Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

4. La ruta natural

Mi madre también nos enseñó a mi hermana y a mí a tocar la guitarra. De hecho, aún vivíamos en Atara cuando me empezó a impartir las lecciones básicas sobre acordes y armonías. Ella me hizo enamorarme de la música y de cómo cada elemento de cada composición ocupa su lugar, incluso cuando no somos conscientes de ello. Me reveló a los grandes clásicos: Faihen, Dizluya, Amtar, los maestros de la sinfonía que sentaron las bases y moldearon los esquemas de lo que una orquesta debe hacer para emocionar al espectador, mientras cuenta una historia sin decir ni una palabra. Pero también me introdujo en el contexto de los artistas folclóricos, quienes enseñaron a la gente de todo el mundo a ahogar las penas moviendo las caderas a ritmo de blues, jazz, rock, salsa y electrónica. Mi madre es una todoterreno de las melodías. Dice que la música es uno de los muchos lenguajes universales con los que todas las personas nacen y en el que saben entenderse con independencia de su procedencia. Después, puedes formarte en él, igual que uno puede estudiar filología, para desentrañar los mecanismos que generan las distintas emociones y dan lugar a géneros nuevos. Pero no hace falta entender la música al nivel de un académico para poder producirla y disfrutarla.

Eso es lo que la convierte en universal.

A mi madre le debo lo de ser una melómana. Ella es estricta, sumamente ordenada y pragmática, pero también experta en hacer sentir. Además de la guitarra, toca el piano y el chelo. Muchos de los grandes mensajes que no ha sabido cómo transmitirme con palabras me los ha transmitido con acordes. Cuando nos marchamos de Atara y empecé a sufrir acoso en el colegio por ser una niña pálida, de cabello naranja y sin vello corporal, mi madre me enseñó la historia de la música popular y de cómo esta se asentaba sobre las vivencias de genios que habían sufrido todo tipo de discriminación, acoso e injusticias. Arbán Yilaz, vendido como esclavo por su propio padre, imaginó los fundamentos del rock desde la habitación de cuatro metros cuadrados donde convivía con otros tres niños de la servidumbre. Juntos, una vez liberados, formaron en Parois el primer cuarteto de etnia aswerta que se atrevió a vivir de la música y a conectar guitarras a la electricidad para generar unos sonidos distorsionados que apasionaron a medio mundo.

"Por supuesto, no todo en esta vida tiene que ver con la música", me explicó una vez mamá. "También tienes a tu familia. Y nosotros te daremos soporte, como un buen percusionista y su bajista apoyan a la melodía del solista". Me hizo una carantoña en las mejillas y sonrió. No recuerdo por cuál de todos mis episodios de acoso escolar estaba triste yo aquel día, pero lo que jamás olvidaré fueron las últimas palabras de consuelo de mi madre:

"La vida te dará unos instrumentos u otros. A todos nos da algo. A Arbán Yilaz le dio tres compañeros de esclavitud y una guitarra vieja, pero, solo con eso, revolucionó la música para siempre. Te dé a ti los instrumentos que te dé la vida, es tu responsabilidad hacer buena música con ellos".

Me he acordado de ella y de ese momento de mi infancia porque ahora mismo me estoy preguntando cuáles son los instrumentos que me ha dado a mí la vida y cuál es la música que tengo que hacer con ellos. Me encuentro tumbada en una cama sin poder moverme ni poder ver, con solo una fina tela de acampada separándome de los colmillos y garras de la muerte. El absortor que devoró al médico lo arrastró hacia afuera de la tienda, eventualidad que Dea aprovechó para cerrarla con lo que, por el sonido, me pareció una cremallera enorme.

Ahora estamos hablando sobre qué vamos a hacer a continuación.

—Tenemos que salir de aquí —le propongo yo.

—Es imposible —replica ella—. Afuera está lleno de absortores. Los he visto al cerrar. Se están comiendo a todo lo que se mueve, pero no se acercan a las tiendas que están cerradas, igual que siempre han respetado las casas.

—Esta vez han traspasado el perímetro del campamento —arguyo—. Eso quiere decir que sus hábitos están cambiando.

—El perímetro son unas estacas de madera clavadas en el suelo —me explica—, y los escombros que han podido arrastrar hasta aquí, colocados alrededor de las tiendas. Todo fue improvisado en dos días. Se pueden haber colado por cualquier resquicio sin atacar ninguna estructura. Incluso el quirófano en el que te han intervenido parece la cocina de un restaurante. Solo sirvió para hacer una evaluación de tus daños y ponerte los huesos en su sitio. Cuando venga la ayuda y te lleven a un hospital de verdad, tendrán que volver a operarte.

—Por eso mismo tenemos que salir de aquí cuanto antes —insisto—. Cuando hayan acabado con el campamento, ya no quedará nada ni nadie que pueda tratar mis lesiones.

—Esperaremos a la mañana —se reafirma Dea—. Yo también tengo hambre y dolor, pero no quiero exponerte a una muerte segura. La mayoría de la gente debe de haberse ocultado en las tiendas. Mamá debe de estar en una, también. Tenemos que esperarla. Juntas decidiremos qué hacer.

Con respecto a mi madre, tengo un pensamiento que es algo más que un presentimiento, y sobre el cual no quiero hablarle a Dea. Sabiendo cómo se comporta mamá cuando una salida le parece la más práctica, probablemente estaría rondando por el campamento buscando a ese tal Donvan. Querría informarle de que ya he despertado, para que así pudiera venir a convencerme de que me deje intervenir por su gente.

El ataque de los absortores la habrá tomado por sorpresa.

—Descríbeme el lugar —le pido a mi hermana, al tiempo que el alarido de dolor de una víctima de absortor nos sobresalta desde el exterior—. ¿Qué hay en esta tienda? ¿Qué podemos usar para escapar?

—No hay gran cosa —me cuenta—. Está tu cama, una mesa con instrumental médico, un par de sillas y el soporte metálico de las bolsas de medicación que te administran por la vía del brazo.

—¿Nada más? —insisto desconfiada.

Mi hermana se parece más a mi padre en el sentido de que suele seguir la vía más conservadora para intentar resolver los problemas. Él no me enseñaba lecciones sobre el acoso escolar recurriendo a metáforas musicales, sino que me abrazaba muy fuerte, me besaba la frente y se emocionaba conmigo, llegando a veces al llanto. Luego me pedía que aguantara un poco más y que no me metiera en líos si podía evitarlo. Mi padre nunca tenía problemas tributarios con su negocio porque siempre pagaba, dentro de término y sin rechistar, cualesquiera cantidades que le exigieran como impuesto. No le importaba que fueran justas o abusivas; exactas o inexactas. Sencillamente, le aterrorizaba no estar en buenos términos con un organismo más poderoso.

Yo soy como mi madre: ella se ponía las gafas de leer y repasaba los cálculos de arriba abajo.

—Bueno... —murmura Dea.

—Bueno, ¿qué?

—Está la camilla con la que te trajeron del quirófano. Tiene ruedas.

—¡Bien! —exclamo aliviada—. Escucha, Dy. —Este apelativo cariñoso es exclusivo de mí para ella—. Está empezando a dolerme demasiado todo. Si tengo que pasar las seis o siete horas que quedan para la salida de los soles tumbada en esta cama sin más calmantes, nos veremos en una situación en la que prefiero no imaginarme. Si esperamos a que los absortores hayan devorado todo lo que quieran y vamos avanzando despacio, de tienda en tienda, podremos dar con una en la que haya algún médico, o algún enfermero, y más medicinas.

—Nos devorarán en cuanto pongamos un pie fuera —sigue replicando Dea—. Y lo sabes, Vera. Lo mejor será que salga yo sola y busque ayuda.

—¡No, eso sí que no, por favor! —exclamo en un tono extremada e involuntariamente mimado—. No me dejes aquí sola.

—Vers, no puedo tirar de ti por todo el campamento. —"Vers" es su apelativo cariñoso para mí—. Yo también tengo heridas, y la mano me duele. No llegaríamos ni a la tienda de al lado antes de que al-

De repente, un estruendo rocoso desde el exterior interrumpe nuestro debate. Ha sonado como un edificio desplomándose tras una explosión controlada. Luego escuchamos jadeos humanos y gruñidos agónicos de absortores.

Sé lo que significa esto.

—¡Corre! ¡Pídele ayuda! —le ordeno a Dea.

