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Cantor de Sombras

El cansancio y el malhumor estaban empeorando poco a poco y sabía muy bien que estaba haciendo un pésimo esfuerzo para controlarlo. Cerró los ojos, sintiendo que todo su cuerpo se sacudía ligeramente, las semillas de amarra eran casi inocuas, podía notarlo en los dedos que abría y cerraba, en las muescas cada vez más bruscas que hacía sobre la madera, así fuera sencillamente para emparejar. Se dejó caer contra el respaldo de la silla, como si así pudiera procesar lo que tenía que hacer. Una y otra vez volvía a su cabeza el rostro de Amarantha, el dolor de Rhysand que la había sacudido hasta los huesos, haciendo que enseñara los dientes a cualquier otra hembra que se acercara a ella. Echó la cabeza hacia atrás, mirando al techo de madera, siguiendo las vetas mientras intentaba eliminar el cabello rojo, queriendo olvidar las visitas a Hybern que había hecho antes de que Amarantha subiera al trono.

Tragó una tercera semilla de amarra, ignorando la voz en el fondo de su cabeza que le decía que probablemente era una mala idea. La tragó cerrando una vez más la bolsa que tenía atada en su cadera.

Cerró los ojos, dejando salir un largo suspiro antes de ponerse de pie, caminando un poco por el pequeño cuarto que tenía en la Casa de Pueblo. Observó el bosque que se extendía frente a su ventana, escudriñando las copas, como si pudiera ver alguna fisura en la barrera que ocultaba a la ciudad. Como era de esperar, no había tal cosa, pero no podía evitar notar que necesitaba moverse. Resopló antes de dirigirse hacia el escritorio, donde la última carta de Norrine descansaba sobre la pequeña mesa que Rhysand le había ofrecido cuando se la pidió. Miró sobre su hombro, maldiciendo por lo bajo mientras sus dedos trazaban una runa de protección sobre la superficie de la mesa. Lo odiaba, pero no iba a ser ella quien pusiera a prueba el alcance de la marca en su muñeca.

Releyó las palabras algo torpes de la Dama, esbozando una sonrisa fugaz antes de enfocarse en el contenido al mismo tiempo que su cabeza empezaba a pensar en la respuesta y recordaba algunas palabras que habían intercambiado con Elain.

—La magia empieza a fluir, pero está empecinada en manipular las flores.

—Esperable, es bonito de ver y seguramente piensa que su magia es la magia de Tamlin.

—Aún así, creo que tendríamos que encontrar una forma de convertirla en una de nosotros lo antes posible —había murmurado Elain, mirando sobre su hombro y con cierta nota de preocupación en sus palabras. La idea daba vueltas por su cabeza, intentando recordar algo, así fuera un pequeño fragmento, que le pudiera dar una pista o guiarla a encontrar una forma. Si moría de nuevo... Sacudió la cabeza, decidida a que iría resolviendo un problema a la vez. Gwyneth sabía mejor sobre la magia y su flujo, era incluso una mejor opción que Ianthe, por más que la segunda supuestamente pudiera entender los designios del Caldero.

«Y ahora estamos hasta más allá de nuestras cabeza con tareas pendientes», pensó mientras mojaba la punta de la pluma y empezaba a escribir la respuesta. Apenas había escrito cuatro palabras, más allá del saludo formal, cuando el brasero que había en una esquina de su cuarto empezó a chisporrotear. Elai apareció en las llamas, casi agarrándola.

—¿Has visto a Norrine?

—No, estaba por avisarle que podía ir a la Corte Primavera después de enviarle la carta de Rhysand a papá —dijo despacio y con el ceño fruncido. Su estómago empezó a retorcerse y una serpiente helada empezó a reptar por sus entrañas—. ¿Qué le pasó a Norrine?

—No lo sé, mencionó algo de juntarse contigo. Unos sirvientes la vieron salir anoche y... encontré que ibas a verla en el Lago de las Estrellas.

El color abandonó por completo su rostro.

—¿Que yo me iba a reunir en dónde?

No tenía idea si Elain también había perdido los colores, pero sus ojos se abrieron notablemente.

