Llorar es lo que mejor se me ha dado hacer desde que salí del vientre de mi madre en Terra. Es por eso que me comprimo sobre mí misma como un insecto achicharrado por el sol. Me aferro a mis piernas con el brazo que me queda, incapaz de regenerar el otro, y lloro hasta quedarme sin aire. Poco a poco vuelvo a sentirme como una humana de granja, indefensa y sin poder especial alguno. Grito y me desgañito hasta que me duele la garganta. No consigo utilizar mi visión para detectar nada a mi alrededor. Simplemente floto en mitad de la más absoluta oscuridad. No sé qué es lo que estoy respirando. No huele a nada. No hace frío ni hace calor. No soy capaz de abrir un portal al espacio intermedio o de consultar la corriente del espacio y el tiempo. Tan solo puedo palpar mi piel desnuda, aunque ni siquiera consigo verme la mano o los pies.
Lo he perdido absolutamente todo.
Si este es realmente el tercer universo, desde el cual nos envían a los absortores, he debido de aparecer en una porción de él en la cual no hay nada; ni siquiera monstruos que puedan devorar mis entrañas y absorber mis fluidos. Estoy condenada a vagar por la inmensidad del vacío durante semanas, hasta morir de inanición.
De hecho, si no lo he calculado mal, llevo así más de medio día.
—Qué desperdicio —murmuro en cierto momento, y me sorprendo al descubrir que puedo escuchar mi voz ronca.
Transcurridas algunas horas más, mi cuerpo impacta suavemente contra lo que parece ser una superficie; un suelo de arena fina. Sigo sin poder ver absolutamente nada, pero entrar en contacto con los granos me proporciona un mínimo de confort que, no obstante, solo sirve para invitarme a llorar otra vez. Golpeo la arena con fuerza. Esta rebota y me entra en los ojos, irritándome las retinas. Me revuelco y me desgañito. Maldigo mi propia estupidez, al tiempo que ruego para que mi sobrina y el resto de mis seres queridos se encuentren a salvo. Quizás, después de todo, que yo desaparezca sea lo mejor para ellas y para el plan. Los miles de versiones de mi hermana que todavía siguen con vida protegerán mi mundo de cualquier amenaza externa. Cuando Darina despierte, de seguro la pondrán al corriente de todo y trabajarán juntas en la defensa de Terra.
Yo ya no tengo nada que pudieran necesitar.
Sigo yaciendo bocarriba sobre la arena durante lo que yo interpreto como tres días y tres noches. El hambre y la sed comienzan a hacer mella en mi organismo debilitado de ser humano de granja; uno condenado a envejecer y morir, sin habilidad alguna para interactuar con la corriente del espacio y el tiempo, o de regenerar sus tejidos maltrechos. Mi organismo ya no está conectado con la red partículas entrelazadas cuánticamente que le confieren a mi especie sus habilidades.
De repente, se enciende un diminuto punto de luz en algún lugar. Me giro sobre mí misma hasta que doy con la cara contra el suelo y me entra arena en la boca. Escupo un poco de ella y levanto la mirada hacia el horizonte. A decenas, quizás cientos de metros, se acerca una pequeña lámpara de luz cálida que alguien sujeta entre las manos. Es una persona que avanza a paso muy lento. Sin embargo, a medida que se acorta la distancia entre ambas, puedo empezar a distinguir más detalles de los alrededores. Puedo volver a ver mi cuerpo pálido y desnutrido. Puedo darme cuenta de que la arena sobre la que yazgo es negra, y de que no hay nada más a mi alrededor que este vasto desierto. La silueta del ser que sujeta la lámpara se dibuja cada vez con más claridad ante mí. Camina como a saltitos. Acierto a deducir que esto se debe al extremadamente débil campo gravitatorio del lugar. Antes de que me alcance, me quedo embelesada y decepcionada, contemplando el miembro residual donde estaba mi brazo derecho, así como reflexionando en mi incapacidad para regenerarlo.
—Oh, qué desastre —dice de repente una voz tosca y cansada. El ser de la lámpara se acerca todavía más y me permite contemplar su rostro—. Qué desastre, qué desastre —repite.
Para mi sorpresa, parece tratarse de una versión de mí misma con algunos años menos. Podría datarla, aproximadamente, de la época en que Borealia bombardeó Vereti. Viste una túnica negra con capucha. Con esta trata de ocultar la mitad derecha de su rostro, poblada de cicatrices y coronada por la ausencia de un ojo. Lleva la lámpara en la mano derecha y otra túnica igual en la mano izquierda. En un momento dado, me la echa por encima para cubrir mi desnudez.
—Pero qué te han hecho —murmura entristecida. La edad de su voz no parece coincidir con la de su cuerpo, sino que suena como la de una anciana cansada y preocupada—. Qué pena de chica —se lamenta—. Qué pena, qué pena.
Cuando ha terminado de arroparme con la túnica, comienza a silbar con suavidad. Transcurridos veinte o treinta segundos, una multitud de otras lucecitas más tenues se enciende a nuestro alrededor. Pronto hay decenas de siluetas que se acercan sujetando lamparitas iguales a la suya; algunas con más brillo y otras con menos.
—¡Por aquí! —las saluda mi otra yo, agitando su luminaria con el brazo extendido hacia arriba—. ¡Daos prisa!
—¿Estoy... muerta? —se me ocurre preguntar, con una voz rasgada y débil.
—Espero que no —me contesta mi interlocutora—. Eso significaría que nosotras también.
Pronto empiezo a identificar los rostros de las demás personas que se acercan, y ya no me sorprende descubrir que todas se parecen a mí. Algunas son mayores; incluso ancianas. Otras tantas son infantiles. Sin embargo, todas ostentan el mismo aspecto pálido y delgaducho, el cabello anaranjado, la ausencia de vello corporal y las facciones que hacen a mi rostro ser el que es, y no otro. Muchas tienen defectos en el cuerpo; les faltan brazos, piernas, ojos u orejas, signo inequívoco de que fueron sometidas a un maltrato extremo en algún momento. También ostentan cicatrices de cortes, quemaduras y aplastamientos. Son muy pocas las que aparentan estar ilesas. Y aunque el grupo entero se viste con las mismas túnicas negras para intentar ocultar sus carencias, estas resultan notables a la vista.
Me llama poderosamente la atención que todas tengan el aspecto de Vera Saoris, la persona que elegí ser cuando reinicié mi existencia en Terra. Ninguna luce el de Silje Terra II, mi ser original, que pese a ostentar unas facciones muy semejantes debido a la genética manipulada de este cuerpo, tenía el cabello rubio y liso.
—¿Sabrías decirme dónde estamos? —interrogo a mi acompañante, al tiempo que saco fuerzas de flaqueza para, con su ayuda, incorporarme y comenzar a vestirme con la túnica.
—Es hogar, querida —contesta en tono compasivo—. No sabemos dónde está nada más que esto.
—¿Habéis llegado aquí igual que yo? —es la siguiente pregunta que se me ocurre verbalizar, aunque también me gustaría saber cuánto tiempo llevan en este lugar, de qué se alimentan, si hay seres distintos a nosotras...
—¿Cómo has llegado tú? —incide mi otra yo.
—Confiando en quien no debía —le digo quedamente, y agacho la cabeza.
Ella frunce los labios y niega con la cabeza.
—No debes torturarte por ello —me anima—. Es muy fácil que pase.
—Ven —me dice de repente otra Vera, una que me coloca las manos en los hombros y me invita a caminar a su lado—. No debes permanecer aquí mucho tiempo.
—Aquí es donde aparecen las nuevas —me explica una tercera—. A veces están confusas, desorientadas y enfadadas. No siempre son tan pacíficas como tú.
—¿Cada cuánto aparecen? —inquiero, invadida por una exigua esperanza de que haber llegado aquí no sea el fin para mí.
—¿Quién sabe? —responde mi primera acompañante—. Es muy difícil medir el tiempo.
—Pero, ¿hablamos de días, semanas o años? —insisto en averiguar.
—¡O siglos! —exclama una desde atrás.
Al levantar la cabeza, descubro que me rodea una multitud enorme. Quizás para ellas esto sea un evento importante. Cada vez que aparece una nueva Vera deben de sentirse un poco menos solas; un poco menos condenadas.
—¿Y los absortores? —comento, ya en tono ansioso.
—Aquí no hay nada de eso —me confiesa la Vera que me sujeta los hombros mientras caminamos.
—Solo hay arena negra y Veras —agrega otra, risueña—. Veras Saoris para siempre.
—¿Todas sois Vera Saoris? —inquiero con cierta desilusión.
—¡¡Sí!! —contesta la multitud al unísono.
Tras algo más de una hora de discurrir a través del desierto de arena y cielo negros, de repente mis pies tocan agua. Comenzamos a caminar pendiente abajo, hasta que el líquido me cubre las rodillas, y entonces la pendiente vuelve a convertirse en llano. Una de mis acompañantes me explica que aquí es donde viven. Dice que el agua se puede beber, y que la arena, mezclada con el líquido, genera un barro que se puede comer. Eso es lo que las mantiene con vida. Otra me explica, mientras me quita la túnica del cuerpo, que aquí es donde se bañan. No todas tienen una voz cómica de anciana preocupada. Algunas suenan realmente como yo. La mayoría se notan afligidas y apenadas; otras, resignadas. Hay una parte del grupo que se separa de la multitud cuando alcanzamos la masa de agua. Se limitan a quedarse aisladas, sentadas en silencio en puntos distantes. Cada una de ellas representa las distintas reacciones que podría tener yo tras ser víctima de una condena como esta en distintos momentos de mi vida. Sin embargo, parecen estar lo suficientemente desubicadas como para ya ni siquiera recordar por qué se sienten como se sienten.
Mientras me ayuda a lavarme el cuerpo, una Vera nueva me explica muy lúcidamente todo lo que cree saber: que este lugar parece ser una especie de vertedero espacio temporal al que vienen a parar muchas de las Vera Saoris que fracasan en su intento de proteger su universo. La mayoría han sucumbido en combate ante miembros del consejo que las han hecho desaparecer. Sin embargo, unas pocas hemos tenido la mala suerte de llegar aquí tras un encuentro con Vina. El punto en común es que no nos mataron, si no que nos transportaron a este lugar después de derrotarnos. Según me explica, muy pocas de ellas recuerdan su pasado. Transcurridos algunos años de exilio, comienzan a desvariar y olvidar, hasta alcanzar un punto en el que se hace imposible razonar con ellas. Las que todavía recuerdan algo son las que llegaron hace relativamente poco tiempo; desde unas décadas, hasta algo menos de un siglo. A partir de los cien años, comienza una deriva hacia la demencia en la cual ellas también se han resignado a caer.
Tras compartir sus vivencias y detalles muy concretos de sus vidas durante los últimos años, las más nuevas han llegado a la conclusión de que no somos distintas Vera de distintos universos, o de algo así como líneas temporales paralelas, sino que somos la misma persona en distintos momentos de una misma línea temporal; llegadas desde un mismo universo. Solo existe una Vera. Sin embargo, hay tantas de ellas como momentos de su vida en los cuales ser derrotada y enviada aquí.
Por supuesto, es una teoría que está sujeta a la posibilidad de ser completamente errónea.
Cuando termino de bañarme, vuelvo a colocarme la túnica, bebo un poco de agua y como un poco de barro. Estos no tienen olor ni sabor. No obstante, al entrar en mi estómago, consiguen saciarme. Mi acompañante me cuenta que no entienden cómo esto puede alimentarnos, ya que nuestro organismo ni siquiera parece digerirlo. Aquí nadie evacúa nada de lo que come.
A algunas horas de camino desde la masa de agua en la que me he bañado, hay un cementerio en el cual entierran a las Vera que se rinden. Parece ser que, entre las primeras que llegaron, ha habido excepciones con respecto a la demencia. Algunas no olvidaron del todo su pasado, y se han encargado de transmitir cierta tradición oral sobre lo que podría ser este sitio. Me explican que, de las primeras en llegar, ya solo quedan dos. El resto se han quitado la vida, víctimas de la desesperación que produce esta condena a la inexistencia.
Cuando hablo con una de las dos originales, apenas consigo entenderla. Desvaría constantemente en reflexiones sobre su pasado, sobre mi hermana, sobre Samyna o sobre Darina. La culpa la ha devorado hasta dejar solo un cascarón vacío y apesadumbrado. Seguramente no se ha quitado la vida porque ni siquiera sería capaz de unir dos pensamientos lúcidos seguidos con ese fin. Sin embargo, cuando hablo con la otra, me aporta datos muy interesantes. Pese a que al principio se muestra arisca y desconfiada, con el paso de los días, y más aun después de varias semanas, empieza a soltarse y a revelarme información que interpreto como de gran valor.
Afirma estar segura de que lleva aquí más de cincuenta mil años terrestres. Y este dato tan cruel me permite datar el inicio de nuestra cadena de fracasos en un punto concreto de la corriente del tiempo, a pesar de lo desesperanzadora que resulta su lejanía. Aunque por ahora no puedo hacer demasiado con esa información, me resulta útil entender que esta situación tiene un comienzo. De la misma manera, la razón me indica que podría tener un final.
También me dice que aquí no envejecemos ni morimos por causas naturales, pero que nuestra eterna juventud no se debe al efecto de la tecnología humana, ya que esta no funciona en nuestro lugar de destierro. La prueba de ello es que no podemos regenerar las partes del cuerpo dañadas con las que llegamos al lugar, y también el hecho de que las que han decidido quitarse la vida no han tenido que hacer grandes esfuerzos para provocarse heridas mortales usando sus propias manos. Ignora cómo podemos llevar a cabo nuestras funciones vitales básicas, pero está segura de que el transcurso del tiempo aquí es diferente de lo que las leyes relativistas de nuestro universo permitirían explicar. Es posible que un segundo aquí equivalga a una eternidad en nuestro mundo de origen, o quizás todo lo contrario.
Por último, después de un período que se siente como meses de conversaciones e intercambio de información sobre nuestras vidas y las decisiones que hemos tomado en ellas, llegamos a la conclusión de que todas hemos experimentado exactamente los mismos sucesos, con la excepción de aquellos que precipitaron nuestro fracaso y nuestra desaparición. Tras contemplar cómo mi ánimo se mantenía más o menos estable durante aproximadamente un año entero de estancia en el lugar, comiendo barro, bebiendo agua y pasando el tiempo sin apenas actividad, la Vera superviviente de la primera generación que llegó hace cincuenta mil años me comparte sus mayores descubrimientos.
Al principio, la distancia a la cual podían explorar este oscuro desierto estaba limitada por el tiempo que eran capaces de aguantar sin comer el barro ni beber el agua de la masa central. Si se alejaban demasiado, y tras ser incapaces de encontrar otro punto con recursos alimenticios, se veían obligadas a regresar, apremiadas por la inanición. Después de siglos de oscuridad absoluta, las primeras pobladoras del lugar descubrieron la luz. Las lámparas que exhiben orgullosas no son más que el fruto colgante de unos arbustos que crecen a varios días de camino desde aquí. Para llegar allí tuvieron la genial idea de excavar unos surcos en la superficie del desierto. Esos surcos servían para canalizar el agua en la dirección deseada, de manera que estuviera disponible durante largas jornadas de viaje. Les llevó décadas desarrollar un complejo sistema de canalizaciones que terminan en diferentes puntos de la nada. Y tras más de trescientos años de exploración, las más intrépidas, entre las que se halla la única superviviente lúcida de la primera generación que me informa de todo esto, dieron con los arbustos. Al arrancar los frutos de ellos, estos comenzaron a brillar, permitiéndoles ver la luz y contemplarse unas a otras por primera vez en cientos de años. Después, en el transcurso de veinticuatro ciclos de sesenta minutos medidos de cabeza, los frutos volvieron a crecer. Esto les permitió disfrutar, además de su luz, de un sistema de medición de ciclos de tiempo más preciso.
Es como si este lugar estuviera diseñado por alguien como nosotras, pero con extremadamente pocos recursos.
El culmen de todos los hallazgos de las Vera del desierto oscuro está en un lugar que se encuentra a tres meses de viaje a pie. O eso es lo que me han contado, pues hay pocas que crean realmente en su existencia y ninguna que se atreva visitarlo. La única que afirma haberlo visto con sus propios ojos es la Vera de la generación original, quien me habla de un hermoso estanque tallado en piedra sobre la arena, con un agua cristalina que a veces brilla en un hipnótico tono violáceo, como el que emitían nuestros cuerpos al manifestar sus poderes. Ella jura que en ese estanque se puede ver, como si se tratara de una pantalla, cada uno de los momentos de nuestra vida, de principio a fin, reproduciéndose en bucle. Sin embargo, también afirma que toda su generación sucumbió a la desesperanza después encontrarse con aquel lugar, y darse cuenta de que no servía para nada más que revisar, una y otra vez, los errores que nos trajeron a este destierro. Después de eso, ella misma decidió destruir y secar el canal de agua que comunica el embalse central con aquel estanque maldito. Hoy en día, solo una minoría de Veras cree que sea real. Sin embargo, ninguna se atreve a viajar hasta allí para comprobarlo. En un principio, yo tampoco tengo intención de emprender una larga travesía hacia un lugar en el cual solo encontraré una nueva manera de torturarme.
Debo de llevar un año y medio en el desierto oscuro. Por ironías del destino, la única habilidad humana que no he perdido del todo es la de percibir el paso del tiempo con algo de acierto, aunque con un gran margen de error. Aquí es imposible distinguir el día de la noche. Las horas se agolpan unas detrás de otras, atropellándose en este infinito mar de arena azabache y cielo despejado, pero sin nada que mostrar más allá de una absoluta negrura. La única manera precisa de medir el transcurso de una jornada es arrancar un fruto luminoso de un arbusto y quedarse esperando a que brote el siguiente. Mi curiosidad de los primeros meses dio paso paulatinamente a una silenciosa rendición. Ya no me interesa tanto saber si realmente somos todas la misma Vera, o si hay tantos universos como versiones de nosotras y decisiones erróneas hayamos tomado. No me parece que haya demasiada coherencia en la creencia de que una misma persona pueda tomar diferentes caminos que la lleven a un mismo destino.
Y tampoco me importa.
Las más jóvenes montaron un rudimentario campo de brahn hace algunos meses. En lugar de aros metálicos coronando postes clavados en el suelo, han erigido unos monolitos planos de arena, con más o menos el doble de la altura de una de nosotras. Como esta arena se pone pastosa cuando está húmeda, permite modelarla a fin de edificar figuras que, si bien son frágiles, cumplen su función. Una que tenía todos los miembros del cuerpo se subió a hombros de otra y horadó unos aros en la parte superior de cada monolito. Después, con el mismo barro, moldearon una pelota que cabía por esos aros. La pasta no llega a secarse del todo a temperatura ambiente, por lo que las primeras versiones de la esfera, ya de por sí imperfecta, se achataban con cada impacto, hasta romperse. Tras algunos días de pruebas, a una de ellas se le ocurrió rasgar parte del bajo de su túnica y utilizarlo para envolver la pelota, proporcionándole así una protección que, si bien no evita que se deforme, impide que se fragmente.
Según me enseñaron, se puede predecir la aparición de una nueva Vera en el destierro porque, algunos días antes de que venga, alguna de nosotras encuentra una nueva túnica negra flotando en el agua. Eso significa que solo disponemos de una prenda para cada una durante el resto de nuestras vidas. Por esta razón, la noche en que aquella Vera se rasgó la suya, las demás participantes del juego le prepararon una tarta de barro especial, supuestamente con la forma de su cuerpo, en señal de agradecimiento.
Las Veras más veteranas no aprueban la práctica del deporte.
Sería absurdo intentar negar que todas nos morimos de ganas por jugar, o que al menos esto ha sido así en algún momento de nuestra vida. No obstante, resulta evidente que el paso de los años en este lugar ha acabado con las ilusiones de muchas; las ganas de reír y celebrar son inversamente proporcionales al tiempo de condena. Las tres primeras veces que me invitan a jugar, rechazo amablemente la propuesta. No es un problema de impedimentos físicos. Al fin y al cabo, el barro y el agua nos alimentan bien. Aunque a mí me falta un brazo, hay algunas que juegan dando saltitos sobre una sola pierna, o aquejadas de ceguera o sordera. La cuestión es pasarlo bien y abstraerse, aunque solo sea por un momento, de la eternidad que parece aguardarnos en este lugar.
Tras un año entero de celebrar partidos prácticamente a diario, deciden fundar una liga. Forman seis equipos, y a sus integrantes las distinguen entre sí por distintas modificaciones que se realizan en las túnicas o en el arreglo personal. La primera agrupación se arranca la manga izquierda de sus ropajes; la segunda, la derecha. El tercer equipo se arranca las dos mangas. El cuarto equipo hace cintas con las mangas arrancadas de las otras y se las ata alrededor de la cabeza. Las integrantes del quinto equipo deciden recogerse el cabello en un voluminoso par de trenzas que las distinguen del resto. Por último, el sexto equipo se pinta la cara con barro negro antes de empezar cada encuentro.
Al concluir la primera temporada de liga, que dura alrededor de dos meses, el equipo ganador resulta ser el de las cintas en la cabeza. Finalmente, decido unirme al equipo de las trenzas, que han quedado últimas, pero que parecen ser las más jóvenes y las que mejor se lo pasan.
En este lugar no tenemos papel ni lápiz para apuntar resultados, sino que hay que recurrir a la memoria colectiva. Tampoco hay ningún objeto afilado con el que podamos cortarnos el cabello. No hay piedra o metal. No hay plástico ni cristal. Solamente arena negra, agua, túnicas y esos arbustos de los que brotan los frutos luminosos, cuyo ciclo de crecimiento nos sirve de calendario. De estos frutos hay varios tipos: algunos son más grandes y brillantes, capaces de proporcionar luz por sí solos a un radio de más de diez metros. Otros son pequeños y sencillamente decorativos, apenas fotoluminiscentes.
Para la inauguración oficial de la segunda temporada de la liga de las Vera Saoris, todas las participantes colaboramos con ilusión en recolectar cientos de kilos de frutos. Convertimos los alrededores del campo de brahn improvisado en la zona más luminosa de todo el desierto negro, además de la mejor decorada. Trazamos caminos brillantes disponiendo los frutos más pequeños a ambos lados. También los usamos para delinear más claramente los límites del terreno de juego, así como la posición en que se encuentran los aros. Tenemos, incluso, numerosa afluencia de público, consistente en decenas de Veras que, como yo hace un tiempo, todavía no se atreven a jugar.
Por primera vez desde que llegué aquí, me siento verdaderamente realizada contemplando el resultado de un esfuerzo físico y mental. En los primeros partidos me doy cuenta de lo realmente difícil que es practicar este deporte en lo que a la parcela táctica se refiere. Mantener vigilados los dos aros laterales, así como el del fondo, al tiempo que te ocupas en intentar marcar tantos en los aros del equipo rival, es una labor que exige paciencia y atención plena. Me asombra recordar la gracilidad y rapidez con la que actuaban los jugadores profesionales a los que veía por la tele. A nosotras nos cuesta auténtico sudor y lágrimas conseguir siquiera un tanto, sin que este se convierta en dos en contra a causa del cansancio y el desorden táctico que genera cada arreón. En esta segunda temporada, aceptamos que nos hemos excedido al recrear las medidas reales de un campo de brahn, por lo que acordamos reducirlas a la mitad en la siguiente.
Y así pasan cuarenta temporadas más.
Vamos realizando ajustes sobre las normas, los tiempos de juego y la notación de los partidos. Se unen más participantes y se crean hasta veinte equipos. Tras la temporada diez, se agotaron las ideas de modificación de vestuario, de manera que todas empezamos a jugar desnudas, distinguiéndonos por los diseños de pintura corporal que nos aplicamos recurriendo a arena negra mezclada con agua. Mi equipo, por ejemplo, lleva el cuerpo cubierto de barro desde los pies hasta el cuello. Sin embargo, dejamos un espacio sin tapar en el pecho y en la espalda, en ambos casos con forma de triángulo invertido. Después de un tiempo, el momento de pintarnos previo a cada partido se convierte en una noble y bonita tradición, la cual llevamos a cabo en grupos grandes a la orilla de la masa de agua central. Las Vera más veteranas siguen sin mostrar una aprobación explícita hacia la liga. Jamás participan como público, y mucho menos como jugadoras. Pero ninguna de ellas se atreve a pronunciar una palabra o emprender una acción en contra. Son un grupo bastante cerrado y apático, formado por decenas de seguidoras de la Vera superviviente de la primera generación, aquella que nos contó la historia sobre el estanque de piedra en el cual podemos ver nuestra vida pasar como una serie de televisión.
Un día, mientras realizamos el ritual de pintarnos antes del inicio del cuarto partido de la temporada cuarenta y siete, la Vera que me decora me plantea una pregunta:
—¿Qué pasaría si algún día conseguimos salir de aquí?
El interrogante me pilla por sorpresa, pues no entiendo a qué se refiere.
—¿De aquí... dónde? —inquiero en respuesta.
—De este... desierto —murmura, al tiempo que me restriega el barro negro por los muslos—. De aquí, ¿no? —agrega algo confundida.
—Pero si es nuestra casa —le contesto entre risas—. ¿Te encuentras bien?
Mi acompañante frunce el ceño y detiene el ritual de embadurnamiento. Se queda mirando fijamente al montón de barro chorreante que hay en su mano y luego niega con la cabeza inclinada.
—Creo que sí —me informa por fin—. Es solo que por un momento he pensado en que, si consiguiéramos salir todas de aquí, tendríamos qué decidir quién de nosotras sería la novia de...
Vuelve a frenarse.
—¿La qué de quién? —la apremio.
En esta zona del estanque central, el agua nos cubre hasta los tobillos. Un pegote de barro cae hacia ella desde la mano derecha de mi semejante, al tiempo que una gruesa lágrima se desliza por su mejilla izquierda.
—No lo sé —susurra—. No lo sé, lo siento.
Rápidamente se seca la lágrima, levanta la cabeza y sonríe. Luego se agacha para tomar más barro y continuar pintándome el abdomen. Yo me quedo pensando en si debería informar a alguien de esto. ¿Se encontrará bien esta Vera? ¿Por qué iba a querer alguna irse de este lugar que es nuestro hogar y nuestro centro de entretenimiento?
Tampoco es que conozcamos otra cosa.
De repente, un par de Veras se acercan corriendo y vociferando desde la zona central del estanque, donde cubre hasta el pecho.
—¡La veterana! —exclama una.
—¡Se ha rendido! —grita la otra.
Mi acompañante y yo comenzamos a acercarnos lentamente hasta allí. Queremos saber qué ha pasado, pero nuestro partido empezará pronto y no nos gustaría perdérnoslo por saciar una curiosidad que tenemos toda la eternidad para abordar. Pronto se forma una multitud en la zona del estanque que cubre hasta la cintura. Vienen corriendo tantas Veras que ya nos resulta casi imposible abrirnos paso entre ellas. Pierdo de vista a mi compañera y trato de obtener respuestas de alguna de las demás, pero ninguna sabe nada. Intento desplazarlas con el brazo y me dispongo a marcharme si no logro obtener información en breves instantes. Sin embargo, pronto el murmullo de la multitud empieza a transmitir datos con significado:
—Se ha ahogado —dicen algunas.
—Era la Vera más antigua —explican otras—. La de la leyenda del estanque de piedra.
—Se ha atado de pies y manos con su túnica, y se ha sumergido en la zona profunda hasta ahogarse —cuenta un grupo cada vez más numeroso.
—Ya no queda nadie de la primera generación que llegó aquí —declaran las dos que están a mi lado.
El murmullo aumenta en volumen e intensidad; en algunas zonas, incluso, convirtiéndose en llanto y lamentos.
—¡No os dais cuenta de lo que está pasando! —grita una sola Vera desde un extremo de la multitud al que no puedo alcanzar con la mirada—. ¡Estamos perdiendo nuestra esencia! ¡Lo que somos!
—¡¿Quién de vosotras recuerda quiénes éramos antes de venir a este lugar?! —exclaman desde la misma dirección—. ¡Antes de ser condenadas a este desierto!
Pero, ¿por qué llaman desierto al lugar del que obtenemos agua, comida y diversión? A estas personas les pasa algo raro.
Algo que no es bueno.
—¡Dejad de decir estupideces! —les contesta una que está a mi lado—. ¡Tenemos un partido que jugar!
—¡Enterrad a la veterana y vamos a jugar! —la secunda otra.
—¡Eso es! —agregan varias al unísono.
Pronto nos encontramos levantando el puño y vociferando nuestras proclamas.
—¡Esto es absurdo! —reclaman desde el otro lado—. ¡¿Es que nadie piensa en Da... en Dar...?!
Pero es incapaz de terminar la frase, lo cual provoca una sonora carcajada de mi lado de la multitud.
—¿Se te ha quedado la lengua pegada al culo de la veterana? —se burlan desde el centro del gentío.
Tras esta afrenta, se escucha lo que parece ser una bofetada. Luego, un forcejeo que da con varias personas en el agua. Solo pasan unos segundos hasta que el conflicto escala, arrastrándome. Recibo un golpe y un arañazo en la cara. Trato de devolverlo para defenderme, pero una persona se abalanza sobre mí, me hace caer de espaldas en la profundidad acuosa y me pone el pie en el pecho para impedirme levantarme. Pronto aparecen dos más que me ponen el pie sobre el brazo y sobre uno de los muslos. Como no estaba preparada para contener la respiración cuando me caí, no tardo en empezar a ahogarme mientras intento, inútilmente, zafarme de mis agresoras. Me revuelvo de un lado a otro sin resultado alguno. Si al menos tuviera dos brazos, podría utilizar el otro para agarrar la pierna que me oprime el pecho. No entiendo por qué algunas personas aquí tenemos más o menos partes del cuerpo que otras.
No puedo más. Necesito respirar.
—¡Dejadla! —escucho de pronto desde la superficie, al tiempo que el pie que hay plantado mi pecho se resbala hacia un lado y me permite tomar el impulso para soltarme del que me pisaba el brazo.
Cuando por fin consigo sacar la cabeza del agua, tomo la bocanada de aire más profunda que recuerdo haber dado nunca. A mi lado hay dos personas que luchan contra otras dos, agarrándose por el cabello, lanzándose puñetazos y tratando de ahogarse unas a otras. Sin embargo, estas cuatro son solo una pequeña parte de la enorme multitud que abarrota las aguas del estanque central, en lo que parece ser una batalla campal de muchos bandos distintos.
De repente, tras algo más de medio minuto de intentar escabullirme entre la masa de luchadoras, una cegadora y estruendosa explosión nos hace caer a todas. Provoca, además, una ola gigante que nos desplaza decenas de metros hacia alguna parte. Vuelvo a estar sumergida, pero esta vez no hay nadie que me aprisione con el pie para impedirme el movimiento, de manera que no me resulta difícil volver a levantarme y levantar la vista al cielo para contemplar el origen de la explosión:
Hay como un agujero en el aire. Es difícil de explicar si no has visto antes algo como eso. Se parece, quizás, a los orificios que hacemos en los monolitos de arena del campo de brahn, solo que se trata de una abertura horadada en el propio aire, en la nada. Se encuentra a quizás diez o doce Veras de altura. De él sale muchísima luz; más de lo que miles de frutos brillantes podrían generar. Y también sale algo más. Una persona vestida con unas ropas hermosas, no negras. Esta flotando, pero viene descendiendo poco a poco en dirección a nosotras, que ya nos hemos levantado y estamos absortas, boquiabiertas, en la contemplación de esta aparición.
Cuando por fin la tenemos cerca, me doy cuenta de que su cara es la misma que la mía. Sin embargo, al mismo tiempo, es la de una persona mayor.
Una Vera anciana.
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