27. A ti no, bonita
Cuando vengo a ver a mi hermana a Chysien, me elevo por el cielo hasta una altura lo suficientemente lejana de la superficie como para que nadie pueda darse cuenta, a simple vista, de que hay una mujer surcando las nubes. Levanto el vuelo sin temor desde el aparcamiento de mi edificio en el complejo militar, donde mis poderes son de dominio público y los militares guardan el secreto de estado. Sin embargo, una vez en Chysien, tomo tierra en mitad de un espeso bosque que hay a las afueras. Después, camino unos diez minutos hasta la salida de la arboleda y cojo un autobús que me deja en el centro de la ciudad en algo menos de media hora. De todas formas, intento no abusar de estas escapadas, por si el sistema de radar del gobierno me detectara y la información sobre mi identidad pudiera acabar en dominios indeseados.
Hoy Dea me recibe con una sonrisa sustancialmente más luminosa de lo habitual. Lleva un largo vestido rosa, además del cabello recogido en una voluminosa trenza matizada con flores. Es la viva imagen del verano y la felicidad. Ha escogido su restaurante favorito: un sitio en el que preparan delicias de Atara y las acompañan con tés de todos los sabores. De momento, está sola. Yo he llegado cinco minutos tarde, de manera que me espera ya acomodada en una mesa para cuatro. Después de besarle la frente, tomo asiento frente a ella y me quedo mirándola con picardía.
—A ver —me saluda—. Me tienes que perdonar.
—¿Por qué?
Su cara de ilusión es contagiosa.
—Porque ya hace tiempo que estoy saliendo con Henk, y no te lo había presentado.
Me río.
—¿Y eso por qué? —le pregunto—. ¿Te daba miedo que no me cayera bien y lo moliera a golpes?
—¡Por ejemplo! —exclama mi hermana, soltando una risotada—. No. No lo sé. Soy una insegura de mierda.
—No te digas esas cosas —la reprendo.
—¡Es verdad! Es como cuando no se anuncian los embarazos hasta pasados unos meses, por si hay un aborto.
—¡Qué bruta eres! —Cuando veo pasar al camarero, lo llamo levantando el brazo—. Un agua fría, por favor —le pido.
—Que sean dos —agrega Dea—. Hace muchísimo calor.
—Pues ahí arriba, estarías bastante a gusto —le digo señalando hacia el cielo por la ventana—. Y congelada, probablemente.
Mientras me río, mi hermana hace una pausa, me mira a los ojos y niega con la cabeza.
—Aún no me creo que puedas hacer todo eso —comenta—. Es... Todo lo que ha pasado en los últimos ciclos... Parece que ahora vivamos en una película de ciencia ficción en la que todo es posible.
Asiento un par de veces, al tiempo que me abanico con la mano.
—Tal cual lo he pensado yo más de una vez —confirmo para después resoplar—. Y bueno... ¿Vas a presentármelo o no?
Dea frunce los labios, arquea las cejas y luego sonríe, haciéndose la interesante.
—Está saliendo de trabajar —me informa—. Vendrá en unos minutos.
—¿Del centro de mareas? —Dy asiente—. ¿No será el imbécil de Yvar? Mira que abandonó a su mujer con un bebé de pocos meses...
Mi hermana suelta un potente resoplido, al tiempo que el camarero nos trae dos vasos y una jarra de agua con hielo. Yo nos sirvo a las dos.
—Ya te he dicho que se llama Henk —me recuerda Dea—. Es el encargado de suministros.
—Nunca lo conocí —observo.
—Todavía no trabajaba ahí cuando tú estuviste.
Mi hermana le da un trago al agua como si fuera cerveza helada. Me extraña verla tan saludable...
—¿Estás empezando a cuidarte? —le digo con sorna.
—Y tú, ¿qué?
—Yo tengo resaca —confieso—. ¿Qué excusa tienes tú?
—Estoy embarazada.
En un acto reflejo, escupo un chorro a presión con toda el agua que tenía en la boca, de vuelta al interior del vaso. La mitad del restaurante se queda mirándome mientras me seco la cara.
—Estás de broma, ¿no? —le digo, no sé si ilusionada o asustada.
—En unas semanas, verás la barriguita.
Su sonrisa es enorme y hermosa.
—Joder, Dy —espeto, volviendo a beber agua—. Me... alegro mucho por ti. Es muy bonito traer una vida al mundo y...
De repente, mi hermana me interrumpe con una carcajada. Por una milésima de segundo, yo también quiero reírme, imaginándome que se trataba de una broma.
—¡Qué mal se te da disimular! —exclama—. Ya sé que no te gustan los niños.
—¡No es que no me gusten!
—También sé que no es el mejor momento de la historia de la humanidad, y que yo no soy la madre con más movilidad del mundo. —Tras decir eso, Dea estira el brazo y pone su mano sobre la mía—. No lo estábamos buscando, ¿vale? Pero Henk y yo vamos a vivir juntos y a quererlo como si así fuera.
Con la mano que me deja libre, me cubro la boca abierta.
—De verdad que me alegra mucho verte ilusionada —insisto—. Es solo que...
—Sí, yo también estoy cagada de miedo.
Y yo que me sentía mal por haberle ocultado durante un ciclo y medio mi experiencia en el refugio de Eirén. Resulta, según me cuenta después, que ella ya lleva un ciclo entero saliendo con el tal Henk.
Realmente, no sé cómo sentirme. No solamente mi hermana no se ha visto con la confianza suficiente para contarme que tenía pareja estable, sino que además me ha ocultado su embarazo durante casi tres meses. No quiero parecer ofendida ni dar la impresión de que esta historia tiene que girar en torno a mí, sino al revés: quiero entender qué puedo haber hecho mal para perder su confianza hasta este punto.
—Sé que tienes muchas cosas en la cabeza y no quería preocuparte innecesariamente —me explica—. Ahora que ya hemos hecho las pruebas necesarias y hemos confirmado que todo va bien con el bebé, solo queda confirmarte que vas a ser una tía estupenda.
Algo no me cuadra. No sé.
—¿Está todo bien entre nosotras? —le pregunto.
—¡Claro! —se apresura a confirmar mi hermana—. ¡Jo, cariño! ¡No quería hacerte sentir mal! —De repente, desvía la mirada a un punto detrás de mí y sonríe, saludando con la mano—. ¡Aquí está!
Cuando me giro, veo entrar a un hombre alto, apuesto y moreno, que nos sonríe con absoluta seguridad y aplomo, además de una dentadura perfecta. Camina hacia nosotras mientras el corazón se me acelera. Me giro hacia mi hermana, a fin de comprobar que me estoy fijando en la persona correcta, y luego, cuando me vuelvo hacia él, me lo encuentro a escaso medio metro. Hago un esfuerzo por fingir una sonrisa en mitad de mi confusión, al tiempo que él se reclina sobre mí y me da dos besos.
Huele a tabaco y frutos del bosque.
—Encantado. Me llamo Henk.
No puede ser. ¿Es una sonrisa cínica lo que estoy contemplando? La Vera antigua pide paso para intentar matarlo con tanto ímpetu que apenas puedo refrenarla.
—Ve... Vera —balbuceo, presentándome, mientras él toma asiento entre mi hermana y yo.
—¿Estás bien? —me pregunta Dea—. Te has puesto muy pálida.
No me puedo creer que mi hermana esté esperando un hijo de Eirén. No me puedo creer que esté vivo. No... ¿Qué ha pasado? ¿Qué hago? ¿Pensaban que no lo iba a reconocer porque nunca lo había visto sin antifaz? ¡Es el mismo tipo de las fotos de la fortaleza del mar del sur! Yo venía aquí a comer con ella y a plantearle preguntas sobre mi más tierna infancia, para ver si recordaba que alguna vez unos alienígenas me hubieran dejado en el jardín de casa y luego mis padres me hubieran adoptado. Venía a conocer a su novio, que sería cualquier fulano con el que llevaría unas semanas viéndose, emborrachándose y haciendo el amor, como cuando iba a la universidad.
Joder.
—No puedo —espeto—. Lo siento. Pero ¡¿a ti qué mierda te pasa?! ¿Mi hermana lo sabe?
—Sí lo sé —contesta ella, con un gesto de decepción—. Y pensaba que había pasado el tiempo suficiente para que ya no te importara tanto.
—No me importara, ¿qué? —mascullo, y luego continúo en un susurro interdental—. ¿Que matara a nuestra madre? Dame una buena razón para que no le arranque la cabeza aquí mismo.
Él no deja de sonreír. Es como una versión siniestra de Pelvra: caballeroso y gentil, pero con malas intenciones. Cómo pude llegar a pensar que...
