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34. Tirana

No puedo ver dónde se esconde Tygval. Quien quiera que lo esté protegiendo utiliza la misma tecnología de ocultación que sirvió para evitarme rastrear el origen del arma con la que Hrutz me ha atacado. Lo que sí puedo ver es una bandada de más de cincuenta cazas Boreales que se acercan al campamento. Los primeros que llegan dejan caer sobre nosotros una ristra de bombas que silban como una multitud de teteras hirviendo.

-¡Preparad las baterías antiaé-! -comienza a exclamar Ayona Dert, antes de ser interrumpida por mí.

-¡No podéis parar esto! ¡Van a arrasar el campamento! ¡Corred a los refugios!

Los soldados que nos rodean se quedan mirando a Dert, desconcertados, esperando una nueva orden. La primera ministra simplemente suspira y asiente, ante lo cual todos los hombres y mujeres comienzan a correr en dirección a los refugios antiaéreos.

-Estamos en tus manos -me dice Ayona simplemente, para después empezar a caminar a paso lento y taciturno, de vuelta a su búnker.

Las primeras explosiones hacen polvo varios de los edificios circundantes, y ese polvo llueve sobre nosotros, convirtiéndose en una nube cegadora. Lo primero que hago es localizar a Dari y tomarla en brazos. Utilizo el espacio intermedio para transportarnos a ambas de vuelta a la entrada de la casa de mi madre. Tras posarla en el suelo, le pongo las manos en los hombros, la miro a los ojos y asiento. Ella me devuelve el gesto. Me quito la camisa e improviso con ella un cabestrillo para su brazo maltrecho, que cuelga de su hombro como un trozo de carne inerte.

Y así seguirá hasta que Henk se lo repare.

-Ya sabes lo que tienes que hacer -le digo tras terminar y darle un beso en la frente-. Avisa a Henk y refugiaos en su fortaleza. Yo voy a acabar con esto.

Me giro para dejarla y regresar al campamento de la resistencia. Sin embargo, Darina me toma de la mano y me obliga a volverme. Me clava una mirada melancólica y llorosa, a la vez que esboza una sonrisa cerrada de despedida. Tira de mí hasta acercar nuestros rostros. Luego me pone la mano detrás de la cabeza y me da un beso en los labios, al tiempo que solloza sin poder contenerse.

Justo cuando nos separamos, Henk abre la puerta de la casa y se queda mirándonos con gesto preocupado.

-Confío en ti -gimotea mi chica-. Te quiero.

-Todo irá bien -le respondo solamente, un poco retraída por la presencia de mi cuñado.

Mientras atravieso el espacio intermedio de vuelta al campamento de Dert, ruego a quienquiera que esté dirigiendo mi destino desde las sombras para no tener que arrepentirme de esta despedida tan fría.

Ya no queda ningún edificio en pie; solo humo y cenizas. Ayona Dert y Abigail Hrutz deben de estar muertas, sepultadas bajo los escombros de su propia ingenuidad. ¿Cómo pudieron imaginarse que tenían alguna posibilidad de ganar alguna batalla más? Han condenado a muerte a toda la gente que las seguía. La mayoría de los aviones ya se ha retirado. Sin embargo, todavía quedan once que vuelan en círculos alrededor del emplazamiento, como aves de carroña procurando devorar un cadáver. Dudo mucho que me hayan dado por muerta, y si me limito a derribarlos a todos, perderé la oportunidad de que me guíen de vuelta al escondite de Tygval. De momento, me veo obligada a esquivar un par de misiles que caen cerca de mí. Me permito ejecutar un envite contra uno de los cazas, rompo su cápsula y saco de ella a su piloto, al cual arrojo al vacío. Antes de que el avión se precipite, lo lanzo contra otro de ellos y elimino a las dos aeronaves con un solo gesto. Acto seguido, se me ocurre que es buena idea usar a uno como rehén para que los demás no me ataquen, de manera que me quedo enganchada a su fuselaje, con la esperanza de que esto les obligue a llevar a cabo algún tipo de maniobra de repliegue. No obstante, descubro con sorpresa que esta gente tiene como único cometido en su vida el terminar con la mía. No les tiembla el pulso a la hora de disparar una ráfaga de misiles contra el avión de su compañero, haciéndolo explotar en pedazos. Lo último que me queda es intentar que sean los pilotos, sin sus aeronaves, quienes me revelen la ubicación de su líder. Es por eso que finjo ser alcanzada por la explosión y me dejo caer a plomo sobre las ruinas del campamento. Incluso me esfuerzo por reducir al mínimo mis constantes vitales y rebajar mi temperatura corporal, por si acaso tuvieran la tecnología para realizar mediciones al respecto. En principio parece que mi plan da sus frutos, pues uno de los aviones aterriza en un punto alejado, allá donde la ausencia de escombros lo permite. Transcurridos unos minutos, dos hombres armados, uniformados con los colores de Borealia, vienen corriendo hacia mí. No los veo con los ojos, pues los mantengo cerrados, sino con ayuda de la misma habilidad que utilizo para husmear en la corriente del espacio y el tiempo. Entretanto, los ocho aviones restantes continúan sobrevolando el lugar, de seguro desconfiando de mi supuesta inconsciencia.

