Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

3. ¿Somos o no somos?


Mi reloj de pulsera tiene configurada una alarma para despertarme cada día a las siete de la mañana. Esa alarma ha sonado dos veces desde que estoy enterrada bajo los escombros de mi casa sin comer, sin beber y sin dormir. Sangrando. Rota. No he abierto los ojos desde hace horas, cuando descubrí que los tenía llenos de ese polvo cobrizo que había estado inundando el ambiente del barrio durante las explosiones. No obstante, incluso cuando los abría, no conseguía ver nada.

No sé qué ha sido de Rihl, que estaba tan cerca de mí, ni de mi padre. Su imagen sangrante y lacerada por los cristales de las ventanas rotas aparece como una pesadilla lúcida cada vez que dejo la mente en blanco.

Puedo mover la pierna derecha desde el pie hasta la rodilla. También puedo abrir y cerrar la mano izquierda, y soy capaz de girar el cuello unos veinte o treinta grados. El resto de mí está bloqueado por los escombros que me aplastan, o demasiado roto para siquiera responder a mis órdenes. Cuando respiro, siento que solo soy capaz de llenar la mitad de mis pulmones, pues mi pecho no tiene espacio para expandirse más. No sé cómo he sido capaz de mantener la consciencia en todo momento. Durante las primeras horas, un subidón de adrenalina y un terror exagerado a morirme me ayudaron a aferrarme con uñas y dientes a la realidad: me llamo Vera Saoris, tengo cincuenta y un ciclos solares, estudio último curso de secundaria y vivo con mi padre, Norb Saoris, que tiene una tienda de artículos de pesca; mi madre, Yanni Belb, que es maestra de guitarra para niños; y mi hermana, Dea Saoris, que es una universitaria fiestera y alegre. No tengo muchos amigos, pero de vez en cuando me gusta ir con algún grupito y con mi novio Rihl al centro de la ciudad, para visitar locales donde pongan buena música y beber cerveza de importación. El resto del tiempo me gusta pasarlo en casa, leyendo cualquier libro que caiga en mis manos, sea de ficción o no, escuchando música y durmiendo. No soy demasiado afable, pero sí bastante leal...

Me acaba de parecer escuchar algo. Durante los dos días y algunas horas que llevo enterrada, solo me pitaban los oídos. Pero ahora me acaba de entrar un sonido distinto por el lado izquierdo. ¿Voces? Murmullos, quizás. Es posible que Rihl o mi padre me estén pidiendo ayuda. O lo mejor están profiriendo sus últimos estertores. No sé si es de día o de noche. ¿Habrán terminado los bombardeos y nos estará buscando un equipo de rescate? ¿O tal vez haya soldados enemigos que están intentando localizar supervivientes para rematarlos?

A decir verdad, he tenido una vida feliz.

¿Serán absortores? Los zoólogos que los observan, basándose en videos de las redes sociales, nunca han podido entender por qué no atacan las estructuras. En las primeras semanas de su aparición, cuando su existencia parecía poco más que una leyenda urbana, mucha gente de altos recursos reforzó sus ventanas con persianas metálicas que se bajan automáticamente durante la noche. Fue un auge sin precedentes para ese negocio. Sin embargo, nunca se ha visto a absortores romper cristales o atacar edificios. Es como si no pudieran percibir que detrás de las paredes se oculta su comida. Son muy violentos, pero también parecen muy estúpidos. Me pregunto si, en el caso de que sea de noche, podrán detectarme entre los escombros.

Mi ritmo cardíaco está enfermizamente acelerado desde que se me cayó la casa encima, y ha ido aumentando con cada hora que ha pasado. Cuando te queda poca sangre en el cuerpo, además de llevar horas sin beber agua, el corazón tiene que bombear muy rápido y muy fuerte para poder distribuir la vida. Así, hasta que te mueres. Hace ya horas que no siento la pierna izquierda y la mano derecha, entre otras partes de mi cuerpo. Me imagino que estarán muertas, ennegrecidas por la falta de riego. Quizás tengan que hacerme implantes de huesos, músculos o extremidades completas, como a los jugadores de brahn, el deporte rey de los superhombres biónicos. Cuando cumplen los cuarenta y cinco ciclos, mientras todavía van al instituto, comienzan a reemplazarles articulaciones, músculos y huesos originales por las prótesis internas de última tecnología de la liga.

