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25. ¿Acaso hubo búhos acá?

Me sabe muy mal por Pelvra, porque en el interior del edificio hace casi tanto frío como en el exterior. Sin embargo, el espectáculo que presenciamos cuando la puerta se cierra detrás de nosotros es sobrecogedor. Nos recibe un enjambre de pequeñas partículas de color violeta que flotan en el aire, respondiendo al cilindro que porto, y aumentando su luminosidad a medida que avanzamos. Nos sirven de guía. El recinto está decorado con abundantes estatuas de mármol en sus laterales, como si se tratara de un santuario religioso, aunque de una factura exquisita. En el centro yace una alfombra de color negro con ribetes blancos que tiene bifurcaciones hacia cada uno de los puntos en los que hay una estatua, además de formar un camino largo y ancho hasta el fondo de la sala, donde espera una puerta de madera gris claro.

—Qué pasada —exclamo en voz baja, alargando las vocales.

—Bonita fortaleza, sí —corrobora Pelvra.

Me acerco a la primera de las esculturas de mármol blanco. Se trata de la estatua de cuerpo entero de una mujer desnuda de cintura para arriba, con algún tipo de tela, también esculpida en piedra, rodeando su cadera para cubrirle las piernas. Aunque la figura no presenta brazos, por la terminación tosca de sus hombros se nota que originalmente sí los tenía. No recuerdo haber visto nada tan bien esculpido en toda Terra. Junto a ella, en la pared, hay una placa metálica con dos líneas de letras grabadas. La primera línea no puedo descifrarla, ya que sus caracteres no me resultan familiares, pero la segunda está escrita en amerino moderno: "Afrodita de Milo (Venus de Milo)".

Hay más estatuas, la mayoría representaciones de hombres y mujeres, pero también otras que reproducen a animales comunes y bestias que jamás he contemplado en nuestra realidad. A Pelvra le llama la atención la escultura de un hombre completamente desnudo, con el cabello rizado, el torso perfectamente definido y unas piernas propias de un jugador de brahn.

—Se parece a mí —comenta—. Salvo por esos diminutos genitales —se apresura a puntualizar.

En la inscripción que hay junto a él puede leerse: "El David de Miguel Ángel".

No puedo negar que contemplar estas obras me provoca una extraña sensación de melancolía. Es como si las estatuas me hablaran sobre algo que era muy importante para mí, pero que olvidé al despertar de un sueño. Sin embargo, no es momento de quedarme a contemplarlas. La puerta que da a la siguiente habitación se abre sola cuando nos acercamos a ella, guiados por los miles —tal vez millones— de puntos luminosos violáceos que flotan en el ambiente formando una majestuosa nube danzante, más densa en algunos puntos y extremadamente fina en otros. Lo que descubro aquí me pone más melancólica todavía. Se trata de un gran salón subdividido en pequeñas zonas sin separación física, destinadas a distintos usos. Queda claro que hay un intento de cocina, pues una olla metálica cuelga sobre un montón de leña apagada a medio consumir. Además, en un rincón hay una cama para dos hecha de preciosa forja dorada, con unas sábanas impolutamente blancas, listas para acostarse sobre ellas. Varias de las paredes están adornadas con fotos de dos personas a las que no puedo reconocer desde la entrada de la estancia, pero que parecen estar abrazadas y sonrientes, posando con diversos paisajes de fondo. La subdivisión más grande presenta una alfombra de pelo negro de varios metros cuadrados, sobre la cual hay una mesita de centro y un sofá largo de tela gris que da a una chimenea apagada.

—Mirándolo así, no da la sensación de que el tipo viniera aquí para aislarse —comenta Pelvra.

—Venía para aislarse —respondo con tristeza—, pero no venía solo.

Las partículas de luz violeta se concentran en una pared, de manera que me acerco y me pongo a contemplar las fotos que me muestran. Para mi sorpresa, en ellas aparece un hombre que podría ser perfectamente Eirén, aunque quizás con algunos años más. No sé decirlo con precisión porque nunca contemplé el rostro del superhombre sin su máscara. Sin embargo, lo más impactante no es él, sino la mujer que lo acompaña y a la cual abraza por la cintura. Están posando en una pradera verde, al fondo de la cual hay una gigantesca torre metálica. En el cielo azul solo se ve un sol. En unas letras cursivas, escritas a mano en la esquina inferior derecha de la fotografía, se puede leer: "París".

