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35. Desprotegida

Me lleva varios meses restaurar el orden mundial a su estado previo al conflicto. Aparezco aquí y allá, volando más rápido que las noticias; otras veces, incluso, transportándome por el espacio intermedio. Ordeno mis intervenciones según la fortaleza de la ocupación militar en la zona: de mayor a menor. Lo primero es recuperar Americia. Me persono allí donde hay tropas boreales para hacer desparecer sus armas, tanques, furgones blindados y aviones. Convierto a los ejércitos en meras bandas de luchadores cuerpo a cuerpo. Cuando es necesario debido a su numerosidad, reduzco a la mayoría de ellos, dejándolos a merced de los locales, quienes no los tratan con la misma piedad que yo.

Para hacer todo esto sí oculto mi identidad. Lo hago utilizando un antifaz blanco que me cubre desde la nariz hasta la línea de crecimiento del pelo. Además, me he rapado un lado de la cabeza, me he cortado la melena a la altura de los hombros y me he teñido el cabello de negro. Aparte de eso, no uso ningún tipo de uniforme; solo ropas cómodas. En lo que a la opinión pública respecta, Vera Saoris fue despedazada por un misil durante el episodio Mankaart, de manera que no conviene darles ninguna pista de que esta nueva super humana sea la misma persona a la que vieron morir. Con ese propósito, también, he modificado mi complexión corporal para hacerla más robusta, con los músculos más desarrollados.

De vez en cuando, echo un vistazo remoto a la casa de mi madre. La encuentro preocupada y expectante, siguiendo las noticias, por si dieran pista alguna de mi paradero. Sin embargo, me niego a acercarme a ella hasta que haya hecho del mundo un lugar seguro. Lo mismo pienso sobre mi hermana, mi sobrina y Darina. A pesar de que todas viven en lugares diferentes, tanto Henk como mi chica ejercen una fuerza protectora que, poco a poco, me infunde la confianza para dejar de vigilar.

Las cosas vuelven a su cauce lenta pero efectivamente. Los amerinos no tardan en formar un gobierno interino y nombrar a un presidente en funciones. Al parecer se trata de un conocido magnate de la pesca de anadiles, dueño de algunos equipos de brahn de segunda división. El deporte también regresa al continente. Tan solo tres semanas después de la muerte de Tygval y del fin de la ocupación norteña, se reanudan los entrenamientos de los diversos equipos de primera y se pone fecha al comienzo de la temporada regular.

En algún momento de mi vida, y a pesar de que jamás he participado siquiera en un amistoso, fantaseo con ser la primera mujer a la que se le permita jugar al brahn de manera profesional. Estoy segura de que se me daría bastante bien.

Me resulta un poco más complejo llegar a comprender y reajustar los intrincados sistemas políticos de las naciones del este. Otobo misma es un caos. La gente está dividida porque parte de la población considera que sus dioses les fallaron a la hora de protegerles de la invasión de Borealia. Cuando Tygval decidió que la alianza había cumplido su función, tomó el territorio por la fuerza, ayudándose de la tecnología que Petrov le enseñaba a desarrollar. Muchos dicen que las profecías no se han cumplido y que los relatos sobre Hanenk y Davara, otrora sus deidades supremas, no son más que cuentos para engañar a los ignorantes.

Cuando las noticias de los diferentes países en los que intervengo se hacen eco de mi modus operandi, la sociedad mundial vuelve a polarizarse. Esta vez lo hace entre aquellos que agradecen la restauración de sus soberanías nacionales y los que califican mi inferencia como una agresión colonialista. Dicen que reparto las tierras como si fueran un pastel, cuando lo único que hago es limitarme a desmilitarizar fronteras preexistentes.

Transcurridos cuatro meses desde la muerte de Tygval, ya no queda ni una sola de las armas o vehículos de combate que existieron durante la guerra mundial. Si bien es verdad que muchos países han logrado volver a fabricar artillería durante este período, y que algunas fronteras se han desdibujado, perdiendo la forma que tenían cuando yo las restauré, la sensación general es la de que ya no existe un gobierno mundial dictatorial, como casi había llegado a ser el de Borealia. De hecho, ya ni siquiera hay un pacto entre Borealia y Septentrio, que ahora se vigilan como desconfiados hermanos herederos de una enorme fortuna familiar.