Creo que mi subconsciente ha decidido pensar en esto para distraer a mi mente, y que así no se vuelva a imprimir en ella la imagen de mi padre con el cuerpo destrozado.

Las prótesis biomecánicas de brahn están muy bien. Les permiten a los jugadores correr a velocidades propias de vehículos a motor, así como recorrer sin fatigarse, una y otra vez, los más de doscientos metros del terreno de juego. También les ayudan a saltar y aterrizar sin lastimarse desde alturas de más de tres pisos, o a lanzar la pelota a distancias inconmensurables, empleando una fuerza que podría hacer que se incrustaran en paredes de ladrillo. No conozco una actividad legal más intrínsecamente violenta que el brahn. Durante los partidos, diez hombres se enfrentan contra otros diez. Su objetivo es utilizar cualquier parte del cuerpo para introducir una pelota en un aro vertical, situado sobre un poste al fondo del campo rival, o en alguno de los aros laterales, que valen menos puntos. Sin embargo, en los orígenes del brahn no era rara la ocasión en que la práctica de la actividad degeneraba en una batalla campal, mientras un público de más de doscientas mil personas los jaleaba y apostaba por sus favoritos. Personalmente, no puedo negar que me atrae la idea de practicar este deporte, incluso a nivel profesional. Aunque para ello tengo dos impedimentos: el primero es que no existe una categoría femenina; el segundo, que dentro de unas horas ya estaré muerta.

Sigo creyendo que me he detenido a pensar en esto porque mi cerebro moribundo está empezando a desvariar, resistiéndose a la idea de que estoy enterrada en vida con mi padre y con mi novio, además de con mi madre, si es que realmente se escondía en el sótano. Incluso aunque logren sacarme de aquí con vida, de seguro nadie pagaría los cientos de miles que cuesta un conjunto de prótesis para brahn para implantárselas a alguien que no va a dedicarse al brahn. Ni siquiera es legal hacerlo, ya que solo a los jugadores federados se les otorga licencia para llevar esas piezas de ingeniería dentro del cuerpo.

Me pregunto si Eirén será un jugador de brahn rebelde cuyo poder se le ha ido de las manos a la federación. Si estuviera por aquí levantando escombros, se lo podría cuestionar directamente.

Creo que estoy delirando. Siento mucho calor, así que seguramente tenga fiebre. Estoy temblando y sudando. Puedo sentir empapada la mano que tengo libre. Ni siquiera logro ubicar en qué posición me encuentro. Sé que es horizontal, pero no distingo si bocarriba o bocabajo. La sensibilidad aislada de las diferentes partes de mi cuerpo me hace percibirme a mí misma como una cabeza flotando en alguna especie de fluido, conectada inalámbricamente con una mano y un pie que saben que son suyos, pero que cada vez responden menos a las órdenes. Estoy muy cansada. Me gustaría descansar. ¿Por qué me están moviendo de repente? La presión de mi pecho parece liberarse paulatinamente. Siento que puedo llenar un centímetro más de aire. Luego dos. Pero ya no me cuesta respirar por culpa del peso que tengo encima, sino porque no me quedan fuerzas. Tengo miedo. Estoy triste. Los temblores y el sudor se hacen más y más intensos. No quiero morirme. Quiero ver a mi hermana una vez más y decirle que se porte bien, que no recaiga en sus antiguos excesos. Quiero sujetar sus mejillas entre mis manos y darle un beso en la frente. Dicen que, cuando estás a punto de morir, en tu mente se dibuja el rostro de la persona a la que más amas y aquella cuya tristeza por tu pérdida te hace sentir más ganas de aferrarte a la vida. Hasta hace unos segundos, la imagen malherida de mi padre me atormentaba durante cada instante que dejaba la mente en blanco. Sin embargo, ahora que siento que mi vida se está apagando, veo precisamente el hermoso rostro de mi hermana Dea. Contemplo sus ojos rasgados de largas pestañas, sus cejas finas y sus pómulos prominentes, angulosos; al contrario que los míos, que son más bien redondos. Veo las dos arruguitas que se le hacen en la frente cuando esboza alguna de sus intensas expresiones, y sus labios rojos, carnosos, arqueados hacia arriba en una sonrisa brillante. Aprecio detalladamente las pecas de su nariz —en eso nos parecemos— y esos ojos grises resplandecientes en los que me reflejo. Siento su cabello sedoso y largo entre mis manos, pero, cuando intento mirar mis dedos, no están ahí.