—Si no fuiste tú... Ay Madre...

En efecto, "Ay Madre" era la expresión más suave para resumir todo aquello. Contuvo un rugido y estaba segura de que el cuarto se había sacudido ligeramente, o había sido imaginación suya. Con un "ahora me ocupo", terminó la llamada con Elain y se dirigió de nuevo hacia el escritorio, destrozando la carta que había empezado antes de sacar una nueva hoja y empezar a redactar otra carta y una nota. Rhysand ya se había comunicado con Tarquin, pero algo le decía que esto también le haría falta, especialmente si las cosas iban mucho más rápido de lo que quería creer.

Tengo que hacer un recado fuera de Prythian, el Señor de la Noche
quiere, no, necesita hacer tratos contigo, si puedes darle una reunión en
un par de días en la Corte del Verano, estaría bien. Va con mi buena fe,
por favor, no lo destroces en las negociaciones.

Te quiere, tu adorada hija Feyre.

Simple y directo al grano. Su padre ya vería qué podía hacer con ello, no había tiempo para pensar en todas las consecuencias. Dobló la carta en tres solapas y trazó la runa a modo de sello de lacre, haciendo que desapareciera casi de inmediato. Con eso resuelto, se dirigió hacia su armario, más por reflejo que por una verdadera utilidad, ninguno de aquellos vestidos y atuendos elegantes o cómodos era lo que necesitaba. Bufó, saliendo de la casa tratando de no dar pisotones ni salir corriendo, abría y cerraba los puños, sintiendo que las uñas se iban clavando en la palma.

Estaba a punto de salir, de poner un pie en el porche, cuando la voz de Rhysand la detuvo por completo, paralizando incluso el malhumor que parecía ir en aumento.

—¿Todo en orden, Feyre? —preguntó, mirándola con cuidado. Necesitó respirar hondo antes de poder hablar, relajar sus alas y manos, dejar de estrangular el pomo y seguramente mirar a todo el mundo como si estuviera a punto de arrancarle la cabeza.

—Han surgido unos problemas que tengo que tratar. Urgente —añadió, mirándolo directamente a los ojos. Él la estudiaba en silencio, y no parecía estar convencido con lo que veía.

—¿Puedo saber de qué tratan esos problemas?

La idea pasó por su cabeza: Rhysand era el Señor más poderoso de Prythian, con él las cosas podrían ser un parpadeo, una idiotez que nadie siquiera esperaría ver. Hybern no seguiría con su búsqueda de una nueva Guerra Negra, Crole podría liberarla del pacto y por fin podría soltarlo todo. Las palabras estaban listas, casi formuladas en su lengua, simplemente tenía que soltarlas, exhalar, y Rhysand quizás... «¿Qué razones le diste para que confíe en tí, Feyre?»

El malhumor pareció girar sus ojos rojos hacia ella, enseñándole los dientes. Dejó salir un suspiro y negó con la cabeza, diciendo que ya ayudaban mucho con que acordaran una reunión con el mayor mercader de Prythian. Rhysand seguía mirándola con duda, y quiso darse un puñetazo por ello.

—Ya me ocupo de eso, tú... Vuelve —le dijo al final, mirándola de tal forma que Feyre tuvo que recordarse que tenía la piedra colgando de su cuello, que él no sentía el mar que rugía en el fondo de su ser, esperando a que ella abriera la puerta para poder sacudirla de lado a lado.

Sin saber qué más decir, asintió y salió a la calle, alzando vuelo ni bien dio el segundo paso fuera del umbral.

El océano se sentía como ver a un pariente lejano, de esos que sabías que estaban en alguna parte de la genealogía. Sí, Gwyneth había nadado con su hermana hasta casi meterse en sus aguas más salvajes y antiguas, pero siempre había una sensación de respeto que rozaba el terror absoluto a las aguas abiertas. Nesta miraba los alrededores, buscando cada sombra, por mínima que fuera, mientras tanto, esperaban una respuesta del Señor del Verano y luego empezar a averiguar cómo podrían conseguir acceso al Libro. Sus manos temblaron ante el recuerdo, como si no importase que era plena luz del día, que no había paredes a su alrededor, tampoco que no estuviera dentro del Templo, entre estanterías destrozadas, cerca de la puerta trampa que no pensaba delatar, aunque le costara tan caro como a Catrin...

