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5. Sometamos o matemos

Ya han pasado siete semanas y nadie ha venido a buscarnos. La mayor parte del tiempo lo he pasado llorando y durmiendo; tratando de recuperarme o, por lo menos, de ubicarme dentro de mí misma. Aparte de en mis padres y en Rihl, también he pensado mucho en Samyna. Me he permitido sentirme como una basura de persona por no haber tomado medidas más drásticas para contactar con ella mientras todavía era plausible. Supongo que me dejé llevar por la vergüenza de montar un drama. Al fin y al cabo, había muchas razones sociales que podían explicar el hecho de que me amiga de la infancia ya no contactara conmigo. De todas formas, esa impotencia se convirtió en frustración en mi interior; una frustración que pagué con mi novio y que ahora me ataca en forma de culpa. Después de todo, lo último que recuerdo de él es haber intentado acabar el examen de historia lo más pronto posible para poder dejarle tirado.

Este hospital de campaña es ahora el lugar de mi cautiverio. Al principio había dos antorchas solares sostenidas sobre trípodes al lado de cada tienda. Eran lo que iluminaba el exterior durante las noches. Al amanecer del primer día, después de que Eirén cerró el portón y se marchó, Dea localizó la zona donde se encuentran las tiendas de los médicos, con todos los suministros que habían llegado durante los días previos al último ataque. Lo primero que hizo fue trasladarme a una de ellas. Luego recogió y dispuso todas las antorchas del campamento a la entrada de la tienda, formando una X gigante. La idea era mantener el mayor nivel posible de iluminación por las noches, además de enviar una señal para un posible equipo de rescate aéreo. Sabemos que los absortores no salen mientras iluminan los soles y también sabemos que no atacan estructuras, pero lo que nadie sabe con certeza es dónde se ocultan cuando no están atacando. Algunos dicen que se quedan en las alcantarillas; otros, que los han visto enterrarse en el subsuelo y desenterrarse por la noche. Pero lo cierto es que no hay pruebas videográficas ni circunstanciales de nada en concreto, aparte de sus aterrizajes, ataques e intervenciones de Eirén. Eso significa que, incluso estando protegidas por la empalizada del campamento y la tela de la tienda, podría haber algún absortor enterrado ya en el interior del recinto; uno que, de momento, no haya tenido hambre y no haya sentido la necesidad de salir.

Puede sonar paranoico, pero toda precaución es poca.

Dea también localizó la tienda donde se guardan los medicamentos. Cuando lo hizo, regresó a la primera en la que estuvimos para recuperar las bolsas vacías de calmante y antibiótico que me estaban administrando. Así fue como pudo identificar y colocar en mi vía las medicinas correctas que han estado manteniendo a raya el dolor y la infección.

Mi hermana, con su astucia y humanidad, es diez veces más heroína de lo que Eirén podrá ser en toda su vida con su capa, su superfuerza y su arrogancia.

El tercer día se atrevió a salir del campamento por primera vez —y yo me atreví a estar de acuerdo— para llevarse el cuerpo de mamá y sepultarlo en una zona terrosa, que seguramente antes era el jardín de una de las muchas casas unifamiliares del barrio, o tal vez un parque infantil. Hizo lo mismo con el de papá y el de Rihl, a quienes las autoridades mantenían fuera del complejo. Estaban en una pila de cadáveres que rescataron los bomberos y entre la cual mi hermana tuvo que rebuscar. Al parecer, los absortores no son carroñeros, pues no devoran los cuerpos sin vida. Desde entonces, durante un par de horas al día, Dy se ha encargado de llevar a la pila del exterior todos los demás cuerpos de las personas que perecieron en el ataque de aquella noche, e incluso ha llegado a recoger los cadáveres de los absortores a los que Eirén descabezó, que no eran precisamente pocos, y los ha llevado también a rastras hasta el exterior del campamento. Cuando le comenté que quizás no era necesario tanto esfuerzo, bromeó: "Si matas a una mosca, pronto vienen más al entierro. No vaya a ser que pase lo mismo".

Mi hermana, mi heroína, ha estado ocupada. Se ha mantenido activa y sus lesiones casi han sanado por completo. Esa ha sido su manera de sobrellevar el duelo. Yo, en cambio, he permanecido tirada en la cama, perdiendo masa muscular y volviéndome loca. He cantado algunas noches, combatiendo el miedo y la incertidumbre con zumos de piña y carne enlatada; intentando, sin éxito, forzar ese desarrollo del resto de los sentidos que dicen que ocurre cuando pierdes la vista. Aunque Dea se ha preocupado porque me levante un poquito cada día y, apoyada en su hombro, deambule tres o cuatro metros —lo que mis costillas, brazo y pierna rotos me habían permitido hasta hace unos días—, ha sido inevitable que pierda una cantidad alarmante de peso y, en general, de vigor. Descubrimos, por una marca de pinchazo en mi cintura, que la ausencia inicial de sensibilidad en mis piernas se debía a la anestesia que me habían administrado cuando me intervinieron al llegar. Al desaparecer el efecto, la sensibilidad de las piernas regresó, pero no puedo decir lo mismo de mi capacidad para moverlas con soltura. Estoy físicamente atascada dentro de mi cuerpo y de mi ineptitud para asumir todo lo que nos ha pasado. Llegado este punto de nuestro viaje juntas a través de la supervivencia, estoy empezando a resignarme a la idea de que soy y seré una carga para Dea sin importar cuánto tiempo pase. Si quiero que pueda continuar y salir de esta situación con vida, necesito dejarme ir... Los suministros se nos están acabando. Ya hace una semana que empezamos a racionarlos. Los calmantes y antibióticos ya no parecen necesarios para ninguna de las dos, pero la comida y el agua lo son más que nunca. Mis costillas están recuperadas; ya apenas siento dolor. Respecto a mi pierna y mi brazo, al estar inmovilizados, no puedo saber con certeza si ya han soldado las fracturas. Ni siquiera sé de qué huesos rotos estamos hablando. Mis ojos siguen sin responder en absoluto y mi oído derecho, definitivamente, ya no funciona.

Esta mañana, Dy está muy callada. Ya hace dos o tres días que noto su preocupación en la manera en que hace las cosas. Se ha vuelto torpe. Se le caen las latas de conserva de las manos y no se ha molestado en ponerse la comida en un plato, sino que come directamente del envase. Son ya cincuenta jornadas redondas, con sus días y sus noches, en los cuales apenas hemos podido asearnos o cambiarnos de ropa. No hemos tomado una comida recién hecha y no hemos visto ni oído a ningún otro ser humano aparte de nosotras. Los sesenta y un días del verano se acercan a su fin, dando paso a noches mucho más frescas que dentro de poco, en invierno, requerirán la búsqueda de otro tipo de refugio. Es un milagro que mi situación médica no haya empeorado; maravillas, quizás, de ser joven, o de la alimentación a la que nos enseñó mi padre. Pero el milagro se va diluyendo a medida que aumenta la certeza de que no va a llegarnos ayuda. Y es por eso que intento distraer la atención de mi hermana cantando una de las canciones favoritas de mi madre:

Cuando mi amor regrese,

yo esperaré preparada,

con mi vestido azul

y mi sonrisa de gala.

Abriré una botella

de vino de buena añada;

le besaré en los labios,

acariciando su cara.

Tendré lista la-

—Tienes que dejar que salga del campamento —me interrumpe con voz reflexiva—. No podemos seguir así.

—Pero si ya sales cada día —le respondo, forzando un tono positivo.

—Ya sabes a lo que me refiero. —Chasquea los dientes con impotencia y creo que arroja algo ligero al suelo. Quizás una servilleta—. Ir más lejos. Buscar ayuda y volver con ella. Después de largarse los médicos, es posible que hayan pensado que nadie sobrevivió al ataque de los absortores, y por eso no hayan venido. Pero el verano se acaba y el invierno será duro.

—Si hubiera ayuda para nosotras, ya habría llegado hace tiempo.

—¡Sé que tienes miedo! —exclama, pero sin elevar demasiado la voz para no asustarme o herirme—. Yo también lo tengo.

—Eres lo único que me queda —murmuro, como tanteando el terreno.

—¡Ya lo sé, jolín! —Dy usa un tono adorable cuando está frustrada y no quiere sonar enfadada—. Pero no podemos quedarnos aquí para siempre. No nos queda apenas comida y agua. No tenemos ropa de abrigo. El hecho de que no nos hayan caído más bombas encima, ni hayamos oído pasar a ningún camión o avión militar, significa que no hay guerra. No hay peligro, al menos aquí. Quizás no haya nadie en kilómetros a la redonda, y necesito descubrir por qué. Tenemos una vida que continuar. Hay que empezar a pens-

—No te estoy diciendo que no quiera que te vayas —la interrumpo—. Te estoy diciendo que quiero ir contigo.

Pero es mentira. Sé que no puede cargar conmigo ni arrastrar mi camilla a lo largo de una ciudad llena de barreras arquitectónicas en forma de escombros. También sé que, aunque intentara caminar, no podría. Lo que quiero es que asuma que...

—Estás cambiando —me descubre—. Pareces otra persona. Y yo también empiezo a parecerlo. ¿Acaso nos hemos rendido? —Vuelve a chasquear los dientes, sumamente contrariada—. Estoy cansada de recoger cadáveres. He enterrado a papá, a mamá, a Rihl y a algunos vecinos. No quiero enterrarte a ti también. No quiero morir nadando en la orilla.

—Vamos a llegar juntas, entonces —trato de consolarla—. Intentémoslo. Busca instrumental quirúrgico y quítame la escayola de la pierna.

—No creo que tus huesos hayan soldado bien. —Eso ya lo sé—. Los pusieron en su sitio, pero necesitaban colocarte placas de metal en una segunda cirugía.

Mi intención es que se dé cuenta de que no hay ninguna manera viable de que yo salga de aquí con vida. Incluso si me deja un par de días y regresa con ayuda, seré una carga para ella durante todo el tiempo que nos quede juntas, igual que lo fueron mis abuelos y mis bisabuelos para mis padres. Yo no quiero eso para Dea. No lo sé. La situación de estos últimos días ha hecho germinar ideas muy extremas en mi mente: la sensación de que quiero descansar, pero no solamente en una cabezada de seis u ocho horas. Sin embargo, Dy no parece captar las señales que le estoy lanzando sobre mis tendencias suicidas.

—Mírame bien, entonces —le digo—. O hacemos algo, o no hacemos nada. En ninguno de los dos casos parezco salir muy bien parada, pero quizás tenemos más opciones si nos movemos.

Antes de que mi hermana diga nada, deja que se produzca un silencio de casi diez segundos durante los cuales ni siquiera se mueve. No sé qué gestos realiza o qué se le pasa por la cabeza. Pero el caso es que al final me salgo con la mía.

—Está bien, vamos a hacerlo —contesta, y se levanta del suelo para abrir un cajón que tiene al lado—. Aquí está.

—¿Qué cosa?

—La sierra con la que los médicos cortan las escayolas —revela para mi sorpresa—. También guardo, en otra tienda, una silla de ruedas y una muleta. Es todo lo que he encontrado.

—¿Llevabas tiempo pensando en esto?

Escucho que se sorbe la nariz y sigue hablando con la voz rasgada:

—Lo siento. Yo... no sabía qué más podíamos hacer. No quería rendirme aquí.

—No, no. Está bien. —Me alegra genuinamente, pero me da la impresión de que la idea llega un poco tarde para mí—. Vamos a hacerlo. No tengas miedo.

Me explica que la sierra es semejante a una máquina de afeitar eléctrica, pero con un pequeño disco que no corta ni siquiera la piel. Está diseñado para desgastar la escayola hasta abrirla. Funciona con baterías y está cargada. Ha estado pensando en esta opción desde la segunda semana, cuando empezó a contemplar la posibilidad de que no viniera nadie y tuviéramos que salir por nuestro propio pie.

El proceso es lento. No tengo miedo de que pueda hacerme daño, sino de las implicaciones de dar, literalmente, este nuevo paso. Durante los cuarenta y nueve días anteriores, he permanecido en pausa, adaptándome a la oscuridad y a la idea de la orfandad. Me había acurrucado cálidamente en la situación de no tener ningún compromiso más que comer, dormir y hacer mis necesidades en algún punto del campamento al que ni siquiera tenía que ir por mí misma. No sé qué estaba pensando. ¿Que íbamos a vivir así para siempre, como náufragas en un campamento eterno? No. Sencillamente, no estaba pensando. Estaba en shock. Pero Dea no ha pasado por el mismo proceso, o no de la misma manera. Ella se ha mantenido activa, despierta, asumiendo y planeando cosas. Ella necesita y se merece continuar con su vida sin tener que cargar conmigo. Ahora que yo también he despertado, es la primera cosa que veo con claridad desde que se me apagaron los ojos.

"Crack".

La escayola se abre y la corriente de aire tibio que entra por la abertura de la tienda me refresca la pierna sudorosa.

—Dioses... —murmura mi hermana—. Menos mal que no te crece vello, porque parecerías un peluche remendado. —Se ríe brevemente—. Se ve bien. Está hinchada y con muchas costras, pero no está ennegrecida por ninguna parte.

—Pues vamos a moverla —le propongo.

Tras un primer intento infructuoso de doblar la rodilla, me siento sobre la cama y dejo reposar el talón en el suelo. El tobillo tampoco se flexiona. Los dedos del pie son lo único que responde del muslo para abajo. Supongo que es normal y que hay que ir poco a poco. Le pido ayuda a Dea para levantarme sobre la pierna derecha, que aún tiembla con el esfuerzo, y, una vez incorporada, hago un primer intento de poner mi peso sobre el pie recién liberado.

"Crack", de nuevo.

Me parece ver a todos mis antepasados a la vez cuando el tobillo, la tibia, la rodilla y el fémur se me desplazan hacia abajo, recolocándose en una posición que parece prohibida. Dejo escapar un grito que reverbera en la tienda como el gruñido de un perro grande cuando le pisas la cola sin querer.

—¡Mierda, Dy, no puedo!

Me vuelvo a dejar caer en la cama.

—¿Qué has sentido? —inquiere asustada.

—Dolor. ¡Ah! —Aún me retumba todo el cuerpo—. No lo sé, no lo sé.

Comienzo a masajearme la pierna, tratando de encontrar alguna cosa fuera de lugar, pero lo único que descubro es que la tengo llena de cicatrices de arriba abajo. Hay una principal y enorme. Nace en el lateral del muslo y rodea la piel hasta alcanzar el empeine del pie, pasando por la rodilla. Seguramente es de la cirugía improvisada. Luego hay una decena de ramificaciones de la misma cicatriz, y marcas de las heridas por aplastamiento.

—Intenta mover el pie y flexionar la rodilla —me indica Dea—. Creo que hemos ido demasiado rápido. Aún tenemos comida para un par de días o tres, y agua para una semana. Tenemos tiempo.

—Está bien —le respondo, mintiendo de nuevo, al tiempo que una lágrima me cae por la mejilla—. Ve a buscar ayuda.

—¿Cómo?

—Puedes hacerlo por fases. Primero haz un kilómetro o dos, a ver qué encuentras, y vuelve antes de que se haga de noche. Con suerte, quizás haya más gente como nosotros que se ha estado escondiendo a la espera de rescate.

Ni yo misma me creo una palabra de lo que digo. Lo único que necesito es que ella se lo crea y me deje sola, para así poder buscar algún instrumento afilado en el cajón del que sacó la sierra para la escayola.

—Vale —consiente Dea en tono extrañado—. De acuerdo, prepararé una mochila y veré qué puedo encontrar. ¿Tú estarás bien?

—Sí —le confirmo, secándome la lágrima de dolor con la mano.

Es lo único productivo que he hecho en casi cincuenta días: secarme lágrimas.

Dea se marcha cerca del mediodía. Con la ayuda de la silla de ruedas que guardaba en una de las tiendas, que incluso consta de un soporte para colocar mi pierna estirada, me desplaza hasta el portón del campamento. Una vez allí, me despide con un beso en la frente. La noto contenta e ilusionada de que parezca que por fin avanzamos. Ni siquiera sé lo que lleva en la mochila, ya que me ha dejado a mí toda la comida y el agua. Cuando el portón se cierra, necesito una garantía de que realmente se aleja.

—¡Ten mucho cuidado! —le grito—. ¡Te quiero!

—¡Te quiero! —responde de vuelta, y la noto ya a cierta distancia.

Como Dy piensa en todo, ha ido dejando antorchas solares clavadas con firmeza por el camino, para que yo pueda palpar fácilmente el trayecto de vuelta a la tienda de campaña. Ayudándome con el pie y la mano buenos, me desplazo con la silla hasta allí y, una vez dentro, me dejo caer en la cama bocarriba, exhausta por la pequeña travesía. Me siento libre, maldita sea. Soy dueña de mis actos y de mi futuro, pero lo mejor de todo es que, con mis decisiones más inmediatas, también haré libre a mi hermana para continuar con su camino sin tener que llevarme a cuestas.

Me siento feliz de darle este último regalo.

Aún forcejeo un poco con la pierna. Logro doblar ligeramente la rodilla y rotar mínimamente el tobillo. Nada demasiado útil. Vuelvo a subirme a la silla y ruedo, palpando torpemente con la mano, hasta encontrar el cajón de donde Dea sacó la sierra. Efectivamente, allí hay varios utensilios médicos; entre ellos, un bisturí. Lo tomo y lo pongo en mi regazo. Regreso a la cama. Junto a ella hay cinco latas de carne y dos botellas de agua de un litro y medio. Llevo cuarenta y nueve días alternando entre la desnudez y un conjunto deportivo. Este consta de un pantalón corto y una camiseta de algodón que me queda bastante grande. Alguien lo donó al campamento para que me lo pusieran después de la cirugía. Pero ahora elijo la desnudez. Me desvisto por completo, me tumbo bocarriba y me echo las dos botellas de agua por encima, lavándome a consciencia todos los recovecos del cuerpo, arrancándome las costras de la pierna y frotando también la escayola de mi brazo, por si se hubiera ensuciado; en definitiva, limpiándome para la ocasión del día de mi muerte. Luego me como apresuradamente una lata de carne y desparramo las otras cuatro por el suelo. Quiero asegurarme de que, cuando Dea regrese, no haya nada que la ate a este sitio. Que no pase ni una noche más junto a la X de antorchas, esperando ayuda de nadie. Seguro que en el barrio quedan toneladas de comida y agua en neveras abandonadas. Seguro que hay coches con combustible y batería, y alguna carretera por la cual transitar tras atravesar a pie dos o tres kilómetros de pilas de escombros. Algo que jamás podrá hacer si va conmigo.

Yo no puedo atravesar ya escombros de ningún tipo.

Cuando termino mi particular ritual de baño y última comida, tomo el bisturí que había dejado en la silla de ruedas, me tumbo bocarriba y suspiro profundamente. El aire cálido que entra por la abertura de la tienda me reconforta. Estoy muy feliz. No hay imágenes de mi vida pasando ante mis ojos como en las películas. No hay arrepentimiento ni remordimiento. No hay dolor. Solo está la reconfortante sensación de estar haciendo lo que tengo que hacer.

Medito sobre dónde voy a clavar el bisturí para que este placer que me invade no se convierta en una agonía innecesariamente prolongada. No tengo garantías de que no vaya a partirse si intento hundirlo en alguna parte demasiado dura o densa de mi cuerpo. Seguramente, lo mejor será que corte. Pero, ¿dónde? De momento, dejo descansar el borde de la hoja sobre mi cuello, bajo la parte izquierda de mi mandíbula, justo en el punto donde hay que presionar para detectar el pulso. Sí, creo que es un buen lugar. Entonces, ¿por qué empiezan a temblarme las manos y acelerárseme el corazón? ¿Por qué siento miedo? Trago saliva con fuerza y noto cómo me suda la mano. Trato de calmarme, deleitándome de nuevo en el discurrir de la brisa que me acaricia el cuerpo. Tomo una bocanada profunda de aire y, enfadada conmigo misma por mi incapacidad para tomar esta decisión, permito que la parte inconsciente de mi mente tome el control. Hundo un poco del filo de la hoja en la piel mediante un ligero deslizamiento y aprieto los dientes con fuerza.

Sangra, pero no es en absoluto profundo. Ni siquiera roza la arteria.

Me enfado todavía más y grito tan fuerte como puedo. Luego levanto el bisturí estirando el brazo al máximo, concentro todo mi amor por Dea en mi muñeca, derramo una última lágrima y lo dirijo hacia abajo con tanta fuerza como me queda.

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