Respirar se está convirtiendo en una tarea imposible.

Estoy llorando. No balbuceo ni gimoteo, porque no me quedan energías, pero noto que muchas lágrimas caen de mis ojos; tantas que se las arreglan para atravesar la capa gruesa de polvo cobrizo que me ciega. La carga que hay encima de mí se aligera paulatinamente y, al mismo ritmo, la imagen del rostro de mi hermana se difumina en mi imaginación. De repente, todo el peso desaparece. De manera instintiva, con una fuerza que creía inexistente, inhalo la bocanada de aire más intensa y profunda que he tomado en toda mi vida. Al entrar, el oxígeno también arrastra polvo, lo cual me provoca un ataque de tos que hace que la boca me sepa a tierra y sangre. Una mano pasa por mi abdomen y tira de mí hacia arriba.

Escucho mi nombre.

—¡Vera! —¿Es mi hermana la que habla?—. ¡Vera, cariño, soy yo! ¡Ya está!

Me abraza con fuerza contra su pecho. Mi oído izquierdo puede escuchar el latido de su corazón, pero por el derecho, que queda expuesto, no oigo nada. No estoy segura de si tengo los ojos abiertos o cerrados. Me arden por el polvo y no puedo ver nada. Sí sé que tengo la boca abierta, porque es por donde respiro, ya que la nariz también la tengo obstruida. Dea me toma en brazos y me levanta, provocándome dolores en tantas zonas del cuerpo que me parece que me voy a desmontar en veinte o treinta partes.

¿Hace frío?

—¡Por favor, protégeme hasta el coche! —la oigo suplicar.

Después, mientras voy perdiendo la consciencia, percibo el vaivén propio de estar siendo llevada en brazos por alguien que corre. Me pregunto si mi hermana había estado ocultándome que realiza algún tipo de entrenamiento extremo para estar tan fuerte, o si solamente está siendo víctima de un subidón de adrenalina, como el que me ha mantenido con vida y despierta durante estas últimas horas.

—Vera, sigue conmigo, por favor —me ruega con el tono de voz más desesperado que le he escuchado jamás—. Sigue conmigo, sigue conmigo.

También me llegan gruñidos, crujidos de fauces y pasos de garras un lado a otro; la sinfonía del deambular de los absortores. Temo que el corazón me estalle por el exceso de trabajo que está haciendo para mantenerme con vida, cuando una violenta convulsión, seguida de varios estertores, me ataca de súbito. No me entra más aire en los pulmones. Noto que me caigo de los brazos de mi hermana y ruedo cuesta abajo por algún tipo de montículo de rocas, golpeándome con varias de ellas. Lo último que recuerdo es escuchar la respiración agitada de una criatura pegada a mi oído, como un lobo que olfatea la entrada de una madriguera antes de meter sus garras en ella para arrancar a la presa.

Tiempo después, ignoro cuánto, recobro la conciencia. Vuelvo a sentirme como una cabeza que flota en un fluido denso. Puedo abrir los ojos, pero no veo absolutamente nada: es la negrura más intensa que he contemplado jamás, sin siquiera rastro de esas chispitas que se generan a veces en el campo de visión cuando estás tratando de dormir. Tampoco percibo sonido alguno, aunque soy capaz de apostar a que el motivo es que me encuentro en un lugar silencioso. Mi oído izquierdo sí presenta un pitido agudo, apenas perceptible, pero persistente. Es en el derecho donde se encuentra la calma total que me hace sospechar una sordera absoluta. Sin embargo, lo que más me llama la atención es que la boca no me sabe a nada, y que el ambiente huele a limpio, muy limpio; a sábanas lavadas y recién cambiadas. Mas no es el suavizante que utiliza mi madre. No estoy en mi casa. No consigo recordar qué ha pasado ni cómo he llegado hasta aquí. ¿Estaré soñando? Mi mano izquierda y mi pie derecho son todo cuanto puedo ubicar de mi cuerpo. Con ellos palpo el entorno y constato que descanso sobre una cama. Las sábanas son de algodón. No estoy cubierta, ya que hace calor y probablemente tenga fiebre. Lo noto en las mejillas.

—Se ha despertado —escucho anunciar.

Creo que es la voz de mi madre, aunque me sorprende que suene tan llana.

