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2. Amigo, no gima


Cuando me limpio la boca después de expulsar mis sándwiches a medio digerir, la criatura hace algo parecido: con una de sus afiladas garras, se frota las fauces de las dos cabezas, a fin de eliminar el exceso de sangre y un trozo de intestino que todavía le colgaba de los colmillos.

¿Cómo describir la impresión que causa ver una de estas cosas a tan solo unos pasos de ti? Por un momento, mi cuerpo hace amague de quedarse paralizado. Sin embargo, la Vera intrépida y salvaje de Atara se abre paso entre el pánico, impulsándome a correr de vuelta a la avenida sin mirar atrás. A mis piernas se les olvida que estaban exhaustas por la carrera anterior. Doy unas zancadas tan amplias y bien contemporizadas que creo que podría superar mi propio récord de velocidad. Tras un minuto entero sin parar, habiendo cruzado la avenida y doblado cuatro esquinas de sus calles afluentes, me detengo. Miro hacia atrás, pero no veo nada ni a nadie. Descanso, colocando mis manos sobre mis rodillas, y jadeo para recuperar el aliento. La boca me sabe a sangre mezclada con vómito y los pies me palpitan por el dolor de haber corrido de esta manera con un calzado no diseñado para ello.

—Mierda, mierda —mascullo—. Mierda, Vera.

Transcurridos diez segundos, todavía no puedo respirar con normalidad. Creo que ese monstruo no me ha seguido, pero no quiero detenerme hasta llegar a un lugar que considere seguro, o a uno en el que, pensando de manera egoísta, haya más gente a la que hincar el diente aparte de mí. En el distrito central impusieron un toque de queda nocturno hace varias semanas. Sin embargo, no tenía constancia de que también lo hubieran hecho en la periferia, ya que aquí no se había registrado ningún ataque. Es posible que esa sea la razón por la cual las calles están tan desiertas.

Cuando por fin he recuperado el aliento, me quito las sandalias y las llevo en la mano para poder seguir corriendo sin dolor. Lanzo un denso escupitajo amarillento hacia el suelo y reemprendo la marcha a toda velocidad. Sin embargo, al doblar la primera esquina, literalmente me tropiezo con la criatura. O quizás sea otra distinta. No lo sé. Estaba de espaldas, por así decirlo, y yo me he chocado contra sus patas traseras. Por supuesto, no he conseguido desplazarla ni un milímetro, sino que he sido yo quien se ha caído de culo, rebotada. El tacto de su piel oscura de reptil era como el de una manualidad de arcilla recién sacada del horno. Cuando se da la vuelta hacia mí, se pone de pie sobre cinco de sus diez patas y me amenaza con las garras de las demás, profiriendo un chillido agudo y aturdidor. En un principio, mi reflejo es el de cubrirme los oídos con los dedos. Sin embargo, enseguida recapacito y utilizo las manos para levantarme del suelo e intentar correr en dirección contraria.

Esta vez parece ser que no será posible escapar, pues el absortor clava sus dos garras delanteras en el suelo justo enfrente de mí, bloqueándome el paso. Eso significa que lo tengo encima. No obstante, me resisto a mirar hacia arriba, sino que intento deslizarme hacia atrás para escapar. Es solamente cuando mis glúteos chocan de nuevo con sus extremidades traseras que comienzo a asumir mi destino. Las diez patas del absortor están formando una especie de jaula a mi alrededor. Al levantar la cabeza, descubro su abdomen haciendo de techo, como si fuera la masa rocosa puntiaguda y abovedada de una cueva submarina. De hecho, siento que me empieza a faltar el aire, como si estuviera debajo del agua, de manera que entrecierro los ojos y me acurruco sobre mí misma, resignándome a lo que sea que me vaya a pasar. Mientras lo que parecen ser unos granos de arena negra caen sobre mis pies, me pregunto cuánto debe de doler que te saquen los intestinos del cuerpo si todavía estás viva. Las piernas me tiemblan y las manos me sudan. Cuando la criatura suelta un nuevo rugido, tengo que hacer un esfuerzo titánico por no orinarme encima. Resulta patético que esta haya pasado a ser mi principal preocupación durante los momentos previos a mi muerte, pero si algo queda de mi cuerpo cuando el monstruo acabe conmigo, no quiero que sean unos pantalones meados.

Transcurridos cinco eternos segundos de silencio, empiezo a preguntarme qué debería hacer. Me da miedo abrir los ojos por completo y descubrir a la criatura todavía encima de mí. Pero entonces pienso que tal vez me daría todavía más miedo abrirlos y no verla. ¿Se entretienen los absortores jugando con sus presas antes de devorarlas? ¿Se esconden de ellas? ¿Es esta la misma criatura con la que me encontré al otro lado de la avenida? En mi cabeza se atropellan todo tipo de pensamientos, el sudor me gotea del cuello hacia el pecho y las piernas se me acalambran de estar en cuclillas.

De pronto, escucho una voz masculina.

—Vaya, sí que eras tú —comenta en un tono absolutamente llano—. Con lo que me había esforzado por perderte la pista...

Al abrir los ojos y levantar la vista, descubro a mi lado el cadáver sin cabezas del absortor que me acechaba. Luego, alzando un poco más la mirada, lo veo a él.

Aproximadamente dos meses después de los primeros vídeos de absortores que se subieron a las redes sociales, empezaron a aparecer también vídeos de Eirén. Algunos dicen que es un hombre; otros, un dios redentor. Los negacionistas piensan que es un fraude. De hecho, el nombre se lo pusieron estos últimos, en son de burla, recurriendo a un vocablo en amerino clásico que significa "salvador". A veces también lo llaman "el hombre de los calzoncillos por fuera". Pero lo cierto es que aquellos que lo han visto en persona saben con certeza que Eirén y sus habilidades son reales: puede volar más rápido que el sonido, levantar cientos de veces el peso de una persona normal, arrancar mobiliario urbano del suelo para arrojárselo a los absortores y desprenderles las cabezas de cuajo. Hay que reconocer que el diseño del traje y el antifaz con los que oculta su identidad han mejorado mucho desde sus primeras apariciones, cuando prácticamente iba de un lado a otro en pijama y con un pasamontañas. Ahora tiene una especie de mono de neopreno grueso de color antracita, con un relieve en forma de retícula de diminutos hexágonos negros, resaltando su imponente masa muscular. Al parecer tomó nota de las burlas, con lo que ya no viste nada semejante a ropa interior por fuera del traje. Lo que sí lleva es un antifaz blanco, el cual le oculta desde debajo de la nariz hasta la línea de crecimiento de su tupé azabache, finalizando en forma de uve en ambas sienes. Cubre sus espaldas con una capa, también blanca, de un tejido grueso, vaporoso, largo y voluminoso. Por último, calza unas botas militares negras de caña alta; quizás la parte más casera de su atuendo, o la única que cualquiera de nosotros averiguaría dónde comprar.

Personalmente, tengo sentimientos encontrados para con Eirén. Dejando a un lado el hecho de que me acaba de salvar la vida, hasta el día de hoy me había resultado bastante sospechoso que su aparición hubiera coincidido temporalmente con la de los absortores, separadas ambas por apenas un par de semanas de diferencia. No me considero una apasionada de las teorías de la conspiración, pero si dos eventos sobrenaturales ocurren tan cerca uno de otro, me resulta muy difícil no ver una relación. Los negacionistas de Americia dicen que los vídeos de Eirén también son un montaje del gobierno, y no entienden cómo la comunidad internacional puede estar permitiendo una farsa de tal calibre. Este tipo de mentalidad le da alas a la alianza norteña de Borealia y Septentrio, deseosos de buscar algún resquicio diplomático que, a su parecer, justifique una invasión de nuestro país. Un porcentaje nada desdeñable de la gente de Americia empieza a ver a Brimiar Tygval y sus aliados como potenciales libertadores, en lugar de como invasores.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta Eirén, al observar que me resisto a levantarme del suelo.

—¡Sí, sí! —exclamo de inmediato, avergonzada por mi parálisis temporal. Después de algunos años de transformación emocional, me he convertido en una de esas personas que se resbala en suelo mojado, se cae, se hace una brecha la cabeza y luego se disculpa por las molestias—. ¡Lo siento, es solo que...!

Pero Eirén no me permite concluir con la frase, sino que, sin dirigirme una sola palabra más, emprende el vuelo a toda velocidad. Al hacerlo, provoca una mini estampida sónica que me hace caer de nuevo bocarriba, junto al cuerpo sin vida del monstruo que había intentado matarme.

Diez minutos después, consigo llegar a mi casa y abro yo misma la puerta, usando mis llaves. Después de cerrarla tras de mí, recuesto la espalda en ella, deslizándome lentamente hasta quedar sentada en el suelo. Al escuchar mi llegada, mi madre se asoma desde el salón al pasillo que da con el recibidor. Vivimos en una casa unifamiliar de dos plantas con su propio jardín y garaje, como todas las que hay en esta calle.

