20. Yo dono rosas. Oro no doy
Analizando sus miradas, entiendo que la mayoría del grupo ha notado la tensión del momento. No obstante, enseguida me doy cuenta de que sus niveles de alcohol en sangre les facilitan la labor de que les importe más bien poco. Daniz golpea con la palma de su mano el hueco que ha dejado Darina en el suelo, invitándome a sentarme.
—Más vale que os quedéis con la cara de esta niña —me presenta—, porque va a dar mucho de qué hablar. —Sonrío, avergonzada, pero forzándome a no reaccionar de más hasta que Darina haya entrado en su tienda—. Podéis decir que tenéis la suerte de estar emborrachándoos con una leyenda en ciernes.
—Bueno, técnicamente, yo no me estoy emborrachando —replico, ante lo cual todos se ríen a pleno pulmón y a mí me invade un aluvión de hormonas de la felicidad.
—¿Pero tú tienes ya los cincuenta y cuatro? —incide uno de los hombres que está sentado en el suelo.
No será él, ¿verdad?
—Tengo la experiencia suficiente —contesto haciéndome la interesante.
—¡Pues dadle una cerveza a esta niña!
Sí que es él. Es el mayor de todos. Tiene la misma cara, el mismo cuerpo, la misma voz... Se trata de Pelvra Rayg, la leyenda del brahn, capitán de los Chysiztrax. Se había retirado a mitad de la temporada tras sufrir la pérdida de su esposa. Mi hermana estaría hiperventilando si lo tuviera delante. Si hasta lleva el anadil guiñando el ojo del escudo de su equipo tatuado en el bíceps...
—¡Para ti! —me ofrece Daniz, que en algún momento de mi ensimismamiento se levantó, tomó una jarra de cerveza fría de alguna parte y ahora me la ofrece.
—¡Qué te pasa, nena! —exclama una de las mujeres del corro—. ¡Parece que hayas visto a un fantasma!
—Es Pelvra Rayg, ¿verdad? —me animo a preguntar, ante lo cual todos se ríen.
—Suele causar esa reacción —comenta Daniz.
—Pero... —balbuceo—. Usted estaba...
—Como me vuelvas a tratar de usted —me interrumpe Pelvra fingiendo indignación—, me das la birra y te vuelves a tu tienda.
—Y yo soy Aminiku Asamun —se introduce otro hombre al que no conozco, de mediana edad, barriga prominente, calvicie coronal y etnia aswerta—, el primer originario de Parois en ganar el premio Baltz de física.
Mi emoción se torna en vergüenza cuando se queda mirándome con cara de compromiso, esperando a que también alucine con él. Quizás mi padre lo hubiera hecho, pero yo no sé quién es este señor.
—¡Y yo soy Kiluna Mintz! —me rescata una mujer joven de rasgos amerinos, complexión media y piernas cortas. Tiene el cabello largo, negro y rizado. Está tan bebida que apenas puede mantener la jarra de cerveza en la mano—. ¡Empleada del mes tres veces seguidas en el CostoGlad!! más grande de Vereti!
La manera en que todos vuelven a reírse ante la desigualdad de la comparativa y ante la cara de decepción del físico ganador del premio Baltz me hace sentir cómoda. Es como si no hubiera manera de ofender a esta gente. Imagino que mañana, cuando empiece la instrucción y mientras estén de resaca, su actitud no tendrá nada que ver con esto. Sin embargo, hoy por hoy, y tras varios tragos de cerveza cayendo en mi estómago sobre una cena más bien escasa, me gustaría disfrutar del momento.
Es por ese motivo que me presento sin pelos en la lengua:
—Yo soy Vera Saoris, de Atara. Vivía en Vereti cuando Borealia bombardeó mi barrio, así que mi casa se me cayó encima y me quedé ciega. Luego Eirén mató a mi madre, mi hermana sufrió una lesión medular y ahora yo tengo poderes.
Las risas se cortan en seco. La comitiva me contempla ojiplática, como sin saber qué emoción expresar. Daniz es el único que trata de aguantarse una carcajada después de escupir un poco de la cerveza que tenía en la boca.
—Joder... —masculla Pelvra—. Y yo pensaba que retirarme del brahn para luchar secretamente contra los absortores había sido duro.
—Nena, y ¿cómo lo llevas? —me pregunta Kiluna con el semblante entristecido, seguramente afectada de más por el efecto del alcohol.
—Perdonadme —les digo—. Lo siento. Lo siento mucho.
Me empiezan a salir lágrimas de los ojos.
—¿Por qué tendríamos que perdonarte nada? —comenta Aminiku, que se ha arrastrado hacia mí el metro y medio que nos separaba para ponerme la mano en el hombro.
—Te hace falta otra —agrega Daniz. Acto seguido, me ofrece una segunda jarra que tomo sin reparos.
La comitiva me mira con compasión.
—Mierda... —balbuceo mientras me froto los ojos con agresividad, como si así pudiera evitar que me salieran más lágrimas—. Lo siento. Darina está enfadada conmigo por esto precisamente.
El grupo guarda un silencio de diez o quince segundos, mirándose unos a otros, al tiempo que Aminiku y Daniz me dan palmaditas en la espalda.
—¿Cómo iba a estar Darina enfadada contigo? —replica Kiluna—. Con todo lo que has pasado, es un gesto de una abnegación brutal que estés aquí. Y ella está encantada.
—Es muy bueno que estemos todos aquí —la secunda Aminiku levantando su cerveza al cielo, gesto que correspondemos todos; incluida yo, aunque me halle sumergida en un mar de lágrimas—. ¿Sabes cuál es el descubrimiento más maravilloso de la física? —murmura en mi oído.
—Oh, por favor, no empieces otra vez —lo reprende Pelvra.
—¡La teoría de la dependencia! —exclama el físico, ignorando al jugador de brahn retirado—. La velocidad de la luz es la única magnitud absoluta conocida del universo físico —enuncia—. El resto dependen unas de otras. No puedes saber cuán rápido vas o a qué ritmo transcurre tu tiempo, si no es comparándolo con las mediciones de otro. ¡Todos los seres vivos dependemos de otros para dar dimensión a nuestra existencia! —casi grita—. ¡Y todos los que entienden eso son seres vivos maravillosos!
Sus compañeros aplauden y vitorean al unísono. Algunos lo hacen en son de burla; otros, genuinamente emocionados en el sentido más etílico de la palabra.
—¡Dejadme dormir, joder! —exclama desde el interior de una tienda la misma voz de antes, a la que identificaron como Demy.
Y quizás dormir sea lo más práctico que podríamos hacer ahora mismo. No obstante, eso no quita que, pese a su brevedad, este haya sido uno de los momentos más liberadores de tensión y en el que me he sentido más escuchada y comprendida de los últimos meses. Hace tan solo unas horas estaba encerrada con un moribundo en una celda de aislamiento. Sigo sin tener noticias de mi hermana; sigo siendo una huérfana de guerra y de Eirén. Las desgracias que me han acontecido no han desaparecido, pero esta hoguera, esta compañía y estas cervezas me han proporcionado un instante de sensación de pertenencia que realmente me ha reconfortado.
—Muchas gracias a todos —es lo único que se me ocurre decir, minutos después de tomarme la tercera jarra—. Y ahora necesito mear...
Los demás se ríen, pero inmediatamente continúan hablando de sus batallitas. Yo me levanto para buscar un buen sitio en el cual descargar toda la emoción y el amoníaco acumulados. A pesar de la sensación olfativa de que a orillas de un manglar no hay un lugar incorrecto en el cual orinar, sigo siendo una chica bastante pudorosa y, con permiso del alcohol, educada. Es por eso que me alejo lo máximo posible del campamento, en dirección a las aguas verdes, hasta que encuentro unos matorrales que me oculten adecuadamente. Bajo la luz de las lunas puedo percibir, antes de desabrocharme el mono y acuclillarme, la portentosa extensión de las aguas del manglar. A estas horas de la noche, las raíces de los árboles que sobresalen más de un metro de la superficie del agua se podrían confundir con las patas de absortores acechantes, listos para atacar. La marabunta de maleza humedecida que nos espera cuando incursionemos es imponente. Y es ocupada en este pensamiento, así como en la evacuación de líquidos de mi cuerpo, que descubro acercarse a una figura desde la oscuridad.
Una canoa.
Inmediatamente termino lo que estoy haciendo y vuelvo a abrocharme el mono. Avanzo unos metros entre los matorrales, a rastras y con todo el sigilo que mi recientemente recuperado cuerpo juvenil me permite conseguir. Me quedo mirando a una distancia prudencial. La pequeña embarcación flota con dirección a la orilla a la velocidad del paso de un humano, pero en el manglar no parece haber ninguna corriente que pueda incentivar esa trayectoria. Transcurridos unos segundos, empiezo a escuchar lo que aparenta ser el tenue discurrir de unos remos en la superficie. Me froto los ojos, inclino la cabeza y consigo descubrir a una silueta sobre la canoa: una persona que está acostada bocabajo en ella, pero que a la vez se da impulso remando con uno de sus brazos. Necesita ayuda. Y no sé si es debido a que estoy afectada por el alcohol o a que me creo invulnerable, pero lo siguiente que hago es adentrarme sin pensarlo en las aguas; sin siquiera medir su profundidad, y camino hasta alcanzar la canoa. La agarro por la proa, tiro de ella e intento interactuar con la persona.
—Aguanta —le digo—. Ya casi estamos.
Lo ayudo porque imagino que es uno de los habitantes de la aldea de pescadores. De seguro se ha atrevido a adentrarse en el manglar y ha sido capaz de escapar con vida tras el ataque de un absortor. Sé lo que es sentirse completamente solo y desamparado, luchando contra criaturas con una fuerza miles de veces superior a la tuya. Mi teoría sobre su procedencia queda constatada cuando alcanzamos la orilla, agarro a la persona por los hombros y compruebo que se trata de un otobés; un muchacho menor que yo.
Está exhausto y apenas consciente.
—¡Eh! —llamo a los demás—. ¡Ayudadme, por favor!
El chico balbucea unas palabras ininteligibles mientras lo saco de la canoa y reviso su cuello, brazos y rostro en busca de heridas. Como no encuentro nada, lo dejo en el suelo y me dispongo a quitarle las vestiduras superiores.
Pelvra, el exjugador de brahn, es el primero en alcanzarme.
—¡Espera! —exclama—. ¡Aléjate!
El muchacho sigue recitando retahílas en su idioma.
—¡Tenemos que ayudarlo! —replico—. ¡Creo que está herido!
De repente, el brazo con el que había estado remando el chico se desprende de su cuerpo con la misma naturalidad y suavidad que lo haría un fruto demasiado maduro de un árbol. No pasa ni un segundo hasta que por el hueco de su hombro empiezan a salir lo que al principio parecen raíces e, instantes después, se pueden identificar claramente como dos patas de un absortor blanco. Lo que viene a continuación es una explosión tan rápida que me coge totalmente desprevenida. Toda la piel, huesos y vísceras del chico estallan hacia atrás; son reemplazadas por el armazón, las garras y las cabezas de una criatura de más de tres metros de altura, la cual ha emergido de dentro de él como si de una película de terror se tratase.
—¡Apártate! —me grita Aminiku, quien también acaba de llegar y me empuja para colocarse entre la criatura y yo.
El absortor blanco recién nacido lanza un zarpazo que, increíblemente, Aminiku detiene con sus manos desnudas, para después asir las garras de la criatura y lanzarla hacia atrás, haciéndola caer de espaldas. El monstruo no tarda en levantarse y yo no tardo en salir de mi asombro, sabiendo que me va la vida en ello. Corro tan rápido como puedo en dirección contraria a la pelea, perdiendo la noción de quién va ganando. La velocidad que alcanzo me sorprende, pues durante un par de segundos, la imagen de todo cuanto hay a mi alrededor se desliza fugazmente; se distorsiona y se desdibuja con mayor rapidez de la que mi vista logra interpretar. Cuando estoy de regreso en la fogata, ya no hay nadie alrededor de ella. En algún momento de la carrera he debido de cruzarme con los otros miembros del equipo, pero, debido a mi velocidad de desplazamiento, no he sido capaz de percibirlos. Sin embargo, esta huida no ha sido producto del miedo o de la impotencia, sino de la obediencia. Sea cierto o no, tengo la sensación de que podría despedazar a este absortor sin mucho esfuerzo y, en el peor de los casos, hacerlo implosionar con tan solo apretar el puño. Sin embargo, es tanta la confianza que me ha generado este grupo de luchadores que he preferido dejar la victoria en sus manos. Mientras tanto, yo me centraré en poner en práctica el consejo de Eirén de no usar mis poderes a no ser que resulte estrictamente necesario, puesto que esto podría atraer a más enemigos. Si hay algo respecto a lo cual no me da la sensación de que me haya engañado, es precisamente esto.
Cuando vuelvo a girarme para dirigir mi atención al monstruo, ya no hay monstruo. En apenas unos segundos, la compañía de hombres y mujeres al servicio de Donvan lo ha despedazado, arrancándole no solo las cabezas, sino también las diez patas. Regreso de inmediato a ellos, preparada para disculparme por mi imprudencia de investigar la canoa sin avisar a nadie. Por el camino, me permito sentir algo de vergüenza tras haberlos puesto en peligro, al tiempo que me asombro de lo rápido que se nos han pasado los efectos de la borrachera. No obstante, cuando alcanzo al grupo, su reacción es bien distinta de aquella a la que estoy acostumbrada cuando me dejo llevar por mis impulsos:
—¿Estás bien? —me pregunta Kiluna con expresión preocupada, y me examina todo el cuerpo en busca de heridas.
—¿Te han hecho daño? —agrega Daniz.
—¡Estoy bien! —me apresuro a exclamar—. ¡Lo siento, lo siento! Me he separado demasiado de voso-
—No te preocupes —me tranquiliza Pelvra.
—Era un chico joven —les cuento con nerviosismo—. Venía en una canoa y... se ha transformado delante de mí.
—Eso es lo que les pasa a las personas que son heridas por absortores blancos —me explica Aminiku—. Pasados unos días, se convierten en uno de ellos, o en uno negro.
—En realidad —aclara Pelvra—, no se convierten, sino que la criatura crece dentro de su cuerpo hasta que está lista para eclosionar como una palomita de maíz.
Ellos no entienden por qué ahora me llevo las manos a la boca y caigo de rodillas al suelo, prorrumpiendo de nuevo en un penoso llanto. No saben que mi hermana fue herida por un absortor blanco; ignoran que ahora mismo me la estoy imaginando pasando por el mismo proceso delante de mis ojos. La estampa de este muchacho transmutando en un monstruo quedará para siempre en mi retina, añadiéndose al catálogo de mis pesadillas. Sin embargo, y pese a que este grupo no sabe por qué esta experiencia me toca tanto la fibra, Kiluna no duda en agacharse junto a mí, abrazarme con fuerza y acariciarme el cabello mientras trata de tranquilizarme.
—Lo sé —susurra y sisea—. Ya está. Ya pasó.
—No te preocupes —la secunda Daniz—. A ti no te va a pasar.
—Nos tienes a nosotros —agrega Aminiku.
—Aquí tenemos por costumbre patearles el culo a los absortores que atacan a uno de los nuestros —concluye Pelvra.
Este intento tan satisfactorio de consuelo cumple con su propósito, pero al mismo tiempo le proporciona la confianza a mi corazón para dar rienda suelta a sus emociones y llorarlas todas juntas sobre los hombros de Kiluna.
—Mi hermana —balbuceo—. También... Ella...
—¡Qué ha pasado! —exclama de pronto Darina, interrumpiendo la confesión.
Ha aparecido en escena sin que yo haya podido percatarme de su llegada, y ahora nos mira con preocupación. Por un acto reflejo, me separo del abrazo de Kiluna y comienzo a secarme las lágrimas.
—Ha venido un aldeano en una canoa —le cuenta Daniz— y se ha transformado en absortor blanco delante de Vera.
Me preparo para una agresiva petición de explicaciones. "¿Qué hacías ahí?". "¿Por qué no puedes estarte quieta en tu tienda?". Sin embargo, lo que recibo es que Darina se arrodille a mi lado, me ponga las manos en las mejillas, me seque las lágrimas con los pulgares y se quede mirándome a los ojos con el gesto de preocupación más genuino que le he visto jamás.
—¿Te han hecho daño? —me pregunta, ante lo cual solo puedo contestar llorando como una niña pequeña, desconsolada, desesperada y desestabilizada.
Darina no se lo piensa y me abraza con fuerza, permitiendo que pose mis mejillas empapadas sobre su pecho, acariciándome el cabello e incluso dejando escapar unas cuantas lágrimas. Es la única persona aquí que sabe lo de mi hermana, y parece que cuando tiene que poner en marcha la empatía no titubea ni un instante.
—Lo siento —es todo cuanto puedo decirle, y ella sisea para silenciarme.
—Si hay absortores blancos, los otobeses serán un estorbo —se anuncia de repente Demy, la mujer que llevaba todo el rato pidiendo que la dejaran dormir y que finalmente se ha unido a nosotros—. Deberíamos incursionar ya y dejar que los devoren.
Darina se separa de mi abrazo y se levanta sin secarse las lágrimas. No parece importarle que sus amigos la vean llorar.
—No hemos venido aquí para dejar morir a nadie —les recuerda—. Mañana empezaremos el adiestramiento, tal y como estaba previsto. Montaremos turnos de guardia tanto de día como de noche. En una semana, deberían poder moverse con la agilidad suficiente como para evitar que se los coman.
—De acuerdo —contesta Demy sin rechistar.
—Id todos a dormir —prosigue Darina—. Pelvra y yo nos quedaremos de guardia hasta el amanecer. —Ahora me mira con una expresión a mitad de camino entre la compasión y la reprensión—. Tú también. Vete a tu tienda y no se te ocurra salir, escuches lo que escuches.
Demy es una mujer muy alta, delgada y pálida, con ojeras de color morado tatuadas bajo los párpados, y el cabello largo, seco y negro. Lo lleva recogido en una trenza abundante que le llega hasta la mitad de la espalda. Su porte y su expresión transmiten una marcada agresividad. Viste una camiseta blanca de tirantes y un pantalón militar atado a la cintura con varias bridas. Es como si hubiera cogido el mono reglamentario que llevo yo y lo hubiera cortado por la mitad, quitándole la parte de arriba. En su rostro se revelan una impasibilidad absoluta y unas ganas de combate sin parangón. Si una persona como esta es capaz de abandonar al instante sus ideas y obedecer sin poner pegas a Darina, una joven menudita y con poca pinta de líder de nada, ¿quién soy yo para no hacer lo que me dice?
Cuando entro en mi tienda, me quito apresuradamente el mono militar. Está empapado hasta las rodillas con el agua podrida del manglar, al igual que mis botas y mis calcetines. Lo dejo todo en el extremo contrario de la tienda, quedándome solo con la camiseta y la ropa interior. Me tumbo sobre la esterilla en posición fetal, dando la espalda a la entrada, y termino de secarme las lágrimas que he derramado por mi hermana. Las manos me están temblando y tengo la garganta compungida en una contractura que me dificulta siquiera tragar saliva. Me da miedo cerrar los ojos y reabrir con ello el libro de los horrores que almacena mi memoria. No quiero ni tan solo recapitularlo. Prefiero concentrarme en intentar entender a Darina. Si me desconcertaba que me ignorara, lo hace todavía más la manera tan tierna y cálida en la que me ha consolado hace un momento. Lo que sus amigos dicen que piensa de mí no coincide con lo que su actitud me había demostrado hasta ahora. Además, Donvan me ha dado a entender que ella ha querido estar presente para tutorizar mi adiestramiento. Entonces, ¿le molesto o le intereso?
De repente, mientras estoy absorta en ese dilema, noto que una mano se posa en mi espalda y no puedo evitar dar un respingo de sobresalto.
—Tranquila —me dice una voz femenina, para después sisear—. Soy yo.
Al girar la cabeza, descubro a la propia Darina acuclillada frente a mí. No puedo distinguir muy bien sus rasgos, dado que la única luz que dibuja su perfil es la de una pequeña lámpara de gas que sostiene. Sin embargo, creo acertar a reconocer que está sonriendo con la boca cerrada. Por mi parte, me avergüenza ligeramente que me vea con tan poca ropa, pero estoy demasiado desalentada como para reaccionar a ello.
—Lo siento —le vuelvo a decir con los labios temblorosos—. Siento mucho haber puesto a tu gente en peligro.
—Yo también lo siento —me susurra amablemente—. Jamás fue mi intención hacerte sentir que eras solo una pieza en un tablero.
Deja la lámpara en el suelo y se sienta abrazándose las piernas, apoyando la barbilla entre las rodillas. El punto desde el cual recibe ahora la luz me permite fijarme por primera vez en que tiene unos labios carnosos e intensamente hidratados, igual que la piel de sus mejillas pobladas de pecas.
—Estoy muy asustada —le confieso abiertamente—. No sé cuándo van a dejar de pasarme cosas malas.
—Ojalá pudiera responderte a esa pregunta —musita Darina con franqueza, y después suspira—. Pero lo que sí puedo hacer es acompañarte. A ti y a todos los demás. —Hace una breve pausa, como si estuviera escogiendo con cuidado las palabras que va a usar a continuación—. He preferido mantener la distancia mientras conocías al resto del grupo.
—Yo pensaba que estabas enfadada conmigo por cómo te había tratado en Chysien —le reconozco.
En tanto Darina niega con la cabeza, yo me siento sobre la esterilla en la misma posición que ella.
—Tenías todo el derecho del mundo a desconfiar de mí —repone calmadamente—. En mi versión militar, soy un poco torpe con el tema del tacto y el pragmatismo.
—En realidad, ese es uno de mis peores defectos —admito esbozando una sonrisa, y Darina la corresponde con otra todavía más dulce y sincera—. Pero después de cómo te había tratado por última vez, me merecía que no quisieras hablarme.
—La verdad es que estaba tan avergonzada contigo que decidí esperar a que dieras el primer paso, si es que te apetecía darlo. —Tras decir esto, la chica recoloca la lámpara de gas entre ella y yo, creo que con intención de iluminar mejor mi rostro—. Pero cuando te vi llorando hace un momento, sabía que te sentirías muy sola con eso que tú y yo sabemos sobre tu hermana —concluye.
Las mejillas se le sonrojan y noto que le cuesta mirarme a los ojos. Es por eso que decido desplazarme ligeramente hacia adelante y colocar mi mano en su rodilla.
—Gracias por permitirme conocer a tu gente de cerca —le digo, esforzándome por no pensar en Dea y así poder sacar lo positivo de este momento—. Si de mis habilidades sociales dependiera, lo más seguro es que Donvan me hubiera dejado abandonada en Vereti. Al principio solo era una voluntaria más a la cual implantar y adiestrar, pero cuando se descubrió el poder que tengo, todos perdimos un poco la cabeza.
—Yo no he querido que estés aquí por tu poder ni por tus habilidades sociales —replica Darina con seriedad. Después me toma de la muñeca y levanta mi brazo hacia el techo de la tienda—, sino por la valentía que almacenas en este cuerpecito —añade—. Cuando saltaste por la ventana de aquel supermercado, no lo hiciste porque confiaras en que algún poder te salvaría...
—Fue una locura —reflexiono interrumpiéndola.
—Fue una imprudencia, sí —reconoce mi instructora—. Pero me permitió intuir que te enfrentarías a lo que hiciera falta para defender a los tuyos. Y desde entonces, no he dejado de ver eso en ti.
—Me temo que ya no me quedan muchos de los míos a los cuales defender —comento con tristeza, al tiempo que Darina deja descansar mi mano sobre mi propia rodilla—, si es que acaso hay alguno.
—La gente que está aquí fuera daría su vida por ti —me explica la chica.
—Pero si apenas me conocéis —objeto avergonzada.
—Así es como trabajamos, Vera Saoris. —Escuchar mi nombre completo en sus labios me provoca un ligero escalofrío. Me pregunto si lo hace a propósito, sabedora del efecto que tiene su presencia sobre mí desde que nos reencontramos en Chysien—. Cuando acogemos a alguien en nuestra pequeña familia, lo protegemos con todas nuestras fuerzas, que no son pocas. En mí vas a encontrar a dos personas constantemente: a la adolescente inexperta pero amante de los suyos a la que Donvan engañó, y a la luchadora implacable en la que mis amigos me han ayudado a convertirme. Creo que, en esos dos sentidos, tenemos mucho en común. —Antes de concluir, Darina se levanta del suelo y se dirige a la entrada de la tienda—. Te dejaré la lámpara para que duermas más tranquila con luz. Cuando termines tu adiestramiento, podrás elegir si quieres formar parte de esto y así tener una familia a la cual proteger.
No sé muy bien qué contestarle. Me siento muy agradecida y creo que su propuesta es un honor inmenso, pero también acarrea una gran responsabilidad que no sé si seré capaz de afrontar.
De momento, me limito a sonreírle y asentir.
Después de una cabezada nada reparadora, la cual parece haberse prolongado durante apenas unos minutos, Kiluna entra en la tienda y me despierta zarandeándome suavemente. Luego me entrega un plato de gachas y un vaso de agua.
La lámpara de gas ya está apagada. La luz de los soles penetra a través de las porosidades del tejido de la tienda.
—Por favor, date prisa —me insta Kiluna—. Come y vístete. Tenemos problemas.
—¿Qué pasa? —le pregunto mientras empiezo a engullir, con la conciencia aún embotada.
—Los otobeses que vinieron contigo no están.
—¿Qué? —Casi me atraganto—. ¿Cómo que no están?
—Pensamos que se han adentrado en el manglar por su cuenta. Ni siquiera los vieron escapar.
—Pues que les den, ¿no? —espeto con desagrado.
—Darina dice vayamos tras ellos, así que vamos. —Me da un golpecito en el hombro—. La parte diplomática de esta misión también es importante.
Trago el último bocado y me apresuro a levantarme para ponerme la ropa y las botas.
—Tienes razón —me excuso—. Lo siento.
Kiluna se ríe. Espera a que me vista con el mono todavía mojado y abre la tienda para que yo pase primero. Una vez afuera, mientras todavía me estoy calzando las botas, descubro que soy la última en estar lista y que todos los demás me estaban esperando. Además de los miembros del grupo a los que conocí alrededor de la hoguera, hay otros que seguramente estarían durmiendo en aquel momento. Sin más dilación, nos dirigimos a la orilla del manglar. Allí se encuentran fondeadas dos canoas blancas de fibra que, probablemente, almacenaban en la carpa central. Es en este momento cuando recuerdo que me he dejado en la tienda la mochila con el cilindro negro que me entregó Eirén.
Demasiado tarde para volver.
Darina nos distribuye en las canoas de tal manera que yo voy con ella, con Daniz, con Kiluna y con otros dos chicos a los que no conozco por nombre. A estos dos últimos les entregan los remos para que permanezcan de pie, uno a cada lado, y nos den propulsión. Darina se queda parada en la proa y al resto nos pide que nos sentemos.
Navegamos a mediodía. Los insectos del manglar producen todo tipo de sonidos vibratorios, silbantes y chasqueantes, formando una sinfonía de suspense que transmite una sensación de peligro constante. De vez en cuando, la superficie de las aguas se ve ligeramente perturbaba por algún pez que asoma la boca para tragarse a un bicho, o por la cresta de algún reptil que acecha bajo el líquido verdoso y maloliente.
—Mantened los ojos abiertos —nos insta Darina, a la vez que se seca la humedad de la frente con el dorso de la mano—. Sabemos que han seguido esta ruta porque se llevaron una canoa.
Los miembros del grupo permanecen en silencio, mostrando un profundo respeto. Empiezo a preguntarme si su sumisión se debe a que han sido adiestrados para seguir a un líder, sea quien sea, o si es que acaso Darina ha realizado proezas propias de una heroína con las que se ha ganado su lealtad incondicional. Supongo que cuando aúnas ambas opciones, obtienes una fidelidad inquebrantable.
Tras avanzar durante casi media hora, desviándonos en varias bifurcaciones marcadas por las raíces de mangle, nos encontramos con la primera señal de que esta no va a ser una misión de rescate al uso: el cuerpo sin cabezas de un absortor negro, colgando enredado en las ramas de un árbol.
—Joder con los Otos —espeta Demy, quien ha venido dirigiendo la otra embarcación. "Otos" es un apelativo despectivo con el que se dirigen a los otobeses algunas personas en occidente—. Sabían perfectamente cómo hacerlo.
Uno de los chicos aparta el cadáver de otro absortor que flota en las aguas golpeándolo con el remo. A medida que avanzamos, y en el transcurso de casi diez minutos, nos encontramos con cada vez más monstruos en las mismas condiciones. Empieza a resultar complicado moverlos para despejar el camino, pues una marabunta de ellos se amontona cuando nos acercamos a la orilla del manglar. Se hallan frente a una enorme explanada gobernada por un gigantesco edificio en forma de pirámide. Allí también están Yeong y su gente, rematando a algunos absortores.
Cuando desembarcamos, dejando a la masa de monstruos muertos a un lado, Darina avanza a paso firme hasta los otobeses que acaban de terminar su faena para pedirles explicaciones. Como el grupo ha decidido quedarse en la orilla, yo no quiero desentonar y hago lo mismo. Sin embargo, la distancia nos impide escuchar la conversación que están manteniendo Darina y el que parece ser el líder del grupo de Yeong.
—¿Alguna vez habéis peleado contra humanos? —se me ocurre preguntar, víctima de la tensión.
—Hasta ahora nunca ha sido necesario —me informa Daniz.
—Pero un monstruo es un monstruo —agrega Demy, ansiosa por librar un combate—. Da igual su especie; si hay que pelear, se pelea.
—Espero que no —prosigue Kiluna—, porque no me hace ninguna gracia.
Se producen algunos intercambios verbales sin que la situación parezca irse de madre, lo cual me permite contemplar y analizar el entorno. Realmente, nos encontramos en un claro de bosque. A nuestro alrededor se alza una masa de árboles de más de veinte metros de altura, con troncos tan anchos que harían falta varias personas para rodearlos. Plantean un contraste muy abrupto con respecto al manglar que hemos dejado atrás. Y eso por no hablar del edificio piramidal que se yergue orgulloso en el centro de la explanada; seguramente algún tipo de templo. Está cubierto por todo tipo de vegetación, pero no parece que lleve siglos abandonado, pues las rocas aún revisten el color de sus pinturas religiosas originales. En la parte inferior tiene una abertura en perfecto estado de conservación por la que se podría acceder perfectamente.
Queda claro que sigue en uso.
—¡Porque os habéis atrevido a profanar una tierra sagrada, y ahora será vuestra tumba! —escucho gritar de pronto al líder de la facción de Yeong.
Acto seguido, le propina a Darina un puñetazo en el abdomen sin que ella pueda verlo venir. El impacto la hace volar por los aires varios metros, hasta aterrizar junto a nosotros.
—Estoy bien —musita en un hilo de voz, tras inhalar una bocanada profunda de aire—. ¡Vamos!
Se levanta y salta hacia los otobeses. Su gente la sigue sin pensárselo y se enzarzan en un combate a mano desnuda que me deja sin saber qué hacer. Algunas parejas de contienda se alzan más de diez o doce metros, se encuentran en el aire y caen a plomo para después seguir intercambiando golpes en el suelo. Otros mantienen un cara a cara en el que lanzan derechazos e izquierdazos que el otro esquiva y trata de contraatacar. Demy es feliz. Ha agarrado a uno por la nuca y está corriendo en dirección al límite del claro de bosque mientras le arrastra la cara por el suelo. No sé qué hacer cuando me doy cuenta de que Yeong está libre y viene corriendo a por mí.
Si lo hago implosionar, ¿aparecerán más absortores?
—¡Ya te dije que nos lo pasaríamos muy bien en el manglar, zorra impura! —me grita, justo antes de saltar hacia mí en un intento de patada que esquivo sin dificultad.
Miro a mi alrededor para comprobar que el grupo de Darina tiene controlada la situación.
—¡Qué estáis haciendo! —le reprocho—. ¡Estamos aquí para ayudaros!
—¡Estáis aquí para profanar nuestras tierras, como hicieron vuestros antepasados hace siglos!
Esta vez intenta agarrarme, pero no me resulta difícil anticiparme a sus movimientos y esquivarlos.
—¡Pero si yo ni siquiera soy amerina! —trato de explicarle.
—¡Entonces eres peor aún! —me acusa Yeong—. ¡Eres una perra sirvienta!
Este último insulto saca a la superficie un poquito de la Vera reactiva del pasado. Eso me obliga a evitar su siguiente envite con una finta y propinarle un codazo en la espalda, el cual lo hace caer de bruces contra el suelo polvoriento. Se levanta enseguida, mientras yo me pregunto cómo es posible que mi capacidad de reacción y mi fuerza se hayan incrementado tanto.
—¡Basta ya! —le ordeno—. ¿No os dais cuenta de que en todo el mundo estamos igual? ¡No somos vuestro enemigo!
—¡No necesitamos a demonios profanos para ayudarnos a defender nuestras tierras sagradas! —Tira dos golpes al aire sin éxito. También me percato de que casi todos sus compañeros están ya reducidos por los míos—. ¡Los dioses han obsequiado a mi generación con este templo! ¡Esa es una señal inequívoca!
—¡No sé de qué mierda hablas —le grito—, pero déjalo ya! ¡No quiero hacerte daño!
Finalmente, me decido a dar un salto y posicionarme detrás de él. Lo agarro por los brazos, los cruzo sobre su espalda y le hundo la rodilla en el coxis, forzándolo a caer de frente. Mientras está en el suelo, inmovilizado y mordiendo literalmente el polvo, me lanza todo tipo de maldiciones en su idioma.
—¡Qué hacemos! —le grito a Darina.
Todos estamos más o menos en la misma situación, tratando de contener al adversario sin causar bajas humanas. La única que parece haberse pasado de la raya es Demy, quien sujeta por la cabellera a su pareja de combate aparentemente sin vida.
—¡Volvemos! —exclama Darina.
Y es que en cada canoa se había quedado un miembro del grupo, por lo que están listos para una evacuación de emergencia.
—¡No vais a ir a ninguna parte! —se pronuncia el líder del grupo de Yeong, cuya cabeza está contra el suelo, debajo del pie de Darina—. ¡Está escrito! "¡Un lugar sagrado de peregrinaje aparecerá para iluminar a las generaciones venideras y se convertiría en la tumba de los demonios!"
Al escuchar esto, hay algo en mi cabeza que hace clic. No sé si es una deducción o un recuerdo, pero de lo que sí estoy segura es de que necesito plantear la pregunta que asalta mi mente:
—¿Cuánto hace que existe este lugar? —inquiero señalando a la pirámide. Como Yeong se niega a contestarme, hago amago de romperle otra vez el brazo, girándoselo en una dirección antinatural.
—¡Los dioses la pusieron aquí hace unos días! —me informa retorciéndose de dolor—. Tal como anticipaban las profecías, un lugar de peregrinaje para fortalecer a los fieles y enterrar a los demonios.
La que estoy teniendo ahora es una idea demasiado descabellada como para verbalizarla, pero necesito que todos entiendan lo importante que es que nos larguemos cuanto antes.
—¡Darina! —exclamo—. ¡Por favor, vámonos! ¡Dejémoslos aquí!
Cuando percibe mi expresión de preocupación, decide darle importancia.
—¡Nos vamos! —consiente—. ¡Pero no sin ellos!
—¡Da igual! —insisto— ¡Ellos ya no...!
Mi exclamación se ve interrumpida por un rugido y un chillido. Uno de los hombres de Darina, el que estaba más cerca de la entrada de la pirámide de piedra, acaba de ser atravesado en el abdomen por un absortor blanco que ha salido de ella. Sin darle tiempo de réplica, también ensarta por el costado al otobés al que el muchacho retenía con su rodilla. Una vez que tiene a ambos asegurados, los levanta hacia el cielo, vuelve a rugir y se lleva a cada uno de ellos a cada una de sus bocas, engulléndolos enteros.
La criatura mide más de cuatro metros de altura, y enseguida salen otras cinco o seis de la misma boca del templo.
—Ya está —masculla Yeong—. Se ha realizado.
Ni siquiera sé si su fanatismo religioso les permite ser conscientes de lo que está ocurriendo, pero cuando los absortores comienzan a devorarlos uno tras otro, en sus rostros no se aprecia ningún tipo de perturbación. Por supuesto, los compañeros de Darina logran esquivar las embestidas y empiezan a recular hacia las canoas. Yo soy la que está más cerca de la orilla, aunque no me parece buena idea tomar el camino de vuelta.
—¡También saben nadar! —les informo, al tiempo que esquivo el zarpazo de una de las criaturas—. ¡Darina, déjame usar mi poder!
A pesar de que otro de sus compañeros ha caído ya dentro de las fauces de un absortor, la capitana se resiste.
—¡Hemos estado en situaciones peores! —me cuenta—. ¡Acabaremos con todos!
Es imposible. Son diez o doce, y no paran de salir más de la entrada del templo. ¿Por qué tiene tanto reparo en que yo me manche las manos de sangre? Estas cosas no pertenecen a este lugar. Esta pirámide, esta explanada, estos árboles... La idea descabellada que rondaba mi cabeza comienza a ser imposible de contener.
—¡No me estás entendiendo! —exclamo, a la vez que la tierra comienza a temblar—. ¡Este bosque no es lo que parece!
Ya desde que llegamos se me hizo extraño. Si las historias de los pueblerinos decían que los demonios se estaban llevando a gente al interior del manglar, ¿por qué los jóvenes seguían viniendo? Resulta que, oportunamente, esta explanada, este bosque y este templo aparecieron aquí hace unos días para cumplir una profecía según la cual los jóvenes que peregrinaran al lugar serían bendecidos.
Pero, ¿bendecidos con qué?
De repente, el suelo que marca el límite con la orilla del manglar comienza a resquebrajarse. Yeong aprovecha el vaivén para zafarse de mi pie y me propina un puñetazo en la rodilla. Al pillarme desprevenida, me hace caer. Por último, se incorpora y sale corriendo en dirección a las canoas. No sé si el salto que da al alcanzar la grieta es suficiente para ponerlo a salvo, porque el caso es que toda la explanada, con su templo y sus árboles circundantes, ha comenzado a elevarse a un ritmo vertiginoso, como si de una atracción de feria se tratara. De pronto, todos los absortores, el grupo de Darina y los supervivientes de los otobeses, estamos a más de veinte o treinta metros de altura con respecto al manglar, montados en lo que yo ya sospechaba que sería esto:
El lomo de un absortor gigante.
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