—Vera... ¿Cariño? —Y esta es la de mi hermana Dea—. ¡Gracias a los dioses! —Nunca ha sido muy religiosa. Se me hace raro escucharla expresarse en esos términos. ¿Tan mal estoy?—. ¿Puedes oírme? —Puedo oírla, pero cuando intento articular palabra, solo me sale un gemido, así que me limito a asentir con un movimiento de la cabeza del cual no sé si se percata—. Tranquila, mi niña. Descansa.

Me da un beso en la mejilla y siento cómo se aleja. Me encantaría poder ir tras ella y decirle que estoy bien, que no se preocupe. He notado demasiada tristeza en su voz. De todas formas, incluso si pudiera decirle que me encuentro bien, le estaría mintiendo. A medida que pasan los segundos, voy recuperando sensaciones en el cuerpo, y no son de otra cosa que dolor.

—Voy a llamar al doctor —comenta mi madre.

—Vale —le contesta Dea, en lo que puedo identificar claramente como un balbuceo.

Después vuelve a acercarse a mí y me toma la mano izquierda. Me alegra que, de alguna manera, haya acertado a deducir que esa es la parte de mi cuerpo que está sana y que puedo sentir sin dolor. El resto se va transformando paulatinamente en una oda a la tortura que me da las fuerzas para comenzar, primero, a gemir; después a gruñir, y, finalmente, a gritar entre lágrimas. Cada zona de mi anatomía parece haber sido destinada a un tipo diferente de agresión: toda la pierna izquierda me palpita como si los huesos quisieran escaparse de dentro de la piel, topándose con una frontera de mil agujas puntiagudas por el camino. Mi torso me manda sensaciones de estarse quemando en una sartén gigante con poco aceite. La zona de mi brazo derecho se siente aplastada bajo la presión de mil toneladas de roca, deshaciendo los huesos como terrones de azúcar en un café caliente. El cuello, la espalda y la cara hacen una elegía a las laceraciones y las fracturas de partes tan pequeñitas que ni sabía que tenía.

¿Qué demonios me ha pasado? ¿Qué me han hecho?

—¡Por favor, haga algo! —exclama mi hermana.

—Le he subido la dosis de calmantes, pero es todo lo que podemos hacer por ahora —responde una voz masculina—. El hospital de campaña está saturado. No tenemos quirófanos libres. El hospital general del norte quedó arrasado por el bombardeo y apenas nos llegan suministros desde el este. Incluso los calmantes se agotarán si la situación no se soluciona en unos días.

—Tenemos que aceptar la oferta de Donvan —escucho mascullar a mi madre—. Ya hemos perdido suficiente.

—¡No! —exclama mi hermana—. ¡Si dejamos que le hagan eso, la perderemos de todas formas!

—Ustedes sabrán —replica el médico—. Miren. —Escucho una serie de clics, como los del mecanismo de un bolígrafo de punta retráctil—. Ni siquiera reacciona cuando le pongo la linterna a un centímetro de los ojos. Esta chica está ciega, sorda, probablemente no pueda volver a andar y sus heridas están infectadas. Cuando se acaben los antibióticos, toda la gente de esta zona empezará a pasarlo muy mal.

—¡Por favor! —protesta Dea—. ¡Podría estar escuchándonos!

—Eres tú la que tiene que parar —la reprende mi madre—. Llevamos cinco días aquí. Ni siquiera hemos podido... enterrarles. —Por la pausa previa, noto que esa información se le ha escapado. Percibo su arrepentimiento instantáneo. Mi dolor físico está descendiendo gracias a los calmantes que me entran por una vía en el brazo, pero el emocional no hace más que aumentar a medida que ato cabos—. La propuesta de Donvan es la única salida a esta situación. Tenemos que ser pragmáticas.

—Sigamos esperando la ayuda, por favor —suplica mi hermana—. Las noticias dicen que están en camino.

—No son noticias, sino rumores —repone el médico con tono grave—. Hay muchos caminos con muchos desvíos. Mucha gente a la que ayudar. Muchas calles que han sido arrasadas. Avanzar de noche no es seguro, y Eirén no da abasto con todos los absortores que han aparecido tras los bombardeos.

