Su rostro es anguloso y proporcionado. Tiene la sombra de una barba perfectamente rasurada rodeando sus labios carnosos. Debajo de su nariz hay un pequeño lunar marrón; por encima, la máscara, blanca como su capa. Su traje gris de entramado negro huele a detergente de calidad, pero lo que destaca por encima de ese aroma es del licor destilado, que sale de su boca, y el de los frutos del bosque de su infame perfume. Jamás había contemplado el rostro de Eirén tan de cerca. Su nariz casi se toca con la mía cuando me susurra:
—No sé cuánto de ti queda ahí dentro, pero, escúchame: tienes que calmarte. —He tenido un momento de semiinconsciencia después de saltar por la ventana y aterrizar de costado sobre el techo de un camión—. No te equivoques de enemigo. Llamarás su atención y vendrán muchos más. —Tras decirme esto, toca mi costado y elimina los dolores que me había provocado la caída—. No me obligues a seguir haciendo esto. Tienes que poder cuidarte sola.
Alza el vuelo de nuevo y se aleja de mí. Todavía con cierto aturdimiento, contemplo cómo se deshace de más de diez absortores que estaban en la calle, con los cuales lidiaban Darina y varios de sus compañeros a los que no me habían presentado aún. Después accede a la planta baja del supermercado y elimina al resto de las criaturas que habían entrado —no sé exactamente cuántas—, para finalmente abandonar el lugar en un vuelo rápido y grácil.
Me quedo tumbada sobre el techo del camión, bocarriba y con los brazos abiertos en cruz, contemplando las estrellas y nebulosas que el cielo despejado le regala a mi vista. Si es medianoche, entonces ya hace oficialmente cincuenta y dos días desde la última vez que había presenciado este espectáculo. El hombre que peleaba con los absortores en el supermercado se asoma por la ventana y me mira fijamente a los ojos con una expresión entre el desconcierto y la admiración.
—¿De dónde has salido tú? —exclama, para después soltar una risotada.
Eirén no ha curado mi brazo ni mi pierna. Tampoco la herida de mi ceja. Ignoro cómo y por qué realiza estas sanaciones tan selectivas, pero casi puedo decir que preferiría que nunca me hubiera tocado. Desde que se fijó en mí, no he hecho más que perder a personas y cosas que me importaban. No sé cómo bajaré de este camión y tampoco sé dónde está mi hermana. Me sentí feliz y en paz por un momento, mientras me ensimismaba en las estrellas y agradecía seguir con vida tras el ataque de los absortores. Sin embargo, después una batalla por la supervivencia, siempre empieza una nueva.
Transcurridos dos o tres minutos, alguien trepa por el frontal del camión y se sienta junto a mí.
—Parece que Donvan no se equivocaba contigo. —Se trata de Darina—. Tienes un par de ovarios.
Sonríe, pero su gesto guarda el mismo desconcierto que el de su compañero del piso superior, que ya se ha retirado hacia el interior.
—¿Y tú no? —le contesto mientras lentamente me siento frente a ella con las piernas estiradas.
Darina se sujeta el abdomen con la mano como si quisiera evitar que se le salieran los intestinos por el agujero que le ha hecho el absortor.
—He tenido suerte. —Suspira—. Un poco más a la derecha o a la izquierda y estarían recogiendo mi cadáver. —Ahora es ella quien se tumba bocarriba—. Nosotros estamos hechos de otra pasta. Literalmente, además. Pero tú... has saltado por esa ventana y creo que no lo has hecho precisamente para intentar escapar, ¿verdad?
Niego con la cabeza.
—Quería estrangularlo —confieso riéndome con la boca cerrada.
—¿A Eirén? —cuestiona Darina con extrañeza, y yo asiento—. ¿Por qué?
—Porque mató a mi madre. Y porque allá donde va lleva a los absortores consigo.
Se produce un silencio que no es en absoluto incómodo. Ella está sopesando con serenidad la gravedad de lo que acabo de decir, y yo estoy, simplemente, descansando.