La mujer tiene unas facciones sorprendentemente semejantes a las mías, aunque sé que no podría ser yo, pues tiene el cabello rubio y liso como la seda, además de aparentar unos diez ciclos más.

—¿Te suena haber estado aquí antes? —me pregunta Pelvra, sacándome de una especie de trance contemplativo.

—Yo... —Apenas puedo articular palabra—. No...

—¿Estás bien, Vera?

Pelvra se acerca a mí y me pone las manos en los hombros. Luego ladea y agacha la cabeza para intentar cruzar su mirada con la mía.

—No... lo sé... —balbuceo.

—Estás llorando —comenta el hombre.

—Ah, ¿sí?

¿Qué me está pasando? ¿Son recuerdos esto que me está atravesando el corazón? ¿Acaso soy yo la persona de las fotos? Quizás se trate de una versión de mí en otra vida, o en un futuro paralelo. No sé qué pensar. ¿Por qué me ha causado tanto impacto la imagen? ¿Por qué la he sentido como si fuera mía? De repente, también siento que ya no sería capaz de volver a odiar a Eirén nunca más, y aunque hay una parte de mí que quiere desconfiar de esta experiencia, argumentando que él podría haber montado todo este escenario para engañarme...

—¡Maldita sea, pero si está muerto! —exclamo.

—Algunas religiones enseñan que se pueden experimentar recuerdos y sentimientos muy lúcidos de otras vidas que uno tuvo —me dice Pelvra, imagino que ante la impotencia de no saber de qué hilo tirar.

—¿Tú crees en eso? —murmuro, al tiempo que doy una vuelta por la estancia siguiendo la guía de la nube de lucecitas, y contemplo otras fotografías con diferentes inscripciones manuscritas.

"Roma", "Tokio", "Madrid"...

La última me pega especialmente fuerte, pues se ve al hombre y a la mujer a punto de disfrutar de una pieza de comida que cada uno tenía alzada sobre su rostro, pero que a él se le ha caído encima de la nariz justo en el momento de la instantánea.

Podría jurar y apostar mi vida a que ese recuerdo es mío.

—Lo que yo creía hace unos meses que podía ser cierto no se parece en nada a lo que creo ahora —me contesta Pelvra—, después de haber visto todo lo que he visto.

Finalmente, un grupo pequeño de las luces violetas que nos han guiado hasta aquí se posa en un agujero que hay en la pared, bajo una fotografía con la inscripción "El Cairo". En ella, el hombre y la mujer posan en algún tipo de mercadillo mientras se besan en los labios.

Y sonríen.

—Creo que el cilindro de Eirén encajará en ese aguj-

—Lo sé —interrumpo a Pelvra—. Lo siento —reacciono de inmediato, tras darme cuenta de mi tono cortante.

Cuando introduzco el cilindro en el agujero, este se desliza con una suavidad sumamente placentera, como si ambas piezas estuvieran lubricadas, además de haber sido talladas con una exactitud atómica. Al tocar fondo, el cilindro comienza a brillar intensamente con el mismo color violeta de la nube de partículas. Estas, a su vez, se concentran todas alrededor del círculo que se dibuja en la pared, formando la versión más densa y brillante de la nube que hemos visto hasta ahora. Finalmente, entran en el cilindro sin hacer ningún ruido y nos dejan completamente a oscuras.

En silencio.

Pelvra es una persona con la que resulta muy agradable pasar el tiempo. Nunca dice una palabra de más. Nunca hace un gesto de más. Sabe guardar la compostura con paciencia y respetar los tiempos de una manera que mataría por poder emular.

Tras unos segundos de oscuridad, las partículas brillantes vuelven a salir del cilindro con la misma suavidad con la que habían entrado. La propia pieza también asoma hacia fuera del agujero de la pared, aunque solo hasta la mitad, como invitándome a tomarla de nuevo. Sin embargo, antes de que pueda realizar el gesto, una porción de la pared se desliza hacia un lado como una puerta corredera. Nos revela una pequeña habitación en la cual solo hay una cama individual, una puerta al fondo y una especie de lámpara circular, sumamente ancha, colgando del techo.

