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48. Genocidio

Parece ser que las dos manejamos el mismo nivel de duda sobre cómo nuestros actos presentes y pasados pueden influir en el devenir del futuro. O eso, o mi compañera de penurias decide ocultarme información que cree que no puedo gestionar ahora. De todas formas, aunque me siento feliz de que mi amiga Samyna siga viva por el momento, el entusiasmo de mi otra yo por hacer cosas parece haberse reavivado con una intensidad que no da lugar a descansos.

—Cuando yo no esté, tendrás que ser tú quien controle este lugar —me va explicando mientras me lleva en brazos por el aire, de camino a la gran masa de agua central—. Necesito que aprendas cómo funciona la física de la granja. No es igual a la que tú conoces. La tabla periódica y el equilibrio de las fuerzas elementales no están configurados de la misma forma.

—Por algo es el tercer universo —puntualizo. Luego suspiro y hago una pausa—. Todavía me cuesta creer que yo diera origen a los absortores que han devorado a tanta gente.

—Tú no los originaste —me corrige Vera—. Solamente pusiste en marcha un mecanismo: cuando mezclas suficiente arena de esta granja con materia del sistema donde se encuentra Terra, se generan absortores. Tú no inventaste ese proceso; solo lo has descubierto por casualidad. Nadie sabe todavía quién hizo que las cosas fueran así, o siquiera qué versión de nosotras originó esta granja.

—¿Lo dices para que no me sienta culpable —la interrogo—, o para quitarme el mérito por las cosas buenas que pasen gracias a ello?

—Lo digo para que seas consciente de la magnitud de tus actos —me aclara la anciana—. Los juicios morales que quieras hacer al respecto son cosa tuya. —Ahora es ella quien hace una pausa, se aclara la voz y continúa—. Lo siento. Estoy algo nerviosa. No quiero ser dura contigo, pero tampoco indulgente. Samyna me ha hecho recapacitar en que me queda poco tiempo y necesito enseñarte muchas cosas.

Tras varios minutos de vuelo, nos posamos en el suelo a algunos cientos de metros de la orilla en la que comienza la masa de agua central. Parece ser que quiere que vayamos caminando hasta allí, para que así tengamos tiempo de que me explique cosas que no sé si voy a entender a la primera.

—Te dije que no pensaba rendirme —le recuerdo, tratando de animarla—. Llevas poco tiempo conmigo, pero ya hemos avanzado mucho.

—En realidad, estoy casi en el mismo punto que antes —contesta desinflando el suflé. No obstante, modula a un tono condescendiente cuando se da cuenta de que se me caen los hombros de desaliento—. Lo que quiero decir es que casi todas las cosas que hemos visto en el estanque yo ya las había visto antes. Incluso el absortor que salvó a Darina, y a Henk salvándola del absortor.

—Pero no sabías que había sido yo quien había provocado todo aquello —replico—. Tú misma has dicho que estoy aquí para remendar los agujeros de nuestro pasado.

Noto a la anciana triste. No sé si es porque ha detectado alguna alteración en un proceso vital suyo, señal de que le queda poco tiempo de vida. Realmente parece que le cuesta caminar. Es como si no quisiera acercarse a la zona iluminada donde se encuentra el estadio de brahn. Incluso cuando nos sumergimos hasta la cintura en la corriente de agua, hace ademán de detenerse, aunque finalmente sigue avanzando.

—Tienes razón —reconoce—. Eres una pieza indispensable. Has tomado decisiones que, en su día, yo no me atreví a tomar. —Ahora suspira—. Después de todo, tal vez no participes en los eventos más relevantes porque seas la protagonista de la historia, sino que eres la protagonista de la historia porque participas en los eventos más relevantes.

—Creo que me he perdido —admito con desconcierto—. ¿Te encuentras bien? Parece que te cuesta avanzar. Quizás necesitas descansar.

—Descansaré pronto —anuncia mi acompañante—. Tengo que explicarte algunas cosas primero. Por ejemplo, que los eventos que podemos presenciar en el estanque de piedra están limitados a aquellos en los cuales intervienen absortores negros, o seres que emplean la habilidad de conectarse con el espacio intermedio para abrir portales. Cuando yo llegué aquí, ya había otras Vera que lanzaban arena al agua y formaban a aquellos monstruos. De alguna manera, sabían cómo hacerlo, aunque ignorábamos quién había sido la descubridora de la fórmula. Sin embargo, ahora hemos averiguado que el primer absortor negro cronológicamente registrado lo hiciste aparecer tú para salvar a Darina.

—Y para que casi la matara después —me responsabilizo.

—Tú diste inicio a un bucle de paradojas temporales —continúa la anciana—. Esa arena negra, lanzada al estanque, forma un vínculo físico entre aquel sistema y este. Yo creo que ese vínculo es, a su vez, lo que me permite almacenar los datos de los sucesos en los cuales intervienen los absortores. Luego es cuestión de reproducirlos en el estanque y utilizarlos a fin de obtener información que nos ayude a trazar una estrategia.

—Eso quiere decir que los absortores, además de monstruos asesinos, son como una sonda que lanzamos al otro universo y que nos permite obtener información sobre él.

—Ese parece ser el caso. Aunque también podemos comunicarnos con momentos en los que intervienen otros humanos que utilizan sus habilidades de conexión con el espacio intermedio, tal como lo hizo el que intentó asesinar a Samyna en la estepa. Sin embargo, esos momentos establecen un vínculo por voluntad ajena, y no por la nuestra.

—Por eso Henk siempre tenía miedo de que usáramos nuestros poderes —reflexiono—. Decía que eso atraía a los absortores o a nuestros enemigos. Pero en realidad, si nosotras habíamos lanzado a un absortor hacia un evento, era porque el evento tenía cierta relevancia.

—A su vez, si no habíamos lanzado a un absortor que nos permitiera contemplar el evento, tampoco podíamos comprender su relevancia —concluye Vera—. Nosotras sabemos que en determinados momentos de la historia de Terra han aparecido absortores, y esos son los momentos que podemos contemplar en el estanque. Sin embargo, el hecho de que hubiera absortores en el evento significa que nosotras, anteriormente, ya conocíamos ese momento y habíamos enviado un vínculo para poder contemplarlo luego.

—Pero eso es imposible —replico—. Viola todas las leyes de la causalidad.

—Quizás tenías razón cuando sugeriste que, incluso si ganamos, estamos condenadas a repetir eternamente los pasos que nos ayudaron a conseguir la victoria. —Por fin, la anciana se detiene. Se queda mirándome a los ojos con una solemnidad empañada de nostalgia y me toma de la mano—. Alguna versión de nosotras continuará con su vida, mientras que otra tendrá que quedarse aquí para siempre. Solo así aseguraremos que la victoria pueda perpetuarse.

—¿Y qué ocurre cuando se modifica un evento del pasado que influye en el futuro? —Esta es, probablemente, la pregunta más obvia que me faltaba por formular—. Si algún absortor en el pasado mata a mi madre antes de que yo nazca, ¿desaparezco en el presente?

—Hasta el día de hoy, no me he encontrado con ningún evento de ese tipo —admite mi mentora—. Solo puedo ver e intervenir en aquello que la conexión de los absortores y humanos que abren portales me permiten presenciar. La mayoría de esos acontecimientos se enfocan en momentos de nuestra vida en Terra, incluso aunque no participáramos de ellos directamente. Además, siempre me he centrado en derrotar a Meredavis, al consejo o a los absortores. No he creído necesario interrumpir el linaje de nadie para conseguir eso.

—Suena como una excusa barata para evitar averiguar lo que ocurre cuando intervienes en la causalidad del universo —propongo en tono de broma—. Pero, si sabemos que los absortores los generamos nosotras, derrotarlos sería tan fácil como dejar de hacerlo, ¿no?

Reemprendemos la marcha en dirección al campo de brahn.

—Todo esto se me ha ido de las manos —se lamenta la anciana—. Cuando te he dicho que me acompañaras a buscar agua para el estanque, en realidad estaba intentando alejarte de él.

—¿Todavía no confías en mí? —le reprocho con tristeza.

—Es verdad que el estanque necesita agua para funcionar, y es verdad que esa agua se va agotando con el tiempo. Pero para enviar un mensaje al móvil de Henk no hace falta tanta. De hecho, el acto de enviarte para avisar a Samyna apenas ha consumido algo más del agua que se quedaría pegada a vuestro cuerpo.

—Pero cuando salimos del portal en Atara estábamos secas —replico—. No sé adónde quieres llegar. ¿Estás segura de que te encuentras bien?

—Estoy preocupada por la carga que voy a dejar sobre ti —me confiesa por fin la anciana—. Y también por ti, que eres quien la llevará. —Tras decir esto, me mira a los ojos con una mezcla de pena y ternura. Luego intenta esbozar una sonrisa—. Cuando vi cómo desencadenabas todos esos acontecimientos en el estanque... El absortor que salvó a Darina, el mensaje en el móvil de Henk...

—Todavía no sabemos si ese mensaje lo envié yo.

—Lo harás en algún momento. Estoy segura. —Vera suspira y niega con la cabeza—. Me dio miedo al descubrir la relevancia que tienes en esta historia. Y también he de reconocer que sentí algo de envidia por no haber sido yo la versión de mí que lo cambió todo.

—Hubiera renunciado a toda esa relevancia a cambio de no perder a tanta gente —reflexiono sin querer en voz alta, al tiempo que le doy una patadita a la arena con la punta del pie, levantando algunos granos dispersos. Después continúo caminando cabizbaja—. Yo no pedí todo esto. Y seguro que tú tampoco pediste la parte que te ha tocado. Pero después de tantos años y ciclos viviendo sin poder controlar ni un ápice de mi destino, creo que he empezado a aprender que es mejor dejar de quejarse y tomar acción. Como nos dijo mamá...

—Hacer la mejor música posible con los instrumentos que nos ha dado la vida —concluye mi acompañante, y por fin se le dibuja una sonrisa sincera—. Tienes razón. Lo siento. Solo necesitaba unos instantes para asumir esto. Hacía mucho que no me encontraba con un cambio tan grande en mi vida. —Antes de seguir hablando, Vera cruza los brazos por la espalda y guarda unos instantes de silencio reflexivo. Finalmente, levanta la cabeza y cobra ánimo para reanudar mi instrucción—. Respecto a lo que has dicho de derrotar a los absortores simplemente dejando de generarlos, piensa que ni siquiera he podido evitar que tú engendraras al primero. No puedo controlar lo que todas las Veras del pasado y del futuro que han pasado y pasarán por aquí hayan hecho o vayan a hacer. Dependemos de ellas, y ellas dependen de nosotras. Además...

Me quedo en silencio esperando el resto del mensaje. Sin embargo, Vera no se decide a continuar.

—¿Además...? —la empujo.

Y aún tarda unos segundos más en concluir.

—No todos los absortores son generados aquí —asevera con preocupación—. Jamás he visto a un absortor blanco nacer de nuestra arena negra. Y lo mismo ocurre con los absortores colosales. Definitivamente, no sé de dónde salen ni cómo detener su aparición.

—Eso apoya tu teoría de que existen otras granjas como esta —le confirmo.

—Granjas de arena blanca, o de quién sabe qué color. Sí.

—Infinitos universos —teorizo.

—Yo no lo diría así —me corrige la anciana—. Para mí, el universo, por definición, es un todo. Incluso si hay secciones de él que se rigen por distintas leyes físicas y que contienen diversas manifestaciones de materia, mientras haya forma de moverse o comunicarse entre varias de estas secciones, mi opinión es que todo forma parte de un solo universo. Por lo cual, al fin y al cabo, no hay una guerra entre dos, tres o veintisiete universos, sino entre diferentes secciones de la misma realidad.

—Eso convierte a las guerras universales en algo aún más absurdo —me atrevo a dilucidar.

—Bueno, una guerra siempre es absurda. Pero esto solo son teorías mías —admite Vera—. Espero que algún día tú puedas contrastarlas y descubrir la verdad —agrega, al tiempo que alcanzamos la orilla opuesta de la masa de agua y nos acercamos por fin al iluminado campo de brahn—. En algún momento tengo que acompañarte a tu mundo. Necesitamos volver a hacer crecer ese brazo, y aquí no es posible.

—No tengo prisa —reconozco—. Tenemos que hacer las cosas bien, y yo no soy una prioridad. No, al menos, en sentido orgánico.

—Por fin empiezas a hablar como una vieja —bromea mi acompañante, aunque es incapaz de desprenderse de la melancolía de su mirada—. ¿No te has dado cuenta de que hay mucho silencio en el campo de brahn? —me pregunta acto seguido.

Y tiene toda la razón. No sé cómo no lo había notado.

—Hoy tendrían que haberse disputado varios partidos —le comento—, y tú les ordenaste que jugaran juntas.

—Desde hace mucho rato percibo la presencia de solo unas pocas de ellas —me confiesa Vera—. Vamos.

Recorremos a paso ligero la distancia que nos separa de los muros de pasta negra que rodean el campo. Cuando alcanzamos la zona no construida que hace las veces de puerta de acceso, en ella nos espera la Vera fanática que había intentado interceder ante la anciana cuando esta apareció.

—Mi señora —la saluda en tono ceremonial, con una perturbadora sonrisa de oreja a oreja—. Os agradará saber que casi hemos culminado vuestra obra.

Tras asomarnos al interior del campo, nos encontramos con el espectáculo más devastador que probablemente hayamos presenciado en siglos. Las Vera con túnica, seguidoras de la secta que todavía se resistían a involucrarse en el brahn, han degollado a todas las jugadoras y espectadoras del deporte. Hay miles de cadáveres esparcidos por la arena, todas con el cuello rajado de un extremo al otro. A saber qué herramienta habrán utilizado para perpetrar semejante masacre. La mayor concentración de víctimas está en el terreno de juego. Sin embargo, en los aledaños del muro circundante hay una cantidad enorme de cuerpos. Muchas parecen haber intentado escapar derribándolo; algunas, quizás, lo hayan conseguido, pues hay secciones que se encuentran derruidas.

—Pero ¿qué habéis hecho? —inquiere la Vera anciana, tratando de mantener la calma en el tono de la voz.

—Hemos seguido vuestros designios —contesta alegremente la líder de la secta, al tiempo que señala a la masacre con un movimiento en abanico de su brazo—. Tal y como nos enseñó nuestra mentora, afilamos durante décadas los puñales que tallamos con las ramas los arbustos luminosos. Aguardábamos vuestra aparición, tal como profetizaba la santa tradición oral, para acabar con el azote de las herejes y dar inicio a un nuevo orden de paz y sosiego.

—Yo jamás pedí algo así —replica mi acompañante.

—Estoy segura de que sí —la contradice la líder psicópata—. Y ahora, me congratula confirmaros que solo queda uno de esos herejes en pie —agrega, señalándome con el brazo extendido—. ¿Queréis que me encargue yo de ella, o preferís hacerlo vos?

La anciana me mira con la expresión de desconcierto más profunda que le he visto esbozar desde que la conocí. Se sabe amenazada. Siente que, si no obedece los designios de la secta, terminará igual que las jugadoras de brahn con cuya sangre se mezcla la arena de juego.

—Lo que quiero es hacer una actualización de vuestras doctrinas —le dice por fin a la fanática.

—No hay actualización posible —la corrige esta, al tiempo que efectúa una señal hacia sus decenas de compañeras con la mano para que se acerquen—. Las enseñanzas puras de la verdad son un elemento con vida propia. Están por encima, incluso, de quien las promulga. Nosotras solo somos las ejecutoras de aquello que vos descubristeis.

La anciana empieza a recular lentamente, de vuelta a la masa de agua, y yo con ella. No entiendo cómo un puñado de Veras ha bastado para asesinar a tantas. ¿Es que acaso no han opuesto resistencia? Quizás, sencillamente, cundió el pánico y...

—Sería un buen momento para volar —sugiero en un susurro.

—Estoy demasiado cansada para llevarte —me contesta Vera—, pero puedo intentar que nos alejemos.

—¿Qué murmuráis con la hereje, mi señora? ¿Acaso no deseáis poner fin a su penosa existencia?

Antes de que la multitud pueda alcanzarnos, la anciana me toma en brazos y emprende un vuelo raso a baja velocidad. Sin embargo, no logra recorrer ni siquiera quinientos metros antes de que nos estrellemos contra la arena y rodemos durante varios segundos. Yo me incorporo inmediatamente, aturdida y con dolor en las costillas. No obstante, mi acompañante es incapaz de levantarse: tiene la pierna derecha doblada en una posición antinatural que denota claramente una fractura de fémur.

—¡Corre, Vera! —me grita—. ¡No te detengas hasta llegar al estanque!

—¡No pienso dejarte aquí! —le replico mientras trato, inútilmente, de cargarla con mi único brazo.

Lo que más echo de menos de mi condición terrana no es tener todas las extremidades, sino más bien las habilidades que iban asociadas a mi cuerpo: la fuerza, la velocidad, la capacidad de volar, la de ver en la corriente del espacio y el tiempo... Hubiera podido alzar a la anciana incluso sin tocarla.

—Si nos alcanzan, estaremos muertas las dos —me dice con urgencia, mientras se retuerce de dolor—. Si consigues llegar al estanque, lo activaré desde aquí y podrás lanzarte dentro. Te llevará a un lugar más seguro que este.

Cuando miro hacia atrás, descubro a la multitud de Veras fanáticas corriendo hacia nosotras, puñales de madera en mano, y profiriendo un grito de guerra que las hace parecer demonios de alguna mitología.

—Por favor —le ruego a la anciana, agachándome a su lado—. Trata de volar de nuevo. O déjame intentar razonar con ellas.

—Es inútil —niega ella—. La razón no es capaz de derrotar al placer que produce la fe. Y yo ya no puedo ni siquiera levantarme a mí misma.

—Pero no sabré qué hacer sin ti —le reconozco, poniéndome a llorar—. No sé controlar la física de esta granja. No sé cómo activar el estanque. Si me envías a otra sección del universo, no sabré ni siquiera volver aquí para continuar con nuestra vigilancia del bucle de sucesos.

—Está claro que algún día lo lograrás. —La multitud ya se halla demasiado cerca como para que sea seguro seguir con esta conversación—. Si no fuera así, no estaríamos hablando ahora mismo.

—¿Y si este es uno de esos eventos que no deberían ocurrir? —la cuestiono—. ¿Y si lo cambia todo y desaparezco?

—Entonces tendrás que elegir entre apostar por ello o morir aquí y ahora.

Me da rabia tener que darle la razón en esto. No me queda más alternativa que escapar por mi vida, incluso aunque ni siquiera sepa en qué dirección se halla el estanque luminoso, o a cuántos días de distancia a pie. La prioridad es alejarme de este lugar y ocultarme entre las sombras hasta que la turba se haya disuelto.

Si hace falta, me meteré bajo tierra.

—Por favor, diles que te he atacado yo y que por eso te has caído —le suplico a mi amiga—. Ordénales que vayan tras de mí. —Ella asiente, resignada—. Quizás así ganes tiempo y podamos volver a vernos.

Sin esperar una nueva confirmación por su parte, echo a correr en la dirección de la que creo que hemos venido volando antes. Esprinto con tanta velocidad y por tanto tiempo que me da la sensación de que se me llenan los pulmones de líquido. No hay manera de que las sedentarias fanáticas de la secta puedan equiparar su estado físico al mío, tras haber estado jugando al brahn cada día durante milenios enteros de mi vida. Es por eso que las dejo atrás enseguida y, aunque todavía puedo escuchar cómo la Vera anciana vocifera la orden de que me persigan, también veo cómo la líder del grupo le raja la garganta sin contemplación, acabando con su vida y dejándome sola en esta sección del universo cuya física desconozco por completo.

Corro durante horas. Lo hago hasta caer rendida bocarriba sobre la arena negra, en mitad de la oscuridad más absoluta. Ni siquiera puedo apreciar ya las luces del bonito campo de brahn que habíamos creado las versiones más alegres de mí, ahora desangradas. Tampoco diviso las tenues lámparas frutales de mis crueles perseguidoras. Estoy sola de nuevo. La parte cruel y desesperanzada de mí misma ha ganado en este lugar que parece una analogía viva de mis emociones.

Recuerdo que la gravedad en mi mundo era diferente. Aquí cuesta menos que un salto te haga recorrer cinco o seis metros. Sin embargo, ¿por qué pienso en eso ahora? Y también pienso en cómo llevé a Henk hasta la muerte, al igual que a Pelvra y a los miles de personas a las que los absortores negros se han comido solo para que yo pueda echar un vistazo a través de un estanque. Soy una genocida. Quizás no ahora, sino antes, aunque no lo recuerde; o tal vez en el futuro, aunque todavía no sepa qué me motivará a tomar esa decisión, si es que acaso será consciente.

El lío en que se ha convertido mi cabeza me agota.

Me hubiera gustado ver en el estanque las historias de los otros miembros del grupo de superhumanos de Donvan, capitaneados por Darina. Me hubiera gustado conocer de primera mano todas aquellas vivencias que los llevaron a estar tan unidos como hermanos. Me encantaría explorar futuros alternativos en los cuales no los hago morir inútilmente para protegerme.

¿Cómo puedo seguir viviendo con el peso de tanta sangre sobre mis espaldas?

Pero le prometí a la anciana que no me rendiría. Tengo que recobrar el aliento, levantarme y caminar hasta el estanque. No sé si tuvo tiempo de activarlo. Incluso si no fue así, y si solo me encuentro con una masa de agua apagada, tengo que averiguar cómo encenderla. No puedo rendirme como otras veces. No puedo, simplemente, decaer y dejar mi futuro en manos del destino o de otras personas; ni siquiera aunque se trate de versiones de mí misma. Si me detengo ahora, el sacrificio de todos los míos habrá sido en vano. Es por eso que tomo una profunda bocanada de lo que sea que se respire aquí y me pongo de pie. Caminaré hasta que no haya más camino, y cuando no haya más camino, dibujaré uno nuevo con las huellas de mis pies. No me rendiré hasta que no me quede aliento. Así pienso honrar la memoria de mis seres amados.

Sin embargo, nadie dijo que el universo tenga por qué conspirar para que todo se sintonice con la determinación de uno. Y así parece confirmarse cuando, tras caminar apenas durante cinco minutos, una persona ataviada con una túnica blanca se materializa de la nada a cuatro metros de mí.

—Tienes que entrar aquí —me ordena, al tiempo que realiza un movimiento circular con su mano derecha, abriendo un portal en el aire.

Lleva una capucha que le oculta el rostro. Quizás ha pensado que no iba a reconocer su voz después de tanto tiempo, pero es imposible olvidar el efecto que esa melodía provoca en mi corazón.

—Dari... —le digo con los labios temblorosos.

—Date prisa y entra en el portal —insiste sin modular el tono.

¡Pero es ella!

—Amor mío...

Corro a su encuentro, hipnotizada, y me abrazo a sus rodillas. Después caigo a sus pies, que se encuentran suspendidos en el aire y estirados hacia abajo. Tiene el mismo contorno de caderas, el mismo aroma... Es la forma de su mentón y la longitud exacta de sus dedos. ¿Por qué me rechaza y me fuerza a levantarme?

—Te prometí que siempre regresaría a buscarte, pero, por favor, no me obligues a ser brusca contigo —me advierte, retirándose la capucha para permitirme confirmar su rostro—. No tenemos tiempo para esto.

—Tiempo es todo cuanto tengo aquí —le replico, embelesada en la contemplación de sus labios y su media melena flotante—. No sabes cuánto llevo esperando volver a verte.

—Sí que lo sé —responde quedamente—. Te hemos estado observando, pero yo no soy aquella a quien esperas encontrar. Si entras en el portal, te reunirás con la Darina de tu tiempo, pero si dejas que se cierre, nos quedaremos atrapadas aquí para siempre.

—No me importaría estar para siempre con...

Antes de que pueda terminar la frase, mi chica me pone la mano sobre la cabeza, como si fuera una diosa impartiendo una bendición a una afortunada profetisa durante un arrobamiento místico. No obstante, en lugar de la euforia propia de un éxtasis espiritual, lo que me invade es un aletargamiento incontrolable; tanto que mis rodillas se doblan y, si no fuera porque Darina me coge en brazos, caería de vuelta a la arena negra.

Lo último que percibo antes de desvanecerme es cómo me introduce delicadamente en el portal que había abierto para mí.

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