36. Consecuencias
Entre otras muchas cosas, Darina me cuenta dónde vive ahora mi hermana. Dice que dejó de hacer rondas por su casa cuando constató que Henk prácticamente no dormía para poder protegerlas a ella y a la pequeña Vera. Entonces fue cuando aceptó el trabajo en el ministerio de defensa y abandonó Parois para reasentarse en Vereti. Yo también había retirado la vigilancia de mis seres queridos para concentrarme mejor en la tarea de reiniciar el mapa geopolítico del mundo, así que este se me antoja un buen momento para reencontrarnos, dar explicaciones y pedir disculpas, si es necesario.
El portal que abro nos lleva a un callejón entre dos viviendas unifamiliares de dos plantas. Está bien porque no nos ha visto nadie aparecer de la nada, pero no era exactamente la opción más discreta, teniendo en cuenta que podríamos habernos encontrado con algún vecino tirando la basura, o con un indigente durmiendo en el suelo. Reconozco que no siempre soy muy eficaz tomando precauciones. Quizás este defecto se derive de la sensación de que no hay nada que pueda hacerme daño, aunque esa sensación ya haya demostrado varias veces ser engañosa.
—Qué raro —masculla Darina cuando, tras llamar al timbre de la casa dos veces, nadie abre la puerta.
—A lo mejor están durmiendo —atisbo.
—Son las siete de la tarde —replica Dari—. ¿No puedes mirar dentro?
—Me da vergüenza invadir su intimidad.
Mi compañera se ríe.
—¿Desde cuándo? —inquiere con sorna.
—Bueno, no sé —trato de excusarme—. Ahora no me parece buena idea... —Darina pone los ojos en blanco, ante lo cual hago una pausa y, finalmente, decido escanear el interior de la casa—. No hay nadie —le confirmo.
En realidad, me daba miedo que Dea y Henk estuvieran en mitad de un momento íntimo. No me hago a la idea de que él y ella...
—¡Estará al caer! —nos informa de pronto una voz. Se trata de la vecina de la casa de al lado, una señora mayor que se asoma por una ventana del segundo piso—. La chica, la que va en silla de ruedas, ¿no?
—¡Es mi hermana! —exclamo, esforzándome por esbozar una sonrisa.
—Sí que os parecéis, sí —reconoce la anciana—. Pues tu hermana se va por la mañana y vuelve casi por la noche.
Darina y yo nos miramos con extrañeza, sobre todo ante el hecho de que la vecina no hable de ninguna otra persona de la unidad familiar.
—¿Y la niña? —interroga mi compañera, mientras hace visera con la mano sobre sus ojos para protegerse de la luz deslumbrante de los soles ponientes.
—A veces la trae los fines de semana —nos informa la señora.
—¿Quién la trae? —indaga Dari.
—Pues la chica —puntualiza la vecina, y luego me señala—. Tu hermana.
—¿Y el hombre? —intervengo yo—. ¿A qué horas suele salir y entrar?
Quizás estoy rozando el límite de cuánta información habrá almacenado la señora, pero desde luego parecía estar bien enterada de los hábitos de mi hermana.
—¿Qué hombre? —me contesta de todas formas.
Inmediatamente realizo un escaneo de las ubicaciones habituales de Henk. No se encuentra en su refugio del mar del sur, que además está todo desordenado, como si hubieran entrado a robar. Tampoco se halla en esta ciudad, ni en Vereti. La última vez que supe de él fue cuando me llamó por teléfono antes de que los cazas boreales mataran a mis amigos. Me transmitió dos mensajes inconexos a los que no acerté a asignar importancia dadas las circunstancias. Antes de intentar seguir su rastro desde la última vez que lo vi, decido localizar a mi hermana y a la pequeña Vera.
—¡No se preocupe! —le digo a la vecina en despedida—. ¡Muchas gracias!
Ella simplemente asiente con la cabeza, hace un gesto con la mano y se mete en la casa, cerrando la ventana tras de sí.
—¿Los tienes? —me pregunta Darina con el semblante preocupado.
De alguna manera las dos nos sentimos culpables por haber retirado la vigilancia de sobre mi hermana; por haber llegado a confiar en que todo iría bien porque Henk estaba con ella.
Henk, joder.
—A Dea y Vera, sí —informo con alivio—. Están en un autobús de camino aquí. —En principio, todo correcto. Las dos sanas y bien vestidas. Mi hermana, además, sonriente. Lleva unas gafas de sol y un sombrero semejante al que me dejé hace un rato en el ascensor de Dari—. Pero no hay rastro de Henk.
—¿En qué perímetro?
—Ni en esta ciudad, ni en Vereti, ni en los lugares habituales.
—¿Puedes rastrear más allá? —insiste mi chica en tono ansioso—. Disculpa, no quiero presionarte. Es que no sé cómo funciona tu poder.
—Realmente no es un poder —le explico, a la vez que trato de localizar a Henk por última vez en la corriente del espacio y el tiempo—. Es como... una característica, o un sentido. Creo que incluso tú podrías aprender a dominarlo. Solo tienes que saber conectarte.
—Me temo que no tengo una antena para eso —bromea, pero borra su sonrisa de inmediato cuando esbozo una mueca de preocupación—. ¿Nada?
—No. No sé dónde está.
Iván Petrov disponía de una tecnología que le permitía ocultar cosas de mi vista en la corriente del espacio y el tiempo. Haciendo uso de ella, camufló el arma que le hizo llegar a Abi Hrutz para que atentara contra mí. Sin embargo, yo no tenía constancia de la existencia de una tecnología como esa. Me extraña mucho que Petrov, un simple humano de la Tierra, sí la tuviera.
¿Y si no era suya?
Cuando el autobús de mi hermana dobla la esquina, respiro aliviada. Si le ha pasado algo a Henk, aunque me sorprendería, podría digerirlo con facilidad. Quizás han discutido y se han separado. Mientras la rampa del autobús desciende para que mi hermana pueda bajar, pienso en que me enfadaría bastante descubrir que Henk finalmente ha abandonado a Dy y a su hija a su suerte, aunque me quedaría el consuelo de que no les haya puesto la mano encima.
Pero que no aparezca por ninguna parte...
—¡Eh, mira quién viene por ahí! —oigo exclamar a mi hermana, con una alegría plástica en el tono de la voz.
—¡Tía Vera! —vocifera mi sobrina.
Ella sí suena genuinamente emocionada.
—¡Pequeñaja! —se me adelanta Darina, corriendo para abrazar a la niña.
Sin embargo, esta aparta a mi chica de un empujón que, pese a parecer ligero, consigue desplazarla hacia un lado. Después sigue corriendo hacia mí y se lanza a mis brazos.
—¡Menuda energía! —se sorprende mi hermana, quien aún se encuentra a varios metros de nosotras—. ¡Lo siento, Dari!
Mientras abrazo y hago cosquillas a mi sobrina, reparo en que Dea no parece especialmente sorprendida de encontrarme aquí. Se ve, más bien, nerviosa. Mira hacia otro lado varias veces en intervalos de diez o quince segundos, como si temiera que la estuvieran vigilando.
—Deja que le dé un abrazo a tu madre, ¿quieres? —le digo a la pequeña Vera, ante lo cual ella asiente y, esta vez sí, se dirige a Darina para saludarla con efusividad. Tras alcanzar a mi hermana, le doy un beso en la mejilla, la abrazo y le susurro al oído—: ¿Te está haciendo daño?
—¿Quién? —me responde extrañada, también en un murmullo.
—Henk. ¿Dónde está?
—¡Ah, no! —Mi hermana se ríe nerviosamente—. ¡Está trabajando!
No solo me miente, sino que además le descubro un hematoma amarillento, ya apenas perceptible, pero de una extensión considerable. Se encuentra en su brazo derecho, casi a la altura del hombro.
—Quítate las gafas —le requiero tras separar nuestro abrazo por completo.
—¿Qué? ¿Por qué? Me molesta la luz del atarde-
Como se resiste a hacerme caso y a borrar la sonrisa de su rostro, yo misma le retiro las gafas con suavidad. Al hacerlo, descubro un enorme moretón que circunda todo su ojo derecho, casi impidiéndole abrirlo. Inmediatamente, el cuerpo se me enciende con una furia de una intensidad solo comparable a la que sentí al descubrir que Donvan había matado a mi madre. Cuando Darina percibe el moretón, disimula y camina con la niña en dirección a la puerta de la casa, dejándonos a Dea y a mí a solas en la otra acera, junto a la parada del autobús.
—¿Para esto es para lo que ha quedado mi hermana —mascullo—, la intrépida universitaria que me sacó de los escombros de nuestra casa y enterró a nuestros padres con sus propias manos?
Enseguida me doy cuenta de que ese comentario ha sido totalmente desacertado y carente de tacto. He dejado que mi rabia hacia Henk se canalice en reproches para con ella. Dea niega con la cabeza, al tiempo que trata inútilmente de secarse las lágrimas que brotan a raudales de sus ojos.
—No es... lo que crees —balbucea, impulsando su silla en dirección a la casa para tratar de dejarme atrás—. Henk... siempre me ha tratado bien.
Me disculparé con ella luego. Por ahora, siento que necesito solucionar el problema.
—Dime dónde se esconde —inquiero fingiendo calma.
—No puedo —farfulla mi hermana.
—¡Por favor! ¡No soy capaz de...!
—¡No puedo, no puedo!
—¡Mamá! —la llama mi sobrina desde el umbral de la puerta, en el momento en que mi hermana cruza la calle—. ¡Vamos, tengo hambre!
—¡Ya voy, cariño! —responde Dea con la voz aguada.
Continúo siguiéndola hasta que las cuatro nos reunimos en la entrada de la casa, a contemplar cómo mi hermana intenta encontrar las llaves en su bolso mientras es atacada por un profuso temblor de manos.
—¿Qué te pasa, mami? —pregunta la pequeña—. ¿Por qué estás llorando?
—Por nada, cariño. —Por fin encuentra las llaves y, aunque le cuesta tres intentos, consigue meter una en la cerradura principal—. Es que Vera me ha dado una noticia muy triste.
—¿Qué ha pasado, tía Vera? —inquiere de nuevo mi sobrina, clavando ahora sus gigantes ojos curiosos en los míos.
—Por favor, marchaos —me dice mi hermana después de entrar en la casa—. No os preocupéis. Estaremos bien. —Darina me mira ojiplática—. Henk no...
—Dea, por favor, cariño —intento convencerla—. Deja que te ayudemos. Por favor, no dejes que...
—¡No puedes! —Tras decir eso, y habiendo entrado también la niña en la casa, mi hermana me sonríe, ladea la cabeza y vuelve a intentar secarse las lágrimas—. No puedes, ¿vale? —musita—. Lo siento. No puedo.
Finalmente, cierra la puerta.
Por la manera en que Dari me mira, puedo sentir que estamos en la misma frecuencia emocional de abatimiento. No importa cuánto poder ostente uno; a menudo, la mayor impotencia a la que nos toca enfrentarnos se manifiesta en nuestras relaciones con otras personas. Y las relaciones personales no se arreglan con poder. Si Henk fuera un hombre normal y corriente, podríamos llevarlo ante la justicia. Incluso tratándose de un superhombre, si tan solo fuera capaz de localizarlo... Pero si mi hermana no quiere que la ayude, ¿qué puedo hacer?
—¿Qué podemos hacer? —verbalizo con la voz quebrada, a fin de no sentirme sola con la incertidumbre.
Darina reacciona enseguida. Me sonríe, me toma de la mano y me empieza a guiar hacia el extremo sur de la calle.
—Respetar y vigilar —me propone con decisión—. Vigilar, como no hemos hecho hasta ahora.
Eso sí está en nuestra mano arreglarlo.
Caminamos en silencio durante varias decenas de metros, sin rumbo; absortas en la amarga contradicción que supone haber sido capaz de derrocar yo sola a un imperio mundial, mientras que ahora me hallo impotente en ayudar a mi hermana para que deje de recibir maltratos físicos. De repente, mi teléfono empieza a sonar. Al mismo tiempo, un señor de mediana edad, ataviado con ropas de repartidor y un paquete bajo el brazo, nos aborda:
—Disculpen —saluda. Yo atiendo la llamada y Darina se encarga de contestarle a él—. Necesito entregar esto en esta dirección. ¿Podrían ayudarme?
—¿Quién es? —saludo yo a la persona que me llama.
—Cariño, soy tu madre —me contestan al otro lado.
—Lo siento —se disculpa Dari con el repartidor—. Es que no somos de aquí. No conocemos las calles.
—¿Mamá? —reparo yo—. ¿Desde dónde me llamas? No tengo este número guard-
—¿Has visto las noticias, cariño?
Nunca viene nada bueno después de que me pregunten eso.
—Vaya —repone el repartidor—. De acuerdo, no pasa nada. Disculpen las molestias.
Y sonríe.
—No es nada —se despide Darina, correspondiéndole la amabilidad—. Lamento no poder ayudarle.
—¿Qué ocurre? —le pregunto a mi madre.
—Puedes verlo tú misma, ¿verdad? —replica ella antes de informar—: Han aparecido absortores en varios países. —No puedo evitar dejar escapar un resoplido, como si el tema me aburriera—. Pero de los gigantes, como ese de tamaño insular que cayó sobre Mankaart. —Muy amable por su parte no recalcar que fui yo quien hizo caer aquel absortor sobre Mankaart—. Dicen que se han avistado seis hasta el momento.
Esto es otra historia.
Mientras contemplo cómo el repartidor repasa su albarán con indicaciones de arriba abajo, desconcertado, y luego sigue caminando hacia el norte, me pregunto por qué los problemas más graves tienen que venir siempre en pack.
—¿Tan grandes son? —inquiere Darina, después de que cuelgo el teléfono y la pongo al día de la conversación.
—Todavía no los he visto.
Pero, cuando comienzo a hacerlo, se me cae el ánimo a los pies.
En Eldrakurst, capital de Septentrio, ha brotado de debajo de la tierra un absortor que tiene la envergadura de una montaña. De hecho, ha emergido de entre las cumbres de la cordillera que atraviesa el país hasta terminar en Littcai, capital de Ortania. Mide más de dos mil quinientos metros de altura. No tiene patas ni tentáculos para desplazarse, sino que se ha quedado clavado en el suelo. No obstante, cuando se sacude es capaz de generar avalanchas y desprendimientos de tierra que sepultan poblaciones enteras en cuestión de minutos, además de proyectar rocas del tamaño de coches y casas a decenas de kilómetros de distancia.
Me toca especialmente la fibra sensible descubrir otro en Atara, mi país natal. Aunque se encuentra alejado de los núcleos de población, pues se ha formado en las remotas estepas heladas del extremo oriental del continente, se desplaza a una velocidad vertiginosa en dirección a la capital. Este tiene la forma de una serpiente de tierra y nieve, con cerca de quince kilómetros de longitud. Quienquiera que diseñara a estas bestias para atacarnos probablemente tenía nociones sobre la mitología de nuestra especie, pues todos estos seres recuerdan a criaturas que han sido veneradas y temidas desde la antigüedad de la Tierra y de Terra. Al fin y al cabo, los cuerpos de los absortores colosales no son más que carcasas inertes formadas con material del propio planeta: tierra, agua y vegetación. El verdadero ser vivo se halla dentro, y no es más que un bioma con consciencia que sirve de nido para absortores blancos y oscuros, al tiempo que se desplaza sembrando la destrucción a su paso.
Podría acabar con cualquiera de ellos tan solo atravesando su cobertura exterior hasta llegar al núcleo y despedazarlo. Sin embargo, lo que se me plantea ahora es un problema de prioridades. Los otros cuatro que han aparecido en otros lugares del mundo ya están segando cientos de vidas a cada minuto que transcurre. Elija cual elija para neutralizar primero, costará cientos de miles de muertes en otro sitio.
Septentrio, Atara, Belia, Smyra, Bhice y el océano del este.
¿Por qué han elegido esta vez no castigar a Americia?
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