—¿Estás segura de eso? —me pregunta, a lo cual vuelvo a afirmar con la cabeza—. Entonces es importante que Hrutz lo sepa.
—Lo único que me importa es comprobar que mi hermana se encuentra bien —replico mientras Darina se levanta—. Necesito encontrarla.
—Si ha resultado herida, entonces estará en el almacén —me explica la chica—. La coronel estará allí para evaluar los daños. Y yo, además de combatiente, soy la responsable del servicio médico, así que... ¿necesitas que te coja en brazos de nuevo?
La pregunta me irrita un poco. No tanto por el ofrecimiento en sí, que es bastante amable, sino porque sé que tengo que aceptarlo. De todas formas, esta vez Darina no me habla como una grúa sin alma, sino que en su tono de voz se adivinan trazas de empatía.
—Solo para bajar de aquí —consiento.
Una vez en el suelo, mientras caminamos por el parking del supermercado de camino a la entrada del almacén, me doy cuenta del rastro de destrucción y muerte que han dejado los absortores. Hay varios cuerpos de soldados con las entrañas arrancadas, y por lo menos dos cadáveres de personas sin uniforme. Además, se ven múltiples vehículos volcados, así como la mayoría de los cristales de la planta baja reventados y esparcidos tras diversos impactos.
—Es una pena que todavía no entiendan que no tienen ninguna oportunidad —comenta Darina entristecida.
—¿Los soldados? —replico.
Camino lentamente, apoyándome en el hombro derecho de la chica, al tiempo que ella se sujeta la herida del abdomen con la mano izquierda.
—Ningún arma puede hacerles daño —me explica—. Es como si estuvieran entrenados para defenderse de todo tipo de proyectiles. Si les disparas, su coraza repele las balas. Si les lanzas una bomba, se meten bajo tierra. Pueden percibir cualquier amenaza arrojadiza, a veces parece que incluso antes de que se produzca. Pero tienen un punto débil en la coyuntura de sus cuellos y, vengan de donde sea que vengan, no parecen estar acostumbrados a estar en inferioridad en un combate cuerpo a cuerpo.
—Por eso los militares os necesitan —musito para mí misma.
—Pero son demasiado orgullosos como para quedarse al margen. De momento, dos de nuestros compañeros han muerto hoy defendiéndoles. Y seguramente habrá más, entre los heridos graves y los que hayan sido sorprendidos durmiendo porque no tenían guardia.
—No lleváis tan solo unas semanas haciendo esto, ¿verdad?
Darina niega con la cabeza.
—Yo estoy con Donvan casi desde el principio —me confiesa—. Apenas un mes después de los primeros ataques de absortores, se presentó en mi casa y nos contó que estaba montando el primer club femenino de brahn. —Al decir esto, chasquea los dientes y se ríe con desagrado—. Nos enseñó algunos supuestos vídeos de entrenamientos del club, documentos que acreditaban la constitución de la sociedad deportiva, iconografía, equipaciones... Todo era falso, pero yo le creí. —La chica vuelve a reírse, aunque esta vez me parece que lo hace en respuesta a los gestos de asombro con los que reacciono a su historia—. Sí, sí. Me lo tragué todo. Donvan esperó a que me hubieran implantado las prótesis para contarme él mismo la verdad. Para entonces, ya no tenía elección. El gobierno me habría encerrado por llevarlas de manera ilegal. Quizás también hubieran cerrado la tienda y el taller de coches de mi familia.
—Y te habrían quitado tus... súper poderes —recalco, todavía incrédula e indignada ante los métodos del tal Donvan.
—Me parece que eso no es posible —replica Darina—. Cuando se implantan, las prótesis empiezan a expandirse y fusionarse con las partes de tu cuerpo a las que deben reforzar. Llegado cierto punto, es imposible distinguir una cosa de la otra. Generan ramificaciones dentro de tu organismo y comienzan a invadir el resto de tu cuerpo, incluyendo órganos vitales, hasta que lo acorazan casi por completo. En realidad no sabemos lo que el gobierno te hace si te descubre llevando prótesis ilegales, pero no hemos vuelto a saber nada de los pocos seguidores de Donvan que han desertado para comprobarlo.
