordando una vieja conversación, siglos atrás, cuando salió el asunto de su familia materna. ¿Por qué seres como ellos se unirían a una guerra que les afectaba poco y nada? Styrga había tenido comida gratuita gracias a Amarantha, la señora de Oorid era como pedirle a la Madre que favoreciera a unos hijos sobre otros. Se acercó a los barrotes, intentando no tocarlos, manteniendo la mirada fija en él, casi implorando—. Haré lo que sea si con eso puedo contar con tu ayuda, tío.
Una sonrisa traviesa se apareció en su rostro, al cual señaló.
—¿Darme tu primogénito?
—No —dijeron con Rhysand a la vez, haciendo que una sonrisa entretenida apareciera en los rasgos del Tallador.
—Bien, entonces... ¿puedes conseguirme el espejo Ouroboros? —Sintió a Rhysand tensarse a su lado, al mismo tiempo que un sudor frío empezaba a aparecer en ella. Mordió su labio inferior antes de decir que lo iba a pensar—. ¡Nos vemos! Y felicidades cuando tengan a su pequeño retoño.
Las orejas de Feyre se volvieron rojas a la vez que Rhysand se reía por lo bajo. Antes de que estuvieran lejos del alcance para escucharlo, él gritó que le tenían que decir a Amren que buscara unos pasajes en el Libro de los Alientos, que le serían de ayuda para descifrarlo. Feyre asintió, pese a que él no podía verla y que su ceño estaba fruncido.
Observó las cartas que habían llegado para su Señor. Apenas habían pasado unos días y Amren podía sentir en su interior el cambio en el aire, con un olor a metal que empezaba a ser cada vez más intenso. Sus ojos pasaban por las elegantes letras, pero su cabeza no podía dejar de traer una y otra vez un paisaje de invierno, a veces con un rostro esquelético que le resultaba familiar, otras con un viejo conocido. Las cosas iban dentro de lo planeado, su Señor ganaba más poder con el paso del tiempo, pero podía sentirlo, ese hilo de plata que lo mantenía entero, cada vez más visible, más tangible.
Escuchó los pasos antes de que sus Señores entraran, casi en sincronía. La Señora siempre tenía sus hilos entretejidos entre ellos, como si la hubieran remendado y cada tanto tenía que volver a rehacer las puntadas. Conocía a esas personas, no eran muchas, pero solían ser... o los seres más débiles o los más fuertes.
—¿Cuáles son las noticias? —preguntó Rhysand, sacándola de las cavilaciones en la que había estado. Amren se puso más cómoda en su sillón, dando un sorbo a su copa, intentando que el gusto de su bebida le diera algo a lo que aferrarse, a algo real.
—Todos aceptan, pero quieren saber el sitio donde se celebrará la reunión.
—Podemos utilizar el hogar de mi padre —dijo Feyre, haciendo que ambos la miraran. Incluso siendo la Señora de la Noche, actuaba como un soldado. «¿Cuánto tarda uno en cambiar la espada por la corona?», se preguntó Amren, interesada en la explicación. Morrigan ya le había adelantado un poco sobre la visita, así como la respuesta que había obtenido—. Está en el Medio, algo lejos de Bajo la Montaña, y todos están en igualdad de condiciones.
Amren miró a Rhysand, aguardando por su veredicto. Él meditó por un momento antes de dejar salir una lenta exhalación, mirándolas a ambas antes de girarse hacia ella, haciendo que su espalda se enderezara, lista para recibir cualquier instrucción que le diera.
—Envía la ubicación de la Mansión del Príncipe Mercante en cuanto Morrigan ponga una fecha.
Con un asentimiento de cabeza, se puso de pie y abandonó el estudio, dirigiéndose con pasos silenciosos hacia donde estaría la diplomática haciendo los últimos arreglos.
Mirarse al espejo es una acción conocida para todos aquellos que poseen dicho artefacto en sus casas o cercanías, encontrándose con un reflejo mucho más estático, quizás hasta profundo y detallado que el del río. Las ninfas y habitantes de aquellos sitios acuáticos solían decir que las aguas, así fueran las de un lago donde ni siquiera el viento más salvaje podía alterar su superficie, devolvía la mirada de la manera en que lo hacía una superficie de plata. El agua muestra lo que cambia, porque su naturaleza es así, siempre amoldándodose a las piedras que la contienen, escabulléndose entre los granos de arena o aplastando el suelo arcilloso.
Los elfos, hábiles artesanos de los metales más preciados de Prythian, bien sabían qué podía devolver la plata, aquel metal que mostraba lo que había detrás de la Bestia de Oorid, aquella que tenía pocos hijos. Si había que ser precisos, nadie conocía con exactitud el origen de la metalurgia que creaba artefactos para aquel ser tan antiguo que el tiempo parecía joven, tampoco se sabía si las manos de esta raza, siempre coqueteando con la otra cara de la Madre, habían sido creadas para llevar al mundo sus armas.
Ouroboros era el espejo que más fama y temor tenía. Las Furias Nocturnas, los nativos de la Noche, solían invocar tres veces a la Madre y al Caldero para evitar despertar al alma que parecía salir de su tumba cada vez que la mencionaban. Ni siquiera los draw, hijos de las Furias y los Primeros Elfos, se atrevían a mencionar los secretos que se ocultaban en los delicados e intrincados grabados que habían en el marco del infame espejo.
—Amor al temor de lo natural es lo que guió la mano del artista —susurraban entre ellos cuando se preguntaba.
—Una deuda por un viejo delito cometido —aseveraban las féminas, sin dejar de escarbar las placas doradas con sus punzones—. O simple despecho por un amor perdido —añadían, mostrando un brillo peculiar en sus ojos casi ciegos.
La familia Faesgar, de la que nacería la familia Rionnag siglos después, no había escuchado de las advertencias cuando dijeron que deseaban tenerlo. Sangre plateada corre por sus venas, decían los draw al contar la historia a los más jóvenes, señalando un viejo tapiz donde se podían ver los primeros dibujos que intentaban recrear el espejo.
—Tiene la sangre de Oorid en su interior, la misma que salpicó a esa familia. —Nadie se atrevía a contradecir a la matriarca más anciana, cuyo cabello blanco rozaba el suelo gracias a su espalda encorvada por el peso de los siglos—. Por eso la Madre nos dio a los Rionnag, a los que llevan el manto de la noche en sus ojos y saben qué hay en cada sombra.
Muchas cosas eran murmuradas por los Elfos y Furias, todas con algo de verdad en sus palabras, algo de mentira en los hechos que repetían para los jóvenes intrépidos y rebeldes. Todos coincidían en un punto: el espejo Ouroboros era una serpiente que se mordía la cola, mostrando el verdadero reflejo, aquella verdad que poseía la patrona de Oorid, la que pocos tienen estómago para soportar. Una criatura que no se dejaba domar, sino probar, desafiar. Contadas eran los fae que habían logrado salir victoriosos, incontables eran los que habían sido devorados por las fauces del espejo, perdidos para siempre en un mundo donde no había más que garras de plata.
Barnard miró la carta con la firma de una Faesgar con el sello de la Corte de la Noche a un costado. Su cuerpo estaba relajado detrás del escritorio donde mantenía sus papeles contables, siempre listos para que los consultara. Los números apenas se habían movido en los últimos años, no yendo a pérdidas, pero definitivamente tampoco a grandes ganancias, no como cuando sus hijas habían llevado el negocio por un par de décadas.
Sonrió ante el recuerdo.
—Señor, ¿me ha mandado a llamar? —preguntó una voz delicada a su lado. Una hembra vestida con ropas cómodas para trabajar, de falda holgada y con una cofia que mantenía su rostro de porcelana libre de cualquier mechón molesto de cabello. Asintió, dejando la carta prolijamente doblada sobre su escritorio.
—Necesito que envíes un mensaje a mi colega sobre los movimientos que ocurren en Prythian, y si puedo ofrecer mis servicios para la causa —dijo, mirando hacia un valle donde los árboles crecían con más fuerza que alrededor de su casa, donde una pared de magia se había erguido después de la Guerra Negra—. Y envía un mensaje a mi puerto, quiero que tengan listo uno de los buques grandes.
Con un asentimiento de cabeza, la sirvienta se marchó, dejándolo solo hasta que la puerta volvió a abrirse, mostrando a su bella Omrenne. Estaba hermosa con su cabello recogido parcialmente por una banda de oro tallado, una reliquia de su familia, vestida como si fuera una diosa que caminaba por el mundo, de mangas amplias que rozaban el suelo y una falda verde que mostraba algunos bordados más oscuros con el cambio de luz. Fue incapaz de no sonreír, ella le devolvió el gesto con la misma alegría que hacía más de un milenio atrás.
—Parece que tenemos muchas piezas en el tablero —le dijo ella al llegar a su lado, dejando un beso en su frente, haciendo que sus ojos se cerraran ante el contacto.
—Seguro que la mayor parte de esas piezas las mueven nuestras niñas —respondió, acariciando la mano que descansaba en su hombro. Sus ojos se dirigieron hacia la mesa con tres sillas, con tres cuencos de colores diferentes. No le costaba imaginar a las tres jugando, a Nesta rezongando sobre que estaban cambiando las reglas sin sentido, Feyre que movía sus alas enérgicamente, causando un desastre, y a Elain simplemente disfrutando de estar en el lugar donde el sol daba por más tiempo—. Ha pasado muy rápido el tiempo.
—Pareciera que ayer las hubiéramos encontrado a cada una, ¿no?
—Y ahora están con la vista en el horizonte. —Recordaba a Feyre saltando del tejado, batiendo sus alas con fuerza, Nesta soltando exhalaciones que dejaban un rastro helado a su paso y Elain aferrándose a las faldas de Omrenne cuando tenía pesadillas.
Pasaba demasiado rápido el tiempo.
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