Podía escucharlos, los llantos y las risas. Sus manos...

Golpeó con toda su fuerza a quien sea que hubiera osado a tocarla. La magia zumbando en sus huesos, lista para salir en cualquier momento. Nesta la miraba, retrocediendo unos pasos y no tardó en notar que habían varios viendo en su dirección. Intentó calmar su corazón, de atenuar los latidos, detener el mundo que empezaba a dar vueltas. «Inhala... Exhala...», se repetía una y otra vez. Nesta se acercó despacio, como si estuviera frente a un animal, sus ojos mirando sus manos y las runas que dejaban de emitir un brillo turquesa sobre su piel desnuda por la toga. La pregunta era clara en sus ojos.

—Estoy bien —murmuró, apenas capaz de pronunciar una palabra. «Muy convincente, Gwyn».

—Podemos volver a la Casa.

Gwyneth negó con la cabeza, ¡y ni siquiera ese gesto era más convincente que sus palabras! Cerró los ojos, deseando, no por primera vez, saber si estaba cerca de su sangrado o si era algo más. Retorció sus dedos, mordió su labio inferior, tratando de encontrar las palabras y la entereza para poder quitar cualquier rastro que mantuviera aquella sombra de pena en sus frías expresiones. Quizás sí estaba cerca, eso sería más fácil de explicar que estar volviendo a tener esas pesadillas, los recuerdos en medio de una bonita calle decorada de tal manera que parecía estar tallada en arena, como si el mar hubiera esculpido las paredes. Con las orejas ardiendo de la vergüenza, y decidida a no volver a la casa, pese a que una parte de ella tiraba de su túnica con ojos llorosos y pedía a gritos ir a un sitio oscuro, a un lugar donde no hubiera ruido. Para su fortuna, Nesta simplemente retomó el andar a su lado.

Esbozó un intento de sonrisa agradecida mientras intentaba borrar por completo los rastros de terror, acallar esa voz en su cabeza que seguía en Sangravah. En algún momento Nesta empezó a mencionar la gastronomía del lugar, deteniéndose en uno que otro puesto, pidiendo un poco de una que otra comida sencilla para que Gwyneth pudiera probar.

Había rechazado a casi todos con delicadeza, hasta que terminó cediendo a ese último. Miró a los que había en el puesto con duda, recordando sus experiencias en Velaris, las contadas veces que había ido a la costa del Océano Poniente y de pura educación, y hambre, no había escupido todo. Suspiró, tomando lo que parecía ser un pan con mariscos y arrancó un poco con la punta de sus dedos, contemplando detenidamente el trozo antes de acercarla dudosamente a sus labios. Lo masticó despacio, paladeando el gusto de las harinas que eran suaves, con un poco de crocantez, creía que estaría bien hasta que sintió el gusto del pescado y le devolvió casi de inmediato el pan a su amiga. Tragó con mucho esfuerzo la comida, parpadeando furiosamente para espantar las lágrimas y rogando que pudieran encontrar algo de agua con lo que limpiar su lengua de aquello.

Nesta comía aquello con la misma cara con la que vivía enfrentando al mundo, esculpida en hielo.

En un intento de distraerse, enfocó su vista en una torre que sobresalía del agua, una que no podía ser accedida por tierra y las aguas estaban llenas de magia. Más magia de la que tendrían naturalmente. Frunció el ceño, sintiendo que su cabeza empezaba a recorrer la inmensa biblioteca, recorriendo las estanterías sobre la Corte del Verano y los poderes del Señor; sabía que muchos, por no decir todos, los Señores de Prythian tenían al menos una construcción sospechosa. La Corte de la Noche poseía a la antiquísima Prisión, la del Día decían que una biblioteca más grande de lo que uno podría recorrer en una vida (un destino fijo en la mente de Gwyneth), el Atardecer con sus jardines de plantas exóticas que podían curar casi cualquier enfermedad o maldición... pues la del Verano poseía una torre en medio del mar. Al lado de las otras, parecía incluso un chiste. «¿Será cosa de machos el tener cosas sin sentido en lugares poco prácticos?», se preguntó, sabiendo que eso tenía tanto sentido como preguntar por qué la piel de Nesta era incapaz de tener marcas.

—¿Crees que eso de allí es una ruina o una bóveda? —preguntó a Nesta, sin apartar la vista de lo que solo podía ser descrito como una atalaya terminada en una peligrosa punta, como una roca que había debajo de un acantilado, abandonada como un recordatorio de un mundo mucho más peligroso.

—Bóveda. Imposible de acceder —respondió ella, terminando de devorar su pan. Gwyneth miró hacia ella, y la siguiente respuesta ya salía de los labios de la General Ala-Blanca—. Averigua todo lo que puedas.

Tenía que ser una pesadilla. Debía serlo.

Norrine entreabrió los ojos, sintiendo que su cuerpo empezaba a entumecerse por el esfuerzo. La poca luz que entraba por la pequeña apertura de lo que sea en que la estaban manteniendo, probablemente un carruaje, apenas le permitía saber que el sol brillaba en el cielo. Cerró los ojos, como si así pudiera eliminar la realidad frente a ella, la sensación de que alguien le estaba clavando un puñal en el pecho, retorciéndolo con placer mientras ella chillaba de dolor.

Silencio, quería un poco de silencio. Quizás así la cabeza dejaría de dolerle.

Escuchó el sonido de metal rebotando por doquier, enloqueciéndola y terminando de drenar la poca energía que le quedaba. Sintió que la tiraban hacia el frente y sus manos apenas lograron amortiguar el golpe. Hubo un gruñido y sus brazos se movieron sin que ella quisiera.

Abrió los labios para chillar cuando sintió una mordida helada en sus muñecas y tobillos, tirando de ellos hacia abajo. Por un momento fue capaz de enfocar, por lo que creyó distinguir un casco de metal, un rostro que se asomaba por debajo y una armadura que le habría causado pavor de haber estado en sus cinco sentidos.

Si habían dicho algo o no, no tenía forma de saberlo.

Escuchó el rugido de metal, pasos y luego un silencio casi absoluto.

Igual a cuando estuvo Bajo la Montaña. Solo que, ahora, estaba completamente desamparada. Tan inútil como entonces.

Una lágrima cayó por su mejilla.

Elain respiró hondo, recomponiendo su expresión y acallando todo el enjambre que tenía en su pecho. Lo había hecho más veces de las que podía recordar, era un campo que conocía tanto o mejor que su propio jardín, sin embargo, sus manos sudaban y su ceño seguía queriendo fruncirse. Intentó no llevar una mano a su cabello, sintiendo que, si lo hacía, mostraría las orejas ligeramente puntiagudas que había empezado a tener. No era como si estuviera segura de saber qué pensar de ellas: estaban allí y las tenía que disimular cuanto pudiera.

«Tú puedes, Elain. Es un simple negocio», se dijo antes de cuadrar los hombros y levantar la barbilla. Levantó una mano y tocó a la puerta, sintiendo que en cualquier momento su magia se saldría de control y haría que los dueños sospecharan de quién y qué era realmente. No fue difícil poner su mejor sonrisa cuando una sirvienta la recibió.

—Busco al señor Nolan, o al señor Graysen, en su defecto.

La humana sirvienta asintió con la cabeza, mirándola con cierta curiosidad antes de dejarla pasar a una recepción que podría pasar por ostentosa, según sus estándares. Las paredes eran de piedra y un brasero descansaba en una esquina, calentando el lugar. Una ventana daba a los jardines delanteros. Junto a los candelabros ornamentados por lo que parecían ser soldados humanos, habían tapices finamente bordados y tejidos mostraban parte de la historia de aquel trozo de tierra de los Reinos Mortales, con los fae como criaturas espantosas, o tan bonitas que daban repelús. Algunos estiran sus manos y enseñan los dientes, queriendo devorar a los pobres humanos que huyen despavoridos de sus garras. Antes lo había considerado algo de mal gusto, pero en ese momento, cuando su piel tironeaba ante la sensación de peligro, parecía como si sus visiones estuvieran ocupando la realidad. Caminó hasta un pequeño sillón de pieles de oso, sentándose para poder ocultar el temblor de sus rodillas, intentando no retorcerse las manos, no llevar dos dedos a sus labios y empezar a intentar tejer algo entre sus dedos.

¿Hacía cuánto que no tejía con su propia magia?

Bien pudieron ser instantes o siglos, siempre mirando en todas las direcciones, obligándose a suprimir toda magia de salir a la superficie. Aguardó, contando en silencio y respirando hondo hasta que la puerta frente a ella se abrió, mostrando a un muchacho que parecía haber detenido su entrenamiento en ese preciso momento para verla. Sus ojos azules resplandecían entre las hebras marrones de su cabello, caminaba dando largos pasos sonaban como una amenaza silenciosa, contrarios a la agradable sonrisa que llevaba en su rostro. Elain devolvió el gesto, poniéndose de pie y metiéndose de lleno en el viejo papel que le resultó como un vestido de sus doscientos años: conocido, pero ya pequeño.

—Bella Elain —saludó él, tomando la mano que le ofreció con una delicadeza envidiable y dejando un beso en sus nudillos. Sus mejillas no enrojecieron, pese a las mariposas que revoloteaban por su estómago sin parar por otras razones—. ¿En qué puedo serle de utilidad?

—Quisiera poder hablar con las Reinas, y mi padre me ha dicho que su casa no es apta para recibir a personas de su nivel, tanto en seguridad como en prestigio —empezó, inclinando la cabeza hacia un costado, sin alterar su sonrisa ni expresión. Graysen la miró con una ceja arqueada antes de tomar sus dos manos y mirarla fijamente a los ojos, algo que ella hizo por pura fuerza de voluntad. «Mente enfocada, espalda de acero, sonrisa de seda», podía escuchar que decía su madre en su cabeza.

—Lo que quieras, bella Elain. ¿Tienes alguna fecha en mente?

—Cuanto antes mejor, es sobre un permiso que no termino de entender. Algo sobre comerciar en el Continente o cosas por el estilo —dijo, frunciendo ligeramente el ceño. Graysen siguió sonriendo, llevando una mano delicada a sus mejillas, rozando el rostro de Elain con un deseo que volvía imposible el tener que estar quieta, antes de decirle que no había problema—. Te lo agradezco. Le diré a mi padre que escriba la carta para confirmar la fecha de la reunión.

—Por supuesto. Avísame cuando eso ocurra.

Intentó no parecer muy aliviada cuando por fin dejó de tener sus manos entre las de él antes de caminar hacia la entrada, manteniendo los pasos cuidadosamente lentos, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Por fortuna, el carruaje que había invocado seguía allí, con el cochero y el caballo que parecían tan reales que, de no ser porque podía sentir la magia luchando por volver a Prythian, lo habría creído real. Como el caballero que debía ser, Graysen le abrió la puerta, ayudándola a subir y luego la cerró, quedándose en la entrada de la casa mientras Elain tiraba discretamente un hilo para que la carroza empezara a moverse sin un rumbo más allá de alejarla de aquel sitio.

Soltó un suspiro, llevando una mano hacia el collar que colgaba contra su pecho, dándole un ligero apretón, intentando no pensar en fuego y luz, en manos callosas y ojos bicolor. Lo intentó, pero su cabeza regresaba cual cachorro a la madre. Volvió a suspirar, apresurando un poco más el carro, decidida a poner la mayor distancia posible entre ella y los cazadores humanos antes de que su truco fuera puesto en evidencia y los planes tuvieran que adelantarse o atrasarse.

En cuanto estuvo lejos, dejó que la magia corriera hacia su lado del Muro, el cual tironeaba de ella con un poco más de fuerza de lo que lo había hecho en el pasado. Frunció el ceño mientras caminaba por el bosque, ignorando a las fieras que se apartaban de inmediato de ella, capaces de oler su origen, el hedor de la muerte.

Alzó la vista al llegar al Muro, preguntándose en qué momento había empezado a estar dentro del telar de Prythian.

Llegar a Hybern era simple, y a partir de la cuarta vez que Feyre había ido, ni siquiera podía ser considerado un desafío el colarse en la isla, menos cuando hacía tiempo que había una cabaña en las afueras de la capital de Hybern bajo su control. El problema siempre era salir de la isla sin levantar sospechas.

Se apartó de las sombras y echó un vistazo hacia afuera, contemplando las calles poco transitadas que pasaban frente a ella. Pocos eran los faes que pasaban y no tenían los huesos casi absorbiendo por completo la piel, con los rasgos que pudieron ser bellos reducidos a algo que se parecía a los rasgos de un suriel. No tenía idea de qué de todos los factores era el causante de aquello, pero sospechaba que esa era una queja de los nobles tras la Guerra.

Se apartó de la ventana, dirigiéndose hacia el pequeño cuarto, apenas separado por una media pared que había ido haciendo desaparecer a lo largo de sus visitas a la isla. Ignoró las marcas que ella misma había hecho en la pared, los tallados a medio acabar, y se concentró en el pequeño baúl que estaba a punto de destruirse en cualquier momento. Levantó la tapa, encontrándose con un montón de telas que empezó a sacar con cuidado, apilándolas a un costado hasta sacar una pequeña caja, encontrándose con algunas blancas gemas de glamour, una gema de ocultamiento que había vuelto a estar tan transparente después de tantos años. Miró la que colgaba en su cuello, ya con manchas violetas y dudó un momento antes de soltar un suspiro y quitársela. «La distancia no podrá afectarlo», se dijo mientras se empezaba a quitar las ropas.

Tomó unos harapos que había junto a la caja y se vistió, imaginando exactamente cómo quería lucir al momento de cerrar sus dedos sobre la gema, la cual empezó a emitir un ligero brillo que pareció extenderse por su cuerpo a medida que la ataba alrededor de su cuello. Esperó un momento antes de bajar la mirada, encontrándose con una ligera bruma que había convertido sus dedos en garras, la piel mortecina y seguramente su voz se escucharía más gastada cuando hablase. Le habría gustado poder verse a un espejo, pero sabía que sus ojos siempre estarían allí, no porque no quisiera ocultarlos.

Respiró hondo, intentando no pensar en Oorid. Acomodó todo de nuevo en el baúl antes de sumergirse en las sombras y salir en medio de las cavernas que había debajo del castillo del rey. Miró en todas las direcciones antes de empezar a caminar por los pasillos. Frunció la nariz al notar el olor a carroña, encierro y la Madre sabría qué más había allí abajo, porque ella no tenía intención de averiguarlo a menos que no quedara otra opción. El eco de risas, chillidos y gruñidos se volvía más o menos intenso en algunos pasillos, los mismos donde el hedor era más intenso.

Cruzó los dedos para no cruzarse con ningún attor macho. No tenía idea qué lugar tenían las hembras, pero no había tiempo para averiguarlo.

Sus pasos eran lo más silenciosos que podía hacer, deslizándose entre los pasillos hasta que pudo reconocer las celdas y la opresión de la magia del palacio sobre su piel. Una parte de ella empezó a chillar, pidiendo regresar al otro lado de la barrera, la misma que siempre terminaba alterándola si no salía de vez en cuando a tomar aire. Había braseros debajo de las antorchas, todos con lo que parecían hierbas y piedras encima de los mismos. «Braseros después de encontrar a Norrine», se dijo mientras avanzaba por los oscuros pasillos, más oscuros que los del laberinto Bajo la Montaña.

Reconocía la textura de los pulidos pisos de piedra, podía reconocer los grabados hechos en la pared con humanos caminando como esqueletos ambulantes y los faes ocupando su lugar por derecho. Contempló sin mucho interés los mismos, apenas dedicándoles más que unos instantes. Reconoció el símbolo de los Leales a la Reina, aquella corona con un ouroboros rodeándola, y el trisquel con la triqueta de los Libertarios.