-Si la llevamos con vida, nos darán una medalla -oigo que le dice un soldado al otro.

Ahora también entiendo su idioma.

-Yo la despedazaría aquí mismo -le responde su compañero-. Esta bruja es capaz de sobrevivir a cualquier cosa.

Se hace un silencio de unos diez segundos. Mi frecuencia cardíaca está por debajo de quince pulsaciones por minuto.

-¿Qué quieres hacer? -reinicia el primero que intervino.

-¿Por qué no consultas al alto mando?

Tras decir esto, uno pulsa un botón de un aparato que lleva colgado del pecho. Solicita instrucciones respecto al objetivo neutralizado, y no tarda en recibir respuesta de una voz que no reconozco:

-Es imposible matarla -masculla-, pero si conseguís traerla aquí, sabemos cómo mantenerla en letargo.

Eso es justo lo que necesitaba. Ni siquiera me hace falta que me lleven, sino que al rastrear el origen de las ondas de radio que utilizan para comunicarse, puedo conocer con exactitud la ubicación del refugio desde el cual se emiten. Esta vez sí, veo que Brimiar Tygval se encuentra allí también.

-De acuerdo -consiente el soldado que inició la comunicación-. No está muy lejos de aquí. -En eso tiene razón. Parece ser que el líder enemigo ha estado ocultándose a apenas unos cientos de kilómetros de la línea de fuego. Estaba demasiado seguro de su victoria-. Vamos a atarla de pies y manos, y la llevaremos acoplada a un misil balístico. Si detectamos que se despierta, la dispararemos.

Me parece una forma poco eficaz de garantizar su seguridad, pero, por supuesto, no me voy a quejar. Mis signos vitales están apagados casi por completo. Relajo también la consciencia, mientras uno de los soldados me coge en brazos y me monta sobre su hombro como si fuera un saco de patatas.

Solo mantengo al cien por cien mi sentido del oído.

-¿Qué te pasa? -pregunta el soldado que camina a nuestro lado-. ¿Por qué me miras así?

-¿No crees que...? -El aviador que me carga deja escapar una risa bobalicona y luego me da una palmada en la nalga-. ¿Podríamos divertirnos un poco?

-¿Estás loco? -le contesta el otro, también riéndose-. Está buena, pero, como se despierte, te arrancará la cabeza.

-¿Y eso no te pone?

Ambos se ríen todavía más alto. Yo simplemente los ignoro. Si hay algún tipo de episodio que tenga la capacidad para provocarme, no será de este tipo. Sin embargo, lo que ocurre a continuación me resulta totalmente inesperado. Al tener la vista desconectada, por así decirlo, no he podido anticiparlo. No lo he oído venir. Cuando me caigo al suelo y escucho al soldado de al lado ahogarse como si se hubiera tragado una manzana entera, reconecto mi sentido de la vista solo para descubrir que le han rebanado el cuello desde atrás. Segundos después, ocurre lo mismo con el militar que me cargaba. Antes de abrir mis ojos literales, reinicio mi omnividencia y descubro a Pelvra, Kiluna y Demy asegurando el perímetro.

Cuando Kiluna se agacha ante mí para recogerme, pensando que estoy inconsciente, doy una voltereta hacia atrás y me incorporo, definitivamente despierta.

-¡Qué hacéis aquí! -es todo cuanto acierto a exclamar.

-Bueno... De nada, chiquilla -bromea Kiluna, fingiendo ofenderse-. Yo también me alegro de verte.

-¡No, no, no! -insisto mientras recorro los cielos con toda mi visión. ¿Es que no se dan cuenta de que estamos rodeados de...?-. ¿Y los aviones?

Mierda, me he despistado. En algún momento, mientras el soldado que ahora yace degollado en el suelo me manoseaba el culo, y tras hacer descender mi nivel de consciencia a una mera capacidad auditiva, los cazas boreales que nos vigilaban se marcharon. ¿Adónde? Necesito escanear el perímetro rápidamente.

-¿Qué está pasando? -me pregunta Pelvra, sereno como siempre-. No te habían capturado realmente, ¿verdad?

-Tienes cara de haber visto un fantasma -masculla Demy-. ¿De qué aviones hablas?

Los tres están tan pálidos, delgados y demacrados... Se han dejado la piel en defender la causa de Dert y Hrutz. No sé cómo pueden seguir en pie. Parece como si hubieran pasado décadas por ellos desde la última vez que los vi.

-¡Tenéis que esconderos! -les ordeno.

-Estás en modo paranoico, niña -espeta Kiluna-. Me estás dando malas vibras.

Me estoy frustrando; me estoy asustando. Por más que inspecciono los alrededores con mis dos tipos de visión, no hallo rastro de los ocho aviones militares que estaban vigilando a los pilotos que vinieron a por mí. Solo veo sus dos cazas aterrizados en un descampado a un kilómetro de nosotros.

-Tú deberías estar... en el supermercado -le digo a Kiluna-. ¿Por qué no vuelves a trabajar allí?

La mirada de los tres se llena de una inusitada preocupación. Demy se acerca a mí para intentar examinarme las pupilas, pero yo rechazo el gesto con cierta brusquedad, apartando su brazo de un manotazo.

-Pero si el súper está en ruinas hace tiempo, nena -me revela Kiluna.

-No parece que esté en sus cabales -observa Pelvra, quien mantiene su mirada fija en la mía y el ceño fruncido.

-¡Estoy perfectamente! -exclamo-. ¡Sois vosotros los que...! ¡Joder! ¿Tú no tenías partidos de brahn por jugar? ¿Qué hacéis aquí? ¡Ya lo tenía controlado!

-Hace meses que ya no se juega al brahn en Americia -me cuenta Pelvra, y esta vez sí dejo que pose su mano sobre mi hombro-. Ahora solo se juega en Parois. Todo se trasladó allí.

Su contacto no logra tranquilizarme. Definitivamente, desisto de la búsqueda de los cazas. Tengo que sacarlos de este sitio cuanto antes.

-¿Cómo habéis llegado aquí? -les pregunto-. Tenéis que iros. Os abriré paso por el espacio intermedio. -Se me empieza a acelerar el pulso, y no soy capaz de controlarlo-. Estaréis a salvo.

De repente, una estruendosa melodía me sobresalta, haciéndome pegar un salto de casi dos metros hacia atrás. Mis amigos me observan estupefactos, pues la melodía me persigue.

-Creo que te está sonando el móvil -comenta Demy.

Cuando lo saco del bolsillo, descubro que la pantalla está toda rota. Es un número desconocido. Sin embargo, el panel táctil todavía funciona y me permite contestar. Me sorprende que no se haya destrozado tras mi impacto contra el suelo.

-Ahora mismo no puedo hablar -digo al iniciar la llamada, al tiempo que vuelvo a mirar a nuestro alrededor, de un lado a otro, como una paranoica.

-¡Tendremos que fabricar miles de cilindros más! -Es la voz de Henk-. ¡Hay que cambiar de planes! ¡No me imaginaba que ella...!

La comunicación se entrecorta. Cuando lo rastreo, lo descubro volando sobre el mar del sur, seguramente en dirección a su refugio. Pero no está con mi hermana y mi sobrina.

¿Y por qué no utiliza el espacio intermedio?

-¿De qué hablas? -le respondo secamente.

Pero ya es tarde. La llamada ha terminado y los cazas han reaparecido en el horizonte, como salidos de la nada. Por culpa de la distracción que ha ocasionado la llamada, lo único a lo que acierto es a hacerme a un lado para que un misil balístico no impacte y explote contra mi pecho. Sin embargo, al esquivarlo yo, lo que consigo es que acierte de lleno contra el abdomen de Demy, generando una explosión que también alcanza a mis otros dos amigos y los desintegra en el acto.

A mí solo me empuja hacia atrás.

Me encuentro aturdida. Pero no por el fuego ni por el sonido. Es porque la posibilidad que me tenía el corazón atenazado, poniéndome la piel de gallina, se acaba de materializar. Mis amigos han muerto, y lo han hecho delante de mí, una vez más, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.

Ni siquiera me caen lágrimas de las mejillas. Echando un vistazo rápido a la casa de mi madre, descubro que mi hermana y mi sobrina están con ella. Preparan algo en la cocina, aparentemente tranquilas. Darina las vigila desde el exterior. Henk, por su parte, está en su refugio y acaba de tomar tres cilindros negros que ha metido en una mochila. Resulta extraño, pero mucho menos alarmante que lo que ocurre ahora delante de mí.

No es que me deje llevar por la ira. Sin embargo, lo que acaba de suceder no merece otra reacción. Es por eso que levanto el vuelo, esquivo cuatro, cinco y hasta diez misiles que me lanzan, además de todo tipo de proyectiles de artillería. Finalmente, ni siquiera arremeto contra los aviones, sino que los hago implosionar uno a uno, enviándolos a algún punto del espacio del universo paralelo, para que sufran una muerte horrible en el vacío. Después emprendo un desplazamiento supersónico hasta llegar a las coordenadas desde las cuales se emitía la señal de radio con la que se comunicaron mis dos captores hace unos minutos.

El refugio de Tygval.

La tecnología con la que está protegido el zulo subterráneo es, a todas luces, propia de los humanos originales. Al fin y al cabo, no está fabricada con ningún elemento de la tabla periódica que les sea ajeno a los terranos. Todo cuanto necesitaban tener era el conocimiento que Iván Petrov les estuvo impartiendo durante ciclos. No menos de veinte baterías de misiles de los que pueden despedazarme me reciben con sibilantes y sinuosas trayectorias de proyectiles malintencionados. Yo los esquivo casi todos; anticipo sus movimientos y el momento en el que están programados para explotar. Sin embargo, los dos últimos me los reservo para algo especial.

-¡Tygval! -me desgañito vociferando, una vez que sé que floto justo sobre la entrada del refugio subterráneo. Esta se encuentra torpemente disimulada con un parche de maleza, aparentemente en mitad de la nada-. ¡Brimiar Tygval! -Cuando los últimos dos misiles están a punto de alcanzarme, abro un portal y los envío al espacio intermedio-. ¡Cuanto antes salgas, menos dejaré que sufras!

Todavía le quedan un par de ases en la manga. Primero, un artilugio que genera pulsos electromagnéticos de una frecuencia y longitud de onda concretas, con la intención de abrasarme. Por otro lado, una bocina que emite un pitido intenso y muy agudo, seguramente diseñado para desorientarme. Nada de ello funciona, pues localizo rápidamente el origen de las señales y hago implosionar las máquinas. Solo quiero verle una vez más antes de apagar su vida como la llama de una vela entre los dedos.

-¡No hace falta que esto termine así! -exclama la voz de Tygval a través de unos altavoces instalados bajo la hierba-. ¡Podemos llegar a un acuerdo!

En realidad me encuentro en una preciosa pradera rodeada de montañas, atravesada por una carretera abandonada, pero en buen estado. Un escenario idílico para una victoria.

-¡Te voy a dar dos opciones! -le propongo-. ¡Tienes que escoger una de las dos! ¡No hay más!

-¡Sé que estás enfadada porque hemos matado a tus amigos! -se atreve a reconocer en tono cínico-. ¡Eso tampoco tenía que ocurrir! ¡Solo estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado!

-¡La primera opción es que salgas y yo te haga desaparecer! -continúo exponiendo, sin dejarme provocar-. ¡Rápido y sin dolor!

-¡Han sido solo un año colateral! -retoma el dictador-. ¡Igual que lo fue Iván Petrov, y no te guardo rencor por ello!

-¡La segunda es que haga implosionar toda la porción de tierra en que te encuentras, dejando un cráter que arrastrará también a todos los que están contigo!

-¡Entra en razón, mujer! -casi me suplica-. ¡El mundo entero está ahora bajo mi....!

-¡No quiero seguir hablando con una puerta! -lo interrumpo, provocando un silencio sepulcral.

Incluso los altavoces se han apagado, pues ya no se escucha ni siquiera su ruido estático de fondo. Transcurridos cinco segundos, el parche de hierba que ocultaba la puerta del refugio se levanta, revelando unas escaleras por las cuales asciende el viejo mandatario. Con las manos en alto, el rostro pálido y sudoroso, y el gesto severo, se dirige a mí caminando con pasos renqueantes. Su última carta es tratar de conmoverme usando la apariencia de un anciano débil e indefenso.

-Vamos... -musita con un hilo de voz entrecortado-. Tú y yo no somos enemigos. El mundo es muy grande. Podemos repartir la glo-

-¿También pensabas en repartir la gloria conmigo cuando bombardeaste mi casa? -le pregunto mientras aterrizo suavemente a cuatro metros de él, para después caminar en su dirección-. Cuando mataste a mi padre y me dejaste sepultada bajo mi hogar...

-Yo no tenía nada contra ti -me explica el anciano, cayendo de rodillas sobre la hierba-. Para entonces, ni siquiera sabía quién eras. Petrov estaba obsesionado con eliminarte, pero yo ignoraba que fueras una diosa, mi señora.

Cuando lo alcanzo, evito invadir su espacio vital. Me mantengo a un metro de distancia, mientras él prorrumpe en un llanto desesperado. De seguro, morir no estaba entre sus planes para hoy. Se sentía tan resguardado en su fortaleza impenetrable, con munición defensiva capaz de despedazarme, que incluso cometió la imprudencia de personarse a apenas kilómetros de la exigua línea enemiga.

-Tú solo seguías instrucciones, ¿verdad?

El viejo asiente, despojándose de toda dignidad.

-Así es, mi señora -gimotea-. Petrov sabía cosas sobre ti. Nadie creía que él realmente fuera un ser milenario de otro mundo, pero nos proveyó de tecnologías con las cuales de otro modo no habríamos podido ni soñar.

-No necesito que me cuentes nada -le digo entre dientes-. Puedo verlo. Petrov te pidió que bombardearas mi ciudad para eliminarme, y tú aceptaste sin rechistar. Ni siquiera tuviste miedo de que aquello desencadenara una guerra mundial, pues él había prometido protegerte de todo mal.

-Sí, mi señora.

El hombre suspira aliviado cuando pongo mis manos sobre sus mejillas y le seco las lágrimas con suavidad. No tengo intención de perdonarle la vida, pero tampoco tengo necesidad de hacerlo sufrir. Quiero que se vaya en paz.

-No fue culpa tuya -le miento-. Petrov te engañó. Si no hubieras hecho que mi casa se me cayera encima, jamás habrías activado el despertar que me ha traído hasta aquí.

Le sonrío, justo en el instante en que dos hombres armados con fusiles de asalto y munición capaz de herirme salen corriendo del interior del búnker.

-¡Ahora! -exclama el viejo, desenmarañándose apresuradamente de mis manos.

Sin embargo, para cuando consiguen apretar el gatillo, yo ya me he elevado diez metros hacia atrás y cinco hacia el cielo. Desde allí vuelvo a abrir el portal al espacio intermedio tras el cual había retenido los últimos dos misiles con los que me atacaron.

Reaparecen en dirección a la puerta del búnker, pulverizando a Tygval y a todos sus hombres en el acto.

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