Guardamos una nueva pausa de reflexión. No sé si la conversación la está incomodando, pero mi hambre de conocimiento es mayor que mi capacidad para mantener las convenciones sociales.
—¿No odias a Donvan por lo que te hizo? —la interrogo.
La chica se lo piensa. No sé si es porque no sabe qué contestar o porque no sabe si debería contestar.
—Odiar... No sé si es la palabra que usaría —me responde por fin—. Pero sentir cosas así es un lujo con nuestro ritmo de vida. Nadie; ni el gobierno, ni el ejército, ni las alianzas extranjeras, ni mucho menos la población civil ha podido plantar cara a los absortores de la manera que lo hemos hecho nosotros. A Donvan tampoco le parece que Eirén sea trigo limpio. Su propósito es eliminar nuestra dependencia de él, y esperar a ver cómo revela su verdadera naturaleza.
Agradezco que sea tan sincera y directa. En tan solo un par de conversaciones con ella, he aprendido más sobre todo lo que está pasando en este país que en los últimos dos ciclos solares de mi vida. Por eso, cuando llegamos a la puerta del almacén, que es una persiana metálica bajada, me detengo para hacérselo saber:
—Me ayuda mucho que me expliques estas cosas. Hace unas semanas, yo tenía una vida y unos planes totalmente diferentes. No sé por qué confías en mí para responder a todo lo que te pregunto, pero te lo agradezco.
—Donvan te quiere dentro —me confirma, al tiempo que sube la persiana—, y tú tienes derecho a saber en qué te estás metiendo.
Accedemos a un pasillo largo y ancho. La estancia es puramente industrial, con paredes de cemento visto y un techo alto, de unos cinco metros. Tiene vigas metálicas sujetando la estructura, así como travesaños dispuestos en paralelo cada tres o cuatro metros hasta llegar al fondo, donde hay otra persiana metálica. Hay diez o quince pallets de suministros agrupados en un lateral, pero el resto del pasillo está vacío. A los lados hay puertas pequeñas, más o menos una coincidiendo con cada travesaño.
Había decidido no hacer más preguntas, pero Darina me sigue informando por cuenta propia.
—Lo que ves aquí es todo lo que nos queda —explica—. Parece mucho, pero nosotros también somos unos cuantos. La operación se ha alargado demasiado.
—¿Cómo lo decidís? —me lanzo de nuevo.
—¿Qué cosa?
Me parece que estamos caminando hacia una de las puertas pequeñas de los laterales del pasillo. A Darina cada vez le cuesta más trabajo avanzar; a mí cada vez me cuesta menos. En algún momento de la marcha, no sé cuándo, he dejado de ser yo quien se apoya en ella y ha empezado a ser ella quien se apoya en mí.
—Las operaciones —prosigo—. Queréis capturar a un absortor con vida. Ese es vuestro propósito, ¿no?
—Así es —me confirma.
—¿Y cómo decidís adónde vais para intentarlo? Hay absortores por todo el país.
—No lo sé. Donvan elige. Nosotros solamente le seguimos. —Suspira y aprieta los dientes para disimular el dolor que le provoca cada paso—. Lo único que sé por experiencia es que solemos actuar en poblaciones alejadas de los grandes núcleos urbanos, para así evitar que el gobierno nos descubra. La de Vereti ha sido la primera operación en una gran ciudad. Cuando escuchamos las noticias del bombardeo, supimos que era una oportunidad que no podíamos dejar escapar. Pero no contábamos con que el ejército se quedaría tantos días y terminaría por descubrirnos.
—Pues menos mal que disteis con una coronel dispuesta a colaborar con vosotros —expongo.
—No tenían más remedio —replica Darina—. Estaban acorralados por un grupo de absortores diurnos.
Al oír eso, se me hace un nudo en la garganta.
—¿Eso existe? —mascullo.