Inhaló hondo, sintiendo que su nariz picaba con lo que sea que ardiera en aquellos braseros, casi haciéndole estornudar. Por poco dejó pasar el ligero rastro con olor a pino y roble.

Rhysand no tenía idea de qué se suponía que estaba buscando al releer la carta por... ¿Cuántas veces era? Poco importaba. Podría leerla infinitas veces más, escribirla otras tantas y, aún así, él sentía que algo no terminaba de cuadrar. Había hecho todo prolijo, sin dejar cabos sueltos, pero... Sacudió la cabeza, dejando salir un gruñido antes de ponerse de pie y entregarle la carta a su Segunda al Mando, quien la leyó rápidamente antes de doblarla sobre sí misma, sellar con magia las solapas y dibujar una runa que brilló plateada antes de que el papel desapareciera de su mesa.

—Estás con la cabeza en otro lado —le dijo sin levantar la vista, agarrando la copa que se llenó con sangre. Dio un sorbo, degustando el espeso líquido. Rhysand estuvo a punto de fruncir la nariz ante el olor metálico.

—¿Cuándo no estoy con la cabeza en varios sitios? —preguntó, sonriendo de medio lado.

—Oh, no, jovencito, a mí no me puedes engañar, y lo sabes muy bien —le cortó, sacudiendo la cabeza, caminando hasta un sillón y sentándose. Lo miró directo a los ojos, clavando la plata fundida en él—. Anda, escúpelo, no me sirve tener a mi Señor pensando en estupideces cuando hay asuntos que atender.

Arqueó una ceja ante aquello, apenas logrando contener la carcajada que retumbó por su cuerpo entero.

—No estoy en estupideces, Amren. —Supo que era una mentira que él se había creído cuando ella le dio esa mirada, la misma que le había dado su madre cuando le dijo que Willow sería su esposa. Se encogió de hombros, sentándose sobre el escritorio de ella, cruzando los brazos frente a su pecho, aguardando a que Amren terminara de beber y disfrutar de su bebida. Contuvo el aliento cuando ella volvió a mirarlo con una llama plateada bailoteando en sus iris mientras dejaba la copa sobre una mesa cercana.

—Empecemos por la idiotez de caer en la trampa de Amarantha, ¿quieres? —dijo, sin alterar la voz, manteniendo esos ojos sobrenaturales en él. Rhysand enderezó su espalda y empezó a rezar por dentro—. Tu padre te enseñó bien el lugar de un Señor, lo que significa ser el último Rionnag. Así como tu educada madre te dejó en claro cuán importante eres para tus hermanos.

»Los dos zopencos estuvieron a punto de salir corriendo en tu ayuda, de no ser porque los detuvimos con Morrigan, habríamos perdido a tres miembros importantes del Círculo. —Tomó otro sorbo de su copa—. Todo terminó tan bien como podría haber terminado y cometiste la segunda idiotez: reclutar a Feyre.

Abrió la boca para decirle que había sido una de sus mejores decisiones, pero el punto que marcaba Amren empezó a tomar forma en su cabeza y cerró la boca. Sí, había aceptado, bajo un engaño, su colaboración. Sus dientes se apretaron y el corazón se le retorció al recordar que ella seguía sin poder decirle toda la verdad. Y la lista podría seguir tanto como las revisiones de la carta. Frunció el ceño, sintiendo que un gruñido amenazaba con salir por su garganta y estuvo a punto de enseñarle los colmillos. Pasó una mano por su rostro, como si así pudiera volver a sus cinco sentidos, recuperar el control sobre sí mismo.

—¿Qué pasa con ella?

—No me malentiendas, creo que es una gran suma a la Corte, pero, si vamos a los hechos, ambos sabemos que Feyre no tiene las cartas a su favor.

¿Lo peor? Rhysand no podía negar la verdad, pese a que gran parte de sí rugía ante la duda que Amren ponía sobre la illyriana. Todavía se encontraba recordando la furia con la que le había entregado el anillo de su madre, la sensación de que estaba viéndola por última vez cuando la despidió más temprano. En silencio, se preguntó qué era lo que estaba acallando Feyre, y, como tantas veces, se sintió dividido pese a no saber entre qué bandos se encontraba.



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