29. Amad a la dama
El primero de los sentidos que recupero es del tacto. Resulta extraño encontrarse a uno mismo como una masa de carne en un espacio inconcreto que no huele a nada, no sabe a nada y no presenta imagen o sonido algunos. Siento una presión en el cuello, además de un dolor punzante en la cara interior del muslo. Tras recuperar el resto de mis sentidos, me descubro sentada en una silla metálica con tapicería de cuero marrón. Mi cuerpo está perfectamente sano, pero me encuentro atada de pies y manos por unas correas que no me resultaría en absoluto difícil romper, si no fuera por la advertencia que me da una voz:
—Yo que tú no lo haría. —Tiene acento norteño, aunque con una sutil variación que consiste en una pronunciación exagerada de las erres—. Tienes puesto un collar con explosivos suficientes para separarte la cabeza del cuerpo varias veces... otra vez. —Además del collar, también me doy cuenta de que tengo una aguja insertada directamente en la arteria femoral. De ella sale una vía que me administra constantemente un líquido amarillento—. Visto lo visto, no sé qué hace falta para matarte. Pero tampoco he recibido órdenes de hacerlo, así que será mejor para los dos que continúes durmiendo.
Mientras voy perdiendo otra vez el conocimiento a causa del líquido que me entra por la pierna, me fijo en que me encuentro en una sala con paredes blancas impolutas, una iluminación azul paupérrima y una fila de barrotes cubriendo una minúscula ventana al fondo. No puedo ponerle cara a mi captor, ya que una correa en la frente me impide alzar la cabeza. Tampoco tengo certeza de cómo he llegado aquí ni de cuánto tiempo llevo, aunque puedo imaginarme que esperaron a que mi cuerpo se recompusiera del impacto del misil para recogerme y traerme a esta prisión. Cómo han sido capaces de perforar mi piel con una aguja, o qué tipo de sustancia me deben de estar inyectando para conseguir sedarme, son cuestiones para las cuales, de momento, no tengo respuesta. Tampoco soy capaz de explicarme a mí misma cómo mi cuerpo se ha recompuesto a partir de ínfimos pedacitos de carne volatilizada y quemada.
¿Es que acaso soy indestructible?
Varios episodios de inconsciencia y semi inconsciencia se alternan entre sí durante lo que yo interpreto como días diferentes. Cuando duermo, sueño constantemente con Darina, con mis padres y con mi hermana, en ese orden de frecuencia. A veces aparecen también imágenes de Eirén o de algunas de las personas que han muerto por mi culpa. Veo a las madres de la Plaza Azul abrazándose a sus niños justo antes de ser devoradas por un absortor blanco. Contemplo a mi madre caer de rodillas después de que Donvan le hunda el bisturí en la nuca. Y sé con total certeza que estas imágenes no forman parte de mi imaginación, sino que son proyecciones reales de situaciones que se encuentran grabadas en la corriente del espacio y el tiempo, una a la cual, desde mi letargo, puedo acceder como si de una biblioteca se tratase. A veces hablo conmigo misma, pero no en la típica conversación que se tiene con el subconsciente, sino en un diálogo tangible y a dos voces.
—Mírate —me digo (me dice)—. No has tenido ni un segundo de paz desde que eras una niña.
—Eso no es cierto —le respondo (me respondo)—. Mi paz se la llevaron Eirén y los absortores.
Pronto le pongo cara. No sé si han pasado dos o tres semanas de ensoñaciones. A veces me despierto y veo cómo varios hombres cortan partes de mi cuerpo con instrumental quirúrgico. Estas partes vuelven a crecer enseguida y la carne cercenada se desvanece entres sus manos. Sus experimentos no funcionan, pero lo que sí funciona es el sedante con el que me mantienen completamente desactivada a nivel mental.
El rostro de mi otra yo ya no es el mío, sino el de una persona parecida a mí que tiene mi misma voz.
—En realidad —me dice un día—, tu paz te la has llevado tú misma. Sonará a mensaje de galleta china de la suerte, pero tu paz no depende de factores externos, sino internos.
—¿Qué es una galleta china de la suerte? —se me ocurre decirle solamente.
Pronto somos dos mujeres flotando por el cielo sobre un mar de nubes. Ella tiene también la piel clara y el cabello rojizo, pero unas facciones mucho más angulosas, además de un cuerpo con músculos mucho mejor trabajados y definidos que los míos. En sus gestos no se atisba ni un ápice de perturbación mientras habla.
