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26. Arriba la birra

Parece mentira que un conflicto de estas dimensiones pueda prolongarse durante un ciclo y medio sin que se atisbe una solución. La guerra mundial ha segado la vida de más de cinco millones de personas, llevándose por delante sueños, proyectos y el amor de toda una generación. ¿Lo peor de todo? Ninguna de las partes ha cedido un solo palmo de terreno útil. Y digo que es lo peor porque casi preferiría que la alianza norteña hubiera ganado la guerra y desmantelado nuestro ejército, incluyendo a sus generales, que son quienes me prohíben involucrarme en el conflicto para acabar con él de una vez por todas.

—Imagínate que tuvieras que cargar tú sola con el peso de esos cinco millones de muertes —me dijo Hrutz una vez, a modo de argumento para mantenerme al margen.

—Preferiría cargar con ellas antes que con la impotencia de ver cómo van camino de convertirse en diez —le respondí.

Sin embargo, todo lo que obtuve fue un:

—No sabes lo que dices, niña.

Por cierto, la coronel resultó gravemente herida en combate. Incapaz de luchar, fue obligada a retirarse y regresó al complejo militar de Vereti para seguir dando órdenes desde un despacho, cediendo su lugar como carne de cañón a sangre más joven y fresca.

A veces envían a combatir a mis amigos, Darina, Pelvra, Demy, Daniz y Kiluna, a fin de defender posiciones estratégicas que se están viendo comprometidas. Yo me quedo con el corazón en un puño, pensando que los van a matar o que van a capturarlos y someterlos a tortura. Sin embargo, a mí solo me permiten inmiscuirme en batallas relacionadas directamente con absortores, y como el avance de la guerra ha obligado al ejército a desarrollar poderosa artillería antiaérea, ya ni siquiera los monstruos pueden aterrizar en las ciudades. Por primera vez desde que aparecieron, los proyectiles de factura humana son capaces de despedazarlos antes de que alcancen la superficie. Al parecer, mientras están en sus naves se encuentran en una especie de fase embrionaria que los hace más vulnerables a determinada potencia de fuego.

Así que estoy atascada.

Donvan intenta picarme de vez en cuando diciéndome que, si quiero un reto de verdad, vaya a pelear con el absortor del mar del sur. La criatura ha permanecido inmóvil en el mismo punto en el que yo la dejé hace un ciclo y medio, limitándose a engendrar y enviar absortores blancos de los cuales el ejército se encarga antes de que alcancen las costas. Es como si esa isla con tentáculos estuviera vigilando el lugar donde sabe que se encuentra el refugio de Eirén. Y eso sí que despierta mi curiosidad, aunque no lo suficiente como para ayudarme a vencer el miedo que me produce enfrentarme a esa cosa.

En cuanto a mi hermana, no se habituó a vivir en un complejo militar tan pobremente adaptado para personas con movilidad reducida. De manera que regresó a Chysien, terminó sus estudios y ahora ejerce como directora adjunta del Centro de Control de Mareas en el que en su día nos refugiamos de las olas gigantes. Varias veces por semana doy un vuelo rápido y la visito para que me ponga al día. Ella sabe que, en su momento, me hizo mucha ilusión que mostrara interés romántico por Pelvra. Sin embargo, y aunque él ha reconocido que mi hermana llegó a gustarle, el exjugador no parecía estar por la labor de iniciar una relación con nadie, dadas las circunstancias del mundo y el duelo eterno que mantiene por su mujer. Creo que eso también contribuyó a que Dea decidiera mudarse.

Esta noche, calurosa como ninguna, he quedado para cenar con Darina. Se juega una jornada regular de la liga de brahn, con varios partidos disputándose a la vez. La he invitado a mi apartamento para ponerlos de fondo en la radio mientras preparamos comida típica de algún país extranjero. Resulta que cocinar es una de sus mayores aficiones, además de dársele de maravilla. Y nos gusta seguir el brahn juntas porque nos parece que el deporte representa muy bien nuestro empecinamiento por continuar con nuestra vida normal, a pesar de que el mundo entero esté hecho una mierda.

El gobierno nos paga bien por vivir así.

—Cada vez que abro una cerveza, me acuerdo de tu hermana —comenta mi amiga, al tiempo que sujeta una lata en su mano—. Menudo saque tiene.

—La he visto beberse botellas enteras de licor blanco de Atara sin inmutarse —le cuento mientras dejo en la nevera el resto de las cosas que ha traído.

Después de tantos meses quedando varias veces por semana para cocinar juntas, la confianza entre Darina y yo ha aumentado más allá de lo que me habría imaginado cuando la conocí, y nuestra relación se ha estrechado hasta tal punto que ya no recuerdo cómo era la vida sin su presencia. Cuando viene a mi apartamento por la noche, ambas asumimos que se va a quedar a dormir. Y lo mismo ocurre cuando yo la visito. Es por eso que lo primero que hace, después de beberse una lata entera del tirón, es quitarse la ropa de diario y ponerse cómoda con prendas apropiadas para la estación calurosa, igual que yo.

—¿Qué vas a cocinar? —le pregunto tras colocar en un rincón las sandalias que ella había dejado tiradas en mitad del pasillo principal.

En mi apartamento, la cocina está integrada con el salón, de manera que podemos contemplar una panorámica de la ciudad de Vereti mientras hacemos cualquier cosa.

—Querrás decir "¿qué vamos a cocinar?" —replica Darina.

En la radio, el comentarista celebra un tanto espectacular del capitán del Deportivo Mildav, un equipo de brahn de media tabla.

—Haré lo que tú me digas —repongo, bebiéndome la segunda cerveza.

Por un momento, mi mirada se pierde en contemplar cómo mi dedo índice recorre el borde de la lata. Y ella no tarda en percatarse.

—¿Cuántos días hace que no sales de casa? —inquiere a la vez que saca de la nevera tres pequeñas fuentes con carne adobada que había metido yo antes—. ¿Es posible que te estés deprimiendo?

Sin poder evitarlo, se me escapa un suspiro cuando me tumbo en el chaise longue con la cabeza en el asiento, el antebrazo cubriéndome los ojos y las piernas estiradas hacia el techo, recostando los gemelos en el respaldo para formar una L con mi cuerpo.

—No lo sé —murmuro—. ¿Eso son brochetas Twelf?

Se trata de un delicioso plato típico de Parois. Consiste en ensartar dados de carne adobada de tres maneras diferentes, intercalando porciones pequeñas de verdura horneada.

Toda una explosión de sabor.

—¿No has conseguido lo que querías? —me expone Dari—. Tu hermana está a salvo y Eirén está muerto. Además, tienes poder para protegerte a ti y a los tuyos de casi cualquier amenaza.

—No a todos los míos —objeto entristecida.

—Ya hemos hablado de esto, Saoris —me reprende cariñosamente. Luego deja en la encimera el proyecto de brocheta que estaba montando, se lava las manos y se dirige al sofá para arrodillarse en el suelo, delante de mi cara—. A mí no va a pasarme nada. Me tiraste una montaña encima y sobreviví sin secuelas. ¿Te acuerdas?

Giro la cabeza para contemplarla. Su sonrisa brilla como el reflejo de los soles en una laguna cristalina. Ahora no le puedo decir que tampoco me saco de la mente lo que vi en el refugio de Eirén, ni hablarle de la sensación que me hace un nudo en la garganta cuando sospecho que he perdido todos mis recuerdos de una vida pasada.

Sería una desagradecida si me regodeara en eso.

—Me siento como si estuviera encerrada en este complejo. —Le doy un pequeño sorbo a mi cerveza, al tiempo que el comentarista de la radio canta otro espectacular tanto; esta vez de los Chysiztrax, en un partido diferente—. No puedo ir a la guerra con vosotros para encargarme personalmente de manteneros a salvo. No puedo vivir con mi hermana porque odio Chysien, me gusta mi pisito y no es buena idea que todo el mundo me vea surcar el cielo de un lado a otro cada día. Tampoco puedo ir a enfrentarme con ese absortor del mar del sur, porque me da miedo que me mate y entonces ya no tengáis quién os proteja de él. —Suspiro profundamente—. Me están pagando por nada.