Empiezo a tragar saliva con fuerza y trato de aclararme la garganta para hablar. Puedo entender que la alianza norteña de la que tanto se ha hablado en los últimos días debe de haber bombardeado la ciudad de Vereti, si no el país entero. También comprendo que, de alguna manera, he sido víctima de uno de esos bombardeos, aunque no consigo recordar nada de lo que ha pasado desde que contesté a la última pregunta del examen de historia. Posiblemente estuviera en el instituto o en la biblioteca y quedara sepultada bajo una pila de escombros. Por lo que dicen, llevamos aquí casi una semana. He debido de estar inconsciente durante todo ese tiempo, o bien estaba pasando por tanto dolor que mi mente ha bloqueado los recuerdos hasta donde ha podido. Al parecer, algunos de mis seres queridos han fallecido. A mi madre se le ha escapado que hay personas a las que todavía no han podido enterrar, pero ha evitado pronunciar sus nombres. Es posible que se refiera a mi padre, a Rihl o a los dos. Y, de repente, son demasiadas novedades para asumir al mismo tiempo. No puedo ver ni apenas moverme. Sin embargo, un tal Donvan les ha propuesto una solución que mi hermana se niega de plano a aceptar.

Es por eso que quiero sacar las fuerzas para comunicarme.

—Voy a atender al resto de pacientes —informa el médico—. Si necesitan cualquier cosa, llámenme. Vendré lo antes posible.

—Muchas gracias —murmura mi hermana—. Por favor, mamá. Dale un día más a la ayuda.

—Cada día que esperamos podría marcar un punto de no retorno para ella. —Sorbe con fuerza por la nariz. Seguramente esté llorando—. Y también para nosotras. —Suspira profundamente—. No lo sé, hija. Yo tampoco quiero la solución de Donvan, pero tengo miedo de perder más. De perderos a las dos.

—Quién... —consigo musitar con un hilo rasposo de voz— es...

Percibo una exclamación de sorpresa saliendo de la boca de Dea, que se agacha frente a mí y me toma la mano de nuevo.

—¿Puedes oírnos, cariño? —me pregunta ilusionada.

—Quién... —insisto—. Donvan... —concluyo por fin.

—Oh, dioses —se lamenta mi madre—. Has debido de escuchar todo lo que...

—¡Te lo dije! —la interrumpe mi hermana—. Ten. Bebe agua —me propone después, y no hay sugerencia que pudiera agradarme más, así que, cuando noto la pajita sobre mis labios, empiezo a sorber como si fuera la primera vez que pruebo algo líquido en semanas—. Despacio, despacio. —Siento cómo Dea me acaricia la frente. Sé que siempre me ha querido mucho y nunca ha escatimado en muestras de afecto, pero la intensidad de las que me está brindando desde que desperté me llega hasta el alma. La amo muchísimo—. Vers, cariño, han pasado muchas cosas últimamente. —Qué manera más torpe de anunciar que nos han bombardeado, han matado a mi padre y a mi novio, y me han dejado a mí para el desguace—. No sé si recuerdas algo de los últimos días, o si quieres hablar de ello. Quiero que descanses y te centres en recuperarte, pero si necesitas hablar, también estoy aquí para ti.

Mi madre no se pronuncia. Desde que ha sabido que he estado escuchando todo lo que decían, se ha quedado en silencio absoluto. Ni ella ni mi padre fueron nunca demasiado buenos tratando temas incómodos que no fueran de logística pura.

—Quiero... saber. —Carraspeo. Me duele muchísimo la garganta y todavía no he empezado a hacerme a la idea de que jamás volveré a ver a mi padre. Ni siquiera recuerdo qué fue lo último que nos dijimos—. ¿Qué... ha pasado?

—¿Estás segura? —replica Dea—. No tiene por qué ser ahora. Ni hoy.

¿Por qué de pronto se empeña en posponer el tema? Si estamos en algún tipo de peligro añadido a todo lo que ha ocurrido, es mejor tratarlo cuanto antes, ¿no?

—Por... favor —le respondo, carraspeando dos veces en el intento.

—Está bien —murmura. Luego suspira profundamente y comienza—: Borealia nos ha bombardeado varias veces esta semana. No intentaban invadirnos, sino borrar Vereti del mapa. El discurso de su presidente de que en cualquier momento los absortores podían salir de aquí y atacar el resto del mundo les ha motivado a hacer una matanza. Al resto de naciones de la alianza norteña parece que no les ha gustado la decisión y le han obligado a parar por la vía diplomática. De momento, Americia no ha declarado la guerra, pero seguramente sea cuestión de horas. Los medios di-

—No... —la interrumpo—. ¿Qué ha... pasado... con...?

—Volviste a casa del instituto —interviene por fin mi madre, aunque tiene la voz rota por el llanto—. Tu padre también, de... cerrar la tienda. Rihl estaba contigo. Las bombas alcanzaron el barrio y...

No puede continuar. La oigo como si estuviera sentada a varios metros de mí. Dea, en cambio, me aprieta la mano con fuerza y continúa:

—Nosotras tuvimos suerte —explica—. Yo estaba en la facultad. Mamá estaba en casa de los Ulry, llevándoles un arreglo floral. Allí solo se rompieron cristales y se hicieron algunas heridas.

—Estáis dando... muchos rodeos —la apremio con un nudo en la garganta— para contarme... que papá y Rihl han muerto.

Al decir eso, percibo como si mi hermana se desinflara. Es bastante cómico y bastante triste. Se le oye un resoplido líquido. Se le escapan lágrimas de los ojos, saliva de la garganta y las fuerzas con las que me apretaba la mano.

—Lo siento, Vers —se lamenta—. Lo siento mucho. —Se arrodilla y comienza a besarme la frente, llenándomela de lágrimas—. Tendría que haber estado contigo —me susurra al oído—. No estaba contigo.

La mano de mi madre, fría y temblorosa, se une a la suya. Las tres entrelazamos los dedos y lloramos hasta que se nos taponan los senos nasales. Ellas dos están de rodillas junto a mi cama; yo, tumbada bocarriba, con los ojos abiertos, pero sin poder ver nada. Me abrazan con tanta fuerza que el efecto del calmante desaparece por momentos, y eso me hace recordar que tengo el cuerpo desmontado.

Pasados unos minutos, recobran un poco de compostura y me dan algunos detalles más.

Durante la primera noche, el barrio se llenó de absortores y nadie pudo acceder a él. Eirén estaba desbordado por la presencia de una cantidad de esas criaturas nunca antes vista. Dicen que es como si hubieran multiplicado por diez su número tras los bombardeos. Al amanecer del segundo día, cuando el ratio de aparición disminuyó y el superhombre eliminó a la mayoría, algunas personas lograron entrar. Los cuerpos de seguridad y los sanitarios desplegaron un hospital de campaña para derivar a todos los supervivientes. Por su parte, los residentes que no se encontraban allí en el momento del bombardeo comenzaron, con sus propias herramientas improvisadas o con las manos desnudas, a levantar los escombros de sus casas y a buscar debajo a sus seres queridos.

También me cuentan que, durante el segundo día, recuperaron el cuerpo de mi padre de entre los escombros de mi casa. Ya al atardecer del tercero, Dea logró dar conmigo y con Rihl porque me oyó gemir de dolor. No quiso rendirse ni retirarse, incluso sabiendo que se acercaba el anochecer y que con él vendrían de nuevo algunos absortores rezagados. Se quedó levantando piedras hasta desgarrarse los músculos y romperse varios dedos de una mano —este detalle me lo da mi madre—, gritando mi nombre y el de Eirén, sabiendo que yo no sería capaz de sobrevivir a un tercer día completo sin agua. Por suerte, el superhombre de Americia escuchó su clamor y acudió en su ayuda. Sin embargo, se limitó a lidiar con los absortores que intentaban comérsela, mientras ella levantaba los últimos cascotes antes de sacarme a mí y exponer el cuerpo sin vida de mi novio.

Con toda su superfuerza sobrehumana, Eirén no se ha dignado a alzar ni una sola piedra tras la tragedia. No ha intervenido para localizar a ningún superviviente entre los escombros, de la misma manera que no intervino para interceptar a los aviones que trajeron las bombas; a los cuales, con toda seguridad, pudo haber visto venir.

La última parte de la narración de mi hermana va sobre un tipo llamado Donvan, quien ha ido deambulando por el hospital de campaña durante toda la semana. Afirma encabezar un grupo clandestino que ha estado reclutando a jugadores de brahn para luchar contra los absortores. No obstante, comenta que no hay suficientes jugadores que quieran arriesgar sus carreras y sus vidas para implicarse en la causa, lo cual es bastante entendible. Es bien sabido que ningún ser humano, aparte de Eirén —si es que acaso es humano— ha conseguido jamás siquiera herir a un absortor. Son demasiado grandes, demasiado fuertes, ágiles, violentos y afilados. Este tal Donvan les ha dicho a mi madre y a mi hermana que algunos cirujanos especializados en implantar prótesis internas para el brahn sí se han unido a la cruzada. Según él, han estado usando quirófanos clandestinos y financiación anónima para convertir en superhumanos a gente que jamás había practicado el deporte rey. Se ha ofrecido a hacer lo mismo conmigo, sanando incluso mi vista, si yo me comprometo a unirme a ellos y ser entrenada para luchar contra los monstruos nocturnos.

—Eso es absurdo —es lo único que se me ocurre decir cuando terminan la exposición de los hechos—. Ese tipo está loco —repongo con una voz cada vez más clara—. Tendrían que arrestarlo.

—Al parecer, no tanto —objeta mi madre—. El médico que te está tratando es uno de los suyos, y da fe de los resultados que han conseguido.

—¿Y también devuelven la vista a los ciegos? —replico algo mosqueada—. Nunca se ha visto algo así en el brahn. No cogen a gente de los desguaces; cogen a gente sana.

—Cogen a gente joven —puntualiza mi madre—. Podría ser una gran oportunidad.

—¿De qué? —mascullo—. ¿De mandarme a morir luchando contra esas cosas?

—Eso digo yo —me secunda Dea—. La ayuda de los médicos de verdad llegará en unos días. Solo tenemos que aguantar un poco más, y entonces podrás salir de aquí siendo alguien libre.

—¿Por qué le das falsas esperanzas? —reemprende mi madre—. ¿No has oído el diagnóstico del médico? Tu hermana tiene doce costillas rotas, la pierna fracturada por cuatro sitios y el brazo por seis. Tiene suerte de que no se los hayan amputado. Probablemente tenga una lesión medular incompleta, los tímpanos reventados y los ojos desgarrados. No volverá a ver, no volverá a andar y, si no recibe ayuda en las próximas horas, su infección podría agravarse y causarle la muerte.

El silencio se apodera de la estancia. Jamás, en todos mis ciclos como hija de la maestra de guitarra del barrio, la había escuchado ser tan directa y falta de tacto; tan cruel. Es cierto que mi madre era el contrapunto pragmático de la relación con mi padre, quien tendía a mimarnos y sobreprotegernos. Es cierto que mi madre me enseñó a montar en bicicleta sobre las calles heladas de Atara, a levantarme del suelo cuando me caía, a limpiarme el polvo de las heridas y a seguir pedaleando, tanto en sentido literal como metafórico. Sin embargo, dado que acaban de alcanzarnos una serie de sucesos terribles, una parte de mí esperaba que, por lo menos esta vez, el tacto ganara a la practicidad.

Imagino que la pérdida de mi padre le ha arrebatado el equilibrio.

—Lo siento —murmura de inmediato, y puedo oír cómo se levanta y se marcha.

Dea me acaricia la mano suavemente, besándola de vez en cuando. Está arrodillada en el suelo, con la cara recostada en mi cadera.

—Ha muerto mucha gente, ¿verdad? —se me ocurre preguntar, no sé muy bien por qué.

—No lo sé, cariño —me contesta mi hermana—. Seguramente. Todavía están recuperando cuerpos. Pero, desde que te trajimos aquí, he estado bastante desconectada de lo que pasa fuera.

—¿Y Eirén? —agrego—. ¿Ha servido para algo?

Dea hace una pausa. Sabe que lo que va a decir probablemente no me guste.

—Estás aquí gracias a él —concluye.

—Estoy aquí gracias a ti —corrijo, mientras busco su otra mano con la mía. La encuentro torpemente vendada e inmovilizada para sanar sus huesos rotos durante mi rescate—. Te quiero mucho —le susurro, y llevo sus dedos maltrechos hasta mis labios para besarlos.

Ella llora otra vez. Y lo hace hasta desahogarse, como una niña pequeña, mientras que yo considero que ya he llorado bastante. O al menos es lo que mi organismo me dicta. Aunque a mí me gustaría tener la capacidad que tiene Dea para dejar correr las lágrimas hasta calmarme, mi cuerpo prefiere convertir el dolor intenso en un nudo en el estómago que se va deshaciendo cuando regresa en forma de pesadillas, pensamientos intrusivos y ataques de ansiedad.

El resto de la jornada transcurre sin demasiados sobresaltos. Al parecer, el ritmo de entrada de nuevos supervivientes a este improvisado hospital de campaña —que fue construido con tiendas y con el material rescatado de los restos del centro de salud del barrio— ha descendido drásticamente en los últimos tres días. Los que quedamos estamos a la espera de que el ejército consiga despejar las carreteras para llevarnos a otra ciudad, con hospitales y cirujanos de verdad, donde puedan tratarnos y rehabilitarnos. El silencio es casi sepulcral a la hora de la puesta de los soles. Dea me dice que estamos en una especie de tienda de lona que forma parte de un complejo con otras tantas docenas. Cada enfermo comparte tienda con uno o dos más. Sin embargo, la única persona con la que yo compartía la mía falleció ayer, y todavía no han encontrado a nadie más entre los escombros para asignarla aquí conmigo. Me sigue sorprendiendo la limpieza que se respira en el ambiente. Puedo oler incluso el algodón de los vendajes nuevos que recubren mis heridas: alrededor del torso, del brazo y de la pierna. Mi hermana dice que me los han cambiado cada día para prevenir infecciones, pero que, aun así, a juzgar por la fiebre recurrente que presento, esta ha conseguido abrirse paso. Los antibióticos se agotan. El médico teme que tengan que tomar medidas más extremas si mi pierna y mi brazo empiezan a presentar necrosis. No disponemos de internet, ya que las redes han caído. Nadie tiene una radio o una televisión de baterías que nos puedan servir como ventana al mundo, para saber si realmente el ejército está de camino aquí, o si están demasiado entretenidos tratando de no ser devorados por los absortores durante la noche. Lo único que sabemos con certeza es que los bombardeos cesaron gracias a la presión de la opinión pública mundial y de los aliados de Borealia, que no tenían intención de llegar tan lejos. Sin embargo, esto lo sabemos porque Eirén, que va y viene, se lo contó a uno de los enfermeros del hospital una noche. No tengo demasiada alternativa a la fe de mi hermana en que nos rescaten: la otra opción es aceptar la propuesta de ese tal Donvan para convertirme en una mártir de la guerra contra de los absortores; en carne de cañón. Ninguna de las dos opciones me genera la suficiente confianza como para conciliar el sueño.

Además, he de reconocer que tengo mucho miedo de morirme.

Cuando cae la noche, lo sé porque las temperaturas descienden súbitamente. Mi madre todavía no ha vuelto y Dea se ha quedado dormida a mi lado, arrodillada en el suelo. Estoy meditando sobre mis opciones desde el punto de vista de cuánto podría beneficiar a mi madre y a mi hermana salir de aquí, suponiendo que acepte la propuesta de Donvan. Cómo piensa sacarnos y cuánto tardaré en recuperarme de las intervenciones, si es que sobrevivo, son las cuestiones que me ocupan cuando empiezo a escuchar unos gritos y quejidos a lo lejos. Me frustra muchísimo no poder ver, pero reconozco que todavía no me he hecho a la idea de que puede ser una condición que me acompañe de por vida. Trato de prestar atención a las palabras que me llegan.

—¡Evacuad a los heridos más graves!

Y a muchos gritos, tanto de personas sanas que corren de acá para allá, como de heridos en sus camas, cuyos clamores se distinguen porque apenas tienen fuerzas para gemir.

—Dea, ¿qué está pasando?

La zarandeo con la mano para que despierte.

—¿Qué? —murmura somnolienta—. ¿Qué pasa? ¿Te duele?

Siseo para hacerla callar.

—¿Oyes eso?

Los gritos se perciben cada vez más cerca. El aviso de evacuación es inequívoco y solo puede significar una cosa.

—¡Han atravesado el perímetro! —nos avisa de repente mi médico, asomándose al interior de la tienda—. ¡Los absortores están dentro! ¡Hay que evacu-!

Súbitamente, antes de que pueda concluir su advertencia, algo lo interrumpe y lo hace proferir un gemido de dolor ahogado. Dea empieza a gritar como si fuera la damisela en apuros protagonista de una película antigua, dejándose las amígdalas en el acto.

Mirándolo por el lado positivo, si morimos aquí y ahora no tendré que tomar una decisión sobre qué hacer con mi cuerpo para dejar de ser un estorbo.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro