8. Ávida dádiva
Después de secarme el cabello y colocarme ropa interior, además de una camiseta blanca de tirantes, había conseguido conciliar el sueño. Sin embargo, ahora me han despertado dos sonidos: Dea duchándose y un cristal rompiéndose. Cuando abro los ojos, sobresaltada, no veo nada. Me da un espasmo en el pecho ante la desconcertante posibilidad de haber vuelto a perder la vista, pero cuando me giro hacia la derecha y veo la hora en el reloj led de sobremesa, respiro con alivio.
Son las diez y trece de la noche. Todo está completamente oscuro, pero el sonido de cristales rotos se reproduce con una frecuencia cada vez más alta. No me queda más remedio que levantarme y comprobar qué está pasando. Con la ayuda de mi inseparable compañera la muleta, me dirijo a tientas al armario y tomo de él lo que al tacto parece un pantalón corto de algodón. Tras colocármelo con las dificultades propias de mi estado, rebusco en el mismo cajón unos calcetines y zapatillas que me había parecido ver antes. Sin embargo, no encuentro nada, y ahora el sonido de afuera comienza a percibirse demasiado cercano.
Sería una buena idea poner sobre aviso a Dea.
Me estoy preguntando con qué iluminación se estará duchando, cuando abro la puerta del baño y descubro que también está completamente oscuro. Aquí no dispongo ni siquiera de la luz del reloj de sobremesa. No obstante, el grifo de la ducha está abierto, así que, de nuevo guiándome por el tacto, me acerco hasta ella, descorro la mampara y trato de tocar a mi hermana.
Lo único que consigo es mojarme el antebrazo.
—¿Dy?
No obtengo respuesta de ella, pero lo que sí comienzo a escuchar son gritos en el exterior, tanto en la calle como en el pasillo del hotel. Me queda claro que está teniendo lugar una batalla y, al no escucharse disparos, no me parece que sea un enfrentamiento entre dos bandos humanos. Mi deducción queda comprobada por completo cuando el cristal de la ventana de nuestra habitación se rompe y la cortina se cae, dejando pasar la luz de las farolas del exterior. Cuando me asomo sigilosamente desde el baño, veo con absoluta claridad la figura de un absortor que ha entrado dando un salto y que sostiene un cuerpo humano entre dos de sus diez patas. Juraría que el corazón se me detiene durante un par de segundos. La respiración se me agita y comienzo a sudar. Estas cosas son asquerosamente horribles. Sus cabezas se asemejan a la de un cocodrilo, pero no son alargadas, sino redondas, como la de un ser humano. Los cuatro ojos en el lateral de cada una apuntan en direcciones diferentes, controlándolo todo a su alrededor. Los dos colmillos que salen de cada mandíbula son de aproximadamente treinta centímetros de largo y están cubiertos de sangre. Este ejemplar medirá unos dos metros de altura. Tiene el cuerpo robusto y acorazado, como si fuera un escarabajo gigante. Está de pie sobre seis patas y tiene otras cuatro libres para agarrar y destrozar cosas; en este caso, a un militar que trata inútilmente de soltarse mientras grita pidiendo ayuda.
—¡¡Por favor!! —se desgañita—. ¡¡En la segunda planta!! ¡¡Solicito refuerzos!!
Lo tiene agarrado por la cintura. La sangre que hay en los colmillos del absortor no parece del soldado, ya que este no tiene heridas visibles. Las tendrá pronto si nadie hace algo al respecto, pero, ¿qué podría hacer yo? Si delato mi posición, seré la siguiente víctima. No puedo correr ni tengo fuerzas para atacar, mucho menos a un monstruo de semejantes dimensiones al que nunca antes un ser humano, aparte de Eirén, ha conseguido herir. O al menos que yo haya visto. Por momentos parece que está jugando con su presa, ya que se dedica a pasarlo de unas garras a otras, destrozándole la ropa en el proceso, y a rugir en su cara.
—¡¡Por favor, que alguien me ayude!! —vuelve a gritar el hombre, que trata inútilmente de darle puñetazos al absortor en alguna de las cabezas.
Cuando la criatura se harta de jugar, clava una de sus garras en el abdomen del soldado como si fuera un cuchillo penetrando en mantequilla caliente, y comienza a extraer lentamente sus intestinos. Él se retuerce de dolor y maldice al monstruo. Yo no puedo seguir mirando. Creo que el hecho de que el grifo de la ducha siga abierto me proporciona ocultación acústica, pero ahora mismo juraría que los latidos de mi corazón se escuchan incluso por encima de los rugidos del absortor y de los gemidos, cada vez más ahogados, de su víctima.
Después de treinta segundos, se hace el silencio en la habitación. El discurrir del agua de la ducha será la sinfonía de mi muerte. No puedo pensar; no puedo actuar. Las piernas no me responden. Quizás muera de un infarto antes de que me saquen las entrañas a mí también. ¿Estará bien Dea? ¿Por qué se dejó el grifo abierto? Quizás escuchara los ruidos y saliera corriendo para comprobar su origen. Sin embargo, ¿hubiera salido desnuda y sin siquiera cortar la corriente de agua? Un sonido de masticación me distrae de mis elucubraciones. El absortor está devorando los órganos del soldado. No me atrevo a asomarme, pero quizás debería hacerlo. Si las dos cabezas están distraídas comiendo, es posible que no se percaten de mi presencia y eso me permita abandonar la habitación. No obstante, ¿qué se puede esperar de una criatura que, por cuanto sabíamos, no atacaba estructuras, y ahora resulta que irrumpe en un segundo piso rompiendo la ventana?
"Si no te mueves, estás muerta", me apremia mi subconsciente.
Sin pensarlo demasiado, me dejo caer al suelo, saco mi brazo del cabestrillo, abandono la muleta y comienzo a reptar muy despacio hasta regresar a la habitación. La imagen del absortor es la que esperaba: las entrañas del soldado ya son un potaje irreconocible en sus bocas. Se está dando tal festín que incluso se ha tumbado sobre el abdomen, estirando las seis patas de apoyo hacia los lados y desmenuzando la carne con las cuatro restantes. Casi diría que se adivina felicidad en su gesto, pero, en cualquier caso, no repara en mi presencia. Fuerzo mi cuerpo hasta el límite para continuar avanzando con la cara pegada a la moqueta. Debo de estar a dos metros de la puerta que da al pasillo. Mi brazo derecho y mi pierna izquierda, incapaces de doblarse, se arrastran como dos trozos de carne inerte. En un nuevo vistazo fugaz en dirección al absortor, esta vez me fijo en lo que se ve detrás de él, a través de la ventana rota, y descubro algo desolador: Eirén está en la calle, flotando sobre una farola. Su capa ondea al viento y nos mira fijamente, sonriendo.
Se me hace un nudo en la garganta. Todas las ideas se agolpan a la vez: me va a matar. Es un asesino. Los absortores son sus perros de presa. Haber estado matándolos durante los últimos meses es solo parte de su actuación, o quizás un método de control de la población. Intenta dominar Americia. No. El mundo entero. Mató a mi madre. Tengo que sobrevivir para darle muerte. Necesito salvar a todos de lo que yo sé sobre él.
De pronto, sin poder evitarlo, me encuentro gritándole:
—¡¡Pedazo de mierda!! ¡¡Qué te hace tanta gracia!!
Su sonrisa se ensancha y a mí los ojos se me aguan.