Darina me pone la mano en el antebrazo para retirarlo de mi cara y trata de transmitirme sus ideas mientras juguetea con el dedo índice sobre un lunar de mi muñeca.

—¿Recuerdas cuando te decíamos que tu exceso de preocupación por tu hermana podía ser un obstáculo para tu misión? —Asiento—. Pues ahora ya no solo es por tu hermana. —Dari se levanta y me tiende la mano con una sonrisa de oreja a oreja dibujada en su amable rostro—. ¿Qué te gustaría hacer?

No me lo pienso:

—Comerme esas brochetas Twelf.

Acepto su mano y me ayudo de ella para levantarme del sofá, a fin de dirigirme a la encimera y agilizar la preparación de la cena.

—Eso es fácil —repone Darina—, pero también se acaba pronto. ¿Qué quieres hacer con tu vida?

—No me gusta hablar de estas cosas —farfullo al tiempo que monto una brocheta—. Me pone triste comentar problemas que no tienen solución.

Lejos de hacerme parar para concentrarnos en la conversación, Dari se pone a mi lado y empieza a montar otra brocheta, ensartando cuidadosamente un trozo de carne con un sabor, una verdura, otro trozo de carne con un sabor diferente, y así sucesivamente.

—¿Por qué no iban a tenerla? —insiste de todas formas—. ¿Cuál es el gran problema?

Me dirijo al fregadero y me lavo las manos. Luego abro la nevera y saco la tercera cerveza para mí; la segunda para mi amiga. Cuando regresé de la misión de rescate de mi hermana, Hrutz movió todos los hilos para que nadie se diera cuenta de que ese era el verdadero objetivo de la expedición en la que se perdió a dos pilotos tan valiosos. En realidad, Ayona Dert lo sospechaba desde un principio. Sin embargo, en recompensa por mi servicio en Otobo, decidió no aplicar represalias. Los días de encierro en el complejo militar empezaron a apilarse uno sobre otro. La versión guerrera de mí cayó en un profundo letargo, sepultada por la vertiente hogareña; la que hace compras con Kiluna, comenta libros con Pelvra y ve partidos de brahn con Darina. Creo que es por eso que jamás he vuelto a encontrarme con la faceta pragmática de la personalidad de mi amiga, sino solo con la más familiar, la que me acompaña hasta la madrugada escuchando mis divagaciones sobre el pasado, el presente y el futuro; la que me habla de su familia y de cuáles son sus proyectos cuando el mundo deje de estar en guerra contra los absortores y contra sí mismo.

—Todas las noches tengo pesadillas —le explico—. No es siempre la misma, pero siempre pierdo a alguno de vosotros. Algunos días es a mi hermana; otros, se trata de Pelvra o de Kiluna. —Doy un trago tan profundo que media lata termina en mi estómago de golpe—. La mayoría de las veces, eres tú; y en la mitad de esas ocasiones, es culpa mía.

—Es normal que ten-

—Antes de perder a mis padres —la interrumpo—, yo vivía como si esas cosas solo les pasaran a los demás, a los refugiados de guerras civiles de países del este que se veían en la tele. Cuando mi casa se me cayó encima, cuando me quedé ciega y sin apenas poder moverme, cuando mi hermana sufrió su lesión, cuando mataron a mi amiga Samyna... En ningún caso pude hacer nada porque era demasiado débil. Sin embargo, ahora que soy fuerte, es nuestro gobierno quien me mantiene atada de pies y manos. —Evito mirar a Dari a los ojos, porque sé que estará sonriendo y poniendo esa cara de que me entiende a la perfección que tanto me irrita—. Y ya está. Es solo eso. No es la gran cosa.

También sigo evitando por todos los medios hablar del asunto del refugio de Eirén, que constituye el otro cincuenta por ciento de mi malestar.

—La semana pasada nos dieron órdenes directas de apoyar a las tropas de Dyripo —empieza a contarme—. Estuvimos cinco días fuera.

—Lo sé. —Retomo el trabajo de montar brochetas—. Los conté con sus horas y minutos, mientras esperaba noticias de brazos cruzados.