Por más que reflexiono sobre cuál podría ser el origen de estas criaturas, o sobre por qué han elegido atacar solo nuestro continente, no logro formular una teoría que no parezca sacada de un libro de ciencia ficción. De repente, me vienen a la cabeza recuerdos en forma de imágenes estáticas. Cuando Samyna y yo éramos niñas, nos ocultábamos debajo de las sábanas con una linterna para leer en secreto los relatos de terror que nuestras madres nos prohibían coger de la biblioteca. Pienso que otra de mis motivaciones para seguir viviendo y luchar es averiguar qué ha sido de ella. Me dolió mucho perder el papelito que me dio Rihl durante el bombardeo de mi barrio, pero estoy segura de que puedo replicar su trabajo de investigación para volver a averiguar el número de teléfono del instituto de mi amiga.
—Se están viendo cosas muy locas en las últimas semanas —concluye Darina.
Por fin alcanzamos la puerta indicada. Sin embargo, antes de abrirla, la chica se recuesta en ella para recuperar el aliento.
—¿Necesitas que ahora te lleve yo en brazos? —bromeo.
Darina no se ríe, sino que resopla y arquea las cejas, totalmente presa del dolor.
—Duele más mientras se auto repara que cuando te hieren —declara—. Estamos corriendo más peligro que nunca, pero también estamos más cerca de conseguir nuestro objetivo de lo que hemos estado jamás. El problema ahora mismo es Eirén, que mata a todas nuestras capturas sin siquiera mediar palabra con nosotros.
Mientras Darina abre la puerta, me regodeo en pensar que Eirén es un problema en demasiados sentidos como para permitir que siga suelto. Por supuesto, no se me ocurre proponer darle caza. Nadie en su sano juicio se atrevería a atacar al personaje al que la mitad de la sociedad amerina ve como su salvador. Y eso sin olvidar que puede despedazarte como a una tortita de arroz seca sin apenas esfuerzo.
Detrás de la puerta se encuentra mi pesadilla: más escaleras. Es solo un cuartito minúsculo por el cual se accede a un subterráneo, que es donde me imagino que estarán a buen recaudo los heridos. También pienso que debe de ser algún tipo de entrada alternativa, ya que después de una refriega como la que acaba de tener lugar, lo normal sería que el tráfico de personas por la zona fuera muy alto. O tal vez lo que ocurre es que esta gente tiene una eficiencia suprema a la hora de evacuar heridos.
Cuando me dispongo a empezar a bajar, Darina me detiene:
—Espera. No puedo más. —Me agarra por el brazo y se sienta en el suelo—. ¡¡Dada!! —exclama—. ¡Somos dos! —De repente, el suelo tiembla. Parte del cemento que lo compone empieza a descender, formando una rampa—. Las escaleras son de pega —me explica Darina—. Llevan a un almacén vacío. Los militares en parte molan porque construyen estas cosas en tiempo récord.
La rampa es muy ancha y muy larga; con poca inclinación. Conduce a un subterráneo que no alcanzo a divisar en su totalidad desde aquí. Por ella vienen subiendo tres hombres fornidos y una mujer mayor. Sujetan camillas y empujan sillas de ruedas. Están ataviados con batas blancas y gorros quirúrgicos.
—¡Qué mal aspecto tienes, hija! —exclama la mujer, dirigiéndose a toda prisa hacia Darina.
Se trata de una amerina bien entrada en ciclos, que fácilmente podría ser mi abuela, pero que derrocha desparpajo en cada uno de sus movimientos.
—Me he encontrado mejor, Dada —le contesta la aludida—. Por favor, atended también a Vera. Es nuestra nueva incorporación.
—¿Y por qué va descalza nuestra nueva incorporación? —contesta Dada.
No sé si se trata de un apodo cariñoso, o si realmente la abuela se llama así.
—Lo siento —le respondo, apenada, aunque sin saber muy bien por qué me estoy disculpando—. No he tenido tiempo de... Por favor, necesito saber si mi hermana está aquí y si se encuentra bien.
Por ahora no me contesta. Está ocupada asistiendo a Darina para que se tumbe en una camilla; después, examinando su herida.
—¿Esto es todo lo que te has hecho, corazón? —le pregunta.
—Y me han arrojado por la ventana del hotel —le explica Darina—, pero creo que no me he roto nada.
—¿Cómo ibas tú a romperte algo, preciosa? —La abuela continúa examinando la herida del abdomen de mi acompañante sin mostrar signos de preocupación—. Te duele, ¿eh? Eso es bueno. Significa que estás vivita y coleando. —Le da un beso en la frente a la chica—. Qué pena, qué petito tan hermoso te han estropeado. ¿Cuándo me vas a hacer caso y ponerte el uniforme?
—Para sobrevivir hay que sentirse bonita —contesta Darina.
Ambas sonríen con complicidad.
—Por favor, llevadla al box catorce —les solicita Dada a los hombres que la acompañan—. Le daremos a Dari un remiendo y estará como nueva en unos días. —Dos de los hombres se agachan para tomar la camilla de Darina y comienzan a llevarla rampa abajo, como cuando sacan a un jugador de brahn lesionado del campo—. ¿Y tú, muchacha? —me dice ahora la abuela—. ¿No sabes que la primera regla de la supervivencia es llevar siempre el calzado adecuado?
—Me encuentro bien, de verdad —le contesto, un poco mosqueada por su negativa a hablarme de mi hermana—. En realidad, yo todavía no formo parte del grupo. No me han implantado las pró-
—Sé quién eres, jovencita —me interrumpe Dada—. Cir, por favor, llévala al box tres para un reconocimiento.
El hombre hace caso y me ofrece una de las sillas de ruedas para que me siente.
—Puedo andar —replico—. No será necesa-
—¡Por favor, siéntate! —exclama la abuela, aunque sin perder un ápice de su aplomo—. En este lugar es muy importante la disciplina, y la capacidad de reconocer con respeto a los que saben más que tú sobre algo forma parte esencial de ella.
Cuando me siento, el hombre identificado como Cir comienza a llevarme lentamente rampa abajo.
La abuela camina a nuestro lado.
—Se lo suplico —vuelvo a empezar—. Necesito saber si mi hermana está aquí. Si ella no está, entonces tendré que ir a busc-
—Tu hermana está aquí —me confiesa por fin—, mas no en condiciones de recibir visitas.
—¿Qué le ha pasado? —exclamo con el pecho sobrecogido.
—No llevo su caso —responde Dada quedamente.
—Oiga, con todos mis respetos...
—Si es cierto que estás ofreciendo todos tus respetos, entonces cállate y espera —me interrumpe el hombre que lleva la silla, con una voz tan grave y profunda que me obliga a guardar silencio.
La impotencia es una de las emociones que peor sobrellevo. Sin embargo, después de haber pasado más de cincuenta días sin ser capaz de ver, moverme con soltura, asearme y comer algo digno, he empezado a aprender que la impotencia no se vence con desesperación, sino con paciencia. Porque la impotencia no se trata de no poder hacer nada, sino de no saber gestionar las cosas que sí puedes hacer.
El subterráneo está hecho de lo mismo que el pasillo superior: cemento visto, vigas y travesaños. Sin embargo, se encuentra dividido en infinidad de pequeños boxes montados con estructuras metálicas y cortinas para separar a los pacientes. Además hay lo que parecen ser contenedores de transporte marítimo que no tengo ni idea de cómo han podido meter aquí. Imagino que han sido habilitados como quirófanos. El trasiego de médicos, enfermeros y cirujanos es incesante. Decenas de personas prestan asistencia a decenas —quizás algo más de una centena— de heridos y enfermos. No imaginaba que hubiera una multitud tan grande de gente siguiendo a Donvan, y si una parte de esta gente termina muriendo, entonces debe de recaer un peso descomunal sobre sus espaldas.
Se escuchan quejidos y pitidos de constantes vitales por doquier. En un momento dado, la abuela continúa su camino hacia adelante, pero Cir y yo nos desviamos a uno de los primeros boxes, que lleva el número tres rotulado en la cortina. Una vez dentro, el hombre me invita a que me levante de la silla y me tumbe en una camilla.
—Espera —me dice simplemente, y después señala hacia arriba, a una cámara de vigilancia que hay instalada en la estructura del box.
En tan solo unos minutos, he pasado de sentirme rescatada a sentirme una prisionera. ¿Por qué demonios necesitan poner una cámara en un sitio así? Si esta gente no me deja ir a ver a mi hermana pronto, a lo mejor tendré que apretar el puño, insultar a Eirén y hacer implosionar alguna cosa, si es que es así como funciona mi poder.
La camilla en la que estoy acostada me trae unos recuerdos bastante desagradables, pues es exactamente igual en tacto y prestaciones a la que usamos Dea y yo para trasladarme desde mi tienda inicial en el campamento hasta aquella en la que pasamos siete semanas.
Comienzan a amontonarse los minutos de espera. La herida de mi frente ya ha coagulado por sí sola. Ahora lo que me queda es un enorme chichón y un manchurrón de sangre por toda la mitad derecha de la cara. Al secarse, se siente como una mascarilla de barro que se agrieta cuando realizo cualquier gesto. El baño que me di se ha echado a perder en un sudor profuso, aunque de momento sin olor. Tengo las manos y los pies llenos de polvo. No imaginaba cuán a menudo puede necesitar el cuerpo un mantenimiento cuando te hallas en una situación de supervivencia. Tengo hambre. Tengo sed. Y cuando pienso que las circunstancias no pueden ser más incómodas, empiezo a sentir dolor en el bajo vientre, anticipando que pronto me vendrá la regla.
Tengo ganas de dormir, pero, por supuesto, tengo aún más ganas de ver a mi hermana. Lo único que las supera es el miedo a que esta gente me haga daño si no respeto sus tiempos, además de una ligera confianza en que Dea se encuentra en buenas manos, sea cual sea su estado. Calculo que debo de llevar aquí unas dos horas cuando, por fin, la cortina se abre y acceden al box dos personas. Una viste con bata blanca. Sujeta entre sus manos una bandeja con una botella de agua y un bol de puré. La otra viste de uniforme.
Se trata de la coronel Hrutz.
—Welb me ha contado lo que has hecho —me saluda la militar—. ¿Es cierto?
La presencia de la corpulenta mujer negra impone respeto por sí sola de una manera que la entrañable abuela Dada sería incapaz de emular.
—¿Quién es Welb? —le contesto con sequedad.
La mujer de bata, imagino que una enfermera, deja la comida y el agua sobre una cómoda del box. Después comienza a sacar de uno de sus cajones todo tipo de material médico estéril, envasado en bolsas de plástico y papel. Con ello en mano, se acerca a mí y examina la herida de mi ceja. Cuando unta en el chichón una sustancia gelatinosa transparente y la frota varias veces con una gasa, se me pone la piel de gallina.
El dolor me hace gemir.
—Pareces muy poca cosa para ostentar un poder tan inmenso —prosigue la coronel, que tiene los brazos cruzados por la espalda y el gesto absolutamente imperturbable—. Welb es quien te salvó la vida en el supermercado. Dice que hiciste desaparecer a un absortor delante de él. Dime si eso es verdad.
—Es verdad que ocurrió —le confirmo, apretando los dientes a causa del escozor—, pero no estoy segura de que yo lo provocara. Era la segunda vez que me pasaba, y la primera había sido minutos antes, en la habitación del hotel.
—Notarás un ligero pinchazo, bonita —me indica la enfermera, mientras me inyecta una dosis de anestesia en la frente para después empezar a graparme la herida.
—¿Tienes idea de qué puede ser? —insiste Hrutz.
—Si usted me dice dónde y cómo se encuentra mi hermana —arguyo, jugando las pocas cartas de las que dispongo—, yo puedo contarle muchas cosas también.
Me pregunto si mi madre estaría contenta al escuchar la música que estoy haciendo con los instrumentos que me está dando la vida.
—Tu hermana se encuentra estable —consiente la coronel.
—Estables estamos todos —replico—, hasta que dejamos de estarlo. No es suficiente.
—Mira, niña —reinicia la militar sin elevar ni un decibelio el volumen de la voz—: quiero que tengas muy claro que en este lugar no hay enemigos tuyos. Me estoy tomando la molestia de tratarte de tú porque me han dicho que eres una persona un poco inquisitiva, y he pensado que esto podría facilitar las cosas.
—¿Quién le ha dicho eso? —inquiero ofendida.
—No importa quién me lo haya dicho, sino que me lo estás confirmando. —Suspira—. Si quisiéramos haceros daño a ti o a tu hermana, no estaríamos manteniendo esta conversación. Solo necesito que me des algo a lo que aferrarme.
—¡Y yo también! —exclamo elevando la voz. Pero no lo hago porque el tema me enfade, sino porque, a pesar de la anestesia, estoy notando los pinchazos de las grapas de sutura en mi ceja—. Cuanto más me diga usted sobre mi hermana, más le diré yo sobre mí. No creo que proponer eso me convierta en una persona inquisitiva.
—Por lo que me ha contado la cirujana, tu hermana estuvo consciente en todo momento antes de la intervención —comienza a revelar por fin Hrutz—. La compañera que la trajo aquí dice que la encontró tirada en el vestíbulo del hotel, envuelta en una toalla y sin poder moverse. Ella le contó que escuchó un estruendo mientras se estaba duchando y salió para ver qué había pasado. Se encontró de frente con un absortor y este la atacó. Tu hermana huyó cuanto pudo, hasta que la criatura la alcanzó y la golpeó en la espalda. Pero no la devoró a ella, sino a uno de mis hombres, que trató de salvarla.
—¿De qué intervención me habla? —le pregunto apretando los labios y derramando un par de lágrimas. Una es de dolor; la otra, de preocupación.
—No dispongo de demasiados detalles —objeta Hrutz—. La cirujana dice que tu hermana podría no volver a andar.
—A mí me dijeron lo mismo —repongo—, y esta noche he saltado desde una ventana al techo de un camión.
—Entonces puedes estar segura de que tú no tenías una lesión medular completa —me confiesa por fin la coronel—. Ni el mejor de los implantes de brahn puede reparar algo así.
—Pues yo sé de alguien que sí —mascullo sin querer, llevada de nuevo por la impotencia—. Maldita sea...
Coincidiendo con el fin de la sutura, y después de que la enfermera me coloque un apósito sobre la frente, giro la cara en dirección contraria a las dos mujeres para que no puedan verme llorar. No obstante, el esfuerzo resulta inútil. Me tengo que sorber la nariz para que no se me caigan los mocos, y luego secarme las mejillas con la mano.
—Todos hemos perdido muchas cosas desde que aparecieron los absortores —diserta Hrutz—. Y unas cuantas más a raíz del bombardeo de Vereti. Pero ahora tenemos la oportuni-
—Por favor —la interrumpo—, ahórrese el discurso de la responsabilidad moral. Cada vez que pongo un pie dentro o fuera de algún edificio, termino encontrándome a punto de morir, o un familiar mío resulta herido, o pierde la vida. Yo ya no puedo seguir así.
—Deja de llorar —me ordena la mujer en el tono más severo que le he escuchado desde que me la presentaron—. Nadie te está obligando a nada. Pero habíamos hecho un trato: yo te hablaba de tu hermana y tú me hablabas de ti. ¿Qué carrera estás estudiando? ¿Por qué quieres unirte a Donvan?
—No estudio ninguna carrera —le contesto al tiempo que la enfermera me acerca la bandeja de comida y bebida—. Estoy acabando la secundaria.
—¿Quieres decir que eres menor de edad? —inquiere Hrutz.
—Puedes comer, ¿vale? —la interrumpe la enfermera mientras yo asiento—. No tienes heridas significativas. Tus costillas, tu brazo y tu pierna quedarán reparados tras la implantación.
Después se marcha, dejándonos a solas.
Hrutz se siente con la confianza suficiente para sentarse a mi lado en la camilla, ambas con las piernas colgando del borde.
—No sabía que Donvan había empezado a reclutar niñas. —Creo que su tono es de broma, pero estoy demasiado ocupada engullendo el puré y bebiéndome toda el agua como para reírme—. No estoy dispuesta a permitir eso.
—No creo que dependa de usted —le discuto con la boca llena—, por muchas medallas que tenga.
—¿Ah, no? —Hrutz sonríe. Creo que es la primera vez que la veo hacerlo—. Explícame eso.
—Quiero matar a Eirén —le confieso sin inmutarme por fuera, aunque en realidad casi me atraganto—. Si tengo el poder suficiente para hacerlo, entonces nadie podrá detenerme. Ni siquiera usted y su ejército temerario.
—Así que es eso. —Hrutz tuerce el labio y asiente tres o cuatro veces con la cabeza—. Ahora mismo te sientes como la heroína de la historia.
—Conseguir mi objetivo pasa por unirme a Donvan y que me pongan los implantes. —Mientras hablo, estiro las piernas, enseñándole a la coronel mis gemelos flácidos y mis pies temblorosos—. Con este equipo no podré llegar muy lejos.
—No seré yo quien te diga que no puedes conseguir algo —condesciende la fornida coronel, atreviéndose incluso a darme un par de palmaditas en el regazo—. ¿Sabes una cosa? Me recuerdas a alguien muy cercano a mí. Una chica muy valiente que pasó por muchas cosas.
Se me han acabado el puré y el agua. Empiezo a no estar de humor para continuar con esta conversación.
—Si no le importa —me adelanto—, ya que no me dejan ver a mi hermana, me gustaría descansar.
Pero ella me ignora y prosigue con su historia:
—Era la hija de mi hermana. Una maravilla de niña: dulce, sensible, empática y servicial. La última vez que la vi fue hace muchos ciclos, cuando se mudó con sus padres a Atara. Aunque seguí sabiendo de ella en todo momento gracias a las llamadas y las cartas de mi hermana. —Un repentino escalofrío me recorre toda la columna, y juraría que se me erizan los cabellos más cortos de la nuca—. Sufrió muchos abusos por ser de mi etnia. En tu país la gente no es demasiado amable con los extranjeros. —Mi mente entra abruptamente en fase de negación—. También estudiaba su último curso de secundaria cuando, hace algunas semanas, no aguantó más y decidió irse de casa. Tomó parte de los ahorros de sus padres y dejó una nota explicando que volvería cuando hubiera resuelto un asunto. Como no tenía muchas amigas, sus padres sospechaban que quería reunirse con alguien muy importante en su vida que se había mudado a Americia ciclos atrás.
—¿Y qué pasó con ella? —no puedo evitar preguntar, temblando y con la mano puesta en la boca para que no se me abra hasta el pecho.
—No supimos nada durante días —continúa Hrutz, y aunque no hace ningún gesto que siquiera se parezca al llanto, en el tono tembloroso de su voz se adivina una profunda tristeza—, hasta que apareció en las noticias locales.
—¿Cómo se llama su sobrina? —inquiero al borde de un ataque de ansiedad.
—"Hallados los restos de una joven de etnia aswerta, descuartizada en la estepa de Cabján", decía el titular. —Ahora sí, la coronel cede a las lágrimas. Y ni siquiera se molesta en secárselas—. El mundo es un lugar demasiado peligroso para que una niña intente cumplir ciertas metas sin ayuda.
—Por favor —le insisto, temblando como si acabara de bañarme en las profundidades del mar de mi tierra natal—, dígame cómo se llamaba su sobrina.
La coronel parece arrepentida de haberme contado la historia. Esta vez sí se seca las lágrimas, se levanta de la camilla y se encamina a la entrada del box.
—Tenía tu edad —me revela—. Se llamaba Samyna.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro