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23. Atar a la rata

La llamada con Darina se interrumpió cuando me entró otra de Abi Hrutz, convocándome de urgencia y con carácter obligatorio a una reunión de la cúpula militar con la Primera Ministra de Americia. Me dio diez minutos para vestirme y bajar a la calle, donde me esperaba con su vehículo utilitario de gama baja. Hacía mucho frío y no le funcionaba bien la calefacción. Agradecí, pasada la medianoche, poder entrar a un edificio bien climatizado como lo es el de la sucursal del ministerio de defensa en Vereti, situado dentro del propio complejo militar en el que vivo.

Cuando accedemos a la sala de reuniones, la tensión se puede notar como una neblina tóxica en el aire. Hay doce señores mayores, con uniforme y decenas de medallitas de condecoración, sentados en torno a una mesa de madera vieja y rayada. Huele a tabaco y café. Todos me miran fijamente con una mezcla de aversión y temor, como si hubiera entrado un monstruo en la sala. Estos no deben de ser de los que se sienten orgullosos de mi hazaña en Otobo. Por otra parte, la mesa está presidida por una pantalla grande, de unas setenta pulgadas, que se divide en dos ventanas de videoconferencia. A la izquierda, Donvan Varitz; a la derecha, Ayona Dert, Primera Ministra de Americia.

—Les agradezco que hayan accedido a venir, dadas las horas —saluda la mujer—. Especialmente a ti, Vera.

Las expresiones y los ceños fruncidos de los presentes revelan claramente que no les ha gustado ese "especialmente". Por mi parte, me siento un poco incómoda de ser la única que no va uniformada (sin contar a Donvan. Lo suyo con la vestimenta da para un relato aparte). Me contaron que, en el inicio de la alianza entre Hrutz y Donvan, Darina puso la condición de que nadie nunca la obligara a llevar un uniforme. El gobierno aceptó, y la concesión se hizo extensible a todos los que formaran parte del grupo de Donvan en el futuro. Esa es la razón por la que yo me he presentado aquí con un jersey de cuello alto de lana rosa, dos o tres tallas por encima de la mía, cuyas mangas ocultan sobradamente mis manos. También he traído unas mallas grises ajustadas y unas botas negras de cremallera que me protegen del frío hasta los gemelos.

La razón de la desproporción del jersey no es estética, sino que me gustó, pero no quedaban unidades de mi talla.

—Permítanme que les ponga al día, por si alguien, como era mi caso, no estaba viendo la final —comenta Ayona Dert—. Acabamos de contemplar cómo, en un partido de brahn, no solo un jugador del equipo visitante se transformaba en un absortor negro, sino que este absortor, una vez decapitado, regresaba a la vida convertido en uno blanco. Además de eso, alguien, pensamos que un pirata informático manejado por la alianza para aprovechar la confusión, ha tomado el control de la emisión de televisión para mostrar un mensaje bastante desesperanzador.

—¿Está confirmado que se trata de un pirata de la alianza? —pregunta uno de los militares.

—Nuestros técnicos se encuentran trabajando para demostrar esa hipótesis —aclara la Primera Ministra—. Sin embargo, dada la carencia de inteligencia comunicativa observada en los absortores hasta ahora, parece lo más plausible.

—Con todos mis respetos, señora Dert —interviene Donvan—, esos seres con cero inteligencia comunicativa llevan tiempo colándole naves alienígenas a nuestro gobierno en su espacio aéreo.

—Se está trabajando en todas las posibilidades —repone la Ministra—. Y es justamente para estudiar la eventualidad de que nos hallemos ante una nueva escalada de la invasión que los he convocado.

Hrutz evita cruzar la mirada conmigo. Sabe perfectamente lo que estoy pensando: que a la mierda mi petición de ir al mar del sur a buscar a mi hermana. Pero si cree que voy a rendirme tan fácilmente, está muy equivocada. Lo primero que hago es sacar mi móvil y empezar a enviarle mensajes de texto en mitad de la reunión:

"Tenemos que hablar de lo mío", le escribo. Cuando su teléfono vibra y todos se quedan mirándola, ella me clava los ojos a mí y ladea la cabeza, frunciendo los labios en señal de advertencia.

—Aquí los orientales también quieren explicaciones —expone Donvan—. Yo pensaba regresar mañana, pero el Primer Ministro parece estar retomando la postura agresiva que les llevó a ejecutar a Eirén.

Sí. No todos los otobeses eran tan radicales como Yeong, pero desde luego no parecen ser muy firmes en sus posturas. Por ahí dicen que su gobierno no se apaciguó por agradecimiento, sino por temor a mí.

"Me lo habías prometido", insisto en mensajear a Hrutz. Y esta vez sí me contesta, aunque se le da fatal disimular el uso del teléfono:

"Es más complicado ahora".

—Lamentamos que se encuentre en una situación tan comprometida, señor Varitz —concede Ayona Dert—. Personalmente, quisiera saber si nuestra joven combatiente tiene alguna idea respecto a lo que pudiera estar pasando.

"Si no lo haces tú, lo haré yo", le escribo a la coronel, antes de contestar a la Primera Ministra:

—Me temo que no, señora. Como ya comenté a mi regreso, desconozco por completo siquiera el origen de mis poderes, o cómo soy capaz de controlarlos.

—¡Y pretende que nos lo creamos! —gruñe uno de los militares, después de esbozar la expresión propia de un bebé chupando limón.

—¡Esta niña kjumad, hija de extranjeros de Atara, sabe mucho más de lo que nos cuenta! —lo secunda otro—. ¡Es lo mismo que pasaba con Eirén, pero esta vez ella no puede esconderse bajo una máscara!

La agresividad de las declaraciones no me sorprende, pero sí me ofende.

—Hasta ahora, no he desobedecido ni una sola orden —declaro, aunque sin levantar el tono de voz—. Si quisiera utilizar mis poderes para hacer el mal, hace tiempo que...

—No es necesario que planteemos ese tipo de escenarios —me interrumpe la Primera Ministra.

—Sin embargo, hay un escenario que sí me gustaría plantear —prosigo, tratando de llevar la conversación a mi terreno, a lo cual Hrutz reacciona lanzándome un "¡No!" con los labios y la cabeza, pero sin producir ningún sonido.

—Te escuchamos —me concede Ayona.

—Se trata de mi he-

—Vera cree que la explicación sobre el origen de los absortores se encuentra en unas coordenadas en el mar del sur —me interrumpe Abi, con la más absoluta tranquilidad—. Habíamos contemplado la posibilidad de solicitarles un permiso para explorar esa hipótesis, pero ahora se nos antoja más relevante que nunca.

No puedo evitar sonreír.

—¿Es eso cierto? —me interroga la Ministra, ante lo cual asiento—. Pues es precisamente ese el tipo de información al que me refería cuando te pregunté hace un momento.

—Lo siento, señora —me excuso con dulzura—. No quería faltar al respeto a mi superiora revelando este asunto fuera del contexto en el que ella deseaba hacerlo.

"Eres lo peor", me escribe Hrutz en privado.

—Bien, y cuéntanos —prosigue Ayona—. ¿Es fiable el origen de tu información?

No puedo decirles que las coordenadas están escritas en un papelito que me dio un cirujano de Otobo.

—Viene del propio Eirén —me invento—. Como sabrán por mi expediente, él ayudó personalmente a mi hermana a rescatarme de entre los escombros de mi casa, aquí en Vereti. Fue en esos días que él nos hizo conocer ese indicio.

—¿Y por qué has esperado hasta ahora para decirlo? —inquiere uno de los militares.

—Con todo respeto —le respondo—, estaba ciega, casi sorda y con el cuerpo roto. No hace ni dos semanas completas que sé que puedo volar más rápido que el sonido. —"Pero eres ágil", me mensajea ahora Abi—. Sin embargo, desde entonces me he puesto a su servicio y les he revelado toda la información de la cual dispongo con la más absoluta lealtad.

Esto último sí es cierto. Y es de lo que más me arrepiento. Confiar en el gobierno no es una apuesta personal que haya hecho bajo mi propio criterio, sino más bien por mi compromiso moral para con Hrutz, Darina e incluso Donvan.

—¿Es posible, entonces, que el origen de tus poderes, señorita Saoris, esté en el propio Eirén? —teoriza Dert—. ¿Lo conocías antes del bombardeo de Vereti?

—No, señora.

—Lamento interrumpir —interviene Donvan—, pero me gustaría recordar que no estamos aquí para juzgar a Vera, sino para buscar soluciones a problemas.

Donvan echándome un cable... Qué conmovedor. Quizás sea porque se ve con el agua al cuello, abandonado en un país lleno de fanáticos religiosos. Sabe que, en última instancia, la única que podría salvarle soy yo.

—Resulta innegable que Vera es uno de nuestros activos de combate más valiosos actualmente —recalca la Primera Ministra—. Si la asignáramos a la misión de investigación en el mar del sur, ¿cuánto tardarían en regresar?

—Iría volando —contesto de forma apresurada—. Literalmente, además. Como mucho, en un par de días estaría de vuelta.

—¿Ya tienes experiencia en vuelos transoceánicos? —plantea Dert.

Y estoy a punto de mentirle de nuevo. Sin embargo, cuando me imagino a mí misma sobrevolando el océano sin ninguna compañía, quizás cansándome a medio camino y cayendo sobre las aguas heladas, no tengo más remedio que negar con la cabeza.

—Cuatro días —repone Hrutz—. Utilizaremos dos cazas del ejército, si se nos permite. Pueden volar más o menos a la misma velocidad que Vera. Llegaremos a las coordenadas en cuestión de horas. Tomaremos, como máximo, dos días para explorar, y luego regresaremos con los datos recabados.

—¿Y quién nos defenderá de las bestias que nos ataquen mientras ustedes juegan a los detectives? —inquiere el más viejo de los militares condecorados, quien hace unos minutos renegaba de mí y ahora ruega por mi ayuda—. ¿Qué pasa si el absortor insular del mar del sur se mueve hacia nosotros?

—Acudiré de inmediato si esa criatura ataca el continente —respondo sin dudar—. Sin embargo, para la protección contra los absortores comunes y blancos, creo demostrado que pueden confiar en el equipo de Donvan y, en menor medida, en los soldados implantados del ejército.

A Hrutz no le hace gracia eso de "en menor medida", y así lo demuestra poniendo los ojos en blanco cuando Donvan, a través de la pantalla, le lanza una mirada de suficiencia acompañada de una media sonrisa.

—Lo cierto es que la evacuación y defensa de los civiles en el estadio de la final resultó muy eficiente —reconoce la Primera Ministra—. Sin más bajas civiles que el jugador transformado.

"Después de esto, no quiero volver a comer en ese sitio horrible", me escribe Hrutz.

"Te invitaré a comer fideos instantáneos en mi apartamento", le respondo, acompañando el mensaje con unos símbolos de corazones.

—¿Y bien? —se pronuncia Donvan—. ¿Van a enviar a algún diplomático para que negocie la liberación del diplomático?

—Nos encargaremos de eso —anuncia Ayona Dert—, mientras Vera Saoris, Abi Hrutz y sus hombres de mayor confianza investigan los indicios sobre el origen de los absortores en el mar del sur.

El último mensaje que le envío a Abi son unos símbolos de serpentinas y globos a modo de celebración. Ella reacciona mirándome, mientras sonríe y niega con la cabeza.

Les he pedido que antes de salir me permitan despedirme de Darina en persona. Sin embargo, la imagen que contemplo de ella al entrar en su habitación me baja la moral por completo. Parece el viejo muñeco de trapo, juguete de un perro, que ha sido remendado por todas partes tras los continuos ataques del animal. Tiene el ojo derecho aparatosamente cubierto por unos apósitos, y el lado izquierdo de la cabeza rapado, con larga una cicatriz de sutura en forma de medialuna encima de la oreja. Ostenta múltiples heridas cosidas, algunas aún vendadas, en el cuello, el pecho y los brazos. Y esto es solo la parte que veo, pues el resto de su cuerpo está oculto bajo una gruesa manta.

—Eh, chica del momento —me saluda con un hilo cansado de voz.

Pero yo no puedo devolverle ninguna palabra, sino que instintivamente corro hacia ella, la abrazo con suavidad y empiezo a llorar. Me recuerda a mí después del bombardeo de mi casa.

—Aprenderé a curar como lo hacía Eirén —le susurro al oído, para después besarle tiernamente la mejilla mientras me seco las lágrimas.

—Me parece un buen propósito. —Sonríe partiéndome el corazón—. Me han dicho que te vas.

—Las noticias vuelan, ¿eh?

Sigo frotándome los ojos tan rápido como puedo, a fin de dejar mi escenita atrás.

—Me lo ha dicho Pelvra —comenta Dari—. Donvan le ha pedido que os acompañe. Así cuidará de ti en mi lugar.

Lo cierto es que no me tranquiliza para nada que Pelvra venga a jugarse la vida por mí. En realidad, no debería venir nadie: ni Hrutz, ni ningún caza del ejército. Yo podría arreglármelas a la perfección sin poner en peligro a ninguna de las personas que me importan ahora. Sin embargo, cuando se lo planteé a Abi, ella me recordó que le había prometido acatar las condiciones del gobierno.

—Volveré en unos días —le digo a Darina.

—Estoy segura de ello —me contesta. Ha perdido tanto peso que apenas puedo reconocer en ella a la chica, ya de por sí delgada, pero vigorosa, que me salvó la vida en su día—. Tienes a un monstruo de tamaño isla al cual matar, y una amiga que te irá a buscar si se te ocurre desaparecer.

—No desapareceré —le vuelvo a prometer, al tiempo que pongo mi mano sobre el dorso de la suya.

En ese momento, Hrutz entra en la habitación, imagino que para decirme que el tiempo se ha acabado y que nos marchamos. No obstante, la cara de terror que esboza me hace temerme lo peor:

—Poned las noticias —espeta—. La alianza nos ha declarado la guerra.

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