—En esos cinco días, conocimos a varias personas —prosigue Darina, sin aparentemente prestar atención a mi réplica—. Hicimos migas con algunos y tuvimos nuestras diferencias con otros. —Antes de continuar, pone a calentar una sartén para freír en ella las brochetas—. Pero al final de los cinco días, la mayoría estaban muertos, y no se había ganado ni un kilómetro de terreno.

—Tengo claro que la guerra es una mierda —le digo negando con la cabeza.

—No tan claro como nosotros —objeta Dari—. El poderío militar de Americia es muy inferior al de la alianza. Aunque se nota que Donvan y Hrutz quieren evitar involucrarnos, cada cierto tiempo les resulta imposible mantenernos al margen. No hay soldados en el ejército amerino que tengan un nivel de asimilación de las prótesis de brahn tan alto como el nuestro. No hay nadie tan ágil ni tan fuerte. Solo tú estás por encima. Así que nos envían a una nueva expedición, nos presentan a gente diferente y los vemos morir, mientras lo único que conseguimos es evitar que el enemigo avance. —Cuando la primera brocheta cae en el aceite caliente, emite un ruido que amortigua las palabras de mi amiga durante unos segundos. Aprovechamos ese impase para beber más cerveza—. En el fondo, no somos más que piezas de un juego; algunas, con más valor estratégico.

—Y otras, con ninguno —musito refiriéndome a mí misma.

—Al contrario —me corrige Darina—. He hablado varias veces con Donvan sobre ti y sobre por qué no te dejan unirte a la lucha.

—Te habrá dicho que no quiere niñas caprichosas en su ejército.

Dari niega con la cabeza y sonríe.

—Me ha dicho que no quiere ver a la esperanza de los seres humanos convertida en una máquina de matarlos. —Reconozco que la confesión me toma por sorpresa—. Dice que tu trabajo es liquidar monstruos, no personas, y que el día de mañana, cuando seguramente hayas acabado con el coloso del mar del sur, aparecerán otros peores: más grandes, más fuertes, más inteligentes, o todo a la vez. —Le da la vuelta a la primera tanda de brochetas antes de concluir—: Cuando ese momento llegue, quiere que tengas el corazón entero.

—A Donvan se le da demasiado bien manejar a gente más poderosa que él —comento con sorna—. Ni siquiera ha tenido que implantarse para hacernos caer de rodillas más de una vez.

—Cada una es bueno en lo que es bueno —admite Darina—. Yo, por ejemplo, soy buena cocinando; y tú, entre otras cosas, comiendo. —Tras decir eso, recorre el paso y medio que nos separa, me sujeta la mejilla haciendo pinza con el dorso de sus dedos y me da un beso en la frente—. Algún día, con suerte, solo tendremos que preocuparnos por eso.

Transcurridos unos minutos, ya hay unas doce latas de cerveza vacías en la encimera. Todas las brochetas están servidas y solo hace falta preparar una ensalada. Mientras Dari está cortando unos tomates, mi teléfono emite el sonido de notificación de un mensaje nuevo. Aunque no tengo por costumbre mirarlo cuando estoy acompañada, el hecho de que suene dos veces más hace que me preocupe y vaya a verlo.

"¿Cómo tienes el día mañana?". Se trata de mi hermana. "Me gustaría presentarte a alguien". "¿Qué tal te iría para comer?".

A partir de entonces, y tras aceptar su invitación, el tema de la noche se convierte en averiguar quién puede ser el misterioso personaje al que Dea quiere introducirme. Mientras cenamos sentadas en el sofá, con las piernas cruzadas sobre el asiento y el plato de comida encima de un cojín entre ellas, lo primero sobre lo cual bromeamos es sobre lo mucho que nos gustaría que se tratara de Pelvra.

—¡Es taaaan correcto y taaaan atento! —exclama Darina, ya un poco alterada por el alcohol—. Si solo fuera un poco más joven...

Deja escapar un profundísimo suspiro mezclado con un gemido.

—¿Te imaginas que Pelvra Rayg fuera mi cuñado? —fantaseo.

—¡Y que tuvieran hijitos! —añade Dari—. Pequeños vigilantes de mareas.

—¡Pequeños jugadores de brahn! —la corrijo, y ambas prorrumpimos en una sonora carcajada.

Sé que no tiene tanta gracia, pero la cantidad de cerveza que corre por nuestro cuerpo hace que cualquier cosa suene como el mejor chiste de la historia.

—No sé cómo me voy a levantar de aquí —se expresa Darina.

—Ni yo sé cómo han quedado los Chysiztrax —agrego sin dejar de reírme y tambalearme—. Ni cómo puede ser que no me afecte el frío del polo sur, pero sí el alcohol.

—Pues yo creo que solo te afectan las cosas que tú permites que te afecten —puntualiza mi amiga—. Así es como funcionas.

Ambas dejamos nuestros platos en la mesita de centro que hay junto al sofá, mientras yo enciendo la televisión para ver los resúmenes de los partidos. En realidad, lo que va a pasar con casi total seguridad es que me voy a quedar dormida.

—Tu comida estaba muy buena —comento, y finjo que no estoy pensando en lo que Darina me acaba de decir—. Como siempre.

—Todo saldrá bien —me contesta ella, al tiempo que recuesta la cabeza en mi hombro y se queda mirando a la pantalla de la televisión—. Todo saldrá bien —repite—. ¿Vale?

Suspiro profundamente y asiento con la cabeza. Después rodeo a Darina con el brazo y trato de quedarme dormida. Sin embargo, el calor, el mareo y los pensamientos intrusivos sobre Eirén no me permiten sosegarme. Ya no estoy segura de nada con respecto a él: ni de que matara a mi madre, ni de que fuera la peor persona del mundo, ni de que causara la invasión de absortores. Al fin y al cabo, siguen atacando a pesar de que él ya no está. Lo único a lo que ha contribuido su desaparición es a que los amerinos se pongan las pilas en cuanto a implantar y adiestrar a sus soldados, para así dejar de depender de un salvador externo.

—Entonces, mañana pasarás el día con tu hermana —murmura Darina, recolocando su cabeza sobre mí.

—Ese es el plan —susurro—. ¿Por qué?

En la tele están pasando un resumen de las mejores jugadas de la jornada de brahn.

—Por nada —musita mi amiga—. Por saber. —Parece no encontrar acomodo con su sien contra los huesos de mi hombro, de manera que se tumba con la cabeza recostada en el reposabrazos del sofá y coloca los pies en mi regazo—. Puede que vaya con Kiluna al centro de la ciudad. A ver qué hay.

—Desabastecimiento —digo sin más.

Nos quedamos en silencio mirando la televisión. No obstante, incluso cuando el programa deportivo termina y empiezan a dar anuncios de electrodomésticos inútiles, la conversación no se reanuda. Los ojos se me cierran. Sin embargo, cada vez que parece que voy a conciliar el sueño, me asalta algún tipo de imagen violenta desde mi subconsciente. En un momento dado, me desvelo por completo y descubro a Darina mirándome fijamente a los ojos con una mezcla de ternura y desasosiego, como una madre que vigila el sueño de su bebé febril.

—Parecemos un viejo matrimonio —me susurra de repente.

—¿Por qué lo dices? —inquiero esbozando una sonrisa.

—Porque sé exactamente cuándo te pasa algo, pero tú pones barreras para no contármelo.

—Todavía no estamos casadas —bromeo—. Estoy esperando a que me lo pidas formalmente.

—Si sigo viva cuando se acabe la guerra, me arrodillaré ante ti con un anillo —repone Darina con rapidez. Luego se muerde el labio inferior y sonríe.

Esta declaración a medias entre la broma y la verdad solo vuelve a confirmarme lo que ya sabía: que mi amiga contempla la posibilidad de morir en la guerra, y que esa posibilidad la hace abstenerse de concretar sus sentimientos hacia mí. Por mucho que me repita que no le va a pasar nada, cuando te enfrentas a un ejército enemigo no puedes estar segura.

Darina me gusta muchísimo, pero no quiero forzarla a hacer algo para lo que no se vea preparada.