—¡Hija mía! —exclama mi madre al verme, y se dirige corriendo hacia mí—. ¿Qué te ha pasado?

Luego es mi hermana quien baja las escaleras desde el segundo piso, las cuales dan directamente a la entrada, y se queda mirándome como quien se encuentra con un cachorro atropellado en la autopista.

—¿Por qué estás descalza? —me pregunta—. ¿Con quién te has peleado?

No me salen las palabras. Las manos me están temblando y ya no me importaría tanto hacerme pis encima. Mi madre se va a toda prisa para avisar a mi padre de mi llegada, mientras que mi hermana viene hasta mí, se agacha en el suelo a mi lado y comienza a inspeccionarme por todas partes en busca de alguna herida. Debe de pensar que me he metido en alguna pelea de las que a ella le gustaban cuando iba al instituto. Sin embargo, me encuentro ilesa; solo sudada y, seguramente, despeinada. El corazón me late a más pulsaciones de las que recuerdo haber alcanzado jamás en cualquier práctica deportiva de alta intensidad. Lo único que acierto a hacer es abrazar a mi hermana con tanta fuerza que la dejo sin aire.

—¡Pequeña! —exclama mi padre al llegar—. ¿Qué te ha pasado, hija mía?

Cuando lo veo, me pongo a llorar. No sé si es una reacción correcta o exagerada. Ni siquiera sé por qué lo hago, pero siento que libero una gran tensión cuando baño mis mejillas con lágrimas y lleno mis senos nasales de mocos. Sin soltarse de mi abrazo, Dea me ayuda a levantarme. Me apoyo en su hombro y en el de mi padre para llegar hasta el salón. Una vez allí, me siento con los pies cruzados encima del sofá, como si el suelo fuera lava y tocarlo pudiera quemarme, o como si pudiera salir un monstruo de debajo del asiento. Mi madre no tarda en traer té helado con hielo. Me lo ofrece y yo tomo dos sorbos, pero el llanto no me deja beber más.

—Tranquila —me susurra Dea—. No tengas prisa. Estamos contigo.

Mis padres se miran entre sí con desasosiego. Mi padre está a punto de llorar, pero mi madre parece ansiosa por escuchar lo que tenga que contarles. Si había un toque de queda en el barrio, creo que ellos tampoco eran conscientes.

—¿Has discutido con Rihl? —pregunta mi padre en tono condescendiente, ante lo cual yo niego con la cabeza lentamente.

—No lloraría por eso —le informa mi hermana, que no me quita las manos de los hombros para transmitirme su calor.

—Norb, pon las noticias —le pide mi madre a mi padre—. Has visto a una de esas cosas, ¿verdad? —me pregunta acto seguido, y esta vez consigo asentir; todo sin dejar de apretar con fuerza el vaso de té helado entre mis manos—. ¿Te ha hecho daño? —Vuelvo a negar—. ¿Ha venido él?

Asiento por última vez.

—Él, ¿quién? —pregunta Dea, mirando a mi madre con una ceja arqueada.

—Eirén, supongo —le responde esta, al tiempo que mi padre va cambiando de canal la televisión, en busca de las noticias.

—¡¿Has visto a Eirén?! —exclama mi hermana de repente, incapaz de evitar esbozar una sonrisa gigantesca.

Ese gesto tan espontáneo rebaja exageradamente mis niveles de estrés. Hace que se me escape una de estas risotadas a boca cerrada que se cruzan con el llanto durante el final de una crisis.

—Dicen que han instaurado hoy un toque de queda —nos informa mi padre—, pero no hablan de ataques.

—Lo he... visto —consigo balbucear—. Se había... comido sus... —Hago amague de ponerme a llorar de nuevo, pero esta vez consigo tragar saliva con fuerza y devolver las emociones al nudo de mi garganta—. Corrí tan rápido como pude —explico tras carraspear para aclararme la voz—. Uno me tenía atrapada... Y entonces vino Eirén.

—Yo creo que ya hemos jugado bastante con nuestra suerte —le comenta mi madre a mi padre, al tiempo que este pone la televisión en silencio cuando unas imágenes de Brimiar Tygval aparecen en las noticias—. Tenemos que irnos de este país antes de que les pase algo a nuestras hijas.

—Estoy de acuerdo —la secunda mi hermana—. Si teníamos aunque fuera una pequeña duda de que esas cosas existían, creo que ya podemos descartarla. Vera ha tenido suerte hoy.

