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24. Amargor pleno con el programa

Abi Hrutz y La Primera Ministra estimaron, muy a su conveniencia y a la mía, que una guerra entre seres humanos no era el evento adecuado para involucrar a una niña como yo. Les pareció más ético mantenerme como reserva para luchar contra criaturas alienígenas colosales.

Y no voy a quejarme.

Finalmente, Hrutz no ha podido venir conmigo, ya que ha sido destinada a dirigir las operaciones de defensa terrestre en Mniart, la pequeña ciudad costera al norte de Americia a la cual han atacado las primeras tropas enviadas por Borealia. No he tenido mucho tiempo para seguir las noticias de los compases iniciales la guerra antes de nuestra partida, pero sí he podido escuchar que el frente con las batallas más encarnizadas es el que se encuentra en la frontera entre Doglen y Dyripo, naciones extranjeras, pero enemistadas por su apoyo a bandos contrarios. Que yo sepa, todavía no se han producido ataques aéreos por parte de Borealia en territorio amerino. Quizás el desarrollo del conflicto sea semejante a lo que ocurre durante los minutos iniciales de un partido de brahn, cuando ambos equipos están tanteando al oponente, al tiempo que tratan de no ser el primero en cometer algún error que les haga partir en desventaja.

Ahora mismo sobrevuelo el mar del sur en el asiento trasero de un caza X-787 de las fuerzas aéreas amerinas. Lo dirige Ludvan Throg, un experimentado piloto con más de dos mil rutas a sus espaldas, entre expediciones y combates. A unos pocos cientos de metros de nosotros, paralelamente, vuela Pelvra. Su caza es pilotado por Samyna Blum, una joven promesa de la aviación cuyo nombre me llena de nostalgia y esperanza.

Debe de hacer ya tres horas que partimos de Vereti, tras despedirnos de todos nuestros conocidos en mitad de una sobrecogedora incertidumbre. A decir verdad, dudo mucho que vuelvan a cometer el error de dejar la capital desprotegida ante un ataque aéreo. Además, allí se concentra la mayoría de los militares implantados con prótesis de brahn, por lo que, de producirse un intento de invasión, sería una batalla muy desigual para el enemigo. Lo que me preocupa realmente es el frente del norte, en Mniart, donde está destinada Abi con un puñado de hombres y mujeres sin modificar, defendidos por la artillería tradicional del ejército. Desconozco el tipo de armas que trae Borealia, así como la estrategia que seguirán. Realmente temo por la vida de la coronel.

—Deberíamos llegar a las coordenadas que nos diste en menos de una hora —me indica el piloto a través del comunicador del casco.

—¿Qué se supone que tendríamos que ver? —pregunta Pelvra desde el otro avión, valiéndose de la radio.

—No estoy segura —respondo—. Tal vez algún tipo de isla.

—No hay porciones de tierra emergida en ese cuadrante —replica Samyna—. De eso estamos seguros.

—Estos aviones no pueden amerizar —nos informa Ludvan—. Si no encontramos tierra firme, tendremos que dar la vuelta.

—Pero desde aquí arriba no se ve nada —comenta Pelvra.

El estruendo del motor y el aire del exterior, incidiendo en las aeronaves, nos obligan a gritar a través de los intercomunicadores para poder ser oídos con claridad.

—Cuando estemos en el lugar, descenderemos y podréis ver —explica Samyna.

—¿Hay alguna posibilidad de abrir la cabina para que yo salga sin tener que aterrizar? —solicito desde mi total ignorancia.

—Si quieres matarme, entonces sí —contesta Ludvan—. Los asientos eyectables solo son para casos de emergencia extrema.

Empiezo a sentirme engañada. ¿Y si lo que ando buscando es tan pequeño que no podemos localizarlo a simple vista o aterrizar sobre ello? ¿Me han traído aquí simplemente para que deje de molestarles con la idea de recuperar a mi hermana y empiece a concentrarme en la guerra contra los absortores? Cuando se cumple el tiempo estipulado para la llegada, fogonazos de la Vera rebelde empiezan a calentarme desde el costado hasta el cuello, exigiéndome que tome acción. Pero, ¿qué podría hacer sin poner en peligro más vidas inocentes? Tras hacerme esta pregunta, respiro profundo y me resuelvo a acatar lo que sea que pase. Si hoy no encontramos nada, entonces más adelante, cuando tenga experiencia volando largas distancias, me escaparé yo sola. Por ahora, me resuelvo a comportarme como una niña buena. Y es en este momento cuando me doy cuenta de que el calor que estaba sintiendo en el costado no era debido a fogonazos de la Vera rebelde, sino a una combustión literal que me está consumiendo la pernera del mono de aviación.