—Aunque estuviéramos casadas —sigo hilando con desdén—, ya te lo he dicho: no tiene sentido dar vueltas sobre asuntos que no se pueden resolver. Así que no vale la pena que te preocupes.

Le guiño un ojo y le doy un golpecito con la mano en el empeine.

—Eres mi mejor amiga —me dice—. Te quiero más de lo que he querido a la mayoría de mi familia. Y no solo porque hayamos luchado juntas y nos hayamos salvado la vida la una a la otra varias veces. También porque durante el ciclo y medio que ha durado esta guerra, con sus constantes confinamientos, toques de queda y batallas de las que no sabía si iba a regresar, tú me has dado apoyo incondicional. Me has esperado siempre en la puerta con una mantita, y no ha habido nada más importante para ti que estar conmigo cuando te he necesitado para curarme las heridas del cuerpo y de la mente.

—Estás exagerando —replico avergonzada.

—¿Acaso es mentira? —insiste ella.

—Bueno, Dari. Eres la única que me aguanta durante más de una hora seguida.

—Me siento muy bien cuando estoy contigo —repone—, pero también me gustaría sentirme útil. —La mayor parte del tiempo, nuestra relación se basa en risas, diversión y aficiones comunes. No obstante, cuando se emborracha, Darina se pone muy emocional. Y yo, todo lo contrario—. Desde que empezó la guerra, no has vuelto a ser la misma. Es como si no tuvieras un propósito. Antes saltabas por las ventanas a la primera de cambio; ahora a duras penas sales de la cama.

Ella no sabe absolutamente nada sobre la Fortaleza del Aislamiento de Eirén. No sabe lo que vi allí; no sabe lo que sentí. Pelvra, como el caballero que es, me prometió que se llevaría el secreto a la tumba. Y Dea, por su parte, no se dio cuenta de la montaña rusa de emociones tocante a Eirén por la que yo acababa de pasar cuando la encontré. Estaba demasiado embelesada conociendo a Pelvra y descubriendo a su hermana como una súper humana. De manera que, con el conocimiento que tiene, Darina asocia mi cambio de paradigma emocional al inicio de la guerra, el cual coincidió con el momento en el que rescatamos a mi hermana. Y parte de razón no le falta: que me tengan encerrada en este palacio de cristal, sin poder luchar para proteger a los míos, no me ayuda precisamente a superar mis sentimientos de pérdida del sentido vital.

—¿Crees que vamos a llegar a viejas? —le suelto de repente.

—No lo sé —contesta de inmediato, abstrayendo la mirada en el alto techo—. Una vez, durante una misión de defensa en el norte, conocí a un tipo de ciento veintitantos ciclos. Eran sus últimos días en el frente. —Mientras me cuenta la historia, no deja de contemplar el yeso que hay sobre nosotras, sonríe y juguetea con el cordón que tiene su pantalón corto en la cinturilla—. Dimos una batalla de la leche, repelimos al enemigo y cada uno se fue a su casa. —Por fin, me mira a los ojos y deja de realizar sus ansiosos movimientos—. A los pocos días, supe que había sufrido un ataque al corazón y que había muerto poco después de reencontrarse con su mujer y sus hijos.

—A ti no te va a pasar eso —trato de replicarle, aunque creo entender lo que me quiere transmitir—. Tu corazón está hecho de otra pasta. Literalmente, además.

—Toda esta gente que ha nacido para morir de maneras absurdas e innecesarias... —prosigue—. ¿Les importaremos a los dioses?

Darina no es religiosa. Que yo sepa, por lo menos, no practica ningún culto. Sin embargo, la mayoría de los amerinos, quien más y quien menos, evita descartar por completo la posibilidad de la existencia de algún ser divino.

A veces se refieren a ellos en forma de muletillas en las conversaciones.

—No podemos pedirle a ningún dios que se preocupe más por nosotros que nosotros mismos. —No sé si tiene sentido lo que acabo de decir, o si se trata de una divagación propia de la embriaguez. Quizás ambas cosas—. ¿Alguna vez te he contado que intenté suicidarme cuando estaba ciega y sola?

—Digamos que no pensaba que la cicatriz de tu cuello te la hubieras hecho por accidente —admite Darina.

—No quería ser una carga para mi hermana. Quería que viviera todo el tiempo posible, que fuera feliz y que no pensara más en mí.

—Si algún día te pasara algo —enuncia mi amiga—, creo que no podría dejar de echarte de menos. No me imagino ella...

—Fue Eirén quien me detuvo —le confieso.

—Ah, ¿sí?

—Y, además, me curó la ceguera.

—Lo que sí me contaste fue que te curó cuando saltaste desde la ventana del supermercado el día en que nos conocimos.

Al recordar este episodio de la Vera impulsiva del pasado, ambas nos reímos ligeramente. Tratamos de no hacer ruido, pues hace rato que pasó la medianoche.

—Y, sin embargo, yo estaba obcecada en matarlo —rememoro—, porque pensaba que había matado a mi madre y que los absortores estaban aquí por su culpa. —Niego con la cabeza—. Tampoco es que él hiciera mucho para desmentirlo. Ni por sus palabras, ni por su actitud hacia mí.

—¿Te sientes mal por él? —plantea Dari, y se queda en silencio para escuchar pacientemente mi respuesta, que de seguro no va a dejarla indiferente.

—Cuando rescatamos a mi hermana, descubrimos un refugio que le había pertenecido a Eirén —le explico—. En él había montado una especie de museo de esculturas y fotos de lugares que, hasta donde yo sé, no existen en nuestro mundo.

—Entonces es cierto que el tipo era un extraterrano —deduce Darina boquiabierta. Luego se pone de rodillas en su lado del sofá, con las manos apoyadas en el regazo, a fin de seguir escuchando con atención.

—Yo quería pensar que era un impostor —le cuento—, pero la tecnología con la que ocultaba su refugio, la forma en que usaba sus poderes y las fotos que encontramos...

—Es posible que pertenezca a una especie alienígena enemiga de los absortores —sigue hilando mi amiga—. A lo mejor vino huyendo de ellos, y los monstruos le siguieron. —Su capacidad para fantasear cuando ha bebido es inigualable—. Si es así, entonces debe de haber otros como él, con poderes parecidos y aspectos simil-

Por fin, algo hace clic en su cabeza. Se lleva la mano a la boca y, de manera inconsciente, recula unos centímetros, sentándose sobre sus talones. Me mira como si acabara de descubrir en mí a una extraña.

—Yo aparecía en las fotos de su refugio —le confieso de una vez—. Bueno, no era yo del todo, sino una mujer que se parecía a mí, pero era rubia y varios ciclos mayor.

Creo que lo he estropeado todo. Por supuesto, era lo que me temía. Darina pensará que le he mentido durante todo este tiempo. Quizás empiece a sospechar que sé más cosas que no le he contado. La habré asustado...

—¿Y tú no recuerdas nada de eso? —inquiere con un hilo de voz, sin quitarse la mano de los labios.

—No tengo recuerdos lúcidos —le digo—. Pero en cuanto vi aquellas fotos, empecé a sentir una nostalgia que no se me ha quitado hasta hoy.

Cuando escucha esta última confesión, es en su corazón donde algo hace clic. Inmediatamente, su postura se relaja, se le dibuja una sonrisa y gatea hasta mí para abrazarme.

Su pelo huele a brochetas de Twelf y champú de flores.

—Gracias —me susurra al oído, descolocándome por completo—. Sabía que algo te pasaba. Me estaba volviendo loca no saber qué era.

Yo también respiro aliviada. Me ha quitado tal peso de encima que de pronto ya no me siento culpable de devolverle el abrazo.

—Lamento no habértelo dicho antes —murmuro—. Temía que pensaras que soy algún tipo de alienígena, o la reencarnación de uno, o una viajera del tiempo.

Al escucharme decir eso, Darina se ríe, separa el abrazo y me pone las manos en las mejillas.

—A lo mejor lo eres todo a la vez —reconoce—. Pero ¿qué problema hay con eso?

Finalmente, me da un beso en la frente.

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