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42. Granja de Veras I

Se me acaba el tiempo. Cuando decidí empezar a cultivar Veras en la granja de arena negra, hace dos mil ochocientos millones de años, había muchas cosas que no podía prever. Una de ellas era que, con el paso del tiempo, sus recuerdos sobre el mundo real se desvanecerían, como si de enfermos de demencia senil se tratara. Me he dado cuenta de que, transcurridos algunos siglos, ya ninguna de ellas sabe quién es Darina, qué es un hectolitro, qué es el color azul o cómo se construye un soneto. He mantenido a demasiadas generaciones recluidas durante demasiado tiempo, tratando de que milagrosamente saliera de ellas la solución a un problema que tendría que haber arreglado yo misma.

Si tan solo supiera cómo, y si Meredavis no hubiera reactivado mi proceso de envejecimiento. Si tan solo pudiera estar segura de que el problema tiene solución...

Cuando desciendo sobre ellas, las encuentro peleando. Están en la zona central de la granja, en la cual el agua las cubre hasta el pecho. La mayoría se encuentran desnudas y cubiertas de barro negro. ¿Por qué? La última vez que las dejé solas durante más de mil años, tenía la absoluta certeza de que no estallarían conflictos entre ellas.

Parece que han construido un campo de brahn.

Todo va mucho peor de lo que esperaba. Se suponía que generar una granja llena de distintas versiones de mí iba a traer resultados esperanzadores al problema de la linealidad. No las rescaté de su fin en la corriente del espacio y el tiempo para esto.

Finjo apatía y magnanimidad cuando toco la superficie del agua. Después, al dar mis pies en el suelo, la artritis de la rodilla derecha me castiga con un latigazo que me obliga a fruncir el ceño.

—¿Qué está pasando aquí? —las saludo en tono amenazante.

Ni siquiera saben quién soy.

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