No estoy segura de si definiría como suerte el hecho de haber estado a punto de morir. De todas formas, aunque no me hace ninguna gracia la idea de comenzar de nuevo mi vida en otro sitio, tendré que mentalizarme de ello. Al fin y al cabo, esta vez la decisión se deberá a factores que mi familia no puede controlar.

—Por supuesto —admite mi padre, mientras asiente varias veces con la cabeza—. Regresaremos a Atara. Mañana mismo empezaré a moverlo todo.

Las expresiones en la cara de cada uno constituyen una radiografía perfecta de cómo son sus personalidades. Mi madre permanece serena y erguida, pero la comisura de sus labios, ligeramente apretada e inclinada, revela una preocupación meditativa. Está sopesando factores. Mi padre, en cambio, mantiene el gesto atribulado de quien acaba de contemplar a un fantasma. Solo que ese fantasma casi se come a su hija. Dea, por su parte, se sienta a mi lado y me rodea los hombros con el brazo. Está contenta de que me encuentre sana y salva, pero su cara parece la de alguien que, sin quererlo, acaba de atravesar una gruesa telaraña con la mano. Le gustaría poder sacudirse esa sensación de que ha estado a punto de pasar algo muy desagradable.

Yo me encuentro muy cansada.

Durante la noche, escucho a mis padres hablar en la habitación de al lado. Comentan los detalles sobre la próxima mudanza, y sobre si realmente vale la pena volver a vivir en el polo sur, o si sería mejor buscar un nuevo país. En realidad, parte de la culpa de que no nos hayamos marchado ya es mía. Varias veces he expresado de manera vehemente mi opinión de que había algo extraño en el relato oficial sobre Eirén y los absortores, como si le quitara hierro al asunto. Trataba de convencer a mi familia de que este problema, como tantos otros conatos de crisis nacidos en las redes sociales, quedaría atrás en unos meses. Realmente no quería volver a mudarme. Me gusta el calor de Americia; me gusta la variedad de oportunidades que ofrece, la libertad, las noches de fiesta... El frío de Atara es estremecedor. Cuando no conoces otra cosa, no te das cuenta. Pero ahora que sé lo que es tener verano de verdad, largas horas de soles y cientos de opciones de ocio, la única razón por la que volvería a mi país natal es la posibilidad de recuperar la versión más estrecha de mi relación con Samyna.

Cuando por fin consigo quedarme dormida, tengo pesadillas relacionadas con ella. Dicen que las experiencias oníricas son la manera que tiene el subconsciente de organizar las ideas que nos preocupan, pero no me hace ninguna gracia soñar que aquella misteriosa agente de policía de un solo brazo vuelve a aparecer para llevarse a Samy a un lugar oscuro. Una vez allí, la somete a todo tipo de torturas que no logro concretar como imágenes coherentes, pero que me llenan de angustia y me hacen gritar en mitad de mi parálisis del sueño. Por suerte, mi hermana me escucha desde su habitación, viene a la mía, me despierta y se acuesta a mi lado, consolándome y acariciándome el cabello hasta que logro descansar.

Al día siguiente, insisto en ir a clase. Quiero hacer el examen de historia y quiero conseguir esa pequeña victoria, en forma de sobresaliente, que me alegre la semana. Al fin y al cabo, tener buenas notas en un instituto de secundaria de Vereti, capital de Americia, me podría permitir entrar en una buena universidad de muchos otros países.

Como el examen es a penúltima hora, trato de que Rihl no perciba que anoche pasé por una traumática experiencia cercana a la muerte. A veces es difícil burlar las defensas de su carácter intrusivo. Siempre quiere saber hasta el más mínimo detalle sobre qué estuve haciendo, si me sentí feliz haciéndolo y si puede hacer algo para mejorar esa experiencia la próxima vez. A primera hora, me pregunta si pude localizar a Samyna. Le explico que me quedé en la biblioteca estudiando y que en Atara ya era de noche cuando salí, por lo que me he traído el papelito que me dio para llamar a su instituto hoy, al acabar las clases. Pienso irme nada más terminar el examen de historia, saltándome la última hora y sin decirle nada a mi novio. En cuanto tengamos claro el plan de mudanza, se lo explicaré todo, y ya veremos si su amor por mí soporta la distancia sin sexo.

Me resulta difícil concentrarme durante el examen. Conozco todas las repuestas, pero sufro un intenso bloqueo mental que me impide entender las preguntas. Necesito leer tres o cuatro veces cada enunciado, a fin de empezar a hilar las ideas. Además, estoy pensando en Eirén. Finalmente es cierto que lleva ya un ciclo y medio patrullando el país por las noches, salvando a todos los que puede. De él dicen que incluso le ha llevado cuerpos de absortores a las autoridades, a fin de que los investiguen para descubrir su origen. Es el único que ha logrado hacerlo. De hecho, es el único que ha conseguido, siquiera, matar a uno de esos monstruos. Ni la policía ni el ejército han sido capaces de agujerearlos con sus balas. Imagino que para ello primero tendrían que adelantarse a las apariciones, cosa que parece resultarles imposible. Pero incluso cuando se han quedado toda la noche a la intemperie, supuestamente preparados para un ataque, el único resultado ha sido que los absortores han masacrado a pelotones enteros.

Todos esos datos estaban ahí, en mi cabeza. Al igual que el resto de habitantes de Americia, yo había consumido el relato completo. Sin embargo, no se convirtió el algo completamente real para mí hasta que empecé a formar parte activa de él, siendo atacada por un absortor y rescatada por Eirén. Al mismo tiempo, ahora cobra un nuevo sentido el temor a que Borealia y Septentrio inicien un conflicto bélico por este motivo, que más bien es una excusa.

"Mencione los que para usted sean los cuatro puntos clave de las Capitulaciones de Chysien". Y ya está. Después de contestar a esta última pregunta del examen, puedo levantarme de mi sitio, entregárselo al profesor y marcharme antes de que Rihl termine el suyo. De verdad que me siento muy culpable por estar tratándole de esta manera, pero creo que cuando tienes la sensación de que una persona en concreto no es lo que necesitas en tu vida en un momento determinado, forzar el acercamiento solo hace que las cosas empeoren.

De todas formas, me alcanza cuando estoy en el pasillo, dirigiéndome hacia la puerta principal.

—¡Eh! ¿Estás bien, Vera? —me pregunta desde la puerta del aula.

Me freno en seco, levanto la cabeza, pongo los ojos en blanco y respiro profundamente antes de girarme hacia él.

—Sí —le miento—. Solo estoy cansada. Ya me iba a casa.

—¿Sin decirme nada? —replica mi novio, haciendo un puchero infantil con los labios.

—Lo siento. Es que...

No sé qué excusa poner, pero tampoco quiero tener que volver a explicarle que necesito estar sola. Considero que había sido lo bastante clara.

—Querías irte pronto para llamar al colegio de Samyna —infiere Rihl por sí mismo.

Lo cierto es que también pensaba hacer eso. Esta incertidumbre respecto a mi amiga no le hace bien a mi estado de ánimo.

—Sí, quería llegar a casa —le explico—, porque con el móvil me costaría un ojo de la cara la llamada, y tampoco quiero que se haga de noche aquí y en Atara.

—¡Claro! Además, hay toque de queda desde ayer. Dicen que hubo ataques de absortor en el barrio residencial. —Rihl se queda mirándome de arriba abajo por unos instantes. Hoy llevo mis deportivas negras de correr, una falda corta de tejido denim y una camiseta sencilla de algodón blanco con la cara de una vaquita sonriente de dibujos animados estampada en el pecho—. Estás muy guapa —me piropea, creo que tras comprobar que no tengo ninguna herida o marca de haber sido víctima de esos ataques—. ¿Me dejas que te acompañe a casa y llamamos juntos?

No sé si es normal que quiera estar tan encima de mí. Hay momentos en los que me siento mal por rechazarle, pero cuando se esfuerza tan activamente por violar mi derecho a la intimidad, me hace sentir que no soy yo la que actúa injustamente.

—Está bien —consiento.

Si quiere venir conmigo, entonces será hoy cuando le cuente que vamos a mudarnos lejos de aquí.

—¡Genial! —celebra—. Así me aseguraré de que llegas sana y salva a casa. —Enfila de vuelta al interior del aula—. Deja que coja mis cosas.

Tomamos el tren en silencio. En las pantallas del vagón están retransmitiendo un programa de variedades que dan después de la hora de comer. Uno de los colaboradores ha preparado una especie de top 10 de vídeos de internet en los que diferentes personas se juegan la vida para conseguir grabar a los absortores o a Eirén. En el número diez, un loco asoma medio cuerpo por la ventanilla del copiloto de un turismo en marcha. Se graba a sí mismo con el móvil, mientras el conductor circula a una velocidad tan exagerada que el motor suena como si fuera a empezar a arder en cualquier momento. Tras unos segundos de presentaciones, el protagonista gira el móvil y enfoca hacia adelante. A unos cientos de metros de distancia, hay lo que parece ser un vehículo siniestrado. A medida que se acercan, se puede distinguir mejor la silueta de un absortor que está comiéndose a alguien en la calzada, junto al coche accidentado. El objetivo de los chicos es pasar lo más cerca y lo más rápido posible del monstruo para captarlo en alta definición sin ser devorados.

—La gente no tiene dos dedos de frente —comenta Rihl—. Aunque lo cierto es que la mayoría de lo que hemos visto sobre los absortores y sobre Eirén lo han captado tipos así de chalados.

—A lo mejor los absortores son como los bulos —respondo por decir algo—. Solo se reproducen porque les prestamos atención.

Rihl se ríe sin muchas ganas y yo me asomo por la ventana del vagón. Hay un tramo del camino hacia mi casa que transcurre por una zona muy bonita de la ciudad: un majestuoso puente colgante sobre el caudaloso río Vereti, el cual separa el distrito central de los barrios residenciales. En las grandes ciudades de Americia, la arquitectura tiende a la magnificencia. Las avenidas son muy anchas, con varios carriles para cada sentido de la circulación, pero también hay espaciosas aceras para los viandantes. A veces roza lo impráctico, pues en una ciudad distribuida de esta manera da la sensación de que todo está el doble de lejos de lo que podría estar. Como compensación a las caminatas, disfrutas de múltiples monumentos, de zonas verdes y de un alumbrado más que eficiente. Hay multitud de centros comerciales, restaurantes y cafeterías, pero por la forma en que está planeada la urbe, incluso en los meses de más apogeo turístico, jamás tienes sensación de aglomeración.

Vereti es una ciudad muy bonita.

—Mira —me llama de pronto Rihl, mientras señala a la pantalla del vagón—. Han puesto las noticias de pronto.

No hay manera de que puedan oírse, ya que el vagón no dispone de altavoces. Sin embargo, todo sale subtitulado. En este caso, está hablando Brimiar Tygval, presidente de Borealia.

—Estoy harta de ver su cara a todas horas —comento aburrida.

—Espera —repone mi novio—. Parece que es en directo.

"Y con el fin de asegurar un futuro a los oprimidos ciudadanos del continente central", dicen las letras de los subtítulos. "Nuestra nación se ve en la obligación de emprender una operación para desmilitarizar Americia, antes de que pierdan el control del arma biológica conocida como absortores".

El tren se detiene en la estación previa a la mía justo en el momento en que, a lo lejos, se escucha lo que parecen ser fuegos artificiales. Bajan unas diez personas y suben tres o cuatro. De las que permanecemos en el vagón, no muchas se están dando cuenta de lo que se acaba de ver en la pantalla. Sin embargo, algunas sí lo están comentando en voz baja con sus acompañantes.

—¿Eso es que nos declaran la guerra? —le pregunto a Rihl, al tiempo que el tren reemprende la marcha en dirección a mi parada.

—A saber —responde mi novio—. Es posible que sea una estrategia de disuasión.

El sonido de los fuegos artificiales se intensifica, como si se acercara a nosotros, o como si nosotros nos acercáramos a él.

—Pero, ¿de qué nos van a disuadir? —replico—. Americia no está haciendo nada malo. En todo caso, somos víctimas de los absortores.

—¡Amiga! —exclama Rihl en tono jocoso—. ¡Entonces estás empezando a creer que exis-!

Sin embargo, antes de que pueda concluir su reproche burlesco, una explosión mucho más violenta hace retumbar los cristales del vagón. Además, dos segundos después, comienza a sonar una sirena ensordecedora. Jamás había oído algo así en la ciudad, y sigo sin ser capaz de entender su significado hasta que un clamor se alza entre los pasajeros del tren:

—¡Es la alarma antiaérea!

Según parece, nos están bombardeando. Sin embargo, lo primero que se me ocurre preguntarme es qué sentido tiene que Vereti disponga de alarmas antiaéreas, cuando hace siglos que Americia no entra en una guerra.

El pánico cunde entre los pasajeros. La mitad de ellos quiere acercarse a las ventanas para identificar el origen de las explosiones, mientras que la otra mitad se tira al suelo del pasillo, bloqueando las posibles rutas de salida, o intentan meterse debajo de los asientos del vagón. Dos minutos después, otra potente explosión rompe algunos de los ventanales del tren, provocando heridas a los que estaban apoyados en ellos. Rihl me rodea con sus brazos y me pone las manos en las mejillas para protegerme el rostro.

Las noticias de la pantalla muda ya se están haciendo eco de la última hora. Una reportera a pie de calle les cuenta a los estudios centrales cómo el barrio residencial de Vereti está siendo bombardeado. De vez en cuando, su técnico de cámara enfoca hacia aviones militares de diversos colores que sobrevuelan la zona; imagino que unos son el enemigo, mientras que otros pertenecerán al ejército de Americia. La reportera señala que el objetivo de los bombardeos es el lugar de residencia de muchos altos mandos políticos del país, y que eso explicaría que lo hayan escogido como primer destino de sus ataques. De hecho, el barrio en el que vivo está dividido en varias zonas, correspondientes a estratos sociales medios, altos y muy altos.

Mi familia y yo vivimos en el estrato medio. No sé mucho sobre bombas, así que no sé cuán probable es que una de ellas se desvíe y reduzca a escombros mi casa. Tampoco sé cuánto puede llegar a destruir una que caiga a varios kilómetros, o si el enemigo planea detenerse tras arrasar el estrato alto. Lo único que puedo hacer es pensar en mi familia miembro por miembro: mi hermana debe de seguir en la universidad, en el distrito central; lejos de aquí. Mi padre estará cerrando su tienda de utensilios de pesca en el distrito comercial, a varios kilómetros de distancia.

Pero mi madre...

Cuando el tren se detiene y abre sus puertas, salgo corriendo sin hacer caso de Rihl, incluso pasando por encima de algunas personas que estaban en el suelo.

—¡Espera, Vera! —exclama mi novio mientras lo dejo atrás—. ¡Es peligroso!

—¡Mi madre está en casa! —le grito de vuelta.

Hoy no tenía clases de guitarra. Podría estar, perfectamente, en el jardín, cuidando de sus flores. O quizás esté echando la siesta. Necesito llegar a mi casa cuanto antes para comprobar que se encuentra bien.

—Pero ¡qué puedes hacer tú! —sigue insistiendo Rihl, casi inaudible entre el barullo de la multitud que abarrota la estación.

De repente, cientos de personas al mismo tiempo quieren subirse a un tren que los aleje de este barrio, mientras que yo aparento ser la única que pretende adentrarse en él. Me abro paso a brazadas y saco mi móvil del bolsillo para intentar contactar con mi madre. Sin embargo, en un momento dado recibo un empujón que hace que se me caiga el teléfono al suelo y lo pierda de vista por completo. Desaparece como cuando dejas caer un anillo en la arena de la playa. Por más que lo intente, la fuerza de la multitud me impide siquiera volver sobre mis pasos. Y no veo ni escucho a Rihl.

Una de las cosas que nunca me cuadró de Eirén fue que se limitara a defender a las personas de los absortores. Por supuesto, quien hace todo cuanto puede no está obligado a más, pero es que al superhombre misterioso nunca se le vio interviniendo para evitar asaltos con violencia, para bajar a gatitos de árboles o para rescatar a personas de incendios. Si tiene tanto poder como parece que tiene, debería ser capaz de ayudar en muchos de los problemas de la ciudad. Sin embargo, solo se le ha captado arrancando cabezas de absortores por las noches. A veces, incluso, parece que se luce ante las cámaras. Pero yo pienso que perfectamente podría estar aquí, derribando aviones enemigos, o interceptando bombas antes de que exploten.

Una vez que consigo abandonar la estación, me concentro en esprintar hasta alcanzar la Avenida Del Armisticio. En algún momento he logrado dejar a Rihl atrás. En comparación conmigo, no es un muchacho muy atlético. Me doy cuenta de que las cosas están realmente mal cuando comienzo a percibir un aroma a metal quemado en el ambiente. Huele como a soldadura recién hecha, y el aire está empañado por una especie de neblina cobriza. Los sonidos de pólvora se suceden por doquier; algunos cerca y otros más lejos. Aviones militares vuelan de un lado a otro, mientras que los desesperados residentes corren en tropel hacia la estación.

—Que qué puedo hacer yo... —mascullo para mis adentros, en un reproche a la última advertencia de Rihl.

Si fuera necesario, levantaría uno a uno y con mis propias manos los escombros de mi casa, con tal de salvar a uno de mis seres queridos. ¿Cómo se le ocurre siquiera insinuar que debería abandonarlos y huir en dirección contraria? ¿Acaso él me haría eso?

Cuando me adentro en la zona de casas bajas, a cuatro esquinas de llegar a la mía, el ambiente se pone pesado. Un humo denso y ácido dificulta la visión. Cada vez menos gente sale de su interior, y ya no se escuchan explosiones en las cercanías. Es por eso que me temo lo peor, y reflexiono sobre la cantidad de eventos trascendentales en los que me he visto envuelta en el transcurso de solo un par de días. Cuando veía noticias de guerras en la televisión, siempre me daba la sensación de que ocurrían en lugares muy ajenos a mí, como si las víctimas, los refugiados y los obligados a combatir fueran desventurados personajes de ficción en una película que ni siquiera me gustaba ver. Los conflictos bélicos alcanzaban a gente en países pobres y menos desarrollados culturalmente, pero no en capitales de grandes potencias...

Una terrible tos se apodera de mí, al tiempo que los pulmones empiezan a arderme. Los ojos me lloran; me he desorientado por completo en mitad de la humareda metálica. Escucho alaridos y quejidos de dolor provenientes de todas las direcciones. En cuanto logro palpar una pared, me valgo de ella para avanzar, siquiera, en línea recta. No obstante, llegado cierto punto, el muro da lugar a unos escombros. Ha debido de caer una bomba cerca hace escasos minutos, y eso me hace sentir de todo menos segura.

De repente, un rayo de esperanza. Tras avanzar durante medio minuto más, la niebla empieza a disiparse. Aire menos viciado entra en mi organismo y recupero un poco de aliento. Tras diez pasos más, todo se despeja por completo y, como si de una conveniencia en el guion de mi vida se tratara, me encuentro de frente con el jardín de mi casa. Se halla intacto, colorido y precioso, como solo mi madre sabe mantenerlo.

Avanzo a toda prisa, aún tosiendo, y salto por encima de la cerca que separa nuestra parcela de la acera pública. Mientras busco las llaves de casa en mi mochila, con las manos temblorosas y los dedos debilitados por la inhalación de humo, ruego a los dioses de mis abuelos para que mi madre se encuentre sana y salva dentro. Ahora que parece que el bombardeo está dando un respiro, sería un buen momento para refugiarnos en el sótano y esperar la ayuda, no sin antes usar el teléfono fijo para llamar a mi padre y a mi hermana, e informarles de que estamos bien.

Justo tras abrir la puerta, me estremezco con el ensordecedor rugido del motor de un avión que vuela justo por encima de mí. Accedo al interior de la casa y cierro rápidamente. Comienzo a llamar a mi madre y a buscarla por todas las estancias. Una vez recorridas, y como no recibo respuesta, deduzco que la encontraré agazapada en el sótano. Cuando me dispongo a bajar, alguien llama a la puerta. Sin pensar demasiado, la abro y me encuentro de nuevo con el incombustible Rihl, quien de alguna manera se las ha arreglado para llegar hasta aquí.

—¿Los has encontrado? —me pregunta, entrando apresuradamente para abrazarme con fuerza.

Puedo detectar que tiene más miedo que yo, y eso me provoca una ternura que hace disminuir mis propias pulsaciones y mi irritación. Las manos le están temblando y tiene los ojos aguados. Seguramente estaba muy preocupado por su propia familia, que también vive en el estrato medio del barrio, pero ha elegido correr detrás de su novia para protegerla.

—En la casa no hay nadie —le informo—, a no ser que estén en el sótano. Ven conmigo.

Lo tomo de la mano y comienzo a arrastrarlo hacia el pasillo que lleva a los bajos. Sin embargo, por la puerta que Rihl ha dejado abierta entra una persona a la que no esperaba ver, y cuya aparición me desconcierta. Se trata de mi padre, polvoriento y con la ropa hecha girones. Debería estar fuera del distrito residencial, cerrando su tienda de pesca. En lugar de eso, seguramente haya pasado por una odisea para llegar hasta llegar aquí, solo para comprobar que mi madre se encontraba bien.

—¡Oh, mi niña! —exclama nada más verme. El gesto se le frunce en un puchero de alivio. Los ojos se le llenan de lágrimas y empieza a correr a mi encuentro—. ¡Cuánto me alegro de que estés...!

Pero antes de que pueda terminar de hablar, una violenta explosión sacude todo nuestro mundo. Mis oídos rebosan con el estruendo más apabullante que haya golpeado jamás mis tímpanos. Un resplandor cegador atraviesa las ventanas, que explotan, proyectando cientos de fragmentos de cristal en todas direcciones.

Las últimas dos cosas que puedo ver son a mi padre siendo atravesado por esos cristales, y al techo que sujeta el piso superior de mi casa viniéndose abajo sobre nosotros.

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