—Ahora soy un hombre mortal e indefenso —me dice.
—¡Y una mierda! —exclamo, aunque vigilando que el volumen de mi voz no se descontrole.
—Y además, yo no maté a tu madre —me confiesa—. He cargado con muchas cosas en mi vida y en mi muerte, pero sin duda alguna, aquella fue la culpa que más me pesó.
—No me creo una puta palabra de lo que dices.
Me levanto de la silla y me dirijo hacia la salida del restaurante, pero él me sigue.
—Espera, por favor. —Eirén me agarra del brazo—. Es importante que arreglemos las cosas.
—¡Suéltame, joder! —Salgo al exterior y me doy la vuelta para decirle unas últimas palabras antes de salir volando delante de todo el mundo—. ¡Si no fuiste tú, por qué nunca me dijiste quién fue!
—¡Porque las cosas tenían que ser exactamente como fueron! —me explica—. ¡No podía decirte que había sido Donvan!
—¡No sé por qué no te parto en dos aquí mismo! —le grito, ahora que estamos en exteriores—. ¡Hiciste que me metiera en tu refugio y me creyera toda tu película sobre nosotros!
—¡No era ninguna película! —Cuando me aprieta tanto el brazo que está a punto de rompérmelo, me doy cuenta de que en realidad sí sigue teniendo habilidades sobrehumanas—. ¡Lo que viste era real, y lo sabes! —En ese momento, mi hermana sale del restaurante impulsando su silla de ruedas, mientras un camarero le sujeta la puerta—. Escucha. Ha pasado mucho tiempo. Has visto muchas cosas. Necesito que, por una vez, utilices la cabeza.
—¡Suéltame!
Me zafo de él y hago amago de levantar el brazo para hacerlo desaparecer. A duras penas logro controlarme.
—La rabia que sientes cuando me tienes cerca no es irracional —me explica el susodicho Henk—, ni tampoco es fruto de las experiencias que tú crees que la provocan. —La única razón por la que no lo he eliminado es que mi hermana me está clavando una mirada rogativa, como si ella ya supiera lo que él quiere contarme y me suplicara para que le dé una oportunidad—. Entre nosotros pasaron cosas que hacen que tengas razones para estar enfadada conmigo.
—No te andes con rodeos y dime qué somos —mascullo dirigiéndole una expresión de rabia.
—Aquí no —niega él—. Prométele a Dea que no vas a hacerme daño y vamos a algún lugar a solas.
—No pienso ir a ninguna parte contigo —insisto—. Estoy harta de tus jueguecitos y de tus verdades a medias. Será aquí y ahora.
Él resopla y mira a mi hermana. Luego otea los alrededores. Como no se ve a nadie y la acera es bastante ancha, me invita a acercarme al borde, a un paso de la calzada. Finalmente, le hace un gesto a Dea para que vuelva a entrar en el restaurante y ella obedece sin rechistar.
—Tú y yo somos humanos —comienza a explicarme—. Pero no humanos como los que viven aquí, en Terra, sino de una estirpe superior: la original. ¿Recuerdas algo de eso?
—No se puede recordar una cosa que no es verdad —espeto.
—Cuando te toqué en el hospital de campaña de Vereti, donde recuperaste la vista, ¿qué sentiste?
—Simplemente volví a ver. No recuerdo nada más. —Comienzo a irritarme de nuevo—. No sé para qué, pero solo estás intentando ganar tiempo, y eso me cabrea.
—¡Intento hacerte entender! —exclama—. ¡Por favor, Silje! ¡Por qué siempre tienes que complicarlo todo!
—¿Cómo me has llamado? —inquiero—. ¿Y cuánto tiempo llevo complicándote la existencia, si se puede saber? Porque, que yo recuerde, a la única a la que le han jodido la vida nuestras interacciones es a mí.
—¿Te parece poco que haya tenido que permitir que me maten para darte algo de tiempo?
—¡Pero si estás aquí, vivo como una plaga!
Se acerca un anciano que camina a paso bastante lento. Al principio, se queda mirándonos, un poco preocupado por el tono de nuestra discusión, pero después trata de disimular y pasar sin llamar la atención.
—No puedo darte las respuestas que buscas si no me dejas hablar y seguir un orden —me dice Eirén, o Henk, o como se llame, bajando la voz—. Por favor...
Me cruzo de brazos y resoplo con rabia, mientras trato de no mirarle a los ojos.
—Hace demasiado calor aquí —comento—. ¿Dea sabe todo lo que me quieres contar? —Henk asiente—. Joder... ¿Desde hace cuánto?
—Meses.
—Entonces, vamos adentro —consiento—. Te daré cinco minutos sin reaccionar a cualquier cosa que me digas.
—Te lo agradezco.
Se apresura a entrar y volver a sentarse a la mesa en la que estábamos. Cuando el camarero se acerca, Dea está a punto de pedir comida, pero yo le hago un gesto agresivo con la mano para que se aleje.
—Pues nada —murmura mi hermana—. No comemos...
—La humanidad original ha colonizado amplias zonas por todo el universo —me suelta Henk, como quien habla de la previsión del tiempo—. Tenemos un intelecto desarrollado, cuerpos altamente evolucionados y la capacidad de doblegar muchas de las leyes de la física de una manera que en este planeta resultaría poco menos que mágica. —Tras explicar esta primera parte, se sirve un poco de agua en el vaso de Dea y se la bebe de un trago—. Para nosotros es tan natural hacerlo que resulta intuitivo e innato. Nuestros niños aprenden a volar igual que los humanos de aquí aprenden a caminar, sin pensar en las implicaciones mecánicas y físicas del hecho. Una vez alcanzada la edad adulta, también podemos abrir portales para transportarnos instantáneamente a lugares lejanos. —Yo me limito a cruzarme de brazos y hacer ver que le creo. En realidad, vistos mis poderes, casi cualquier explicación podría ser plausible. Sin embargo, yo no me la trago sencillamente porque viene de él—. No obstante, tenemos un problema. Y es... peligroso de explicar.
—¿Los absortores? —lo interrogo.
—Relacionado, pero mucho peor —me aclara—. Quédate con que, para que los seres humanos originales podamos hacer frente a esa amenaza, necesitamos engendrar a seres como nosotros con unas características muy concretas.
—Explícamelo todo —solicito—, y explícamelo bien.
Henk vuelve a beber agua antes de continuar.
—Cada vez que hablamos de ellos, corremos peligro de revelar nuestra posición y atraerlos a nosotros —se justifica—. Al igual que ocurre cada vez que usamos nuestros poderes.
—¿A quiénes? —inquiero—. Explícate de una vez, y ya enfrentaremos lo que tengamos que enfrentar.
—Seres de otro universo. —No puedo evitar reírme en un resoplido, poniendo los ojos en blanco—. Vivimos en una guerra constante con ellos.
—Típico de humanos originales —me burlo—. ¿Acaso no hay suficientes recursos en un universo entero como para entrar en guerra con otro?
—No —dice Henk sin más—. ¿Has oído hablar de la entropía?
—La tendencia de los sistemas al desorden —repito, trayendo a la memoria alguna charla de mi padre.
—La tendencia de los sistemas al equilibrio térmico —me corrige—. Cuando un universo alcanza su máxima entropía, no pueden darse en él más transformaciones de energía en trabajo o materia.
—Lo dices como si fuera algo que ocurre muy a menudo —replico.
—Ha ocurrido varias veces —aclara Henk—. No obstante, el proceso nunca se ha completado porque un universo envejezca y haga crecer su propia entropía de forma natural, en sucesiones de eventos de miles de millones de ciclos, sino porque seres de otro universo abren portales y roban de él los elementos con menor entropía: nebulosas, galaxias, cúmulos y supercúmulos enteros, a fin de reducir la entropía del suyo propio, prolongando su existencia.
—Un universo se come a otro —trata de aclararme mi hermana—. Dilatan su espacio y luego lo llenan. En eso consiste la guerra.
—¿Y tú te lo crees? —le reprocho.
—Conozco algo parecido —me confiesa, a lo cual no sé muy bien cómo reaccionar—. Cuando tú haces desaparecer cosas, realizas el proceso inverso.
—¿Las cosas que hago desaparecer aquí aparecen luego en otro universo? —pregunto.
Los dos asienten.
