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6. Yo soy

Un dios o una diosa, en realidad, no tienen género. Se distinguen unos de otras por sus motivaciones. Existen por encima de lo que en Terra y la humanidad de esta pequeña muestra de espacio consideran que está bien o mal. Forman alianzas que después rompen, en pro de preservar el flujo de la corriente del espacio y el tiempo. Un dios o una diosa no son seres relativistas en el sentido físico de la expresión. Si el tiempo es lineal o cíclico, solo ellos o ellas lo saben. Yo, por ejemplo, soy una diosa que ha vivido o vivirá miles de millones de eones; lo suficiente como para presenciar varias veces la muerte del universo físico. Puedo ver el futuro y el pasado agolparse en una sola imagen compuesta delante de mis ojos. Puedo entender que la historia; no solo la mía, sino la de todos cuantos han existido y existirán jamás, es un palíndromo. Termina igual que empieza y puede leerse igual al derecho que al revés. Puedo ver las guerras y los tiempos de paz como dos caras de una misma realidad que no puede ser más triste. Todos los terranos anhelan ser felices. Sin embargo, existen tantos conceptos de lo que es la felicidad como seres humanos viven y han vivido. A menudo estos conceptos chocan entre sí, dando como resultado la condena a una infelicidad eterna o, en el mejor de los casos, a una angustiosa felicidad relativa. Para paliar este problema, se han inventado que la felicidad y el placer son equivalentes, así que viven inmersos en una búsqueda insaciable de dosis de neurotransmisores que los lleva a perpetrar las más inimaginables atrocidades. Los dioses y las diosas están cansados de eso. Sin embargo, el objetivo primigenio por el que existen los terranos no es entretener o satisfacer a los seres divinos, sino ayudarles a engendrar una solución para su guerra infinita.

Una voz cálida y familiar...

"Yo estaré contigo siempre. Velaré por tu bienestar vayas donde vayas. Te doy mi palabra de que hice todo cuanto pude para salvaros a vuestra madre y a ti del consejo. No pasa ni un solo día en que no me pregunte si podría haber hecho algo más. Sin embargo, la respuesta es siempre la misma, hija mía".

—¿Y cuál es la solución para la guerra de los dioses? —me cuestiona de repente esa voz profunda que tanto me irrita, y que ha detenido mi mano cuando el bisturí estaba a punto de seccionar mi yugular—. ¿Sabes que ese es el mismo bisturí con el que mataron a tu madre?

Y el olor. Ese maldito olor a perfume de frutos del bosque y tabaco que despide para anunciar su presencia hace que me hierva la sangre.

—¡Déjame! —le grito a pleno pulmón—. ¡¡¡Déjame!!!

—¿Cómo iba a dejar morir a mi diosa favorita en mitad de su éxtasis místico con su padre?

—¡Te odio! —sigo vociferando—. ¡Déjame volver! ¡Eres un monstruo!

Ante mi infantil improperio, Eirén solo puede echarse a reír. Me arranca el bisturí de la mano sin mayor dificultad y lo arroja fuera de la tienda con tanta fuerza que ni siquiera lo oigo caer. Luego me suelta y se aleja. No sé de qué va todo lo que yo misma estaba narrando antes sobre ser una diosa y sobre la guerra de los dioses, pero durante unos instantes tenía un significado absoluto, y esas últimas palabras que escuché en mi cabeza antes de que Eirén me hablara me llenaban de tranquilidad. Me reconfortaba saber tanto y, sin embargo, me angustiaba la responsabilidad que conllevaba ese conocimiento. Mientras Eirén me tocaba, me hallaba en total sintonía con sus pensamientos y sentimientos. Su corazón es aceite caliente cayendo sobre hielo; una tempestad huracanada en mitad del vacío del espacio exterior. Se trata de un ser que hierve por saber demasiado y no poder hacer nada con tanto conocimiento.

Pero, ¿qué es lo que sabe?