—¡Tenemos un problema! —exclamo, mientras le doy palmaditas a mi gemelo para intentar extinguir lo que, de momento, se asemeja al brillo de unas brasas.

—¿Qué ocurre? —inquiere el piloto.

—¡Me está ardiendo la pierna!

—¿Qué?

Por fin lo entiendo. Para no dejarlo en mi mochila, la cual guardé en la cápsula de equipaje del ala del avión, tomé el cilindro negro de Eirén y lo coloqué en un bolsillo accesorio que tiene el traje en la pernera. Ahora, cuando lo extraigo, está tan brillante y caliente que el guante comienza a quemarse también. Es como si sujetara carbón al rojo vivo entre las manos, solo que emite un destello violáceo.

—¿Qué está pasando, chicos? —pregunta Samyna desde el otro avión de combate.

—¡Qué mierda has traído, niña! —me regaña Ludvan.

—¡Lo siento mucho! —grito entrando en pánico; no por mí, sino por él—. ¡No creí que pasaría esto!

Tengo la sensación de que en cualquier momento va a explotar, matando al pobre Ludvan. No sé qué hacer en absoluto. El guante ya se me ha consumido, y ahora no hago más que pasarme el cilindro de una mano a la otra como una patata caliente. La piel se me está irritando y la cabina se está llenando de humo. En última instancia, decido que saltaré del avión para que este hombre no sufra daños, de manera que me desabrocho el cinturón y me preparo para romper la cúpula.

—¡Maldita sea! —exclama el piloto—. ¡Seguro que lo has hecho a propósito!

—¡¿Cómo voy a meter un artefacto incendiario a propósito en un avión en el que viajo yo?! —farfullo.

Justo a tiempo para evitar una tragedia, reflexiono en lo que voy a hacer y se me ocurre que, si rompiera la cúpula, seguramente también condenaría a muerte al hombre. Sin embargo, ya no aguanto más el ardor, de manera que dejo el cilindro en el suelo y este comienza a chamuscar la superficie como si quisiera abrirse paso a través.

—¡Ponte en posición de eyección! —me ordena Ludvan.

Me dieron una breve sesión de instrucción antes de subir al avión. Sin embargo, debido los nervios, ya ni siquiera recuerdo cuál era la posición de eyección. Lo único que acierto a hacer es recoger el cilindro, apretar los dientes para aguantar la quemazón y comprimir todos los músculos de mi cuerpo a fin de afrontar la eyección, que llega inesperadamente. Como no había vuelto a abrocharme el cinturón, salgo despedida de la silla y me golpeo la cabeza contra alguna parte del fuselaje del avión.

Puedo definir la caída que viene después como una plácida micro siesta. Quizás estoy inconsciente durante quince o veinte segundos, flotando bocarriba, hasta que la dinámica del descenso me da la vuelta y el aire comienza a golpearme violentamente la cara, despertándome con brusquedad. Inspecciono mi alrededor para situarme. La superficie del mar todavía está lejos. El avión de combate del que acabamos de saltar vuela sin rumbo y sin piloto. A Ludvan lo descubro sentado en su silla eyectada con el paracaídas abierto, mientras niega con la cabeza y refunfuña en voz alta. El cilindro de Eirén, por su parte, ya no está en mi mano, y no alcanzó a divisarlo. Sin embargo, lo que sí soy capaz de ver con claridad, y creo que todos podemos, es cómo en las aguas que hay debajo de nosotros empieza a abrirse una cuenca circular a partir de un punto concreto de la superficie. Es como si una esfera gigante e invisible estuviera sumergiéndose en el mar, separando las aguas en oleadas concéntricas.

Lo primero que decido hacer es tomar control de mi cuerpo y empezar a volar hacia el piloto. Cuando lo alcanzo, espero encontrarlo con una expresión de odio dibujada en el rostro. No me sorprendería que me agarre por el cuello para estrangularme. Sin embargo, la imagen de mí flotando a su lado parece haber hecho que se le olvide repentinamente el disgusto.

—Ver para creer —murmura boquiabierto.

—¿Y ha visto eso? —le digo señalando al mar—. ¡Creo que es lo que estamos buscando!

Mientras el agujero circular en la superficie de las aguas se hace más grande y profundo, abarcando una extensión que calculo superior al kilómetro cuadrado, el avión en el que viajábamos se estrella en la lejanía provocando una explosión que desde aquí se percibe como un pequeño petardazo.

—Hace demasiado frío —musita Ludvan, quien está tiritando y con el bigote escarchado.

La temperatura aquí debe de estar por debajo de cero, aunque lo cierto es que no se ven placas de hielo flotando sobre el mar, como sería de esperar dada la cercanía del polo sur. Parece ser que el frío ya no me afecta de la misma manera que al resto; ni siquiera de la misma forma que me afectaba a mí misma anoche, cuando tenía que llevar medias de lana para poder dormir a gusto en Vereti.

Es como si cada nuevo problema que surge hiciera aflorar también una nueva capacidad de mi cuerpo, muy a conveniencia del guion de mi vida.

Por fin, después de unos segundos más de apertura del mar, se divisa el milagro: tierra firme emergiendo del fondo del inmenso cráter acuático. Aparece toda de golpe, como si se tratara de una meseta en el lecho oceánico. A simple vista, parece un yermo desierto. Sin embargo, a medida que nos acercamos, se puede distinguir claramente una construcción en el centro del lecho: una especie de prisma de mármol blanco de muy poca altura, pero de gran extensión. Me doy cuenta de que el avión en el que van Pelvra y Samyna está sobrevolando la zona en círculos, cada vez más cerca de la tierra que se acaba de despejar, como si trataran de hallar una zona para aterrizar. Sin embargo, y pese a que todavía me encuentro a varios cientos de metros de altura, percibo que toda la superficie es un lodazal impracticable. Lo que más me preocupa ahora es el estado de salud de Ludvan, quien parece haber perdido el conocimiento, aunque no deja de tiritar. Es por eso que decido desabrocharle el cinturón, bajarlo de su silla y cogerlo en brazos. La velocidad a la que puedo volar en dirección a la tierra me permite ahorrar unos minutos de descenso en paracaídas que podrían ser cruciales, posarlo sobre la arena mojada y empezar a buscar maneras de hacerlo entrar en calor.

—Ludvan, ¿puedes oírme? —le pregunto mientras le doy golpecitos suaves en la mejilla.

Pero no hay reacción.

Se me ocurre que puedo buscar el punto en el que ha caído el cilindro de Eirén, a fin de comprobar si todavía está caliente. Estoy segura de que el artefacto ha actuado como una especie de llave para detonar esta reacción tan espectacular en el mar, así que no debe de andar lejos.

El avión de Pelvra no deja de rondarnos. A contraluz de los soles, se ve como si fuera un buitre esperando nuestra muerte para comerse la carroña. Me río estúpidamente de esa idea mientras sobrevuelo la superficie a baja altura, para poder buscar el cilindro sin que mis botas se hundan en el lodazal del lecho marino. La construcción prismática de mármol se encuentra a unos dos kilómetros de distancia. Desde aquí apenas se divisa su parte superior. No obstante, lo que sí consigo ver tras medio minuto de reconocimiento es una zona donde la tierra parece seca y compacta. Al aterrizar descubro que está bastante dura y caliente. Además, esa dureza se está propagando poco a poco por el resto de esta llanura rodeada de imponentes paredes de agua. Sin dudarlo ni un segundo, vuelo rápidamente hasta Ludvan y vuelvo a tomarlo en brazos para trasladarlo a la zona de suelo firme y cálido. Lo dejo primero bocarriba, pero cuando pasan unos segundos y noto que no recobra la conciencia, le doy la vuelta para que su pecho también entre en calor. Mientras espero a que se obre el milagro, me incorporo y comienzo a golpear el suelo con el pie, tratando de medir su resistencia. La fuerza que necesito ejercer para provocar siquiera una grieta ya es sobrehumana, de manera que me parece seguro hacer señas al avión de Samyna y Pelvra para que aterricen cuanto antes y traten de encargarse de mi piloto. No quiero perder más del tiempo necesario en este lugar. El hecho de que se haya abierto un agujero de más de cuatrocientos metros de profundidad en la superficie del mar para revelarnos una construcción de mármol no garantiza que las paredes de agua no puedan desmoronarse sobre nosotros en cualquier momento. Ludvan y yo ya no tenemos un avión con el cual regresar, de manera que me interesa hacer lo que tenga que hacer aquí lo más rápido posible, y así empezar a buscar soluciones al problema logístico.

Después de un aterrizaje suave y sin contratiempos, tanto Samyna como Pelvra bajan de su avión y se dirigen corriendo hacia nosotros. Ludvan, por su parte, comienza a abrir los ojos y mirar a su alrededor con una expresión entre el alivio y el horror.

—¿Te encuentras bien? —le pregunto preocupada.

Este señor tiene más o menos la edad que tendría mi padre si aún viviera.

—Sobreviviré —masculla mientras se sienta sobre la tierra seca—. Y tú me debes un avión.

No sé si es la reacción adecuada por mi parte, pero simplemente decido sonreír.

—¡¿Estáis bien?! —exclama Samyna, cuando ya casi nos han alcanzado.

—¿Qué os ha pasado? —pregunta Pelvra.

—¡Esta loca llevaba un artefacto incendiario en el avión! —vocifera Ludvan, y me alegra ver que ha recuperado el vigor suficiente para gritar.

—¡No era un artefacto incendiario! —trato de justificarme—. O al menos no lo había sido hasta ahora.

—¿El cilindro de Eirén? —inquiere Pelvra, ya parado frente a mí, ante lo cual asiento—. ¿Y dónde está?

—No lo sé, pero tenemos que darnos prisa en encontrarlo. Si estas paredes de agua se desmoronan, lo llevamos claro.

—Creo que esta expedición se ha vuelto muy peligrosa demasiado pronto —expone Samyna—. La porción de tierra firme más cercana está a más de mil kilómetros de aquí, y se trata de una pequeña isla perteneciente a Parois.

A pesar del calor que emana el suelo, en el aire todavía se percibe la gelidez propia de la latitud polar en la que nos encontramos. El frío no tardará en volver a ser un problema para los demás.

—Propongo que os marchéis —se expresa Pelvra, dirigiéndose a la piloto—. Sube a Ludvan a tu avión y volad en dirección a esa isla que dices.

—¿Y qué pasa con vosotros? —replica Samyna.

—¿Cómo te ves para volar mil kilómetros conmigo en brazos? —me pregunta ahora el exjugador de brahn.

—Supongo que bien —murmuro—, pero no sé si quiero jugarme nuestras vidas a esa carta.

—O te juegas dos, o te juegas cuatro —espeta sin contemplaciones.

Este hombre nunca dice ninguna tontería. Por algo era capitán del mejor equipo de brahn de Americia.

—Os esperaré con el motor encendido —comenta Samyna en tono de broma—. Aquí hace demasiado frío. Si veo que el agua se nos echa encima, nos vamos.

—¿Y si no? —replica Pelvra—. No hay un escenario en el que haya avión para todos. Es mejor que os marchéis antes de que pase algo más.

Empieza a parecerme que estamos perdiendo un tiempo precioso en esta discusión, de manera que hago lo que la Vera clásica haría: seguir por mi cuenta. Se me ocurre que podría ser buena idea alzar el vuelo para fijarme en el contraste entre la tierra seca y la húmeda. Cuando compruebo que la zona cálida y firme va ganando terreno de forma circular, partiendo de un punto central, no me resulta difícil deducir que cerca allí es donde se encuentra el cilindro. Y me alegro mucho al comprobar que estaba en lo cierto, pero ahora me preocupa tomarlo con las manos desnudas y quemarme. O, peor aún, que al retirarlo, la pared de agua caiga sobre nosotros.

—No se te ocurra moverlo —me advierte de pronto Pelvra, que ha aparecido junto a mí con un tremendo sigilo.

Al mismo tiempo, el avión de Samyna despega, imagino que con Ludvan a bordo.

—¿Qué les has dicho para que se vayan? —inquiero llevada por la curiosidad.

Quizás necesite imitar sus métodos de persuasión en el futuro.

—Hrutz y Donvan me han puesto al mando de la operación —me confiesa Pelvra—, así que, simplemente, se lo he ordenado. No hay nada que le guste más a un militar que poder ejecutar una acción sin tener que acarrear la responsabilidad moral por ella.

—Espero que no pienses que yo haré lo que me digas —le digo en tono burlón.

—Por lo menos espera a que el avión rebase la pared de agua —me consiente—. Después de eso, mi vida es tuya.

Pelvra es todo un caballero, maldita sea. Y guapo. Si él tuviera algunos ciclos menos, o si yo tuviera algunos más y lo hubiera conocido antes... También podría habérselo presentado a mi hermana. Aunque sé que está soltero porque perdió a su mujer, y quizás no esté para pensar en estas cosas.

—Bueno, tal vez solo haya que esperar —murmuro sin querer.

—¿Esperar a qué? —me pregunta un tanto confuso.

—Vamos a coger esta cosa —continúo con disimulo—, y que pase lo que tenga que pasar.

Me agacho y hago contacto con el cilindro. Desde el primer momento me doy cuenta de que, aunque todavía está caliente, ya no quema. Tampoco está incrustado en el suelo. Esto sugiere que no tocó tierra a gran velocidad o, lo que es más lógico, que quizás rebotara. Si se trata de esto último, significa que ya estuvo separado del suelo por lo menos unos centímetros, así que no debería provocar un desastre si lo levanto y lo llevo a ras de suelo.

—¿Por qué te interesa tanto conservarlo? —me interroga Pelvra, al tiempo que tomo el artefacto.

—Cuando Eirén me lo entregó, me dijo que lo guardara como si fuera la vida de mi hermana —le explico mientras camino agachada—. Si algo de lo que me dijo alguna vez es cierto, entonces esta cosa la traerá de vuelta.

—¿Y qué crees que es este sitio? —continúa preguntando el excapitán.

Estamos caminando hacia el edificio de mármol. Yo, cada vez más erguida; él, cada vez más rápido.

—Me da la sensación de que es algo así como la casa de Eirén —teorizo.

—¿Crees que volaba desde aquí hasta Americia cada día para cumplir con su jornada nocturna de superhéroe?

—Lo que creo es que te estás burlando de mí —mascullo—. No lo sé. Quizás era algo así como la Fortaleza del Aislamiento de los comics de El Superhombre. —Pelvra me mira extrañado, como quien intenta descifrar las divagaciones de un borracho—. ¿No has leído nunca un comic? —Niega con la cabeza—. Pues El Superhombre es de los más famosos. Era un héroe que venía de otro planeta. Por las noches ocultaba su identidad del resto de los mortales usando una máscara. Pero, durante el día, trabajaba como repartidor de pizzas en Americia. La Fortaleza del Aislamiento era una especie de cueva apartada a la que iba para comunicarse con los de su planeta.

—¿Y nunca has pensado que el escritor de ese cómic podría ser la persona que se ocultaba tras la identidad de Eirén? Parece que hay muchas semejanzas.

Ya lo he dicho, ¿verdad? Este hombre nunca dice ninguna tontería...

—Es posible —reconozco—. Aunque dudo mucho que la verdadera identidad de Eirén fuera la de un repartidor de pizzas.

A medida que nos acercamos al edificio de mármol, su fachada se vuelve más y más imponente. No tiene ningún tipo de adorno o floritura, pero sí una superficie tan pulimentada y brillante que refleja a la perfección el esplendor de los soles, así como las ondulaciones de la majestuosa pared de agua que nos circunda. Parece imposible que haya estado sumergida bajo las gélidas aguas del mar del sur durante tanto tiempo sin sufrir desperfectos.

Cuando ya nos encontramos a unos cincuenta pasos de la parte central de su fachada frontal, de unos trescientos metros de ancho, una puerta marmórea de hoja doble comienza a abrirse para darnos la bienvenida.


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