—Instantáneamente, en el punto reflejo del universo paralelo —puntualiza Henk—. O esa es la teoría. Una habilidad como la tuya es, de por sí, peculiar. No todos los humanos originales la tenemos y, hasta el día de hoy, somos incapaces de explicar su procedencia. Sin embargo, han existido humanos capaces de realizar el proceso contrario: atraer materia desde el otro universo hacia este. —Vuelve a llenarse el vaso de agua, esta vez hasta dejar vacía la jarra—. Esos son los que decantan las guerras entre universos, aumentando la entropía del otro al robarle su materia de baja entropía. Al principio, su poder les permite atraer cosas relativamente pequeñas, como montañas o planetas. Sin embargo, con el paso de los ciclos, se conectan de tal manera con el tejido del espacio y el tiempo que son capaces de desplegar cúmulos y supercúmulos de galaxias enteros en puntos concretos de su universo sin alterar el equilibrio del mismo, como si tejieran un parche sobre una prenda de vestir; así, hasta dejar tan seco al universo rival que termina por precipitarse hacia su muerte térmica.
Estoy a punto de levantarme de la mesa. Ya han pasado los cinco minutos que le otorgué para contarme disparates. Y si no han pasado, me da igual. Es demasiada información para absorber de golpe. Mi hermana está embarazada del puto Eirén. Con eso ya tenía suficiente. Me resulta increíble y decepcionante descubrir qué fácil es sacar de dentro de mí a la antigua Vera, la que no controlaba sus reacciones; la que no quería pasar ni un minuto hablando con este hombre.
—¿Existe alguien así actualmente? —pregunto en un último esfuerzo, mientras me levanto de la silla.
—En nuestro universo, no. Y lo más probable es que en el otro tampoco —me contesta Henk—. Si fuera así, estaríamos jodidos. Y ya lo sabríamos.
—¿Adónde vas? —inquiere mi hermana—. Todavía no nos crees, ¿verdad? —Suspira y le pone la mano en el antebrazo a Henk, quien la mira con una ternura que me resulta repulsiva—. Te dije que no estaba preparada.
—¿Eso le dijiste? —replico enfadada, dándome la vuelta—. Pues tal vez ahora sí me voy a sentar y me vais a explicar toda la fábula hasta el final.
—Dy tiene razón —asevera Henk.
—¡No te atrevas a llamarla como la llamo yo! —exclamo señalándolo con el dedo índice, al tiempo que aprieto los dientes.
—Dea tiene razón —corrige sin inmutarse—. No estás preparada emocionalmente para seguir recordando. Pero eso da igual, porque dentro de poco van a pasar cosas que te demostrarán lo que decimos sin ningún género de duda.
—¿Qué es lo que quieres de mí, entonces? —pregunto.
—Los humanos originales tampoco sabemos bajo qué condiciones o por qué razón nacen seres con el poder de traer materia del universo paralelo. Ignoramos, además, cómo surgen nuevos universos tras la debacle de los antiguos. Todas las historias sobre las guerras de la entropía que conocemos nos han llegado gracias a incontables generaciones de seres neutrales en los conflictos, quienes se han encargado de transmitir la información de un universo a otro. O eso es lo que dicen...
—Eso no explica qué es lo que quieres de mí —insisto, y reconozco que me he puesto absolutamente insoportable, pero es que no venía preparada para un tipo de interacción como esta.
—Lo único que cada universo puede hacer —sigue explicándome Henk— es intentar multiplicar sus opciones de engendrar a un ser con la capacidad de traer materia de baja entropía desde el universo enemigo, antes de que el otro lo consiga. Para ese fin, en nuestro universo creamos lo que aquí se conocería como granjas.
—¿Granjas? —repito.
—Planetas enteros —corrobora Henk—. Colonizamos mundos, llevando la semilla de la vida humana original, así como de la fauna y la flora imprescindibles para darle soporte. Por ese motivo, la biósfera de todas las granjas es bastante similar. Luego dejamos que se disemine a su ritmo, interviniendo lo menos posible en su desarrollo. El consejo cree que, cuanto menos influyamos en su progreso, menos probabilidades habrá de repetir los errores que hacen que seamos incapaces de engendrar a humanos con el poder que buscamos.
—¿Qué carajo es el consejo? —planteo.
—Ellos deciden qué se hace y cómo se hace —me explica Dea.
—¿Hasta esto ya se lo habías contado? —le reprocho a Henk—. ¿No decías que era peligroso el solo hecho de hablar sobre ello?
—Y lo es —me confirma—. Pero era necesario para que me permitiera acercarme a ti.
—¿Por qué iba a tener que darte permiso mi hermana para hablar conmigo? —mascullo.
—Porque yo temía que intentaras matarme —confiesa Henk—. Y lo sigo temiendo. Pero creo que no hay nadie mejor que ella para anticipar y medir tus reacciones.
—Tú y yo tenemos una charla pendiente sobre esto —le digo a Dea, ante lo cual ella agacha la cabeza.
—Se nos acaba el tiempo —continúa Eirén—. Pronto tendrás que decidir si te crees todo esto y de qué lado vas a ponerte.
—Primero quiero que me expliques qué ocurrió entre nosotros para que te odie tanto, y por qué no recuerdo nada.
—Si te explicara lo primero, entonces sí que me matarías —admite—. Lo segundo lo elegiste tú misma después de que pasara lo otro.
—No pienso mover un dedo a tu favor si no tengo toda la información que necesito —reitero—. ¿Por qué iba a decidir yo perder mis recuerdos?
—A ti y a mí se nos asignó una granja —sigue explicándome el superhumano—. Un planeta entero. Se llamaba Tierra. Era un hermoso vergel azul orbitando alrededor de una estrella joven a la que los humanos de allí llamaban Sol. —Tras decir esto, se le entristece el semblante—. Las fotos que viste en mi morada eran de allí. Tú y yo plantamos la semilla de la vida humana original en la Tierra. Era un lugar perfecto en la zona de habitabilidad de una estrella casi perfecta: una imposibilidad estadística con mucha ventaja sobre otros planetas terraformados.
—¿Quieres decir que todos los humanos de aquel planeta eran hijos nuestros?
Henk niega con la cabeza.
—Tú y yo nunca hemos tenido hijos —me explica—. Nos limitamos a llevar a la Tierra al grupo de bebés humanos a los que el consejo escogió. Previamente, otra clase de granjeros había preparado la biósfera, implantando la fauna y la flora. Nosotros cuidamos de los bebés y de su integridad genética hasta su edad adulta. Luego desaparecimos de su vista, aunque seguimos manipulando desde las sombras los genes de las primeras generaciones de humanos, a fin de prevenir los problemas propios de la endogamia. Finalmente, nos volvimos imperceptibles, mezclándonos en su sociedad, y permitimos que la mitología hiciera el resto durante miles y miles de ciclos, o lo que en la Tierra llamaban años. Solo que sus años duraban el triple que un ciclo en Terra. Nuestra labor era, sencillamente, monitorizarlos para evitar que se autodestruyeran, e informar si aparecían absortores, o si se producían avances significativos en su cultura y tecnología; algo que hiciera presagiar el nacimiento del prodigio que buscábamos. Según las teorías de nuestros investigadores, este nacimiento depende de factores puramente genéticos, por lo que no es necesario que se instruya a los humanos de las granjas sobre su verdadero origen. Sin embargo, aquella humanidad era tan moralmente deficiente y se degradó en tan gran manera que el consejo dio por finalizado el proyecto. Después nos asignó una nueva granja en este planeta al que tú y yo bautizamos como Terra.
—¿Qué quieres decir con eso de que el consejo dio por finalizado el proyecto? —pregunto, imaginándome lo peor.
—Que los abandonamos a su suerte —me aclara Henk sin pelos en la lengua—. Hasta entonces habíamos manipulado el curso de su historia para evitar sucesos potencialmente apocalípticos. Pero sin nuestra intervención desde las sombras para reajustar su sociedad, terminaron por destruirse a sí mismos en una guerra nuclear.
—¿Y ha habido suerte aquí? —inquiero, continuando con el juego de darle crédito a este disparate.
—Esa pregunta ya es más complicada de contestar —me dice mi hermana, al detectar que a Henk se le resiste hablar del tema.
—Está bien —concluyo, volviendo a levantarme de la silla—. Entonces hemos terminado.
Incluso suponiendo que les creyera, hay mil cosas que no me quedan claras todavía. ¿Cómo ha hecho Henk para regresar de la muerte? Porque yo tengo claro que lo vi desangrarse, y luego presencié cómo los otobeses colgaron su cuerpo para exhibirlo hasta que comenzó a pudrirse. ¿Qué papel juegan los absortores en las guerras entre universos, si es que acaso estas son reales? ¿A qué se refiere el superhombre cuando dice que pronto ocurrirán cosas que me obligarán a tomar partido? Me encantaría quedarme a seguir escuchando historias sorprendentes, pero ahora mismo tengo una prioridad que mi hermana acaba de leer en mis ojos.
—No vayas a matar a Donvan —me advierte—. Eso nonos devolverá a mamá.
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