—Lo que estás viviendo no es un sueño —me explica—. Ni yo soy tú.
—Entonces, ¿qué es esto y qué eres tú?
Yo tampoco me dejo perturbar, entendiendo que no sería de ningún provecho.
—Es cierto que tu universo está inmerso en una guerra —cuenta mi contraparte—. Yo formo parte de ese otro universo contra el que creéis que peleáis. Soy algo así como lo que hubieras sido tú, pero no tengo nada que ver contigo.
—¿Por qué dices que creemos que peleamos? —le pregunto.
De repente, nuestro vuelo se torna descendente, hasta que atravesamos la capa de nubes y se descubre ante nosotras una hermosa ciudad de estructuras marmóreas blancas, jardines multicolor y corrientes de agua discurriendo de un lado a otro.
—Lo único que hacéis es rebotarnos a los absortores que os llegan —me confiesa mi acompañante—. A veces ellos matan a algunos de los nuestros, pero eso no tiene mayor impacto en nuestro universo. —Me señala un parque donde unos niños blancos y con el cabello rubio rizado, ataviados con túnicas níveas, juegan a perseguirse unos a otros alrededor de una fuente de agua cristalina—. No hay nadie en vuestro universo que pueda y sepa robar materia del nuestro para aumentar nuestra entropía.
Tras esa declaración, mi interlocutora desaparece, la ciudad marmórea se desvanece y yo vuelvo a encontrarme en la sala de cautiverio. Esta vez los hombres experimentan arrojándome sustancias corrosivas de todo tipo que no hacen ningún efecto, más allá de deshacer las sábanas con que me cubren.
—¡Maldita sea! —se queja uno—. ¡Parece indestructible!
—Ya se lo dije —responde otro—. Durante siglos, gran parte de los esfuerzos tecnológicos de mi gente se centró en desarrollar un método para dañarlos.
—¡Si hubierais concentrado la mitad de esos esfuerzos en cuidar vuestro planeta, no tendríamos ahora esta amenaza en el nuestro!
Tras la discusión, me retiran la correa de la frente, suben el nivel de las luces y me dejan a solas con un anciano encorvado al que inmediatamente reconozco como Iván Petrov, el consejero de Tygval. Sin mostrar ni un atisbo de terror, aunque moviéndose muy despacio, me está desatando también las correas de la cintura, las muñecas y los tobillos. Quisiera reaccionar y salir volando de aquí, pero tengo la certeza de que ya lo he hecho en varias ocasiones, de que han hecho explotar mi cuerpo y de que, al recomponerme, me hallaba de nuevo atada. Además, cuando muevo los ojos o la cabeza, mi ya de por sí neblinoso campo de visión se duplica o se triplica, provocándome un mareo que imposibilita cualquier acción coordinada.
—Tú y yo no somos enemigos —me susurra Petrov, al tiempo que termina con la última de las correas y se dirige hacia una mesa para dejarlas todas—. Deberíamos serlo, pero uno no puede constituirse en enemigo de un dios.
—Sé quién eres —murmuro.
Mi desbloqueada habilidad para consultar sucesos en la corriente del espacio y el tiempo me devuelve imágenes de este hombre, bastante más joven, dirigiendo a una nación y su culto oficial en la Tierra.
—La Restaurada Unión Soviética —repone con la voz rasgada—. Mi madre patria.
—La primera nación que consiguió pruebas empíricas de nuestra existencia —completo, exageradamente aturdida—; de la existencia de seres sobrenaturales, desde su punto de vista.
—No, mi señora —me corrige el anciano, que me mira fijamente con un semblante melancólico y apagado—. Las pruebas de la realidad nunca son empíricas ante los ojos de los necios. Nuestro mundo entero podía ver a los dioses delante de ellos y, con todo, seguir negándolos. Su empirismo estaba incompleto.
Es verdad... Este hombre... Aquella humanidad. Estoy recordando cosas, pero, aunque tengo acceso ilimitado al caudal de información sobre todo cuanto ha ocurrido, todavía tengo dificultades para localizar los registros que necesito y para no abrumarme con el volumen de datos que manejo.
—¿Cómo has sobrevivido tantos miles de años? —inquiero—. ¿Y qué es lo que quieres de mí?
—Si la longevidad no es un misterio para vos —expone—, ¿por qué habría de serlo para nosotros? Si solo nos hubierais mostrado un poco más de misericordia y asignado algo más de tiempo.
Yo no... decidí. ¿Verdad? Sí, recuerdo que esta humanidad tenía un problema grave con su dependencia de varios neurotransmisores relacionados con el placer. Dopamina, oxitocina, endorfina... Habían subordinado el funcionamiento de su entera sociedad a la consecución de estos. Esa filosofía los estaba destruyendo, de manera que el consejo decidió terminar con el proyecto y nos ordenó abandonarlos.
—No fui yo... —digo en voz alta, aunque más bien estoy tratando de hilar los recuerdos que asaltan mi memoria.
—Eso no importa ya.
El consejo ordenó el cese y abandono del proyecto, pero yo me negué. Me había encariñado de tal manera con la humanidad de la Tierra que me resultaba imposible dejarlos atrás para que se destruyeran a sí mismos. Solicité permiso para revelar nuestra existencia y ayudarles. Sin embargo, nos fue denegado. Henk quiso razonar conmigo para que acatáramos las instrucciones, pero yo, en cambio, quise iniciar una guerra contra el consejo.
Muy propio de mí eso de saltar por la ventana al vacío.
—En cuanto a mi propósito —continúa diciendo Petrov—, no es otro que el de eliminaros a vos y al otro, a fin de que la humanidad nunca más tenga que morir solicitando la protección de un dios que no piensa obrar.
—¿Cómo llegasteis a saber tanto sobre nosotros?
En última instancia, creo que Eirén y yo nos peleamos. No solo discutimos, sino que nos enfrentamos el uno al otro en una batalla física. Me vienen imágenes de un desierto. Nos hicimos mucho daño y él me derrotó, obligándome a acatar la decisión del consejo.
¿Por qué recuerdo las cosas tan poco a poco y de una manera tan conveniente para el momento que vivo? Es como si un guionista omnisciente estuviera controlando mis cogniciones.
—Vos y el otro también sucumbisteis a la adicción al placer que había envenenado a la humanidad —me explica Petrov—. Cuando un ser humano está bajo los efectos del alcohol, habla de más; cuando un dios se embriaga, profetiza. —Mientras relata, el anciano revisa un enorme tanque de vidrio con estructura metálica que se encuentra en una esquina de la sala. De él salen los cientos de litros de ese líquido sedante amarillo que me administran por la arteria femoral—. Solo hizo falta que un miembro de nuestro ministerio religioso, un leal y pertinaz feligrés, estuviera en el lugar y momento adecuados para creer la verdad revelada por quienes, a ojos inexpertos, no parecerían más que una pareja de turistas borrachos. —Vuelve a acercarse a mí y me tira el aliento amargo en la cara, mientras me acaricia la frente con la mano—. Las pruebas empíricas de la verdad absoluta se hallan en los entornos más anodinos; tan evidentes que quedan ocultas. Desde entonces, les seguimos durante años. Les observamos y les escuchamos. Nos colamos en sus madrigueras y aprendimos todo cuanto pudimos o supimos entender sobre ustedes y su tecnología. Dígame, ¿qué ha pasado con el otro? ¿No pretenderán que creamos que una simple hoja de hechura humana pudo acabar con la vida del todopoderoso dios Henk?
—No somos dioses —le explico—. Y, mucho menos, todopoderosos.
Pero, si nosotros tenemos acceso mental a todo lo que ocurre en la corriente del tiempo, ¿cómo no nos dimos cuenta de que los soviéticos nos estaban espiando? Mi subconsciente responde: "aunque uno pueda verlo todo, normalmente solo acaba viendo lo que quiere".
—En los orígenes de la humanidad de la Tierra —repone Petrov el consejero—, quienes sabían dominar el fuego eran venerados como deidades. ¿No es así? —Eso es cierto. Nosotros lo vimos. Pero, ¿cómo lo sabe Iván? ¿Quizás Henk y yo lo dejamos escrito en alguna parte?—. Ustedes dominan algo muy superior al fuego. No importa si tienen seres superiores a quienes también consideren deidades; para nosotros, el techo de sabiduría se encuentra en lo que ustedes conocen y nos han permitido conocer.
—Siendo así, ¿por qué quieres matarnos?
Puedo ver a Petrov en la corriente del espacio y el tiempo abandonando la Tierra junto a varios colaboradores, poco después de que nosotros lo hiciéramos. Habían desarrollado la tecnología suficiente para un viaje interestelar en hibernación. De hecho, creo que no la desarrollaron por ellos mismos, sino que la tomaron de archivos que Eirén y yo guardábamos en uno de nuestros refugios, semejantes al que hay en el mar del sur de Terra. Teniendo en cuenta la manera en que se desplaza la humanidad original, utilizar naves y sistemas de hibernación resulta algo desfasado. Sin embargo, para Iván y su gente, incapaces de entender el funcionamiento de nuestras tecnologías más avanzadas, aquel conocimiento arcano resultó de gran utilidad. También hicieron lo propio, hasta donde alcanzaron a comprender, con el saber sobre la longevidad humana. Henk y yo habíamos cometido una serie terrible de excesos de confianza, y ellos aprovecharon para colarse en nuestras instalaciones y robar nuestra información sin dejar siquiera un rastro que nos hiciera sospechar.
Su nave llegó al sistema binario de Agón y Nahil sin contratiempos. Después se mantuvo en órbita alrededor de los soles, pero lo suficientemente lejos de Terra como para no ser detectada por nosotros, que ni siquiera la estábamos buscando. Prolongaron la hibernación por miles de años y, finalmente, aterrizaron cuando el desarrollo de la nueva humanidad les permitió mezclarse entre ella sin llamar nuestra atención. Iván no ha envejecido en los últimos ciclos, sino que ya era viejo cuando se aplicó los tratamientos de longevidad, ignorando cómo aprovecharse de sus efectos rejuvenecedores.
Ha vivido como un anciano achacoso y encorvado durante miles de años.
También puedo ver que se produjo algún tipo de cisma entre él y sus colaboradores, de manera que siguieron caminos distintos. Una pequeña parte de ellos se convirtieron en lobos solitarios. Otros, provenientes de una nación de la Tierra llamada Japón, conquistaron tierras en el este y fundaron la nación de Otobo. También dieron origen a la mitología acerca de Hanenk y Davara, basándolos en la historia real que conocían sobre Henk y sobre mí. Petrov, por su parte, se infiltró entre los Boreales. Sin embargo, mantuvo un perfil bajo durante siglos, intentando localizarnos a Henk y a mí para llevar a cabo su venganza. Cuando los absortores empezaron a aparecer y Eirén comenzó a defender a Americia de ellos, la desmesurada sed de poder del loco de Brimiar Tygval le hizo pensar que era el momento de pasar a la acción.
Ahora lo maneja como a un títere. Se aprovecha de sus conocimientos superiores para que el inestable de Brimiar lo venere como un profeta y cumpla con sus designios.
—Porque ustedes son dioses demasiado deficientes como para merecer adoración —me responde por fin—. Estoy seguro de que la humanidad no es capaz de gobernarse eficientemente sin la presencia de deidades que cuiden de ella. No obstante, ustedes no parecen cumplir con los requisitos para hacerlo, por lo que es seguro que, al eliminarlos, atraeremos la atención de otros seres divinos más cualificados.
—Quienes, tras descubrir la carnicería, estarán encantados de ser vuestros adorables tutores —mascullo en tono sarcástico.
Aunque me disguste reconocerlo, nosotros hemos resultado ser un terrible tutor para estas dos humanidades. Después de que Henk me derrotara, acepté venir aquí con él. Mi única alternativa era que me entregara al consejo y ellos me ejecutaran por insubordinación. A pesar de que había existido un vínculo romántico entre nosotros, después de mi traición Henk ya no me tenía suficiente cariño como para unirse a mi causa, aunque sí el apego justo para mantener en secreto mi desliz, y así salvar mi vida. De modo que nos asentamos en Terra, hicimos lo que teníamos que hacer y, algunos miles de años después, comprendí que no podía aguantar más. Cuando la nueva humanidad empezó a manifestar los mismos síntomas que la anterior, la idea de volver a vivir la historia completa de la degradación y abandono de unos seres que eran como mis hijos se me antojó insoportable. Fue por esa razón que, con el beneplácito y la ayuda de Henk, decidí mover mi vida a un perfil más bajo, realizando una práctica totalmente prohibida por el consejo. Utilizando nuestra tecnología más avanzada, bloqueamos mis recuerdos y trasladamos mi existencia a la matriz de una mujer. Elegí a la familia Saoris porque, sin mi madre saberlo, había perdido sus facultades reproductivas después del parto de Dea. Sin embargo, tanto ella como mi padre estaban deseosos de traer al mundo a una segunda criatura. Había más familias en Terra con problemas de fertilidad, pero escogimos a aquella porque Atara me pareció una ciudad bonita y entrañable, alejada de la degradación de las grandes urbes, además de por el parecido físico que tenía la mujer conmigo, el cual ayudaría a que solo fueran necesarios unos pocos retoques en mi genética para conservar parte de mi aspecto original. Yo todavía no tenía ningún tipo de vinculación emocional con quienes terminaron siendo mis padres. Solo buscábamos la manera más humana de perpetrar aquella atrocidad sin atentar contra la voluntad de la mujer.
La visitamos un día que dormía la siesta en compañía de la bebé Dea, mientras mi padre trabajaba, y Henk se encargó de volver más profundos sus letargos. Mientras tanto, yo puse en marcha la máquina sacrílega que habíamos fabricado días antes, siguiendo las instrucciones almacenadas en la base de datos de nuestro refugio. Se trata de una pequeña consola acoplada a una sonda que aprovecha los tejidos internos de la madre para generar un embrión sin conciencia potencial en su interior. En el último paso, Henk se ocupó de transferir ese potencial de desarrollar mi mente, así como mis memorias bloqueadas, al nuevo embrión. Tras activar el proceso, se despidió de mí con lágrimas en los ojos mientras yo, conectada a la máquina, me quedaba dormida en sus brazos.
Ignoro qué hizo con mi cuerpo original, y ni siquiera deseo consultarlo en la corriente del espacio y el tiempo para averiguarlo, pero imagino que sus lágrimas las provocaba la perspectiva de enfrentarse a milenios de soledad absoluta.
—¿Por qué estáis llorando? —me interroga Petrov.
—No hay ninguna manera de que podáis eliminarnos con la tecnología que sois capaces de comprender —le contesto.
Obviamente, no voy a explicarle que estoy llorando porque me siento como un monstruo tras recuperar estos últimos recuerdos; tras darme cuenta de que he manipulado caprichosamente la realidad de una familia de una forma drástica y egoísta. Comparado con esto, las astucias de Donvan y su gente para utilizarme se quedan en un juego de niños.
Pero tampoco voy a hablarle a Petrov de la avalancha de recuerdos sobre mi familia y mi segunda infancia que bombardean mi corazón: los aromas de la deliciosa comida que mis padres cocinaban. La sonrisa de Dy cuando todavía tenía dientes de leche. Los paseos en familia por la montaña... No le voy a decir a Iván que he recuperado casi toda la información que tenía antes de elegir recluirme a mí misma en un cuerpo humano inferior.
Está grabado en los anales de la guerra de los universos. Cuando en una granja de nuestro sistema está a punto de manifestarse un ser con el poder extraordinario de atraer materia de baja entropía, los enemigos del universo paralelo son capaces, de algún modo, de detectar la amenaza. Como respuesta, envían a los absortores a esa granja para que ataquen y destruyan el foco potencial.
Henk y yo habíamos acordado que, si eso llegaba a suceder en Terra, él informaría al consejo y vendría a buscarme. Me despertaría de mi letargo, poniendo en marcha los procesos que reactivarían mi conciencia y mi memoria. Una vez restaurada, defenderíamos juntos a la humanidad de los absortores, mientras esperábamos la llegada de refuerzos del consejo. Sin embargo, en este caso, no solo el enemigo universal estaba al tanto de nuestro potencial progreso. También nuestros antiguos protegidos, los humanos de la Tierra, habían logrado trascender la barrera del conocimiento oculto y nos habían seguido hasta nuestra nueva asignación. Con toda seguridad, Iván Petrov ya estaba asesorando a Brimiar Tygval desde que yo era una niña. Con toda seguridad, también, fue él quien orquestó el bombardeo de Vereti. No se trataba de una torpe declaración de guerra mundial, sino de una treta para eliminarme antes de mi despertar.
Puedo verlo todo con claridad en la corriente del espacio y el tiempo.
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