Ella no me contesta, pero escucho cómo baja la cremallera de la tienda y le grita a Eirén.

—¡Eh! ¡Aquí, por favor! ¡Necesitamos ayuda! —Él no contesta—. ¡Eh, sé que me estás escuchando! ¡Mi hermana está he-! ¡¡Ah!!

El último grito de mi hermana, de mayor intensidad, me hace dar un doloroso respingo sobre la cama. Escucho cómo cae contra algo. Un ruido seco de metal me hace temerme que se haya golpeado la cabeza, y mis sospechas de que un absortor ha entrado en la tienda se confirman cuando el inconfundible rugido exacerba mi dolor de cabeza y el pitido de mi oído.

—¡Dea! —grito—. ¡Dea, dime algo! —comienzo a tratar de incorporarme. Quiero sentarme, pero el dolor de las costillas me imposibilita siquiera ponerme de lado—. ¡Mierda!

Los siguientes tres sonidos me dan la información que necesito para dejar de intentar hacer nada: gruñido de absortor, carne desgarrándose y cremallera cerrándose. Después, una mano grande y muy fuerte hace presión hacia abajo en la parte superior de mi pecho, inmovilizándome como un cinturón de seguridad durante una colisión.

—¡Qué mierda pensáis que estáis haciendo! —Es una voz grave, profunda y furiosa—. ¡Qué os creéis que sois!

Me suelta, se da la vuelta y se aleja uno o dos pasos para echar la bronca en sentido contrario.

—¡Lo siento! —se excusa mi hermana—. ¡Pensaba que podrías ayudarnos, como el otro día!

—¡¿Es que quieres que nos maten a los tres?! —le reprocha Eirén—. ¿Eso quieres? ¿Atraer a todos los putos absortores de la ciudad a este punto?

—¡Eh, eh! ¡Tranquilízate un poco! —lo regaño, sintiendo que no tengo mucho que perder—. Ella solo te estaba pidiendo ayu-

—¿Cómo que "tranquilízate un poco"? —me corta—. Pero, ¿tú te has visto? ¡Estás hecha un montón de mierda escayolada, tirada en mitad de un campamento infestado de absortores! Tu hermana se pone a gritarles como una lunática, ¿y dices que soy yo quien se tiene que tranquilizar?

—Por favor, por favor —le suplica Dea, seguramente aferrándose a él—. Me disculpo por ella. Hemos pasado por mucho estos últimos días. Mi hermana tiene demasiado dolor y necesita calmantes. Probablemente, en otra tienda ha- ¿Adónde vas?

Creo que Eirén abre la cremallera de la tienda.

—Déjalo —le propongo a mi hermana—. Nos las apañaremos sin él. No salimos de noche y punto. Que sea lo que tenga que ser.

Pero lo cierto de ese "y punto" es que el dolor, sobre todo el de las costillas, está empezando a desesperarme. Quizás por eso me atrevo a gritarle a un ser que podría partirme por la mitad como a un manojo de espaguetis crudos.

—Yo no puedo ayudaros —espeta él, todavía parado en el umbral de la tienda—. Pero sí puedo quitar de en medio a estas cosas.

—¡Gracias! —exclama mi hermana, profundamente entusiasmada—. ¡Gracias, gracias! Vamos, Vers. —Escucho cómo hace rodar la camilla por el suelo de asfalto cubierto por la tela de la tienda—. Hay que ponerte aquí.

Tanteo con la mano para descubrir que la camilla se encuentra unos veinte o treinta centímetros por encima del nivel de la cama en la que estoy acostada. Eso quiere decir que tendré que ponerme de pie para poder transferirme, ya que mi hermana no será capaz de cargar con mi peso teniendo la mano lesionada, y el inútil de Eirén se niega a hacer cualquier cosa que no sea masacrar absortores.

—No sé si voy a ser capaz, Dy —confieso.

—Yo te ayudaré —me anima con jovialidad—. Vamos a sentarte primero.

Introduce su mano buena por debajo de mi espalda, casi a la altura de mi nuca, y comienza a hacer fuerza lentamente hacia arriba. De cintura para abajo, las sensaciones que percibo son confusas. Solo tengo tacto en el pie derecho; los gemelos y los muslos me dan pinchazos constantemente desde dentro, mas no transmiten información sobre lo que está pasando fuera o sobre qué posición ocupan. Del vientre para arriba, en cambio, el movimiento me provoca una sinfonía de dolores tan intensos que me resulta imposible soportarlos siquiera durante dos segundos.

—¡Para, para! ¡Por favor! —Los ojos se me llenan de lágrimas—. ¡Joder!

—¡Lo siento, cariño, lo siento! —Mi hermana insiste—: Vamos a intentarlo una vez más. Tenemos que salir de aquí.

—¡No tengo toda la noche! —masculla Eirén desde fuera—. ¡Hay más barrios en la ciudad donde se están comiendo a la gente, ¿sabéis?!

—¡Que le den! —maldigo mientras me seco las lágrimas—. ¡Dile que se vaya! ¡No puedo!

—¡Sí puedes, Vera! —me exhorta Dea.

—¡Ponte en mi lugar!

—¡Lo estoy haciendo! ¡Por eso creo que no podrás pasar la noche entera sin tomar un calmante! Vamos, mi niña.

Vuelve a meterme la mano debajo de la espalda.

—¡Espera, espera! —le rodeo el cuello con el brazo bueno, el izquierdo, y hago toda la fuerza que puedo con el bíceps para mantener el gancho cerrado—. Vamos, vamos.

Empieza a tirar, y siento como si me estuvieran separando la piel y los músculos de las costillas con una pinza pequeña al rojo vivo. Como cuando te da uno de esos pinchazos que piensas que es un infarto, pero multiplicado por doce o quince puntos distintos en mi tórax y abdomen. Incluso juraría que noto mis huesos crujir. El cerebro manda chispazos eléctricos a todas las zonas de mi cuerpo que están heridas para que intenten conseguir que me desmaye de dolor y así no siga haciendo fuerza. Pero no nos rendimos. Los diez segundos más angustiosos de mi vida concluyen conmigo erguida sobre mi pierna derecha, que tiembla y se tambalea como la pata de un cervatillo recién nacido.

—Bien, ahora no te sueltes —me indica mi hermana, que también está temblando debido al esfuerzo— y siéntate aquí.

Cuando mis glúteos chocan con algo, los noto acartonados e insensibles, pero entiendo que he topado con la camilla en la que debo dejarme caer. Sin embargo, cuando trato de sentarme, la pierna izquierda no se me dobla y eso me impide terminar el proceso.

—¡Vamos, por favor! —mascullo entre dientes—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué no se dobla?

—Es por la escayola —me informa Dea—. Espera. Agárrate aquí. —La consciencia se me empieza a nublar. No me queda demasiado oxígeno en los pulmones ni tampoco energía para recargarlos. Mi hermana separa mi brazo de su cuello y lo guía hasta uno de los barrotes de la camilla—. Ahora aguanta. Solo dos segundos. —Después se agacha y coge mi pierna para hacer fuerza hacia arriba—. ¡Vamos!

El resultado de su esfuerzo es que, justo antes de desmayarme de cansancio, consigo tumbarme bocarriba sobre la camilla, jadeando de dolor y enfadada con las circunstancias, pero, de alguna manera, contenta por este pequeño logro.

El médico decía que no iba a poder volver a ponerme de pie.

—¡Que le den al médico también! —exclamo sin querer, y mi hermana se ríe para después darme un beso en la frente. Acto seguido, me limpia el sudor con algún retal de algodón.

La camilla no tiene nada que ver con la cama. No es cómoda, desde luego. La colchoneta tendrá apenas cinco centímetros de grosor, y ni siquiera consta de almohada. De alguna manera, mi hermana se las apaña para desenchufar las bolsas de medicación de la vía de mi brazo, dejando en él solo un tubito de plástico de unos pocos centímetros, listo para conectarle bolsas nuevas. Después comienza a tirar de la camilla hacia el exterior de la tienda. No empuja, sino que tira, porque quiere salir ella primero para asegurarse de que no hay peligro. El sonido que percibo es como el de una jauría de tigres bebé que pelean entre ellos a manera de juego, pero lo que seguramente está pasando en realidad es que Eirén se está abriendo paso a base de arrancar cabezas. En general, algunos absortores, los más pequeños, tienen la altura de un hombre adulto erguido. Los más grandes que se han visto, sin embargo, tienen la envergadura de autobuses.

No sé de qué tipo son los que han atacado el campamento.

—Vale, no hagas ningún ruido —me advierte Dea en un susurro—. Hay docenas de ellos agolpados alrededor de Eirén, y decenas más en el suelo con la cabeza arrancada. ¿Notas el olor?

El aroma a rata muerta que despiden la sangre y las vísceras de los absortores no es nuevo para mí. El ambiente está cargado de una fragancia semejante a la de una carnicería ambulante con pocas medidas sanitarias en un día soleado. Además, el intenso calor de la noche de verano lo intensifica todo, incluida mi fiebre y mis temblores.

Continuamos avanzando. El traqueteo de las ruedecillas de la camilla al recorrer el asfalto irregular tiene un efecto aletargante en mí. Dea me sugiere que me duerma, que Eirén y ella se encargarán del resto, pero yo sigo sintiendo miedo de morirme si me dejo vencer por la inconsciencia. Tengo mucha hambre; lo sé porque el estómago me ruge y me duele. Pero no tengo ganas de comer. Siento que vomitaría si lo hiciera. Nunca en mi vida me había encontrado tan mal; ni siquiera cuando cogí la varicela estando en primaria y se me juntó con la gripe en pleno invierno del sur. Mi padre se quedaba despierto conmigo cada noche, sosteniéndome acostada sobre su regazo y con la cabeza recostada en su pecho, meciéndome. Me contaba cuentos que se inventaba y que tenían un final distinto cada vez que intentaba retomarlos. Me daba besos en la frente y me hacía tomar la medicación camuflando su sabor con miel o con tés aromáticos. Me cantaba canciones de cuna. Me decía que era el amor de su vida, y que mi hermana y yo éramos lo más bonito que sus ojos viajeros habían contemplado. Se me llena el rostro de lágrimas y se me hace un nudo en la boca del estómago recordándolo.

Daría todas las partes sanas que quedan en mi cuerpo por poder decirle "te quiero" solo una vez más.

Mi padre era un hombre muy bueno. Cumplía con sus obligaciones familiares, no solo para con sus hijas, sino también para con sus padres y abuelos, de manera ejemplar y cariñosa; sin quejarse jamás, ni una sola vez. Cada día cocinaba para todos. Hubo una época de mi infancia durante la cual la casa de Atara parecía un pequeño geriátrico, con cuatro generaciones representadas por al menos un miembro vivo. Y a cada uno le preparaba el plato que era compatible con su salud, su número de dientes restantes, sus intolerancias alimentarias, sus niveles de azúcar en sangre e incluso sus gustos personales. Siempre con ingredientes frescos, comprados en el mercado aquella misma mañana. Mi padre me enseñó a apreciar la calidad de un buen ingrediente sin importar su precio. Decía que valían mil veces más la pena cien gramos de un pescado fresco, meloso y nutritivo, que un kilo de tentáculos congelados de alguna criatura de mala calidad.

"Las cosas buenas que haces por tu cuerpo en tiempos de bonanza regresan siempre en forma de fortaleza y aguante cuando las circunstancias se vuelven adversas", me enseñó. Y gracias a esa manera de alimentarme, creo que ahora estoy lo suficientemente fuerte como para haber aguantado los últimos días. Además, él inculcó en mi hermana y en mí la costumbre de hacer deporte. Dea practica gimnasia y sale a montar en bicicleta varias veces por semana, mientras que yo me he limitado a nadar o correr de manera esporádica.

Pienso volver a nadar mucho cuando me recupere.

La travesía de la camilla es lenta y tortuosa. Nos toma unos tres o cuatro minutos llegar hasta la tienda más cercana, solo para descubrir en su interior, según me dice mi hermana, dos cadáveres de pacientes con las entrañas devoradas.

Sin rastro de médicos ni medicinas.

—Se está empleando a fondo —me cuenta Dea, mientras arrastra la camilla con su mano buena en dirección a la segunda tienda. No se ha dado cuenta de que he estado llorando por acordarme de mi padre. Voy con los ojos cerrados y los labios apretados—. Es majestuoso verle pelear.

—¿Aunque... sea un imbécil? —musito con un hilo de voz aguado, incapaz de evitar que se desvele mi situación emocional.

—Eh, ¿qué te pasa, pequeña? —la camilla se detiene para que Dy me seque una lágrima con su dedo—. Ha sido un día duro, ¿eh?

—¡Un día de mierda! —exclamo y me echo a llorar a pleno pulmón, como un bebé recién nacido, tapándome la cara con el dorso de la mano—. Quería saber la... nota de mi examen... de historia.

—¿De historia? —repite Dea echándose a reír—. Lo siento. ¿De historia?

—¡Sí! —repongo, mezclando mi llanto con una risotada involuntaria—. ¡Tenía tantas cosas! —Y un suspiro profundo—. ¡Perdóname!

—¿Sabes algo? —repone sin atender a mis disculpas—. Cuando tú naciste, al principio, estaba un poco celosa. Yo había cumplido catorce ciclos y estaba terminando el parvulario. Me sentía muy mayor, muy confiada, aunque ni siquiera sabía leer. Y de pronto, aparecieron papá y mamá con un bebé terriblemente guapo en brazos. Eras una niña preciosa, celestial, como de una profecía o una leyenda. Y todo el mundo lo decía; te lo decían a ti, claro. No a mí. Durante unas semanas, estuve como desaparecida, como si ya no existiera. La mayor parte de esa época la conozco porque mamá me la ha contado.

—Lo sé —confirmo—. A mí también.

Dea se detiene y abre la cremallera de una nueva tienda de campaña.

—Aquí tampoco hay nada —informa, ya sin dar detalles de lo que ha visto, y continúa la travesía—. Pero hay una parte de ese tiempo que recuerdo por mí misma. Tengo flashes muy dispersos de lo bonita que era tu cara de bebé. Y recuerdo que un día me sonreíste y me cogiste el pulgar con tus manitas. No sé qué se me pasaría por la cabeza en ese momento, pero a partir de entonces no recuerdo haber sentido más celos de ti.

—Qué... ternura —murmuro, todavía sollozando.

—Es imposible no quererte, hermana. Eres fuerte y valiente, pero también amable y sensible. Si quieres llorar, llora. Yo arrastraré tu cama el tiempo que haga falta. Si es necesario, te sacaré de entre los escombros una y otra vez.

Dea es, sencillamente, la mejor hermana que alguien podría desear. Saber que la tengo a mi lado de una manera tan incondicional me infunde nuevas fuerzas para soportar el dolor, el mareo y el miedo a morir; para empezar a asumir la idea de que mi padre se ha ido, de que he perdido a Rihl sin haber sabido siquiera apreciarle y de que probablemente no me recupere por completo jamás. Pero, por encima de todo, me da la certeza de que no tengo que recurrir a la opción de convertirme en una especie de super mujer con los implantes que quieren ponerme Donvan y su gente, para luego mandarme a morir en una guerra perdida contra los absortores.

Después de inspeccionar varias tiendas más, empezamos a darnos por vencidas. La parte del campamento donde nos tenían a los heridos más graves se nos está acabando, y las fuerzas de Eirén parecen flaquear. No paran de aparecer nuevos absortores, los cuales, por alguna razón, se centran en él y nos ignoran a nosotras. Ya nos ha pedido que elijamos una tienda en la cual pasar el resto de la noche, porque él tendrá que irse a descansar si no quiere terminar convirtiéndose en alimento para las bestias. Dea me ha descrito la empalizada que rodea el complejo como una construcción llevada a cabo de manera torpe y acelerada, pero alta y sin fisuras. No ha podido divisar el punto por el que se pueden haber colado los absortores, y hay algo en esta situación que empieza a no cuadrarnos. No hay supervivientes en las tiendas, pero todos los cadáveres son de pacientes o de acompañantes de los pacientes que salieron a la calle, intentando huir de los absortores que se colaron en las tiendas abiertas. Mi hermana dice que ningún cuerpo lleva bata, como sí la llevaban el médico que me atendía a mí y algún enfermero al que recuerda haber visto en los últimos días. Tampoco hay rastro de mi madre ni del tal Donvan. ¿Y si abrieron la entrada del campamento a propósito para que nos devoraran a todos? ¿Es posible que Donvan se paseara por las tiendas buscando candidatos para su proyecto y, al encontrarse con varias negativas, decidiera darles de comer a los absortores a nuestra costa? Si es así, quizás haya supervivientes que se hayan marchado con él.

¿Es posible que mi madre se encuentre entre ellos?

Todo es plausible, menos lo que concierne a mamá. Jamás nos abandonaría para que nos devoraran de esta manera. Debe de haber una explicación. Y es por eso que decidimos pedirle un último favor a Eirén antes de que nos deje a nuestra suerte. Queremos que nos proteja hasta alcanzar el portón del complejo, el cual, según ha visto Dea en días anteriores, ha sido improvisado con el enrejado de una casa derrumbada del barrio. Si el portón está abierto, entonces no cabrá duda de que los absortores accedieron por ahí y de que su entrada no fue un accidente. Solo tendríamos que cerrarlo para mantenernos a salvo mi hermana y yo, disponiendo de todos los recursos alimentarios y medicinales que seguramente encontraremos en las tiendas de las zonas que nos quedan por inspeccionar. Ya nos las apañaremos para elegir y administrarme los calmantes y antibióticos correctos. Aunque no tengamos médicos para asistirnos, disponer del complejo para nosotras solas nos permitiría sobrevivir durante muchos días, hasta que llegara la ayuda real. Entonces podríamos denunciar que ese tal Donvan se ha llevado a mi madre y a otros tantos supervivientes contra su voluntad.

Eirén accede. No nos dice si en algún momento ha comprobado el estado del portón para ahorrarnos la travesía. Solo comenta que está cansado y que será lo último que hará hoy por este barrio. Dea ha rescatado una botella de zumo de piña de una de las últimas tiendas que registramos. Aunque está abierta y a medio consumir, no podemos resistir la tentación de bebernos todo lo que queda. Mi hermana, incluso, le ofrece a Eirén un trago, pero él nos ignora y sigue matando bestias.

Es como si solo viviera para eso.

Tras unos quince minutos de tortuosa travesía por el complejo de tiendas que componen el hospital, y recorridos, quizás, unos quinientos metros con sus rectas y curvas, Dea divisa el portón a lo lejos. Hace ya bastante rato que no escucho a ningún absortor gruñir o gemir por ser despedazado. Dea dice que no están atacando y que Eirén se limita a volar despacio, unos veinte metros por encima de nosotras, siguiendo nuestro ritmo. Quiero descifrar de una vez por todas el enigma de la puerta porque estoy muy cansada, tengo muchísimo dolor y muchísimo sueño. Necesito volver a tumbarme en una cama, meterme algún calmante en vena y dormir un día entero.

—Está abierta —me revela mi hermana, con el tono de voz inundado de incredulidad—. La puerta está abierta.

—No entiendo nada —le respondo, igualmente estupefacta.

—Yo tampoco. ¡¿Por qué no la habías cerrado?! —le grita a Eirén—. ¿No se te ocurrió que podías ahorrarte una noche entera de batallas y un montón de muertes?

—¿Qué hace? —le pregunto.

—Se ha encogido de hombros. Creo que es tan fuerte y tan tonto como un absortor de tamaño autobús.

—¡La cierro y me voy! —exclama el superhombre—. La máscara me hace rozaduras en la cara cuando la llevo tantas horas.

Eso quiere decir que nos han vendido. Alguien valoró como justo que, después de haber sobrevivido al bombardeo de nuestra ciudad, y a días y noches a la intemperie, nos trajeran aquí para ser servidos como un bufet para los absortores. Quienquiera que lo haya hecho puede estar, incluso, compinchado con Eirén. No puede sencillamente ser tan estúpido o tan amante de la violencia. Algo no me cuadra y no pinta bien.

—¡Espera! —exclama de repente mi hermana, que abandona mi camilla y se aleja gritando—. ¡Espera, espera! ¡No!

—¡Qué pasa! —inquiero—. ¡Dy! ¿Qué pasa?

—¡No, no, no! —Cada vez la escucho más lejos—. ¡Mamá, por favor!

—Tu madre está muerta —me confiesa secamente Eirén, quien ha descendido a mi lado trayendo consigo una chocante mezcla de perfume de frutos del bosque y tabaco, solamente para informarme de la noticia con la voz menos entusiasta posible—. Está arrodillada, aferrada al portón como si tratara de cerrarlo desde dentro. Tiene un bisturí quirúrgico clavado en la nuca.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro