33. Dert y Hrutz
Tras pasar la noche en casa de mi madre, sin siquiera dormir, Dari y yo nos marchamos para continuar con mi nuevo itinerario.
Nos hallamos ante Ayona Dert y Abi Hrutz, otrora autoridades supremas del gobierno y del ejército de Americia, respectivamente; ahora, líderes de una exigua resistencia que se niega a deponer las armas, no sé si en un intento heroico de defender el bien común, o por el orgullo insaciable de dos personas. Se ocultan en una especie de búnker a unos pocos kilómetros de la línea enemiga. Cada día ceden varios cientos de metros de terreno, pierden numerosas vidas y se despiden de unas cuantas almas; es decir, algunos amigos suyos mueren y otros renuncian a seguir luchando.
También nos miran a Dari y a mí como quien contempla a una criatura fantasmal tomada de la mano de su novia.
—Así que quieres que nos retiremos y dejemos la contraofensiva en tus manos —recapitula Hrutz, cuyo aspecto no tiene ya nada que ver con el de la mujer joven y fornida a la que conocí.
Se la ve frágil y desgastada. Probablemente me ofrecería a ayudarla con las bolsas del supermercado si me la encontrara por la calle. Su cabello está casi todo blanco y su musculatura ha dado paso a una flacidez más propia de alguien que ha estado hospitalizado.
—¿Y qué planeas hacer? —inquiere Dert—. ¿Vas a tomar el mundo tú sola?
Ayona aún tiene porte presidencial. Se mantiene erguida y viste de uniforme, pero los ciclos de guerra han conseguido hacer estragos en su piel, que presenta manchas de diversa extensión y tonalidad. Su cabello oscuro recortado en un tupé y su piel blanca de amerino de oficina dan testimonio de que, pese a todo, todavía me encuentro ante una burócrata.
—Necesito tiempo para analizar la situación y decidir qué hacer —les informo—. Pero, decida lo que decida, no quiero que os interpongáis y no quiero que os pase nada.
—Eso suena como una amenaza —comenta Ayona.
—No me importa cómo lo tomes —le respondo secamente, mientras miro por el rabillo del ojo cómo Darina traga saliva con fuerza—. Creo que ya han muerto más que suficientes personas. No podéis detenerme. Voy a acabar con esta guerra como debí hacer hace veintisiete ciclos.
—Así que vas a entregarle el mundo a Tygval —me reprocha Hrutz.
—Yo no he dicho eso.
—Americia ya no es una nación unificada —me explica Dert, mientras a lo lejos se escuchan unas explosiones que sacuden el techo del búnker y hacen caer un poco de polvo sobre una mesa paupérrimamente iluminada en la cual hay mapas y documentos—. Yo ya no soy primera ministra de nada; si acaso, de lo que Tygval y su gente catalogan como un grupo terrorista. Si tú deshaces todo lo que Borealia ha conseguido, provocarás una guerra civil.
—Con todos mis respetos —interviene Darina, dando un paso al frente para ponerse a mi lado—, da la sensación de que ustedes tampoco creen en la lucha. Si es así, ¿por qué siguen en ella?
—Por la misma razón por la que empezamos —dice Abi en tono solemne—. Servimos a nuestro país. Y mientras quede en él siquiera un pequeño pueblo en el que haya habitantes que defiendan la idea de libertad e independencia de Americia, nosotras daremos la vid-
—Eso es una estupidez —la interrumpo con desdén—. Y perdonad que os lo diga. Valoro mucho vuestro empeño, pero hace casi treinta ciclos que os ofrecí la oportunidad de utilizar mi fuerza para acabar con esta guerra. Tendríamos una Americia libre y habríamos salvado millones de vidas, pero entonces no quisisteis serviros de mi poder porque preferíais que luchara contra los absortores. Yo podría haber hecho ambas cosas, y pienso hacerlo ahora.
—Sospecho que la has puesto al día sobre muchos temas —le dice Ayona a Darina—, pero no sobre incidente Mankaart.
Al oír eso, mi chica agacha la cabeza y su semblante se entristece.
—No creí que... —murmura, mas no sabe cómo continuar.
—Durante ciclos, el mundo entero ha tenido que conformarse con la versión que dio el gobierno de Borealia —me expone Abi Hrutz—. Estamos ansiosos por oír la tuya, Vera Saoris. Finalmente, ¿te convertiste en una heroína o en una tirana?
Tras su invitación, la coronel extiende el brazo, indicándonos que nos sentemos. El búnker en el que nos encontramos es una sala de no más de dieciséis metros cuadrados, a la que hemos accedido gracias a la mediación de Darina y Pelvra con los militares que custodiaban la ubicación, todos ellos ya con más aspecto de guerrilleros que de miembros de un ejército organizado. Me resulta sorprendente que todavía sean capaces de mantener algún tipo de línea de defensa contra una nación que, ayudada por sus aliados, ha conseguido conquistar el mundo entero.
En el búnker solo hay cinco sillones antiguos, una estantería con provisiones y la mesa de la presidenta, sobre la cual pende una bombilla amarillenta de un cable como única iluminación. Acepto la invitación a sentarme y me dispongo a explicar mi versión sobre el episodio al que me imagino que están haciendo referencia.
—Ellas no saben quién es Henk, ¿verdad? —le pregunto primero a Dari, ante lo cual ella, también sentada, niega con la cabeza—. Bien... Empezaré por aclarar que descubrí que había sido Donvan quien había matado a mi madre.
—Pero tu madre fue hallada con vida —repone Ayona Dert, comenzando a emplear cierto tono inquisitivo—. ¿No es así?
—"Hallada" no sería la palabra que yo utilizaría —aclaro.
Por lo visto, tampoco saben lo de las resurrecciones. Siendo así, hice bien en explicárselo todo a Darina durante el tiempo que pasamos juntas antes de mi cautiverio. No parece que Henk tenga intención de revelar la verdad a ningún ser humano aparte de mi hermana, por ahora. Quizás por eso me llevó a la cocina para hablar sobre el tema sin que ni siquiera Kyon Sok oyera más de la cuenta.
—Llámalo como quieras —arguye Hrutz—, pero si tu madre está viva, entonces Donvan no pudo haberla asesinado. De todas formas, esto no explica nada relacionado con el incidente Mankaart.
—Solo para estar segura —reinicio—. ¿A qué os referís con el incidente Mankaart?
—Nos referimos a cuando, hace veintisiete ciclos, justo en el día en que el mundo entero te descubrió como la nueva Eirén y Brimiar Tygval te declaró la guerra, apareciste sobre la Plaza Azul de Mankaart e hiciste caer el cadáver del absortor del mar del sur sobre la ciudad, provocando la muerte instantánea de cinco millones de personas. —Ayona Dert suspira como si se hubiese quitado una tonelada de peso de encima—. Tygval y su séquito sobrevivieron porque se habían refugiado en su búnker unos minutos antes, pero las televisiones de todo el mundo emitieron cómo el ejército Boreal te hizo pedazos con un impacto de misil antes de que esa criatura se desplomara sobre Mankaart.
—Desde entonces, la opinión pública del mundo nunca más volvió a estar de nuestro lado —me informa Hrutz, y después continúa en tono de reprimenda, aunque ciertas palabras las pronuncia entre dientes, como si tratara de contener la rabia—. Desequilibraste la balanza. Nuestras alianzas, nuestros propios soldados... Casi todo se desmoronó en apenas unas semanas. Desde el incidente, la nación de Borealia y sus aliados no hicieron más que ganar terreno, jugando la carta de víctimas del poder tiránico de Vera Saoris. Se comieron la moral del mundo. Los infectaron con sus ideales. Tienes razón en que podríamos haberte dejado entrar en combate antes, en lugar de reservarte para luchar solo contra los absortores. Pero desde ese día he tenido que hacer el mayor de mis esfuerzos para convencerme a mí misma de que realmente no querías hacer lo que hiciste, de que mi apuesta por ti a cara o cruz no había dado como resultado una tirana.
Mientras Hrutz hablaba, lo he estado viendo todo en la corriente del espacio y el tiempo. Parte de ello es un recuerdo, pero otra gran porción son imágenes vívidas que puedo consultar gracias a mi poder. Era una noche estrellada de lunas llenas. La gente que abarrotaba la plaza vitoreaba con emoción la declaración de guerra de Tygval hacia mí. En sus miradas se leía odio, pero también temor y esperanza. Había hombres, mujeres, niños y ancianos. De repente, aquella criatura emergió de la nada, y yo con ella, eclipsando por completo el brillo de los astros y convirtiendo la noche en una cerrada, iluminada solo por las farolas de la plaza. Después de la avalancha humana provocada por el pánico, los absortores blancos que cayeron del interior del colosal segaron miles de vidas. Cuando el misil me desintegró, la criatura de tamaño insular se desplomó sobre la ciudad, aplastando un área de casi trescientos treinta kilómetros cuadrados y a todo cuanto vivía en su superficie.
¿Cómo va a quererme ahora la humanidad como salvadora de nada?
—¿Lo recuerdas? —me susurra Darina, inclinándose levemente hacia mí.
—Perpetraste un genocidio, Vera —me reprocha Ayona—. ¿De verdad estás segura de que somos nosotras quienes se equivocan al no dejarte tomar el control?
Durante unos segundos, siento el pecho en ebullición. No puedo negar que me gustaría echarme a llorar y salir corriendo. Cometí un error. Uno enorme. No era mi intención, pero fue mi responsabilidad. Sin embargo, no puedo seguir viviendo de las emociones que me provocan las cosas que me pasan.
—Estoy segura —afirmo sin titubear, y al instante Hrutz pone los ojos en blanco, echando la cabeza hacia atrás—. Intentar explicaros en detalle lo que ocurrió y cuáles eran mis intenciones reales resultaría inútil ahora mismo. Todo cuanto puedo deciros es que Brimiar Tygval y su gobierno poseen un conocimiento de un potencial enorme, y que es muy peligroso que ese conocimiento permanezca en sus manos.
Me refiero, por supuesto, al conocimiento sobre quiénes somos Henk y yo realmente, y sobre el hecho de que seguimos vivos. No es tanto porque puedan difundir la verdad, sino porque poseen tecnología suficiente, robada de nosotros, para garantizarles la hegemonía y subyugación del mundo durante generaciones. Eso por no hablar de que seguramente seguirán intentando darnos caza y muerte, sin importar cuántos misiles y bombas tengan que lanzar en el intento. Si el consejo se diera cuenta de hasta qué punto hemos perdido el control de esta granja, de seguro querrían dar por finalizado el proyecto.
No me importa cómo me vea la humanidad. No puedo permitir eso.
—Si hemos aceptado sentarnos cara a cara contigo y hablar es porque queremos darte una oportunidad y que tú nos la des a nosotras —reconoce Ayona—. Déjanos entenderte. No nos digas, simplemente, que vas a recuperar el control del mundo con o sin nuestra ayuda.
—Nadie pone en duda que tengas un gran poder —agrega Hrutz—, pero si lo utilizas de manera egoísta y sin contar con nadie, entonces no serás diferente de Tygval.
—Una de las grandes y verdaderas razones por las que hemos aguantado tantos años en esta lucha es que queríamos comprender tu punto de vista y contar con tu ayuda —confiesa la primera ministra, ante lo cual frunzo el ceño y ladeo la cabeza, incapaz de comprender por dónde va—. Aquí esta pequeña heroína nos aseguró que seguías con vida —aclara refiriéndose a Darina—. Nos dio su palabra de que te traería de vuelta y te sentaría ante nosotras para que pudiéramos elaborar un último plan de acción.
Al escuchar eso se me hace un nudo en la garganta. Giro la cabeza hacia mi chica y la descubro sonriente y sonrojada.
—Y no me he equivocado —dice primero en voz baja, para después concluir con un tono más intenso—. Sabiendo que era capaz de atravesar una montaña sin hacerse un solo rasguño, sospechaba que haría falta algo más que un misil para quitársela de en medio. Si de algo estoy segura, es de que podemos confiar en las intenciones de Vera.
—Yo creo que tus sentimientos hacia ella nublan tu juicio —le replica Hrutz, al tiempo que evita mirarla a los ojos—. Aun así, te hemos dejado actuar y tratar de validar tus convicciones trayéndola hasta nosotras.
—Voy a ser todo lo tirana y dictadora que sea necesario a fin de conseguir la paz y la seguridad de los míos —les advierto a las líderes de la resistencia, dejando que perciban mi enfado—. No voy de farol. He escuchado demasiadas veces decir que los sentimientos nublan el juicio, pero tampoco veo que lo contrario haya traído resultados positivos. A partir de ahora, las cosas se harán a mi manera, les guste o no.
—Todavía no hemos escuchado cuáles son tus intenciones —me apremia Ayona.
—Lo sé. Pero quiero que quede bien claro que no volveré a jugar al juego de nadie. —Me levanto del sillón y me dirijo hacia la puerta—. Están ocurriendo cosas en este mundo; en este universo... —Me muerdo los labios para no decir también "y en otros universos"— que van mucho más allá de lo que estamos discutiendo aquí. Así que esto es lo que va a pasar: voy a ir adonde se refugian Tygval y su gente, los haré salir como cucarachas y los aplastaré. —Abro la puerta y me recuesto en ella para mirar fijamente a mis interlocutoras—. Luego restauraré a cada nación los territorios que les fueron arrebatados por Borealia, expulsando de allí a sus tropas y fuerzas políticas impuestas. Por último, desmantelaré todos los arsenales armamentísticos del mundo. Cada tanque, cada avión, cada pistola y cada misil serán borrados de la existencia.
—Tú no tienes el poder para hacer eso —replica Abi Hrutz.
—¿Quieres ponerme a prueba?
—¡Esto es absurdo! —exclama la militar, levantándose—. ¡Cómo hemos podido perder siquiera un minuto con ella, Ayona!
—Tranquilízate, Abi —la reprende Dert.
Tanto ella como Darina evitan levantarse de sus asientos.
—¡Es la propuesta más ignorante en materia política, militar y social que se podía hacer! —continúa gritando Hrutz, con los ojos inyectados de ira—. ¡Quiere hacer retroceder a la humanidad siglos enteros de desarrollo! —concluye dejando escapar abundantes gotas de saliva de su boca.
—No es una propuesta —le digo simplemente, y después cierro la puerta tras de mí.
Sin embargo, esta no tarda en volver a abrirse.
—Nunca la había visto tan enfadada. —Se trata de Darina, quien me sigue con andares apacibles a través del campamento de la resistencia amerina—. Confío en ti si tú estás segura de que esta es la mejor opción.
—Puedo ver en todas direcciones en el espacio —le explico—, pero solo puedo ver hacia atrás en el tiempo, y nunca he observado que el desarrollo de las armas termine en algo bueno.
—Reiniciarán la carrera armamentística. No puedes borrar ese conocimiento de la humanidad, ¿verdad?
—Les llevará tiempo —repongo.
—¿Cuánto? Quizás solo unos meses.
—Mientras tanto, si quieren matarse, será mejor que usen palos y piedras.
Durante nuestro paseo por el campamento, ambas contemplamos el estado lamentable de salud y alimentación en el que se encuentran las tropas de la resistencia, que se aloja en rudimentarias tiendas de campaña. Algunos andorrean de un lado a otro, cumpliendo tareas, mientras que otros limpian sus armas o simplemente esperan el próximo llamamiento a la batalla. No hay rastro de nuestros amigos, los cuales probablemente estarán luchando en el frente hasta quedarse sin aliento.
Me pregunto si todas estas personas saben que están peleando una guerra ya perdida.
—¿Cuánto tiempo crees que nos llevará conseguir todo eso que has prometido? —me interroga Darina.
—Lo haré yo sola —le contesto, ante lo cual su semblante se entristece—. No me mires así. —Le sonrío y le separo un mechón de cabello que se había deslizado sobre su ojo izquierdo—. Sabes perfectamente que soy capaz. Os llevaré a un lugar seguro a ti y a mi familia. Luego acabaré con la guerra.
Dari guarda silencio y agacha la cabeza. Después me toma las manos y, todavía sin mirarme, se dirige a mí con un hilo de voz:
—Me ha costado demasiado tiempo traerte de vuelta.
—Eso no es...
Sisea para interrumpirme.
—Este no es el mundo que quería que te encontraras —continúa musitando—. Quería uno que no tuvieras que arreglar, sino uno en el que pudieras vivir en paz... conmigo. —Por fin levanta la mirada y la fija en mi rostro, sonriendo, pero dejando escapar una lágrima—. Iría a buscarte de nuevo las veces que hiciera falta. Tengo fuerzas para eso y también para ayudarte a cumplir con tus propósitos. Si tú me pides que me quede para proteger a los tuyos, lo haré. Pero, por favor, prométeme que no dejarás que vuelvan a capturarte.
Tras concluir su petición, me abraza con fuerza, posando su cabeza en mi pecho. Yo dejo caer mis brazos sobre su espalda y le doy dos palmaditas.
—No voy a dejar que me capturen —le prometo—. Ahora sé cosas que entonces no sabía sobre quiénes son mis enemigos y de qué medios disponen.
El atardecer está cayendo sobre el campamento. Habíamos venido aquí utilizando el espacio intermedio, así que nos encontramos a miles de kilómetros de Parois, en lo que ahora es casi territorio enemigo. No es el lugar más seguro para abrazarse y bajar la guardia.
—Mi corazón te seguirá adonde quiera que vayas —me declara Dari, todavía sin separarse de mí.
Me preocupa que ahora piense de esta forma. No es que me desagrade que esté de acuerdo conmigo, pero tengo miedo de estar anulando su personalidad y convirtiéndola en alguien demasiado dependiente emocionalmente. Por otro lado, odio verme a mí misma reflexionando de nuevo sobre las implicaciones que puede tener dejar que tus sentimientos nublen tu juicio... ¿Qué mérito he hecho yo para conseguir que Darina me profese tal devoción?
—No quiero tratarte como a mi mascota —le susurro al oído—. Eres una persona libre; libre para tener tus propias ideas y tomar tus propias acciones.
Dari suspira profundamente.
—Eso hago —me responde con calma, separándose de mi abrazo.
—¡Saoris! —exclama de repente una voz.
Al girarme, apenas tengo tiempo de reaccionar. A unos diez metros de nosotras se encuentran Ayona Dert y Abi Hrutz; esta última sujetando un arma de fuego que apunta hacia mí. Sin mediar más palabra, aprieta el gatillo y comienza a descargarme una ráfaga de disparos. Lo único que acierto a hacer con precisión es empujar a Darina al suelo, de manera que solo una bala le atraviesa el brazo izquierdo, casi a la altura del hombro. A mí, en cambio, se me incrustan varios proyectiles en el cuerpo, algunos con orificio de entrada y salida; otros, solo de entrada. Por mucho que me concentre, no logro evitar que me penetren. Tan solo tengo capacidad para sanar las heridas rápidamente, expulsando la munición alojada entre terribles dolores.
—Pero ¡qué haces! —oigo que grita Dert, quien, sin embargo, no se atreve a intentar detener a su aliada militar.
Cuando se le termina el cargador, Abi arroja el arma al suelo y gruñe. Después toma otra de su cintura y continúa disparando. Sin embargo, las balas de esta segunda arma ya no tienen capacidad para perforarme, sino que rebotan en mi piel y caen al suelo, donde puedo comprobar visualmente que son del mismo calibre que las primeras. Tal y como imaginaba, existen tipos de munición capaces de perforar las defensas de mi cuerpo. La cuestión es que, hasta ahora, las personas que me habían agredido con ella formaban todas parte del bando de Brimiar Tygval.
¿Cómo ha tenido Abi Hrutz acceso a esa tecnología?
Con intención de averiguarlo después, me deslizo hasta ella, le tomo la mano con la cual sujeta el arma y le doblo la muñeca hacia arriba, rompiéndosela. Cuando cae de rodillas al suelo, retorciéndose de dolor, todavía intenta sin éxito apuñalarme en el abdomen con un enorme cuchillo militar que saca de su pantorrilla.
—¡No estáis a salvo aquí! —exclamo—. ¡Es una traidora!
—Está enfadada contigo porque... —intenta explicar Dert.
—¡No es eso! —la interrumpo—. Tiene acceso a un tipo de arma que solo había visto usar a la gente de Tygval. —Tomo a Hrutz de la mano izquierda, la que aún tiene sana, y la obligo a levantarse—. ¡Quién te la dio! —La mujer no contesta—. ¡Dímelo o te rompo esta también!
Intento acudir a la corriente del tiempo para rastrear todos los contactos que ha podido tener, pero solo consigo ver un momento en el que, simplemente, se encontró con el arma dentro de un estuche en su tienda de campaña, y una nota que decía: "para matar a Vera Saoris". Después soy incapaz de trazar la línea de movimientos del estuche. No veo quién lo trajo, cuándo introdujeron el arma en él, o siquiera dónde se fabricó. Quienquiera que haya intentado este atentado contra mí sabe cómo hacer que objetos y momentos de la corriente del tiempo se vuelvan imposibles de rastrear. Y yo no sabía —o no recordaba— que eso se podía hacer.
—¡Dari! ¿Cómo estás? —le pregunto a mi chica, girándome hacia ella.
—¡Me ha roto el implante del brazo! —contesta en un gruñido de dolor—. ¡No puedo moverlo!
—¿Ves cómo no tienes el poder para realizar tus delirios? —inquiere Abi Hrutz, esbozando en su rostro una terrible sonrisa de satisfacción—. Intentas ser una tirana, pero no puedes proteger ni a uno solo de los tuyos. —Tras declarar esto, escupe en el suelo—. Me has decepcionado —concluye.
—Abigail Hrutz, quedas inmediatamente relevada de tu cargo y de todas tus funciones —sentencia Ayona Dert, al tiempo que hace un gesto a unos soldados para que se la lleven.
Todo el campamento nos mira; la mayoría, boquiabiertos. Ya había cierto runrún cuando llegamos. Los pocos que me reconocieron me miraban como quien intenta entender un error argumental en una película. Con el transcurso de los minutos, deben de haber estado hablando entre ellos, porque ahora todos tienen la expresión aterrorizada de un adolescente a punto de morir en una trinchera de la primera guerra mundial de la Tierra.
—¿Mi cargo y mis funciones? —replica Hrutz entre risas, mientras es arrastrada hacia una de las tiendas del polvoriento campamento—. ¿Estás segura de eso?
Edificios en ruinas con claros signos de haber sido golpeados por artillería de gran calibre. Eso es todo cuanto nos rodea. Esto antes era una ciudad industrial llena de vida y movimiento, situada ventajosamente unos cientos de kilómetros al norte de Chysien. Ahora es la ratonera donde ha venido a morir la exigua resistencia del mundo libre. El lejano pero inconfundible bramido de los motores de la aviación de guerra Boreal me alerta de que la situación está a punto de ponerse violenta.
—¡Al hacer esto solo me das la razón! —le reprocho a Hrutz.
—¡Pues será mejor que te prepares! —me contesta—. ¡Son más aviones de los que puedes contar!
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