Por fin, en uno de los primeros días de verano del hemisferio norte, siento que puedo volver a ver a mis seres queridos, y que a partir de ahora me preocuparé de las amenazas restantes: posibles ataques de absortores (de los cuales no se ha producido ninguno en todo este tiempo), la búsqueda del prodigio y la más que inminente llegada del consejo.

Con toda seguridad vendrán dos. Siempre trabajan por parejas. La forma en que se desplazan a lo largo y ancho del universo, plegándolo y desplegándolo por puntos clave para tomar atajos, hace muy difícil rastrearlos o realizar predicciones sobre su llegada. Tratar de ubicar a dos personas en la inmensidad del universo, o incluso en un cúmulo local de galaxias, es como buscar una aguja en un pajar. Solo que en la realidad la aguja sería, más o menos, del tamaño de un átomo, y en vez de un pajar, tendríamos miles de millones de ellos. Si al menos supiera quiénes son los miembros del consejo que nos visitan, entonces podría afinar mi búsqueda. Sin embargo, ignoro por completo su identidad o con qué forma se presentarán; si lo harán de manera que todos los terranos los reconozcan, o si intentarán camuflarse para interactuar únicamente con Henk y conmigo. Que no vuelva a haber ataques de absortores sería una fantástica noticia, y que el prodigio al que buscan no llegue a manifestarse, otra incluso mejor. Pero también creo que es improbable que tengamos tanta suerte, de manera que me mantengo vigilante.

La primera persona con la que elijo reencontrarme es mi madre. No es que no tenga unas ganas terribles de besar los labios de Dari y de acostarme a su lado. Lo que ocurre es que no he podido disfrutar de un solo momento tranquilo y a solas con mi madre desde mucho antes, incluso, del bombardeo de Vereti.

Cuando llamo a su puerta, tarda casi un minuto en abrir. Vive sola, e imagino que no espera visitas. Me pongo un poco nerviosa preguntándome qué pensará de mi aspecto actual, o si tan siquiera me reconocerá. Ya casi he reestablecido por completo mi tono muscular habitual, y la parte de mi cabello que rapé está creciendo poco a poco, tras haber recuperado su color anaranjado de siempre. Estoy volviendo a ser yo porque no quiero que nadie asocie a esa figura que ha pacificado el mundo por la fuerza con la de una muchachita que se pasea por las calles de Parois, si es que acaso nadie me reconoció en su momento. Se me hace difícil creer que no haya una sola persona en el mundo que haya atado cabos y me haya identificado como Vera Saoris, la perpetradora del incidente Mankaart. Es por eso que cubro mi cabeza con una gorra, y mi cuerpo con prendas de manga larga y tallas grandes.

—¿Puedo ayudarte? —me saluda mi madre tras abrir la puerta.

—Sí. —Trataré de gastarle una broma—. Traigo un paquete para...

—¡Oh, dioses! —Mi voz le resulta inconfundible, por lo que ahora sí se abalanza sobre mí, rodeándome el cuerpo con los brazos en un gesto cálido y vigoroso—. ¡Mi niña, mi pequeña! ¡Entra, por favor! —Me toma de la mano entre lágrimas y me arrastra hacia el interior de la vivienda, cerrando la puerta tras de sí—. ¡Deja que te vea! —Me quita la gorra y se queda absorta en la contemplación de mi cabello rapado por un lado—. Pues claro que eras tú. ¿Quién iba a ser si no?

—¿Me viste por la tele? —le pregunto sonriente.

—¡Pues claro! ¡Y sabíamos que eras tú! Pero como no venías... No sé, empezamos a dudar.

—No quería poneros en peligro —le explico quedamente, al tiempo que nos sentamos juntas en el mismo sofá en el que pasamos la noche de nuestro último reencuentro. Solo que esta vez, por fin, estamos a solas—. Entonces..., dime una cosa —murmuro—. ¿Te gusta?

—Tú siempre estás hermosa, vida mía. Deja que te traiga algo de com-

—No —la interrumpo, aquejada de cierta timidez—. Me refiero a... si te gusta...

No sé por qué dudo en hacer esta pregunta. Ha sido tan importante para mí durante tantos ciclos... Sin embargo, ahora que tengo a mi madre delante y se la puedo plantear, siento como si fuera a romper algo mágico.

¿Y si no le gusta?

—¿A qué te refieres, cariño? —insiste, poniendo su mano en mi regazo y ladeando la cabeza en una media sonrisa.

Me sorprende descubrirla tan cariñosa y efusiva. Ella nunca se comportó de esa forma. Estas cualidades eran, más bien, propias de mi padre. Mamá era la pragmática y la contemplativa. Sin embargo, la casa huele como siempre. Utiliza el mismo ambientador de palitos aromáticos de vainilla que cuando vivíamos en Vereti, el mismo tipo de cortinas, el mismo tipo de jarrones, el mismo tipo de marcos para fotos de la familia... Aunque yo sea décadas mayor que cuando vivíamos juntas, para ella solo han transcurrido algunos ciclos. Esto es gracias a que su resurrección se efectuó a partir de una copia de seguridad de un momento inmediatamente posterior al bombardeo de Vereti. Darina y Kiluna no la restauraron justo después del incidente Mankaart, sino algunos ciclos más tarde.

En resumen, lo único que parece haber cambiado respecto a mi madre es su nivel de afectuosidad.

—Me refiero a... —Aún balbuceo. Tomo aire—. Yo quería saber si te gusta la música que he hecho con los instrumentos que me ha dado la vida —concreto por fin, pero lo único que obtengo como respuesta es un gesto de extrañeza—. "Te dé a ti los instrumentos que te dé la vida, es tu responsabilidad hacer buena música con ellos". ¿Lo recuerdas? Tú me lo dijiste, y esa sido mi motivación desde que dejamos de estar juntas.

—Oh... —Mi madre suspira aliviada. Ahora lo ha recordado, así que vuelve a sonreír—. Estoy orgullosa de ti, cariño —me confirma finalmente—. Y tu padre también lo estaría.

—Ojalá pudiera hacer algo para traerlo de vuelta —repongo con tristeza. Y no se trata de una frase hecha. Realmente se me encoge el corazón de la impotencia—. Te aseguro que...

—Tu padre tuvo un paso magnífico por este mundo —me dice mi madre con voz firme; triste, pero segura de su mensaje—. Vio crecer a dos fantásticas y hermosas niñas hasta convertirse en mujeres fuertes, valientes e independientes; amantes del bien, de la música y de los anadiles. —Ambas nos reímos—. Fue toda una recompensa que pudiera dejarnos sin tener que veros sufrir de la manera que habéis sufrido.

—Tú también has pasado dolores y tristezas —le reconozco mientras le acaricio la mejilla—. Solo el hecho de perderle, de pasar días en aquel hospital de campaña viéndome al borde de la muerte...

—La versión de mí que tienes delante nunca presenció el bombardeo de Vereti. —Esta confesión me sorprende. Significa que Eirén ya había decidido que mataran a mi madre desde antes de que Tygval tirara las bombas—. La copia que Henk hizo de mí es del mismo día del ataque.

—Su habilidad para el cálculo frío no conoce límites —reflexiono.

—Su habilidad para el cálculo frío parece habernos traído hasta aquí con vida —rectifica mi madre—. También, por supuesto, con tu ayuda.

—¿Cuánto te han contado sobre mi verdadero origen? —le pregunto, de repente preocupada por el impacto que este conocimiento pudiera causarle.

—Creo que todo cuanto saben —admite mamá—. Que no eres de este mundo, sino que me elegiste a mí para empezar una nueva vida. Y, aun así, nada ni nadie en este universo me quitará jamás el privilegio de haberte llevado en mi vientre, de haber sentido cómo te desarrollabas, de haberte visto crecer, reír, llorar y, sobre todo, comer.

Esta última risa que dejo escapar viene acompañada de una sensación de melancolía: la de tener que volver a despedirme. Las respuestas más recientes de mi madre sí que se parecen a lo que cabría esperar de ella. Han sido tiernas, pero no efusivas.

Tampoco ha sentido este momento como un reencuentro definitivo.

—Aún no he terminado lo que tengo que hacer —le confieso.

—Lo sé.

—Necesito cerrar ciertos asuntos, a fin de poder garantizar vuestra seguridad.

—Lo sé, cariño —insiste mi madre.

—Pero antes, me gustaría pedirte un favor —le digo en tono rogativo.

—Si está en mi mano, haré lo que sea.

Sonrío y le vuelvo a acariciar el rostro. Esta vez, además, le sujeto las mejillas con los dedos y se las estiro ligeramente, dejándoselas sonrojadas.

—Me gustaría que me prepares algo de comer —le pido finalmente.

Tras devorar el estofado más delicioso que me haya llevado a la boca desde mi adolescencia, abro un portal hacia Vereti, donde mi madre dice que vive ahora Darina. Al parecer, tiene un puesto en el ministerio de defensa del nuevo gobierno interino. La última vez que la vi en persona fue en el funeral íntimo y solemne que oficiamos para honrar a nuestros amigos fallecidos. Ni siquiera teníamos cuerpos que enterrar, de manera que nos limitamos a poner algunas de sus pertenencias en una caja de madera y sepultarla junto a un árbol. Fue en una isla tropical deshabitada bajo la jurisdicción de Parois, cuya ubicación juramos no revelar jamás.

Me encuentro muchísimo más nerviosa que cuando llamé a la puerta de mi madre. En este caso, estoy ante el interfono de la mujer a la que amo, quien vive en el piso treinta y dos de un edificio residencial del centro. Yo sé que ella entiende que todas mis acciones están motivadas por el profundo cariño que le tengo y por mi deseo de protegerla, pero no sé hasta qué punto puede haber hecho mella en nuestra relación que haya pasado meses sin comunicarme.

¿Y si ha pensado que la había abandonado?

—¿Quién es?

Su voz sabe tan dulce, incluso a través del interfono, que no se me ocurren metáforas para compararla.

—Soy Vera —respondo con la respiración entrecortada—. He... terminado mi trabajo —Transcurren cinco segundos eternos durante los cuales no obtengo contestación. Mis peores temores se están confirmando. Probablemente ya no quiera saber nada de mí—. Yo... —Empiezo a llorar, como la antigua Vera que se desmoronaba ante el más mínimo inconveniente—. Lo siento... No... No quería ponerte en peligro.

De repente, la puerta se abre y la comunicación se corta. Por supuesto, tengo que subir usando el ascensor. No puedo permitirme volar hasta ella delante de todos sus vecinos, aunque he de reconocer que había perdido la costumbre de tener que esperar para recorrer distancias. Mientras la máquina me eleva, mi mente trata de distraerme reflexionando sobre cómo, en el lugar de donde yo soy, la gente solo camina cuando quiere hacer ejercicio. Ni siquiera existen vehículos de combustión. Simplemente abrimos portales para ir de un lado a otro del planeta. Y cuando te asignan una granja, te envían a ella atravesando varios pliegues en el espacio-tiempo que...

No puedo respirar.

Planta 15. Esto se me está haciendo eterno.

He traído unas flores, pero ahora no sé si debería tirarlas al suelo y esconderlas. Menuda estupidez. ¿Desde cuándo le gustan a Darina las flores?

Debería haber traído cerveza.

En el sitio del que yo soy, también te asignan la profesión que desempeñarás desde antes de que nazcas. Si tienes suerte y perteneces a una clase social alta, entonces puedes elegir entre ciertas ocupaciones a realizar en el planeta natal de la humanidad original, la mayoría relacionadas con la administración del gobierno universal. Unos pocos, por supuesto, acaban formando parte del consejo. Sin embargo, la mayoría de nosotros nacemos para ser granjeros. Somos criados en internados donde se nos imparte todo el conocimiento de la humanidad, sin conocer jamás a nuestros padres. Y no se nos permite crear vínculos afectivos con nadie, excepto con la persona que será nuestra pareja durante los, mínimo, miles de años que dura un proyecto planetario.

En mi caso, esa única persona con la que pude establecer lazos antes de ser enviada a la Tierra fue Henk.

Planta 25. No soy capaz de controlar el temblor de mis manos.

¿Habré venido guapa?

He intentado estar floral, llevando un vestido blanco salpicado de pequeñas margaritas que me llega hasta los muslos. Venía con un cinturoncito negro que se anuda en un lazo por detrás. También me he comprado un sombrero casual de ala ancha para disimular mi corte de pelo rapado por el lateral, y unas sandalias negras de correas para imitar el estilo con el que Dari se siente segura. Todo lo he adquirido con prisas en unos grandes almacenes, utilizando dinero que me ha regalado mi madre después de darme una ducha en su casa.

En realidad, yo ya no tengo ninguna posesión material; ni en este mundo, ni en ningún otro.

Planta 32.

Estoy pensando en si voy a llamar usando el timbre o los nudillos, cuando las puertas del ascensor se abren de par en par y Dari se abalanza sobre mí, haciéndome chocar contra la pared del fondo del ascensor. Primero me da un beso; luego se seca una lágrima, toma las flores de mi mano, las huele y sonríe. Las conserva. Sigue besándome y, finalmente, me abraza con ternura.

—Estoy cansada de llorar —me susurra al oído, casi en un gemido—. Me has tenido esperando como a la esposa de un marinero.

—Lo siento mucho —musito de vuelta, abrumada por el recibimiento.

Aunque abrumada en el buen sentido.

—Estoy cansada de llorar —me repite, dejándose caer sobre mí como una sábana exhausta recién lavada con suavizante—. Abre un portal.

—¿Adónde?

La abrazo con más fuerza. Me quito el sombrero y lo dejo en el suelo.

—A la cabaña de Otobo.

No puedo evitar reírme brevemente.

—¿Todavía existe? —murmuro, mientras una caricia de Darina por debajo del vestido me hace gemir de forma casi inaudible.

—Compruébalo tú misma. —Me besa en el cuello varias veces—. Kyon Sok me garantizó que la mantendría preparada para sus diosas. —Puedo notar cómo su corazón late a toda velocidad, casi sincronizado con el mío—. Este sitio en el que vivo es un cuchitril —comenta en un quejido travieso, sumergiendo su tono en una tina melosa de sensualidad, como si fuera una manzana de caramelo en una feria veraniega—. No me gusta mi casa. No tiene agujeros de bala en la pared...

Mientras el ascensor de su edificio empieza a bajar, solicitado por algún vecino, abro un portal en el espacio intermedio que da con nosotras en nuestra cama de la cabaña de Otobo. Sigue siendo la misma juntura acogedora de dos colchones individuales. Darina quiere terminar aquí lo que no pudimos consumar el día en que el francotirador de Petrov me disparó.

—Te he echado infinitamente de menos —le confieso, al tiempo que le desabrocho la camisa blanca de lino con la que me esperaba, revelando sus pechos pequeños y firmes, como dos frutos maduros perfectamente simétricos colgando de un joven árbol tropical.

—Ya lo sé —me responde presuntuosa. Luego toma mi mano para llevarla a su esternón, desde donde la desliza hacia abajo para que sea yo quien elija cuál de los frutos tomar primero—. Pero no vayamos a dejar que se marchiten las flores que me has traído.

Antes de que pueda escoger, se levanta de sobre mí y se dirige a la cocina. Puedo verla desde la cama mientras me desabrocho las sandalias y las dejo en el suelo. Ella huele las flores, entrecierra los ojos con expresión de agrado, las mete en un vaso de cristal y lo llena con agua del grifo. Después se quita los calcetines blancos deportivos que le vestían las piernas hasta las pantorrillas y deja caer su pantalón corto de algodón al suelo.

La estatura de Darina, algo por debajo de la media, ayuda a que sus muslos entrenados se vean aún más fuertes y sus glúteos más prominentes. Con ellos viene a sentarse sobre mi regazo. Su pieza inferior de ropa interior no evita que el flujo de su vagina se transfiera a mi rodilla cuando me roza. Antes de que vuelva a acostarme, me abraza, baja la cremallera posterior de mi vestido, desata el lacito negro y tira de la prenda hacia arriba, con delicadeza, pero con firmeza. Esboza una mueca de desagrado cuando se da cuenta de que yo sí llevo lencería, pero se deshace rápidamente de ella con un gesto grácil. Todavía sentada sobre mis piernas, y rodeándome la cintura con las suyas, me besa primero el párpado izquierdo; luego, la comisura del labio. Antes de que baje hacia mis pechos, la obligo a detenerse en un beso más profundo. Quiero sentir su lengua acariciando a la mía, con calor y con decisión. Ladeamos nuestros rostros en ángulos opuestos, permitiendo así que el contacto sea más penetrante y que nuestros paladares se fusionen en un solo sabor. Mientras tanto, Dari efectúa ligeros movimientos rítmicos hacia arriba y hacia abajo sobre mí, impregnando mi bajo vientre con la humedad que ya empapa su ropa interior. Cuando nuestros labios se separan, los suyos van a dar a mi cuello. Yo le acaricio la espalda mientras gimo con una timidez casi avergonzada, presa de una satisfacción que no había experimentado jamás con ninguna otra persona.

Que te quieran mientras te hacen el amor y que te hagan el amor mientras te quieren es un privilegio que muchas criaturas longevas, sabias y poderosas del universo jamás conocerán.

Cuando los labios de Darina acarician mi clavícula, y luego, cuando permito que sus dientes jugueteen tiernamente con mis pechos, me invade la absoluta certeza de que no quiero volver a estar jamás en ningún otro lugar, ni que ella tampoco lo esté. Abrimos una caja en la cual hay muchos otros tipos de caricias, muchas otras partes de nuestra anatomía con las que nuestras bocas y nuestras manos pueden jugar... Durante largo rato, ambas sonreímos y nos miramos. Unas veces la contemplo desde arriba, maravillándome en la rojez de sus mejillas y extasiándome en los jadeos alegres que deja escapar cuando mis dedos encuentran el punto exacto por el cual deslizarse. Otras veces la miro desde abajo, mientras se sienta en mi pecho, entrelazamos las manos y me deja humedecerme la boca con el sabor de los fluidos que se deslizan desde su vagina. Tras cambiar de posición, su pelo se enreda en mis manos. Me aferro con fuerza a un mechón y escurro una gota de sudor que cae sobre mi cara. Ella me acaricia la zona de la melena en la que tengo más cabello, pero también el lateral que me rapé y todavía está creciendo, confirmándome que sigue enamorada de todos los rincones de mi anatomía. De todas maneras, por si había dudas, me susurra al oído varias veces que me ama, acompañando siempre el susurro con un beso en el lóbulo de la oreja, sin dejar de deslizar todo su cuerpo sobre mí: atrás y adelante; arriba y abajo.

Ha transcurrido casi media hora cuando, primero yo, y unos segundos después ella, alcanzamos ese momento favorito de entre todos los procesos biológicos que realiza el cuerpo de un ser humano de cualquier parte del universo: mis piernas crepitan y se cierran involuntariamente, mi corazón intenta abrirse paso entre mis costillas, y mis uñas se clavan en la palma de mi mano y en la espalda de Dari. Los propios labios caen víctimas de los propios dientes. La respiración se detiene durante cuatro eternos segundos, ahogada por un aluvión de gotas de sudor...

Finalmente, llega la calma que sucede al orgasmo.

El silencio que la acompaña dura dos minutos. Dari yace bocarriba, sonriente, con la mirada perdida en el techo. Yo me quedo de lado, con la cabeza recostada en su pecho y mi muslo en su ingle. Sigo acariciando su pie con el mío en una sucesión de suaves movimientos circulares que efectúo con mis dedos sin pensar.

La miro embelesada.

La amo.

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