Me dejo caer de la cama y me arrastro por el suelo, palpando cada metro a mi paso, e intentando dar con él como si tuviera fuerzas para obligarle a hacer algo. Salgo de la tienda y continúo reptando desnuda, empapada y con el cuello ensangrentado, por el suelo de asfalto caliente del campamento vacío. Ahora no quiero morirme; ahora quiero toparme con él y volver a sentir eso que he sentido. Quiero entenderle porque pienso que, comprendiéndolo a él, puedo hallarle un sentido a la existencia y salvar a alguien —a uno, a varios o a todos— de algo. No sé de qué. En mi imaginación aparece una enorme sala en la cual nos reunimos decenas de personas con túnicas para deliberar sobre algo. Pero tampoco logro dilucidar sobre qué. Y cuanto más pienso en ello, menos sentido tiene. Es como un déjà vu. A cada segundo que pasa, el recuerdo de lo percibido en esta experiencia religiosa se desvanece.

¿Qué es un déjà vu? ¿Qué es Francia?

—¡No puedes dejarme así! —exclamo y sigo arrastrándome—. ¡Vuelve! ¡Cuéntamelo! —Tengo fuerza suficiente para sentarme; después, para ponerme de pie sobre mi pierna buena y, tras unos segundos, también sobre la mala, aunque sin apoyar apenas peso en ella—. ¡Quién eres! —Pongo toda la carne en el asador para dar un pequeño pasito—. ¡¡Qué eres!!

Aunque el dolor es intenso, también es soportable. Los huesos se me desajustan y se me vuelven a ajustar con cada diez centímetros de avance. Por primera vez en más de cincuenta días, estoy caminando. Me siento orgullosa por eso, pero también estoy muy enfadada por la intromisión de Eirén en mi descanso eterno. NUNCA interviene en NADA que no sea matar absortores, pero justamente hoy ha tenido que elegir este momento tan íntimo y sagrado para romper su regla de no inferencia.

De repente, aparece por detrás. Me pone una mano en el cuello, cubriendo toda mi garganta con su palma y manchándose con mi sangre. La otra la coloca sobre mis ojos. Cuando aparta ambas, puedo volver a ver con absoluta claridad; tanta que la luz de los soles me deslumbra y tengo que hacer visera con mis dedos para detener el dolor de cabeza que me invade.

—Si le cuentas a alguien lo que ha pasado, iré a por tu hermana —me susurra al oído mientras intento, sin éxito, localizarle dando vueltas sobre mi propio eje—. Si te quitas la vida, yo le quitaré la suya. Te sugiero que te reúnas con ese tal Donvan. —Me siento desbordada. El campamento es muy grande, hay muchas tiendas, escombros a lo lejos, la empalizada, marcas de sangre en el suelo, antorchas solares... Verlo todo perfectamente definido de pronto es sobrecogedor y abrumador—. Me parece una vergüenza que una diosa como tú necesite un empujón como este —me reprocha finalmente Eirén, para, acto seguido, emprender el vuelo en una estampida supersónica que me hace caer al suelo de espaldas, aturdida. Y así, tumbada bocarriba sobre el asfalto caliente, lo veo alejarse a toda velocidad hasta que su figura desaparece, convertida en un punto insignificante en mitad del cielo azul.

Durante varios minutos temo que con su ausencia también se lleve mi vista. Mi frecuencia cardíaca y respiratoria se aceleran. La sangre de la herida de mi cuello se desliza por mi pecho hasta caer al suelo. No he llegado a seccionar ningún punto vital, así que poco a poco va coagulando. La ansiedad de mi mente, en cambio, se eleva a niveles peligrosos. Miro en todas direcciones, tratando de guardar una fotografía mental perfecta y duradera de dónde me encuentro, por si vuelvo a quedarme a oscuras. Mi propia desnudez me causa incomodidad, porque no la siento solamente como algo físico, sino también intelectual, emocional, espiritual... Lo que acabo de vivir... ¿Qué es? ¿Qué soy? ¿De qué iba? Es posible que en realidad el bisturí sí atravesara mi cuello y ahora esté teniendo algún tipo de sueño comatoso, próximo a la muerte, mientras convulsiono sobre la cama.

Pero no hay novedades. Mi vista se mantiene. El calor de los soles enrojeciéndome la piel da testimonio inequívoco de que este momento es real. Y la prueba infalible de ello llega cuando, desde más allá del portón del campamento, que no está muy lejos, veo acercarse una furgoneta negra. Llega, se detiene y de ella baja mi hermana, que abre el portón sin percatarse todavía de mi presencia. Ella no era quien conducía, sino que más bien parece haberse encontrado con alguien —un hombre de mediana edad— que está dispuesto a ayudarnos y la ha traído hasta aquí. Del otro lado estoy yo, tirada en el suelo con cara de cabra deslumbrada en carretera montañosa, habiendo tratado de rajarme la yugular tras tirarme por encima toda el agua que nos quedaba y habiendo desperdiciado la comida.

Como dice Eirén: qué vergüenza.

Unos pasos más adelante, Dea se da cuenta de que estoy sentada en el asfalto en mitad de la calle, desnuda y ensangrentada. Empieza a correr como si la vida le fuera en ello y, cuando me alcanza, por primera vez en muchos abrazos no siento la necesidad de llorar. La aprieto con todas mis fuerzas. No soy capaz de pestañear ni de cerrar la boca por completo.

Ella sí que llora.

—Mi niña —me saluda desesperada, palpándome por todos lados—. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé —le contesto quedamente—. Te veo —agrego luego.

Nos separamos un poco y pongo mi mano izquierda en su mejilla derecha. La descubro pálida —más, si cabe, de lo que es costumbre en nuestra etnia— y llena de ojeras. Agotada de todo lo que ha estado cargando. Pero incluso así sigue siendo la criatura más hermosa con la que podría desear encontrarme, de modo que la vuelvo a abrazar, le doy varios besos en la mejilla y me aferro a su presencia.

—Lo siento —le susurro, pero no desde la tristeza, sino con el tono convencido de alguien cuya mente ha despertado—. Lo siento, de verdad.

—No pasa nada —me responde, creo que empezando a entender lo que ha estado a punto de ocurrir, y me da un beso en la frente—. No pasa nada.

A pocos metros de nosotras yace el bisturí ensangrentado que Eirén me arrancó de la mano. El mismo con el que asesinaron a mi madre atacándola a traición por la espalda.

—Tenemos que irnos —mascullo—. Tenemos que seguir.

Apoyándome en mi hermana, como siempre, me pongo de pie. Esta vez lo hago distribuyendo mi peso por igual en ambas piernas, aguantando el dolor mediante apretar los dientes. Avanzamos lentamente en dirección a la tienda, con mi brazo bueno cruzado sobre sus hombros. Por el camino me fijo en la expresión de Dea: sorprendida y desconcertada, apenas alcanza a juntar los labios. Tiene los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, como un niño que intenta entender el truco de magia que un prestidigitador acaba de mostrarle por primera vez. Me mira de arriba abajo, luego mira hacia atrás, hacia arriba y analiza el entorno en busca de pistas. Cuando entramos en la tienda, veo el estropicio que he dejado: comida por el suelo, la cama encharcada y mi ropa hecha una bola en un rincón, junto a la muleta y la silla de ruedas. Me pongo los pantalones despacio, sin mediar palabra. No hay nada con lo que pueda calzarme. Antes de volver a ponerme la parte de arriba, tomo la sierra de batería y comienzo un intento torpe de cortar la escayola de mi brazo. Mi hermana se acerca, toma la herramienta con delicadeza y continúa ella, sin decir nada tampoco. Pasados tres minutos en los que solamente se rompe el silencio sepulcral con el ruido del motorcito de la sierra, la escayola se abre como un aguacate maduro. Tras desprenderse, deja al descubierto mi brazo, también poblado de cicatrices quirúrgicas y traumáticas. Mi codo y mi muñeca son incapaces de mantener el peso del antebrazo y la mano, por lo que, inicialmente, mi brazo cuelga de mi hombro como un trozo de carne muerta. Mi hermana me ayuda a ponerme la camiseta y después improvisa un cabestrillo para mi brazo. Lo hace con un largo paño de algodón que antes utilizaba para empaparme la frente cuando la fiebre me hacía temblar.

—Tienes mucho mejor aspecto —me dice por fin—. ¿Cómo ha...?

—No lo sé —le vuelvo a decir, todavía embelesada. Y aunque en parte le estoy mintiendo porque tengo miedo de que Eirén regrese para cumplir su amenaza, en realidad soy incapaz de comprender lo que ha estado sucediendo desde que empuñé ese bisturí.

Ya ni siquiera recuerdo la mitad de mi conversación con el bruto superhombre que me ha devuelto la vista, o lo que pasó antes de eso.

—Está bien —consiente Dea—. No pasa nada. Vamos.

Me acerca la muleta, la coloco debajo de mi axila izquierda y empiezo a dar los primeros pasos por mi cuenta para salir juntas de la tienda. Mi pierna está enrojecida e hinchada por la retención de líquidos, pero poco a poco va agradeciendo el movimiento. El dolor no disminuye, señal de que hay algo dentro que no está bien curado, pero ya me parece un milagro que pueda mantenerme en pie y avanzar.

—¿Quién es el hombre que te ha traído? —le pregunto a Dea, en tanto que avanzamos en dirección a él.

—Es Donvan —contesta, y se prepara para medir la intensidad de mi reacción.

—¿Te ha encontrado él a ti o tú a él?

Por su gesto, noto que le sorprende que me lo haya tomado con tanta calma. Arquea las cejas y me explica:

—Deambulaba por el centro en busca de supervivientes.

—Y aquí no buscó porque sabía que no los había dejado.

—En la mochila llevo una llave inglesa de cincuenta centímetros que pesará unos cinco kilos —me confiesa—. Después de golpearle en la espalda con ella, y mientras amenazaba con rematarlo, me juró que él no había tenido nada que ver con lo del portón. Dijo que simplemente huyó en su furgoneta cuando empezó el ataque de los absortores y que se sorprendió de que no le siguieran.

Mi cabeza hace clic. Si Eirén sabía que el bisturí con el que intenté quitarme la vida era el mismo con el que habían asesinado a mi madre, a pesar de que cuando descubrimos su cuerpo no lo vio de cerca... Cabe la posibilidad de que también tenga una super visión privilegiada, pero me cuadraría más que fuera un psicópata asesino que ha manipulado los acontecimientos para que pase todo esto.

—¿Y accedió a traerte aquí para ayudarnos antes o después de que lo amenazaras con tu llave? —pregunto en tono irónico.

—Después —responde Dea orgullosa—. Dice que quiere intentar convencerte por sí mismo de que te unas a su grupito. Según cuenta, han hecho grandes avances en el entrenamiento de su gente, y tienen muchas pruebas de que se puede matar a un absortor sin necesidad de recurrir a Eirén.

—Pues qué bien —resuello, tratando de quitarle importancia al recuerdo del superhombre que me asalta: el de la primera noche en que me salvó de que un absortor me devorara.

—Él y su gente se establecieron hace semanas en un supermercado a unos cinco kilómetros de aquí. Dice que los hizo venir después de los bombardeos, y que han estado ayudando a las autoridades con los rescates y el traslado de heridos. Tienen acceso a información del ejército, radios y comida de sobra, además de una entrada de suministros semanal por parte del gobierno. Ahora mismo es el lugar más adecuado que se me ocurre para sobrevivir.

—¿Y te ha dicho por qué busca a gente que está hecha mierda para sus operaciones? —inquiero, tratando de solventar todas las dudas posibles antes de subirnos a la furgoneta con él—. ¿Por qué no te utiliza a ti, o a otra gente sana?

—No hay mucha gente que esté dispuesta a vivir el resto de su vida en la ilegalidad de llevar prótesis de brahn sin ser jugador de brahn. Por no hablar de la inminencia de meterse en la guerra contra los absortores.

—Juega con la desesperación —deduzco.

—No me lo ha dicho en esas palabras, pero eso parece. —Ahora se detiene, justo en el umbral del portón, mientras a Donvan se le iluminan los ojos por verme llegar—. Escucha, lo he estado pensando. Si salíamos de aquí, quería buscarle. Después de ver en primera persona lo que los absortores le hacen a la gente, ya no me parece que esto se trate solo de sobrevivir. Si hay algo que podamos hacer, es nuestro deber intentarlo. Y si tú te unes, yo también me uniré.

Yo no quiero hacerlo, y mucho menos que ella lo haga. Me sentía libre para pasar el resto de mi vida en una silla de ruedas, ciega y dependiente. Después, me sentí libre para quitarme de en medio y dejar que Dea llevara una vida plena sin la carga de su hermana discapacitada. Pero, obviamente, después de encontrarme con Eirén y recibir su amable sugerencia en forma de amenaza de muerte, mis prioridades han cambiado. Lo que no sé es cómo decirle que sí a Dy sin que intuya que algo raro, aparte de mi intento de suicidio, ha ocurrido durante los minutos que estuvo fuera del campamento.

Tengo que hacerme la difícil.

—Vamos con él —le propongo—. Conozcamos a su gente y luego ya veremos.

Donvan tiene el aspecto clásico de un vendedor de seguros en apuros. Viste como alguien acostumbrado a manejar dinero, intentando impresionar con la calidad de sus prendas, pero demostrando en la práctica un pésimo sentido de la estética. Combina una camisa roja de cuadros con una corbata gris de rayas horizontales, además de una americana antracita con coderas ovaladas de cuero marrón. Tendrá unos ciento cincuenta ciclos, además del cabello negro y gris, más bien escaso. Está repeinado hacia atrás en una cortinilla abundantemente engominada que a duras penas disimula el brillo grasoso de su cuero cabelludo. La amplia sonrisa con la que nos recibe, cuando se abre la puerta de la furgoneta y Dea entra primero, muestra a la perfección sus dientes amarillentos y maltratados por el tabaco. De hecho, está fumando. Tiene los dedos rechonchos, como el resto del cuerpo, y ennegrecidos, seguramente por el trabajo de campo que ha estado realizando con el propósito de encontrar conejillos de indias para su ejército. Que su imagen corporal sea una de las primeras cosas que contemplan mis ojos en más de cincuenta días me hace sentir desafortunada y afortunada al mismo tiempo.

—¡Aquí está la otra chica del momento! —exclama con una emoción que me resulta repugnante—. Vamos, sube, que yo te vea. —Dea me ayuda a sentarme en la plaza más próxima a la ventanilla—. ¡Eso es! ¡Menuda promesa!

La furgoneta por dentro es como él: vieja, sucia, desordenada y maloliente. El intenso aroma de licor destilado me hace dudar de si lo ha estado consumiendo él en cantidades industriales, o si más bien se lo ha estado echando al depósito de combustible y ahora está saliendo por el tubo de escape.

—Será mejor que nos vayamos —le dice Dea mientras se abrocha el cinturón.

Yo hago lo mismo. La furgoneta, que había estado encendida en todo momento, se pone en marcha con un ruido incesante de pequeñas explosiones de timbre metálico. Parece como si fuera a explotar.

—¿Cómo te llamas, dulzura? —me pregunta Donvan, al tiempo que un bloque de ceniza de su cigarrillo cae sobre su regazo.

—Vera —contesto secamente.

—Vera. Me habían dicho que tenías... algunos problemas de visión.

Su voz suena casi tan ronca como el motor del vehículo. De vez en cuando, tose.

—Me he estado recuperando —respondo, mirando al frente a través de la luna.

—Eso es bueno —concluye el tipo—. Muy bueno.

La travesía transcurre sin contratiempos, aunque el panorama es desolador. No puedo distinguir casi ningún elemento de lo que antes era mi barrio en mitad de este páramo desolado en el que se ha convertido la ciudad. Algunos edificios altos permanecen en pie, pero están abiertos en canal, dejando ver sus interiores y sus magulladas estructuras. Las casas bajas están casi todas reducidas a escombros, polvo y cenizas. Hay cuerpos humanos y de absortores apilados cada cien o doscientos metros, aunque los rastros de sangre humana en el asfalto evidencian que a algunos los han arrastrado hasta recogerlos sobre algún vehículo. Cuando me giro hacia Dea, la descubro haciendo un esfuerzo titánico por mantener la vista fija en el frente, donde el gran sol rojo y el pequeño sol azul iluminan el horizonte como una metáfora de la esperanza.

Así que yo hago lo mismo y evito desviar la mirada.

Finalmente, no había escombros bloqueando las calzadas por las que circula la furgoneta. O nunca los hubo, o alguien hizo un gran trabajo despejándolos. Pensar que he estado a punto de quitarme la vida cuando había una salida practicable para nuestra situación me hace sentir estúpida, pero también me hace reflexionar sobre el concepto de morir nadando en la orilla y sobre cuán claro lo tuvo Dea desde el principio. Lamento tanto haber estado a punto de abandonarla... Haberla preocupado. Sin embargo, los pensamientos que circulaban libremente por mi mente cuando ya me había rendido eran algo más fuerte que la razón. No necesitaban pasaporte ni permiso de ningún tipo para residir allí, porque yo ya no ejercía mi soberanía territorial, y no importa cuántas salidas a tu problema haya cerca de ti cuando eres incapaz de verlas. En mi caso, la ceguera era tanto física como emocional. Mi hermana también había perdido a su madre y a su padre en la misma semana. También había perdido su hogar y su modo de vida. Ella tuvo que enterrarlos a todos y además se tomó la molestia de despejar el campamento para que no hubiera cadáveres de humanos ni de absortores que pudieran atraer algún tipo de infección o amenaza para mí.

¿Qué hace que algunas personas sean intrínsecamente más fuertes que otras?

Si le preguntara a Dea, me hablaría de las peleas de bar en las que estuvo involucrada durante el convulso final de su adolescencia, cuando sus amistades y sus hábitos eran otros muy distintos a los actuales. No me sorprende que haya tenido el valor de golpear a Donvan por la espalda con una llave inglesa gigante, porque sé que ha tenido que pelear por su vida cuando las cosas se estaban poniendo turbias en algún antro por el que habían circulado cantidades demasiado elevadas de sustancias ilegales. Ella me diría que no está orgullosa de ese pasado, pero yo sé que la ha curtido. Mi hermana es como una fruta madura: sumamente dulce en la actualidad, pero con un pasado amargo y duro de masticar.

Sé que nos estamos acercando a nuestro destino cuando accedemos a una zona de la ciudad que tiene electricidad y edificios intactos. Todavía no es lo suficientemente tarde como para que se enciendan las farolas, pero los rótulos de los comercios, aunque abandonados, están iluminados. Algunas casas sí están afectadas por bombardeos, pero da la sensación de que este área marca el límite del ataque a mi barrio.

—¿Estamos en guerra? —se me ocurre preguntar.

—No, no lo estamos —me informa Donvan. Gira el volante y, al fondo de la avenida a la que acabamos de acceder, descubro el supermercado del que mi hermana me habló. Es un CostoGlad!!, la cadena económica de la ciudad—. Borealia decidió atacar Americia de forma unilateral —continúa explicando el hombre—. Ni siquiera su alianza de naciones del norte estaba de acuerdo con llegar tan lejos. Septentrio declaró su repulsa por los hechos esa misma tarde. Luego, gracias a la diplomacia, las sanciones impuestas y la cooperación internacional se evitó el estallido de una guerra mundial que no interesaba a nadie.

—De momento —puntualiza mi hermana.

—¿Y nadie lo vio venir? —continúo interrogando—. El espacio aéreo de Americia está muy protegido, y Vereti no se encuentra precisamente en la costa. ¿Cómo no pudieron detectar los aviones a tiempo?

—Los restos de las aeronaves derribadas por nuestras fuerzas aéreas revelaron que no estaban tripuladas —me aclara Donvan—. Volaron muy por encima del alcance de los radares y solo bajaron para soltar las bombas.

—¿Y de verdad no tenemos la tecnología para detectar es-?

—Me alegra mucho que tengas inquietudes, chica —me interrumpe el hombre—. Por desgracia, me temo que no se las estás planteando a la persona adecuada. —Ya hemos llegado. Está estacionando la furgoneta entre dos turismos en el parking del supermercado—. El distrito entero ha sido evacuado. Ya nadie vive a este lado del río. Los únicos que quedan son los militares, que investigan el ataque, y mi gente, que echa un cable con los absortores. Tendrás la oportunidad de plantear tus preguntas a la gente correcta.

No sé exactamente qué hora es cuando llegamos al supermercado, pero la puesta de los soles se está acercando. Donvan nos explica que han elegido este lugar como base de operaciones porque la fachada de las plantas baja y primera, que constituyen la zona comercial, está toda acristalada. Esto les permite detectar a los absortores cercanos. Por otro lado, las tres plantas superiores pertenecen a una especie de hotel asociado a la marca, así que son todas de habitaciones para los voluntarios (me pregunto si serán tan voluntarios como yo). Es aquí donde nos hospedaremos mientras decidimos qué hacer.

Tengo demasiadas preguntas, pero una de las más intrigantes quizás sea qué clase de organismo, gubernamental o no, gestiona este hombre, para que el ejército le permita operar en una zona militarizada.

Me cuesta horrores apearme de la furgoneta. Mi pierna ha estado en reposo, estirada, y eso significa que ha tenido tiempo de asumir el sobresfuerzo que he realizado para llegar hasta aquí. Cuando bajo del vehículo, de nuevo soy incapaz de apoyar del todo el pie, así que tengo que avanzar dando saltitos torpes, ayudándome de la muleta. Una imagen patética para una persona que, supuestamente, está aquí para luchar contra absortores en breve. La puerta automática del supermercado se abre y me encuentro en un interior luminoso y lleno de vida, con el trasiego de militares y civiles de acá para allá, moviendo mercancías de los lineales de alimentación hacia el piso superior, además de limpiando los pasillos y las estanterías. Desde afuera podía percibirse a través de los cristales, pero ahora, además, lo oigo y lo huelo: es casi aséptico.

—Les gusta mantenerse ocupados —me explica Donvan, al tiempo que nos guía con la mano para que le sigamos—. Además, la coronel Hrutz permite que nos quedemos aquí con la condición de que sigamos un orden tan estricto como el de su gente.

—¿Entonces tienen autorización del gobierno amerino para hacer lo que hacen? —pregunta Dea, quien se mantiene un paso por detrás de Donvan en un intento de recordarle que yo voy más despacio y que no deben dejarme atrás.

—El gobierno no sabe que estamos aquí —revela el hombre en mitad de una risotada—. Ni siquiera sabe que existimos.

—¿Y por qué no os han arrestado los militares? —inquiero, abrumada por el esfuerzo que me supone avanzar.

—Pues porque llegamos antes que ellos y le salvamos el culo a su gente cuando se encontraron con los absortores. Al parecer, el ejército es la única rama del estado que todavía conserva su sentido del honor y la deuda moral. —Ahora suelta una carcajada bastante actuada, en el mismo momento en que nos topamos con las escaleras que llevan a la primera planta—. Aquí creo que vamos a tener problemas. Las escaleras mecánicas estaban en el otro lado, pero los militares las desmantelaron para aprovechar algunas piezas.

Mi incógnita de antes ya está resuelta. Básicamente, el ejército de Americia es corrupto y coopera sin miramientos con organizaciones clandestinas cuando las circunstancias parecen justificarlo.

Bueno... Qué sabré yo sobre las normas de la guerra.

—Te ayudo —murmura mi hermana, ofreciéndome su hombro para que me apoye en él durante el trecho de escaleras.

—Esto os llevará tiempo —comenta Donvan—. Reuniré a la gente a la que tenéis que conocer y os esperaré en las escaleras que van al segundo.

Después lo perdemos de vista.

Con mucho cuidado, saco mi brazo derecho del cabestrillo y lo uso para rodear los hombros de Dy. Luego, ayudándome de ella y de la muleta, empiezo a subir peldaños. Aunque me duele mucho y me cuesta horrores ascender, estoy muy agradecida por mi situación actual. Después de siete semanas postrada en una cama, sin poder apenas incorporarme, e incapaz de ver nada, ahora todo me parece un regalo.

El bienestar es un concepto terriblemente relativo.

—¿Cómo estás, Vers? —me pregunta Dea.

En ese momento, uno de los hombres de Donvan nos adelanta por la izquierda, dirigiéndose a la primera planta con una caja de productos de limpieza entre las manos. Pronto lo perdemos de vista también. Me parece remarcable que, hasta ahora, todas las personas con las que nos hemos cruzado aquí dentro tengan el aspecto de autóctonos de Americia. Sin embargo, muestran mucho respeto tocante a nuestra presencia. Ninguno se queda mirándonos fijamente, o con algún gesto de desaprobación, ni por nuestra etnia ni por mi condición física. Están concentrados en su trabajo, sea el que sea.

—Habría pagado por encontrarme así hace unos días —le respondo a mi hermana—. Pero, en términos absolutos, me siento como una mierda.

—¡No hables así! —Se ríe—. Es normal. Has perdido mucho peso y masa muscular. Pero ahora vas a estar mejor.