Sobre la cama yace mi hermana Dea.

A pesar de todo mi poder, de todo el avance que ha hecho mi cuerpo y del increíble abanico de habilidades que he desplegado, cuando quiero avanzar hacia ella me tropiezo conmigo misma y me caigo de rodillas. No tardo, eso sí, ni siquiera un segundo en reincorporarme para correr hasta la cama y postrarme frente a mi hermana.

—Es Dea... —murmuro sobrecogida—. ¡Está respirando, Pelvra!

—Me alegro mucho —responde él, emitiendo el sonido de una sonrisa complaciente—. De verdad.

Cuando hace ademán de entrar en el cuarto, retrocede de inmediato al darse cuenta de que mi hermana está completamente desnuda.

—Está respirando —repito quedamente—. Oh, cariño...

Inspecciono su cuerpo por todas partes. Si Eirén la ha mantenido aquí encerrada durante los últimos meses, no soy capaz de comprender cómo ha podido sobrevivir sin comer ni beber nada; imagino, también, que sin oxígeno. Sin embargo, su anatomía no presenta signos de desnutrición. No tiene heridas ni golpes.

De repente, mientras me dispongo a incorporarla para abrazarla y besarla, emite un gemido profundo, ahogado por algún tipo de dolor, y abre los ojos de par en par. Sujetando su cabeza con mi mano izquierda y su espalda con la derecha, puedo palpar en su columna la cicatriz de la cirugía que le practicaron cuando se lesionó la médula. La mirada que cruzamos resulta patética; se parece al despertar de dos personas resacosas que no entienden cómo han llegado adonde están. Sin embargo, no pasan ni cinco segundos hasta que las dos sonreímos y mis ojos comienzan a inundarse de lágrimas de alegría.

—Qué fuerte estás —es lo primero que me susurra al oído, mientras la abrazo con la intensidad justa para no romperla.

—Te quiero —le respondo con la voz cargada de mucosidad—. Te quiero, te quiero. Te he echado muchísimo de menos.

La beso repetidamente en la mejilla.

—Pero si estabas conmigo hace un minuto —replica ella, correspondiendo a mi abrazo con toda la fuerza que tiene en sus manos.

—No volveré a dejarte nunca —sigo sollozando—. Te quiero, Dy. Te quiero.

—Eh... —Sisea con ternura—. Y yo a ti, Vers. ¿Te encuentras bien?

Cuando me separo del abrazo, mi hermana se queda sentada sobre la cama, con las manos apoyadas en el colchón. Enseguida detecto que es incapaz de mover las piernas. Comienza a inspeccionar la estancia iluminada tenuemente por la nubecita violeta, y se da cuenta de que está desnuda.

—¿Qué ha pasado? —pregunta a la vez que yo me seco las lágrimas.

—¿Qué es lo último que recuerdas?

Se muestra confusa. Entrecierra los ojos, como haciendo un gran esfuerzo para traer alguna idea a su cabeza.

—Estábamos... refugiándonos de una inundación en Chysien —comienza a relatar—. ¿No? —Yo asiento—. Y... no recuerdo qué pasó después. Me viene a la mente el mar.

—No te preocupes —la tranquilizo—. Eso no importa ahora. Debemos irnos de aquí.

Me desabrocho el mono de aviación, debajo del cual llevo una camiseta interior de algodón simple y un pantalón corto del mismo tejido. Me quito las botas y los calcetines. Mi hermana va a necesitar todo el calor que le pueda proporcionar en los próximos minutos. Ni siquiera pensé en cómo íbamos a salir de aquí si la encontraba con vida. Y ese era mi trabajo, ya que, de cara a la galería, lo que íbamos a hacer era investigar sobre el origen de los absortores. Recoger a una persona no estaba en los planes oficiales de nadie.

¿Tan poca fe tenía en que esto iba a salir bien?

—Recuerdo volar, sí —continúa narrando mi hermana, al tiempo que yo introduzco sus piernas en la parte inferior del mono para después colocarle los calcetines—. Eirén me llevaba en brazos —consigue hilar.

—Así es —le confirmo—. Él te llevó consigo en cuanto supo que un absortor blanco te había herido.

Mientras ella misma se abrocha la parte superior del mono, yo le calzo las botas y le ato los cordones con fuerza.

—Pues me dejó caer en el mar —me revela por fin Dea—. Sí. Estar cayendo es lo último que recuerdo.

—Muy propio de él —ironizo, a la vez que cojo a mi hermana en brazos para abandonar la estancia.

Me pregunto cómo pudo terminar aquí después de estar cayendo hacia el mar.

—¿Dónde estamos? —pregunta Dy.

—Es... No sé muy bien cómo explicarlo.

—Digamos que es la versión real de la Fortaleza del Aislamiento de Eirén en el mar del sur —le informa mi compañero, guiñándome un ojo, una vez que hemos regresado a la sala de las fotos. Se siente orgulloso de poder compartir esa referencia friki que acaba de aprender—. Encantado. Me llamo Pel-

—¡Pelvra Rayg! —lo interrumpe mi hermana—. ¡No me jodas! ¡Esto tiene que ser una paranoia por la hierba!

Pelvra inclina la cabeza y arquea una ceja.

—Es una gran admiradora tuya —le explico.

—¡Y quién no, Vera! —prosigue Dea.

—Creo que es mejor que nos llevemos esto —expone Pelvra, al darse cuenta de que nos estábamos dejando el cilindro de Eirén insertado en la pared—. Quizás necesitemos regresar aquí en el futuro.

—¿De verdad está pasando esto? —insiste mi hermana, frotándose los ojos con la mano con la que no se está agarrando a mi cuello—. Dioses, ¡qué guapo eres en persona!

Pelvra se ríe.

—Tengo muchas cosas que contarte —le revelo a Dea mientras también sonrío—. Por ahora, intenta no comportarte como si esto fuera una especie de borrachera, porque no lo es.

—¿Has pensado en cómo vamos a salir de aquí? —inquiere Pelvra, en tanto que mi hermana alucina con las esculturas de la primera sala de la fortaleza, sin haberse dado cuenta de que en las fotos de la anterior aparecía alguien muy parecido a mí con alguien muy parecido a Eirén.

Me alegra que su admiración por el exjugador de brahn haya logrado distraerla.

—Podríais esperar aquí mientras yo vuelo en busca de ayuda —teorizo sobre la marcha—, pero me sigue dando miedo que la pared de agua se os eche encima.

Me doy cuenta de que ahora Dea me está mirando a los ojos con una expresión combinada de orgullo y confusión.

—No entiendo nada de lo que estás diciendo —comenta—. No pareces tú. ¿Qué ha pasado con tus lesiones?

—¿Y qué ha pasado con la herida de absortor blanco en tu espalda? —le digo en respuesta, tratando de hacerla entender que muchas cosas han cambiado—. Ten paciencia y te lo contaré todo.

—¡Mira! —exclama de repente Pelvra, cuando estamos a punto de salir del recinto.

A lo lejos, surcando el cielo, se puede divisar lo que parece ser el avión de Samyna.

—¿No decías que a los militares les encanta obedecer órdenes sin pensar en la moral? —le echo en cara con sorna, aprovechando que es la primera vez que le veo equivocarse.

—¡No esperaba en absoluto que regresaran! —se apresura a excusarse.

—Por lo menos podrán pedir ayuda mientras nosotros esperamos aquí.

—Pero, ¿qué es todo esto? —pregunta mi hermana.

Se acaba de dar cuenta del tipo de edificio del que hemos salido y de que nos hallamos en una explanada de lecho marino rodeada por una pared circular de agua.

—Voy a hacerles señales desde arriba para que nos vean —comento.

Dejo a mi hermana sentada en el suelo y echo a volar para acercarme al avión lo máximo posible. Me regodeo en imaginarme la cara que debe de estar poniendo al verme surcar el aire, cuando, de repente, el caza de Samyna recibe el impacto de una roca por lo menos cinco veces más grande que la propia aeronave. Horrorizada por la explosión consiguiente, continúo volando en dirección ascendente, hasta superar el muro de agua y descubrir el origen del proyectil:

Nada menos que el absortor insular gigante del mar del sur.

—¡Joder, Pelvra, tenemos un problema! —grito desde arriba, invadida por un tipo de terror que no sentía desde que Eirén se llevó a mi hermana. Empiezo, incluso, a tener frío.

¿Dependerán mis poderes de mi estado de ánimo?

—¡Qué está pasando! —me pregunta el excapitán.

—¡Es el absortor gigante al que el gobierno quería que matara!

—¡¿Y crees que puedes hacerlo?!

Visto tan de cerca resulta paralizante. Me retrotrae a la sensación de sobrecogimiento que experimenté de niña cuando, en una excursión al sur de Atara, mi padre nos mostró la montaña más alta de todo Terra: el monte Glamesh, con una envergadura vertical de nueve mil doscientos siete metros. Es solo que esta vez no se trata de una cumbre inamovible, sino de un monstruo marino que tiene tentáculos con los cuales arroja piedras mayúsculas, arrancadas de la propia montaña que lleva a cuestas, y está nadando hacia nosotros a una velocidad nada desdeñable. Abarca casi todo el horizonte. Es como si hubiéramos estado navegando durante meses y ahora nos encontráramos de frente con el continente. Comparado con esta cosa, el absortor gigante de los manglares de Otobo parece una tortuga marina. No puedo, sencillamente, atravesarlo con una embestida. E incluso si lo hiciera, no sé si conseguiría dañarlo, o qué pasaría con Dea y Pelvra después.

No pienso perder a mi hermana otra vez.

—¡No puedo, Pelvra! —grito desde arriba—. ¡Es enorme!

—¡Entonces no nos queda otra que retirarnos!

Pero cómo demonios voy a sacar de aquí a dos personas que no pueden volar, exponiéndolas a temperaturas bajo cero. Además, ¿aguantaría yo los cientos de kilómetros que nos separan del trozo de tierra firme más cercano? La evacuación en sí ya era un gran problema antes de que esta cosa apareciera.

Tras permitirme unos instantes de pánico, vuelvo a tomar tierra junto a mi hermana y a Pelvra. Necesitamos pensar en algo lo antes posible.

—Viene directo hacia aquí —les informo.

—Siendo su hábitat actual las aguas del mar del sur —expone Pelvra—, no me extrañaría que la apertura de este agujero lo haya atraído.

—¡Pero estaba a miles de kilómetros! —replico.

—Y nosotros también, ¿no?

La retirada parece ser la única opción. Tengo demasiado miedo para luchar contra esta cosa. No tanto miedo de lo que pueda pasarme a mí, sino terror de lo que pueda ocurrirle a mi hermana, tanto si fracaso como si tengo éxito, si luego no me quedan fuerzas para ejecutar la evacuación.

—¿Todavía está caliente el cilindro de Eirén? —le pregunto a Pelvra.

—Así es.

De hecho, ambos se han acurrucado junto a él en el suelo para intentar mantener su temperatura corporal en valores seguros.

—¿Crees que se enfriará si nos alejamos volando de aquí? —continúo interrogando, ante lo cual Pelvra se encoge de hombros—. ¡Mierda! ¡No sé qué hacer!

—¿Te sientes ágil? —repone mi compañero.

—¿Qué quieres decir?

—Ahora mismo, que las aguas se nos caigan encima es una preocupación —expone—, pero yo diría que no es la más grande. Podemos tener cierta certeza de que aguantarán en su sitio mientras el cilindro esté aquí. Siendo así, ¿te sientes lo suficientemente ágil como para distraer al absortor sin que te alcance con una roca, e intentar que cambie de ruta? Quizás, en un punto más lejano, te veas con valor para enfrentarte a él o seas capaz de despistarlo.

—No me pidas que os abandone aquí —objeto—. Por favor, eso no. No puedo volver a perd-

—Te prometo que la protegeré con mi vida —me interrumpe Pelvra.

—¿¡Cómo vas a protegerla de esa cosa!?

—La protegeré de todo, menos de esa cosa —rectifica—. De esa parte te encargarás tú.

Cuando miro a mi hermana, la descubro con una expresión de absoluta confianza y serenidad en el rostro. Está sana, bien abrigada y protegida. Quizás la idea de Pelvra sea la única opción que tengamos de sobrevivir los tres.

—Si ya eras toda una guerrera antes de tener estos poderes —me arenga Dea—, no soy capaz ni de imaginar lo que puedes hacer ahora.

Sin decir ni una palabra más, le doy un beso en la frente, me separo de ellos unos pasos y emprendo el vuelo en una estampida supersónica de las que le gustaba hacer a Eirén. A medida que gano altura, pongo en perspectiva lo insignificante que se ve la persona que más me importa en el mundo en mitad de un agujero tan enorme. Hay tantas cosas que podrían salir mal y provocar que la perdiera para siempre. Me estoy dando cuenta de que, en cierto sentido, Donvan y su gente tenían razón al pensar que mi obsesión por proteger a mi hermana me hace débil.

Pero no es momento de flaquear. Si ellos confían en mí, ¿quién soy yo para fracasar? Qué más da que tenga delante a una criatura alienígena del tamaño de una isla con millones de toneladas de peso. Simplemente tengo que seguir volando hacia ella a la velocidad del sonido hasta captar su atención.

—¡Pedazo de mierda flotante! —le grito, rodeándola desde una distancia de más o menos un kilómetro—. ¡¿Es que no tienes un planeta para ti y tu puta especie?!

No estoy segura de si me ha escuchado o me ha visto hasta que uno de sus tentáculos se mueve por encima de él, arranca un trozo de roca de la montaña de su espalda y me lo lanza a tal velocidad que me las veo y me las deseo para esquivarlo. Echo la vista atrás, a fin de comprobar que el escombro no cae dentro de la cuenca de mar en la que se encuentra mi hermana. Luego sigo circunnavegando a la criatura hasta que consigo que empiece a girar sobre su propio eje, desviándose de su trayectoria inicial. Apenas tengo tiempo de celebrar el éxito parcial de la iniciativa antes de que me lance otro pedrusco del tamaño de un helicóptero. Si, como me dijo Hrutz, han llegado a atacarle hasta con una bomba de uranio, ¿debería interpretar que las rocas que me está tirando son radiactivas?

Tras varios minutos esquivándole, ya estoy logrando que dé media vuelta y que aumente su velocidad, frustrado por su incapacidad para darme caza. Es entonces cuando empiezo a escuchar lo que parecen ser ruidos de motor a reacción. No tardo mucho en atisbar, llegando desde detrás de mí, a un grupo de cinco aviones militares. Sin embargo, hay un pequeño problema con ellos. No soy experta en cazas amerinos, pero juraría que nunca he visto uno de color blanco como estos.

El primero es recibido con una pedrada del absortor que lo desintegra por completo, poniendo sobre aviso a los demás. La estrategia que siguen es la de dispersarse para que resulte imposible alcanzarlos a todos a la vez. No obstante, se les olvida tener en cuenta que el absortor tiene diez tentáculos con los cuales puede lanzar hasta diez rocas al mismo tiempo. De hecho, una de ellas va dirigida a mí, y me veo obligada a esquivarla para no acabar despedazada como los otros dos aviones que reciben el impacto.

Quedan dos más.

Esta vez deciden ir uno por arriba y otro por abajo. En lo que a mí respecta, ya de por sí me preocuparía poco por la integridad de las aeronaves si pertenecieran a las fuerzas aéreas de Americia; cuánto menos si son de un país que ni siquiera logro identificar. Lo que sí me preocupa es la posibilidad de que hagan virar a la criatura de vuelta al agujero donde se encuentra la fortaleza de Eirén, y más aún que sean ellos quienes descubran a mi hermana allí escondida. Es por eso que decido acercarme al que va volando por debajo, a ras del agua, y posarme sobre su cúpula. Al ver cómo el piloto se queda ojiplático, me pregunto qué debe de estar pensando al descubrir sobre su aeronave, en pleno océano polar, a una chica pálida y menudita, con la única protección de una camisetita básica, un pantalón corto y nada de calzado. La distracción que le provoco es suficiente para que, al alzarme de nuevo, la última roca lanzada por el absortor impacte de lleno contra la aeronave, haciéndola estallar.

Me encargaré de la última en breve, y así podré volver a quedarme a solas con la criatura, que ya causaba suficiente molestia por sí sola. O al menos esa es la certeza que tengo, hasta que un misil me golpea en plena espalda, haciéndome caer a plomo en la profundidad de las aguas heladas. Por suerte, no llega a explotar hasta que se ha hundido unos veinte metros más que yo, y su onda expansiva me impulsa de vuelta a la superficie.

Siento un dolor tan intenso en todos los órganos internos que me pregunto si esta vez el daño no habrá sido demasiado grave para recuperarme. Incapaz de moverme, me quedo flotando bocarriba, arrastrada por la corriente, mientras contemplo cómo el avión de combate le lanza hasta tres misiles a la bestia, los cuales impactan en tres montañitas que parecen hacer la función de ojos. Muy astuto, pero insuficiente, pues la criatura se revuelve como si nada y le lanza una roca que por poco lo alcanza. Quizás haya sido el oponente que más cerca ha estado de poder dañar a este absortor.

—Vamos, Vera Saoris —me animo a mí misma.

No soy capaz de mover ni los brazos ni las piernas. Es probable que el impacto me haya partido la columna. Me cuesta, incluso, respirar. Y a pesar del paso de los segundos, no noto mejoría alguna.

—Vamos, Vera —me repito en voz baja—. Vamos, por favor.

Empiezo a tener miedo; mucho miedo. Por momentos, el cuerpo me lanza estertores, señal alarmante de que mi vida se está apagando. Mientras tanto, por el rabillo del ojo puedo ver cómo el avión se resiste a dar la batalla por perdida y sigue tratando de encontrar un punto débil en el cual le garantice la victoria acertar con un misil. Está tan cerca del absortor que este comienza a intentar golpearlo con sus propios tentáculos, como quien quiere quitarse de encima a una molesta mosca. Me pregunto de qué país será este piloto tan habilidoso, qué rango ostentará y si el misil con el que me ha alcanzado su impacto mortal estaba dirigido intencionalmente a mí.

Por fin, tras varios minutos de agonía durante los cuales mi visión había llegado a emborronarse, noto un intenso calambrazo en la espalda, seguido de un espasmo en mi pierna derecha. Transcurridos diez segundos más, recupero el control de todas las extremidades y empiezo a notar cómo los órganos me duelen cada vez menos. Esto ha sido un aviso; un recordatorio de que, en el fondo, no soy invulnerable a todo daño. No obstante, ¿cómo puede ser que el mismo cuerpo que atravesó una montaña volando sin inmutarse haya estado a punto de sucumbir ante el impacto de un misil que ni siquiera explotó?

Ya pensaré en ello más tarde.

Por el momento, me urge remontar el vuelo y tratar de interceptar a la aeronave, ahora que por fin se ha rendido y está huyendo en dirección al agujero en el que Pelvra y mi hermana se mantienen a salvo. Por suerte, he recuperado completamente mi agilidad, tanto física como visual, y puedo ir sorteando las rocas que lanza el absortor a medida que se queda atrás. Su lentitud de desplazamiento con respecto a nosotros es, en realidad, su punto débil. El caza, en cambio, me plantea un reto cuando supera en varias unidades de magnitud la velocidad del sonido, dejándome rezagada a la vez que me lanza misiles hasta quedarse sin munición. Esta vez me aseguro de esquivarlos todos, pero empiezo a sentirme inútil cuando reflexiono en que yo no tengo nada que lanzar. En realidad, yo sí que soy como una mosca que todo cuando puede hacer es molestar. Nos estamos acercando peligrosamente a la abertura del mar. Pensar en lo que podría pasar si este habilidoso piloto extranjero percibe la presencia de mi hermana me proporciona el empuje para meter una marcha más, hasta duplicar la velocidad a la que me estaba desplazando. El hecho de que mi ropa no haya salido despedida da fe de la buena calidad de las vestimentas que fabrican para el ejército. Y es con este estúpido pensamiento en la cabeza que consigo agarrar al caza por una de sus alas, para después arrancarla y aferrarme a la cúpula mientras la aeronave entra en barrena. Para mi sorpresa, esta vez el piloto no se queda mirándome embelesado, sino que, con una expresión de profundo odio en los ojos, tira de una palanca en el interior de la cabina, provocando que esta salga eyectada al completo. Lejos de soltarla, me mantengo agarrada como una lapa, incluso cuando el piloto saca una pistola de su cinturón y comienza a dispararme, alcanzándome varias veces en el hombro y el brazo derechos.

Tras abrirse el paracaídas de la cápsula, tomo uno de sus cables y arrastro todo el conjunto hasta hacerlo aterrizar en el interior del agujero donde se encuentra la fortaleza marmórea de Eirén. Sin embargo, me aseguro de llevarlo a la mayor distancia posible de su entrada, a fin de no involucrar a mi hermana en lo que va a suceder a continuación.

Como era de esperar, el aguerrido piloto abre la cúpula y salta del interior de su cápsula disparando en todas direcciones. Creo recordar que es el primer error que le veo cometer en todo su noble combate, pues con apenas una ligera envestida puedo desarmarlo y romperle el brazo.

—¡A qué ejército perteneces! —le grito, a la vez que busco en su uniforme alguna inscripción o escudo que me permita deducir la respuesta por mí misma.

Sus rasgos no son ni aswerta ni otobeses, por lo que resulta difícil adivinar su procedencia solo mirándole a la cara. Para colmo, la única respuesta que me da consiste en sacar una navaja de la pernera de su pantalón, mientras yo todavía lo sujeto por el brazo roto, y tratar de apuñalarme el cuello. Cuando ve cómo la hoja de su cuchillo se dobla al impactar contra mi piel, se queda mirándome a los ojos por primera vez, con una expresión de terror, y me dirige una única palabra en mi idioma:

—¡Monstruo!

Está claro que su acento es del norte, aunque no sé si de Borealia o de Septentrio. Con esta información a mi alcance, doy por terminado nuestro enfrentamiento lanzándolo contra la pared de agua ascendente que abrió el cilindro de Eirén. Ignoro si sobrevive a semejante impacto, o si por el contrario se ahogará en el interior de la masa líquida, pero nos ha proporcionado a mi hermana, a Pelvra y a mí una vía de escape más que plausible. Todavía llena de fuerza, y casi con una sobredosis de ilusión, agarro la cápsula eyectada de la aeronave por las robustas anillas a las que va atado el paracaídas. Tras arrancar las cuerdas del mismo, echo a volar en dirección a mi hermana y a Pelvra. Este último, al verme llegar sujetando el habitáculo, niega con la cabeza y esboza una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Rápido, subid! —los exhorto.

Pelvra toma a mi hermana en brazos y, de un vigoroso salto, se encarama a la silla del piloto.

—Definitivamente, eres una guerrera —me saluda.

Bajo de la estructura para recoger a mi hermana del regazo de Pelvra, y ayudarla a colocarse en el asiento trasero de la cápsula.

—Todavía no cantemos victoria —les digo—. Ahora tengo que ser capaz de llevar esta cosa por el aire durante mil kilómetros, sin que ese monstruo gigante nos acierte con una roca cuando pasemos junto a él.

—Tú puedes con eso y con más —me motiva Dea—. Pelvra me lo ha contado todo mientras no estabas.

—¿Ah sí? ¿Y qué te ha contado, exactamente? —pregunto mientras termino de abrocharle el cinturón.

—Nada que pudiera sorprenderme, tratándose de mi hermana —contesta con orgullo—. A fin y al cabo, llevas mi sangre.

Antes de que cierre la cápsula y me prepare para emprender el vuelo, Dea retiene mi mano y tira de mí para obligarme a inclinarme sobre ella. Finalmente, toma mis mejillas entre sus manos y me planta un sonoro beso en la frente.

Resulta un espectáculo sobrecogedor contemplar cómo las aguas vuelven a cerrarse sobre la estructura marmórea del refugio de Eirén, a medida que nos alejamos de ellas con el cilindro negro a buen recaudo.

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