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PRÓLOGO

Los atardeceres en Atara, mi ciudad natal del círculo polar, ofrecen un espectáculo cautivador y precioso que atrae hacia el sur a los turistas más aventureros de toda Terra. Cuando mi amiga Samyna y yo éramos niñas, acudíamos al parque del mirador de la costa todos los viernes para contemplarlo. Tras acabar las clases nos comprábamos helados de bayas glaciares y los devorábamos a lametones, mientras admirábamos la puesta de los soles. Agón, majestuoso, rojo y gigante, se ocultaba primero tras la línea del horizonte, coloreando a su paso el cielo de un naranja intenso, como el del fuego de una hoguera encendida por los dioses de nuestros abuelos. Después se deslizaba hacia el fondo, cerrando la jornada como si fuera el telón de un teatro de tamaño planetario. Tras su puesta, Nahil, la pequeña estrella azul, tomaba el protagonismo durante doce minutos más, en los cuales el atardecer se tornaba de neón y hielo. El cielo y el mar se fundían en un mismo tono de zafiro. La línea del horizonte se difuminaba y no volvía a trazarse hasta que la estrella la cruzaba por completo, desapareciendo con un espectacular chispazo que daba paso a una noche cerrada, además de al encendido de las farolas de toda la ciudad. Entre vítores y aplausos, los visitantes extranjeros celebraban la belleza del evento, mientras que los lugareños, más acostumbrados a él, lo contemplábamos con serenidad.

Recuerdo uno de esos atardeceres en concreto porque Samyna estaba muy feliz. Al principio no parecía que hubiera una razón especial para ello, pues Samy no era una niña muy habladora, y yo casi nunca hablaba de cosas que fueran importantes. La versión infantil de mí, Vera Saoris, era alegre, jovial y juguetona; un poco agreste y nada reflexiva. Básica y visceral, me encantaba revolcarme por la nieve con gatos de todos los colores, pelearme con niños mayores y hacer huir a los perros de los vecinos, despavoridos ante mis gruñidos de imitación de animal salvaje. Siendo la hija menor de una familia bien estructurada y sin apuros económicos, mi relación con Samyna, la morena y tímida niña inmigrante, se basaba en un vínculo de protección mutua: yo la libraba del acoso escolar y ella me libraba de la soledad que mi personalidad me granjeaba entre las otras niñas.

Todavía teníamos dientes de leche. A la edad de dieciocho ciclos solares, las piernas no nos alcanzaban al suelo cuando nos sentábamos en uno de los bancos del mirador de la costa. Después de aquel atardecer en particular, Samyna sonrió, le dio un lametón a su helado y balanceó las piernas de atrás adelante.

—¿Sabes qué? —me dijo—. Me gustaría poder venir aquí cada viernes contigo hasta que seamos muy viejitas.

Yo le di un mordisco a mi polo, arrancando de él una jugosa combinación de frutos que, al contacto con mi paladar, hizo que se me helara el cerebro. Cuando se me pasó el malestar, quise puntualizar:

—¿Cómo de viejitas?

Samyna se rio con dulzura. Los turistas y los ancianos del lugar ya empezaban a abandonar el parque. La gélida dureza de las noches polares no era un escenario agradable para cualquiera, pero nosotras estábamos bien abrigadas y vivíamos muy cerca.

—¡Cuando ya no tengamos pelo! —exclamó Samy.

—¡Cuando se nos caigan los dientes! —la secundé yo, alargando las vocales en mitad de una risotada.

Creo que para ella aquel momento tenía una importancia y una carga emocional distintas a las que tenía para mí.

Es difícil saberlo ahora.

Después de que mi madre me llamara desde el otro extremo del parque, me levanté del banco dando un saltito, tiré el palo de mi helado a una papelera contigua y me despedí de Samyna agitando la mano. Ella se quedó allí sola, como era costumbre cada semana, pues, si su abuela no venía a buscarla, recorría por su propio pie los doscientos metros que la separaban de su casa.

En Atara nunca pasaba nada malo. Al contrario. Era un lugar entrañable donde los vecinos se conocían entre sí, la policía hacía rondas responsables para garantizar que la presencia de los turistas no supusiera un problema y los niños íbamos solos a la escuela. Nuestra ciudad, capital del estado con el mismo nombre, no presentaba más atractivo para los visitantes extranjeros que aquellos atardeceres mágicos. Por supuesto, el atardecer se podía contemplar en cualquier región del planeta. No obstante, según decían las guías de viaje, no había lugar más místico y emblemático para hacerlo que nuestras costas.

El padre de Samyna era geólogo. Su familia se había mudado a mi país desde Parois, nación situada en el extremo occidental del océano ecuatorial, para que él continuara con unos proyectos de investigación que nosotras éramos demasiado pequeñas para comprender. Lo que sí pude entender de inmediato fue que aquella niña morena de etnia aswerta no era bien recibida en mi colegio. Acostumbrados al turismo ocasional, pero en absoluto a recibir inmigrantes, Atara era una nación orgullosa y prejuiciosa, hijos ideológicos de la discriminación que recibían nuestros propios emigrantes en otros continentes. Podía notarlo incluso en los maestros, que miraban a aquella niña pequeña por encima del hombro y le hablaban como si fuera un cachorro con dificultades de aprendizaje. A pesar de que asimiló nuestro idioma muy bien y muy rápido, Samyna no encontraba amigas en su aula. Tras un par de quejas de sus padres debido a esta discriminación, la trasladaron a mi clase y la sentaron junto a mí, en el único sitio que había libre. Conmigo nadie quería sentarse, tampoco, aunque aquello era más culpa mía que del resto de los niños. Al fin y al cabo, a nadie le gustaba tener una vecina que le pellizcara el brazo o le pegara chicle en el pelo por puro aburrimiento.

Todavía recuerdo la sorpresa que me llevé cuando Samyna apoyó su brazo en la mesa pegado al mío. Esa piel marrón, esa complexión rechoncha y ese vello negro que la recubría se me hicieron cautivadores. Los pocos extranjeros a los que había conocido hasta entonces iban abrigados hasta la nariz en el mirador de la costa. Sin embargo, aquella era la primera vez que una persona tan diferente a mí se sentaba a mi lado. Nosotros, los kjumad, somos la etnia predominante en el continente sur de Terra, situado junto al círculo polar. Nuestra tez es pálida; casi transparente. Nuestras venas verdosas se ven a la perfección a través de ella. Además, no nos crece ningún tipo de vello del cuello para abajo. Solamente tenemos cabello, cejas y pestañas; los chicos, además, algo de barba, aunque suelen ir afeitados para evitar el aspecto ridículo que proporcionan siete u ocho pelos mal contados en una barbilla huesuda y afilada.

—¿Te has quemado? —recuerdo que le pregunté a Samy, aunque ella no se ofendió y simplemente negó con la cabeza—. ¿Entonces? —insistí absolutamente confundida.

—Pues que soy así —murmuró de vuelta, tratando de no llamar la atención de la profesora que estaba explicando la lección.

—¿Desde siempre, siempre? —inquirí sin tapujos, a lo que ella volvió a asentir y se esforzó por concentrarse—. ¡Vaya! —exclamé en un susurro, haciendo largas las vocales—. ¡Qué pasada!

Cuando la profesora me reprendió, me quedé en silencio y me concentré en acariciar ocasionalmente aquellos vellitos negros que, a mi parecer, adornaban el brazo de mi nueva compañera. Esa misma tarde la invité a venir a mi casa. Mi madre y la suya se conocieron a la salida del colegio, y convinieron en que podíamos merendar y jugar juntas de vez en cuando. Ese "de vez en cuando" se convirtió en un "cada día". A veces, los niños de su anterior clase se burlaban de ella cuando pensaban que yo no iba a darme cuenta. Sin embargo, yo podía escuchar el característico llanto de mi amiga desde lejos, y acudía enseguida a su rescate, dejando algún que otro ojo morado.

Vera Saoris jamás buscaba pelea, pero se dejaba encontrar con mucha facilidad.

Nuestra amistad se convirtió en una costumbre para mí. A veces Samy me contaba cómo se sentía por haber dejado a sus parientes en Parois, o por el hecho de que su padre estuviera demasiado ocupado con el trabajo para jugar con ella. Yo no recuerdo que supiera muy bien qué decir o qué hacer al respecto. Simplemente me gustaba jugar, reír y revolcarme por el suelo. No era que mis padres me hubieran enseñado a comportarme así, pues su personalidad era la absolutamente opuesta, pero había una energía y una curiosidad en mi interior que me impedían ser una niña tranquila. Ahora que lo pienso, aquel día en el que Samyna estaba tan contenta dando lametones a su helado y viendo la puesta de soles, probablemente su alegría se debiera a que había sido un día tranquilo: yo no me había metido en ninguna pelea, ningún perro nos había perseguido y no la había obligado a embarrarse la ropa subiendo por la ladera de ninguna colina.

Sin embargo, al día siguiente, no vino a jugar conmigo.

Era sábado. Mis padres intentaron que yo no me enterara de que, para mediodía, todo el barrio estaba buscándola desesperadamente. De todas formas, la última persona que la había visto era yo, por lo que la policía quiso hacerme algunas preguntas. Se centraron en si Samy parecía preocupada o asustada. Yo les contesté que no, aunque tampoco recuerdo haber mencionado que estaba más contenta de lo habitual. Ese es un detalle que he recuperado con el tiempo, pero a los dieciocho ciclos no sabía reproducir ese tipo de observaciones. Los agentes fueron muy amables, aunque realmente parecían preocupados. En Atara nunca pasaba nada. Si acaso, nuestro mayor defecto como sociedad era el recelo hacia los inmigrantes. Tiempo después, mi madre me contó que los agentes no sabían ni por dónde empezar o cómo proceder. Las horas se fueron amontonando una sobre otra; se acababan los lugares para buscar y las personas a las cuales preguntar. No hubo ni un solo turista que no fuera sometido a interrogatorio y ni un solo vecino que no colaborara en la búsqueda. Avisaron a la policía de otros distritos, e incluso de otras ciudades. Sin embargo, se hacía muy difícil imaginar que una niña tan pequeña pudiera recorrer por sus propios medios las decenas de kilómetros de distancia que separaban a Atara del resto de localizaciones del país. Para ello tendría que haber atravesado auténticos páramos helados, estepas y llanuras peligrosas, llenas de animales salvajes. Si, por desgracia, se hubiera adentrado en alguno de aquellos escenarios, lo más probable hubiera sido que la encontraran rápidamente, aunque no en las mejoras condiciones.

Finalmente, al atardecer, justo tras la puesta de Nahil, apareció en el parque del mirador de la costa, exactamente en el mismo lugar y estado físico en el que nos habíamos despedido el día anterior. Todos los vecinos del barrio se congregaron en la zona, además de algún turista curioso. Tiempo después, supe que el caso de la niña desaparecida de Atara había empezado a tener repercusión mediática incluso en otros países.

Una agente de policía la acompañó al reencuentro con sus padres. Le había colocado a la pequeña una gorra de policía exactamente igual a la que llevaba ella. Su madre cayó de rodillas ante Samy, la abrazó y lloró desconsolada. Su padre intercambió algunas palabras con la agente, solicitándole detalles sobre las circunstancias en las cuales la había encontrado. No obstante, esta simplemente le explicó que había salido de detrás de un árbol en el mismo parque. Poco a poco, la multitud se fue dispersando. La gente comentaba, extrañada, cómo era posible que, pese a haber peinado el parque entero en repetidas ocasiones, ningún vecino la hubiera visto. Entonces recuerdo que me quedé un poco rezagada; lo suficiente como para llamar la atención de la agente que había encontrado a mi amiga.

—No te quedes atrás, pequeña —me advirtió—. No vayas a perderte tú también.

—Vivo muy cerca de aquí —le contesté, ante lo cual ella sonrió y se recolocó la gorra.

No recuerdo muchos detalles de su apariencia física, salvo un defecto muy evidente, y era que le faltaba el brazo derecho. Tras escuchar mi respuesta, pareció conmoverse y derramó un par de lágrimas.

Estas cosas no se olvidan.

—Está bien —me dijo—. Vuelve con tus padres, ¿vale? —Yo asentí y me dispuse a correr hacia mi casa. Sin embargo, antes de alejarme, todavía escuché la penúltima frase de aquella época de mi vida que se me grabó a fuego en la memoria—: Algún día tirarás un puñado de arena en un estanque y lo cambiarás todo para siempre.

Creo que ella pensó que no la había oído, pero el caso es que nunca jamás volví a ver a aquella agente de policía por el barrio. Días después, comentándolo con Samy, ella me dijo que tampoco recordaba haberla conocido antes. Durante los meses siguientes, aquel suceso fue la comidilla de los medios locales. Nadie podía explicarse dónde había estado aquella niña desaparecida durante un día entero, ni quién era esa agente de policía perfectamente uniformada que la había traído de vuelta. Samyna no aportaba ninguna explicación que pareciera lógica. Decía que, simplemente, se había levantado para irse a su casa, que se había indispuesto un poco y que, minutos después, se había despertado detrás de aquel árbol. Por supuesto, dada la no coincidencia temporal del relato con el proceso de búsqueda, nadie creyó su versión. Pasados unos meses, la policía dio por concluida la investigación afirmando que mi amiga se había escapado de casa, regresando arrepentida un día más tarde.

Cuando me contó la verdad —y creo que solo me la contó a mí—, pude entender por qué había preferido no decirle nada a ningún adulto. Fue en otro atardecer, en verano, con un helado de frutos del bosque entre las manos, y sentadas en el mismo banco.

—¿Te puedo contar una cosa? —me preguntó—. Porque somos super amigas... —Yo estaba entretenida con una gota de polo derretida que se me había deslizado hacia los dedos, así que me limité a asentir con la cabeza mientras me chupaba el pulgar—. Esa señora, la policía con un solo brazo, me llevó a un lugar oscuro.

—¿Cómo que a un lugar oscuro? —repliqué de inmediato, con la boca abierta y la mano chorreada de helado derretido—. ¿Te hizo daño?

—Ah, ah —respondió Samy negando con la cabeza, y después pronunció las últimas palabras de aquella época de mi vida que se me grabaron a fuego en la memoria—. Discutió con una señora mayor que me dio una gorra, y luego me volvió a traer aquí. Me dijo que tuviera mucho cuidado de no ir a escuchar música con mis amigos.

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