Hago una pequeña pausa después de cinco peldaños. Necesito recuperar el aliento. Los huesos que he tenido rotos, contando también las costillas y el brazo, palpitan como si poseyera cada uno su propio corazón herido.

—¿Y tú? —le pregunto a Dea—. ¿Estás... bien?

—Estoy a punto de quedarme sin fuerzas —me confiesa—. Físicamente, quiero decir. Necesito una cena, una ducha, quitarme este olor a caballo, ponerme ropa nueva, lavarme los dientes, dormir un día o dos... Entonces podré seguir. Y creo que a partir de ahora debería irnos mejor.

—Quiero pedirte disculpas —musito conteniendo el llanto—. Lo que hice no...

—Han sido semanas muy duras —se adelanta—. No puedo llegar a entender cómo te sentías postrada en esa cama, sin poder ver nada. Cuánto miedo tuviste que pasar cuando cayeron las bombas... y cuando estuviste dos días enterrada bajo los escombros de nuestra casa.

Ahora es ella quien se echa a llorar, aunque también trata de disimularlo. Seguimos subiendo las escaleras muy despacio, casi un peldaño cada medio minuto, porque enseguida me tiemblan las piernas y me empieza a faltar el aire.

—No tenía el derecho de obligarte a enterrarme a mí también —prosigo en tono suplicante—. No sé qué me pasó. Simplemente... estaba avergonzada por no ser capaz de avanzar con mi cuerpo. Y esa vergüenza me hacía cada vez menos capaz de avanzar con mi mente. Por favor, dime que me perdonas.

Dy me da un beso en la sien y me acaricia la mejilla, sonriente.

—Solo si tú me perdonas a mí por no haberme dado cuenta. —Nos quedan cuatro escalones—. A veces mi manera de seguir adelante es dejando a todo el mundo atrás.

—Me has cuidado demasiado bien —le agradezco—. Te quiero mucho, Dy.

Tres peldaños.

—Yo también te quiero, Vers. —Suspira profundamente, como si se hubiera quitado un peso enorme de encima. Pero el suspiro se corta poco antes de acabar. Aún hay más—. ¿Puedo preguntarte por la situación?

—¿A qué te refieres?

—Sé que lo que hiciste... lo hiciste en tu cama. El rastro de sangre que salió de tu cuello empezaba ahí. Pero luego te arrastraste hasta la calle. ¿Y entonces recuperaste la vista?

—Bueno, no fue exactamente...

Sabía que este momento llegaría. Dea necesita y merece saber, pero no puedo contarle nada sin poner en peligro su vida.

¿Cómo sé que Eirén no tiene ojos y oídos en todas partes?

—Si no quieres contármelo, lo entiendo —replica sin rastro de acritud—. Aunque me cuesta comprender qué parte de ese proceso no puedes compartir conmigo. Me da un poco de miedo no poder ayudarte si se da una situación parecida.

Si se tratara de otra persona, podría asegurar que está intentando manipularme emocionalmente para que le cuente lo que sé. Sin embargo, conociendo a mi hermana y a mi madre, quien ha influido bastante en su manera de gestionar los sentimientos, sé que le incomoda profundamente no poder cuidar de uno de los suyos debido a la falta de información.

Decido jugármela un poco.

—La ayuda vino de... arriba —le confieso, señalando al techo con la mano que sujeta la muleta—. De alguien de... arriba... que casi siempre ayuda.

—¿De un dios? —aventura mi hermana, frunciendo el ceño con extrañeza.

—¡No! —Me río—. De...

—¡Ah! ¡De Ei-!

Rápidamente siseo para interrumpirla, y coloco mi índice derecho —el del brazo que me da apoyo rodeando sus hombros— sobre sus labios a fin de hacerla callar.

—Tu muñeca se mueve mucho mejor —me contesta Dea, disimulando para cambiar de tema.

Creo que esta nueva revelación la ha dejado con más dudas de las que tenía antes. Sin embargo, ha podido entender que no está en mi mano darle más información. De nuevo somos una; con un mismo propósito, una misma manera de pensar y el alivio de haber hablado las cosas antes de que empezaran a suponer un problema entre nosotras.

Subimos el último peldaño.

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