El absortor me mira fijamente. Deja de comer y arroja el cadáver del soldado al suelo. Gruñe y ladea las cabezas como si estuviera tratando de entender la situación, casi como un cachorro recién llegado al mundo, oteando sus posibilidades de un nuevo festín fácil. Luego da un par de pasitos hacia mí, curioso, y palpa mi cama con una de sus garras antes de pasar por encima. Ya puedo sentir el olor a carnicería ambulante que sale de sus bocas. Sus ojos, inyectados en sangre, se fijan todos en mí. Al fondo, Eirén se cruza de brazos y tuerce el gesto, borrando su sonrisa. Finalmente, el monstruo ruge hacia el techo y se levanta sobre cuatro de sus patas, guardando las seis restantes para abalanzarse sobre mí. Cierro los ojos y aprieto los párpados, pero lo que sucede a continuación no es mi muerte, sino el estruendo de la puerta de la habitación siendo arrancada de su marco y proyectada hacia la criatura, a la que toma por sorpresa y obliga a recular casi medio metro debido al impacto. En el lugar donde estaba la puerta ahora se encuentra Darina, la chica amerina de peto blanco que nos trajo a la habitación. No pierde ni un segundo en reaccionar, sino que salta hacia la bestia, la agarra por uno de los cuellos y, colocando sus manos en un punto aparentemente estratégico, tira hacia arriba, arrancándole la cabeza. El chirrido que emite la boca restante es tan agudo y profundo que casi agradezco estar sorda de un lado. Darina agarra el otro cuello y se gira hacia mí.
—¡¡Qué estás haciendo!! —exclama—. ¡¡Vete!!
Echo un vistazo fugaz al exterior, donde Eirén continúa contemplando la escena sin perder detalle, como si fueran los instantes finales de un partido importante de brahn. Y ese efímero momento de baja concentración que se permite Darina por estar pendiente de mí le basta a la criatura para, con un movimiento seco y preciso, hundir una de sus garras en el abdomen de la chica. Ella grita, pero no suelta el cuello restante de la bestia. A pesar del dolor y de que el absortor está hurgando en sus entrañas, lo mantiene agarrado, tratando de encontrar el punto que antes localizó en la otra cabeza y que le permitió arrancarla. Sin embargo, el absortor parece darse cuenta de sus intenciones. Por eso, tras sacarle la garra de dentro, la arroja por la ventana, dos pisos hacia abajo.
Tal como han ido las cosas, a ninguno de los dos les quedará demasiado tiempo de vida. El cuello cercenado de la criatura chorrea sangre como si fuera la fuente de una plaza pública. La chica, por su parte, no debe de haber sobrevivido a la caída, y si lo ha hecho, la herida del abdomen le pasará de seguro una factura mortal. En cuanto a mí, continúo tumbada en el suelo, ya sin la posibilidad de cerrar la puerta tras de mí en caso de escape. Además, estoy segura de que este no es el único absortor que nos ha atacado, ya que sigo escuchando gritos y ruidos de mobiliario roto en la calle y en las plantas inferiores del supermercado. Cuando el absortor fija de nuevo su mirada en mí y se dispone a atacarme, solo me queda protestar contra Eirén, gritarle todo tipo de improperios que no me atrevería a repetir delante de mi madre, señalarle con el puño cerrado y desear con todas mis fuerzas su muerte, o que los últimos cincuenta y un días sean borrados; reiniciados...
Y entonces ocurre.
Mientras tengo el puño izquierdo apretado y en alto, al grito desgañitado de "¡Hijo de puta!", un ruido seco, como el que emitiría un saco de una tonelada de arena cayendo sobre el asfalto, da paso a un fenómeno que se puede resumir perfectamente en tres palabras: el absortor implosiona.
Sencillamente desaparece.
No sé adónde ha ido. No sé si yo lo he causado. Si es así, no sé cómo lo he hecho. Pero lo que sí sé es que en el rostro de Eirén se ha dibujado de repente una expresión de terror que lo ha forzado a recular un par de metros en el aire, para después abandonar el lugar.
"¡Dea!", me grita de nuevo mi mente.
Me levanto dando un salto sobre la pierna buena y abandono la habitación sin mirar atrás. Camino tan rápido como puedo con la mitad de mi cuerpo respondiendo de mala manera, como si padeciera las secuelas de un ictus. En el pasillo no hay nadie. Tampoco me encuentro con gente o criaturas en la recepción. Sin más dilación, e impulsada por una fuerza visceral, me encamino a las escaleras que dan a la primera planta del supermercado, pero lo hago con tanto vigor que, cuando llego, no consigo frenar a tiempo y me precipito por ellas.
No hago caso del mareo, del dolor de cabeza ni de la sangre que de pronto brota de mi ceja. He ahorrado tiempo de descenso, así que me sirve. Me levanto, me limpio la sangre que me entra en el ojo y me encuentro con el panorama más desolador que podía esperar: no menos de seis o siete absortores corren y saltan de un lugar a otro. Algunos están buscando víctimas, mientras que otros ya disfrutan de su ingesta. A uno de ellos lo tiene agarrado por el cuello un hombre enorme al cual no consigo identificar. Tras un breve forcejeo, consigue arrancarle una de las cabezas y golpear a la otra con ella. Después repite el esfuerzo y separa la segunda cabeza del cuerpo, consiguiendo la primera muerte de absortor que he presenciado jamás a manos de alguien que no sea Eirén.
—¡¡A qué esperáis, sacos de mierda!! —exclama envalentonado.
Dos de los absortores restantes centran su atención en él y lo atacan sin contemplación. Sin embargo, el hombre, con una portentosa finta, consigue driblar a los dos, agarra a uno por una de las patas traseras y lo lanza por la ventana.
—¡Es tuyo, Dari! —grita con emoción.
—¡Ya tengo dos! —le responde desde abajo una voz que identifico como la de Darina, la joven a la que antes vi caer por la ventana con el abdomen perforado.
—¡Tú puedes con eso y con más! —la anima su compañero, mientras descabeza sin esfuerzo al otro absortor que lo había atacado antes—. ¡Cuando lo estimes oportuno, puedes buscar un escondite! —me dice ahora a mí en tono sarcástico.
—¿Yo? —le contesto, todavía estupefacta ante semejante carnicería.
—¿Acaso quieres quedarte a luchar?
Mi intención es contestar que no y empezar a buscar un refugio, o quizás a mi hermana; lo que encuentre primero. Sin embargo, un fuego se enciende en mi interior y mi autodominio se desmorona cuando, a través de la ventana de esta planta, vuelvo a contemplar a Eirén flotando en la negrura de la noche. El efecto desquiciante que ejerce sobre mis emociones contemplar su cara basta para que empiece a caminar entre las estanterías derribadas del supermercado, deficientemente iluminado por las farolas de la calle, ya con el rostro completamente ensangrentado y el ojo derecho encharcado. Cuando un absortor se abalanza sobre mí, el compañero de Darina lo detiene agarrándolo por los dos cuellos a la vez y cayendo al suelo sobre él, en una especie de llave de lucha deportiva.
—¡Pero a ti qué te pasa! —me increpa—. ¿Es que quieres morir el primer día?
Está indignado y sorprendido a partes iguales por mi actitud. Pero no tanto como cuando me ataca un absortor más y yo respondo apretando el puño al aire, insultando a Eirén y provocando que el monstruo implosione, igual que lo había hecho el que se coló en mi habitación.
—¡Joder! —exclama el hombre alargando las vocales.
Yo lo ignoro; a él y a los tres absortores que quedan en la sala y que empiezan a correr hacia mí. Porque resulta que yo también empiezo a correr. Bueno. Me desplazo más o menos rápido, pero renqueante, como esos deportistas que están a punto de desplomarse en la recta final de una carrera de cincuenta kilómetros. Me dirijo hacia una ventana rota que da a la calle. En realidad, me dirijo hacia Eirén. Algo me dice que seré capaz de saltar lo suficiente como para alcanzarlo, agarrarlo por el cuello, estrangularlo y acabar con todo esto. Eso es lo que siento y esa es mi absurda convicción cuando me doy un último impulso con la pierna buena para precipitarme por la ventana de la primera planta.
La cara de terror de Eirén es alimento para mi espíritu.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro