19. 101
Permití que me cubrieran la cabeza con un saco de arpillera y me trasladaran a una prisión de máxima seguridad. El viaje en la parte trasera de un furgón blindado duró cerca de dos horas. A pesar de encontrarme en la más absoluta oscuridad, de alguna manera era capaz de ubicarme a mí misma en el espacio, así como a los dos guardias custodios que me asignaron. Era una extraña sensación de conexión con la materia y la energía que me rodeaba. Como calambrazos constantes que me transmitían información.
Quizás deliraba...
Nada más llegar, me metieron en una celda de aislamiento y me retiraron el saco de la cabeza. De todas formas, cuando cerraron la puerta volví a quedarme completamente a oscuras; abandonada en una estancia tan reducida que ni siquiera me permitía tumbarme en el suelo. Solo cabía sentada con las piernas dobladas contra el pecho. Pasé horas a solas y en silencio, sin recibir comida ni agua, o siquiera una muda de ropa. Sin embargo, no sentí tristeza o preocupación alguna. En mi cuerpo residía la absoluta certeza de que tenía el poder para derribar las paredes de hormigón si así lo hubiera querido. Fue por eso que me limité a retirarme los vendajes del brazo y la pierna, casi como señal de que la farsa de mi intervención podía darse por finalizada.
Decidí esperar.
Creo que ya llevo un día y medio aquí. Mi percepción del tiempo parece estar volviéndose más y más exacta a cada hora que pasa, como si me hubieran metido un reloj dentro del cerebro pero aún lo estuvieran calibrando. De repente, uno de esos nuevos calambrazos que me transmiten información sobre el entorno me hace darme cuenta de algo. No veo nada, pero siento una presencia en una estancia contigua; quizás otra celda como esta. Palpando el hormigón, consigo encontrar una diminuta abertura en una esquina inferior donde se encuentran dos paredes. Ni siquiera me cabe la mano en ella, pero, cuando aplico toda mi concentración, empiezo a escuchar el sonido de una respiración lenta y tortuosa.
—¿Te han asignado a vigilarme? —deduzco en voz alta.
Como no recibo respuesta, me imagino que la persona a la que pertenece esa respiración no habla amerino, de manera que me permito quedarme callada y escucharla durante casi una hora entera.
Hace mucho calor y hay muchísima humedad en el aire. La bata de hospital con la que me han traído aquí se mantiene pegada a mi piel. Además, huele intensamente a moho mezclado con mi propio sudor. La única razón por la que no salgo de aquí por la fuerza es que quiero confiar en Hrutz, tal como le prometí, y esperar a que ponga alguna solución diplomática a este malentendido.
—No eres ningún guardia, ¿verdad? —continúo diciendo—. Eres un prisionero.
Me acabo de dar cuenta de que el ritmo respiratorio de mi vecino ha ido decayendo con el paso de los minutos, como si se estuviera muriendo.
—Soy... —musita por fin, en un hilo de voz casi tan tenue como sus exhalaciones— un Sok.
La revelación me sorprende. Quiero asegurarme de que la he entendido bien.
—¿Eres familiar del cirujano? —inquiero—. ¿De Kyon Sok?
—Es... —Antes de seguir hablando, mi compañero de presidio tose un par de veces. Pero ni siquiera su tos suena más alto que mi garganta cuando trago saliva—. Es... mi padre —concluye.
—Entiendo...
Tras escuchar esta confesión familiar, dudo si debería seguir hablándole. Quizás prefiera quedarse en silencio y en calma durante los que parecen ser sus últimos instantes de vida. O tal vez haya decidido darme esta información precisamente porque quiere hablar con alguien sobre las razones que lo han llevado a terminar aquí.
Elijo permitir que sea él quien decida.
—Tú eres... Davara —murmura por fin—, ¿verdad?
Su voz es tan débil... Suena como un castillo de arena que se está desmoronando paulatinamente por el envite de la marea al atardecer. Susurra a un volumen tan bajo que me obliga a hacer verdaderos esfuerzos para poder entenderle.
—Me temo que no —le contesto—. No soy una diosa.
—Sí... lo eres —se apresura a replicar, y vuelve a toser—. Mi padre... tenía razón.
—¿Tu padre te dijo que yo soy una diosa? —pregunto en tono condescendiente, como si estuviera hablando con un niño. Una estupidez, pensándolo bien—. Creo que tu padre se equivoca, y creo que eso te ha traído problemas con tu hermano, ¿verdad?
Si no fuera porque estoy convencida de que no tiene fuerzas para ello, juraría que mi interlocutor ha exhalado una risotada.
—La verdad... nunca trae problemas —teoriza débilmente—. La verdad... trae libertad.
—¿Cómo puedes decir eso cuando estás aquí preso? —insisto, sin atender a medir el efecto desalentador que mis palabras pueden tener en el prisionero—. Lo siento. No quería decir eso —repongo de inmediato.
—Crees que yo... me equivoco —sigue susurrando—. Y que tú tienes la verdad. Pero tú... también estás aquí presa.
Ahora sí estoy segura de que se acaba de reír.
—Yo le he roto un brazo a tu hermano —confieso en tono afable—. ¿Qué le hiciste tú?
Antes de responder, el desafortunado Sok ronquea con un anheloso estertor.
—Traicioné el dogma —revela por fin—. Nuestro... dogma corrompido y... podrido por... los hombres.
—Lamento mucho que eso te haya traído hasta aquí —le digo tratando de consolarlo—. De verdad. Lo siento mucho.
—Yo... no —repone quedamente—. Esta muerte por... inanición del cuerpo... no es una condena. Es una... liberación para el alma. Me he reencontrado con vos..., mi diosa verdadera..., en esta vida... Y ahora... podré reencontraros también en la otra...
—Que tu fe te traiga alivio y descanso —declaro con denuedo.
Acompañar a este hombre en su delirio me parece la forma más empática de proporcionarle calma en su agonía.
—Acogedme..., señora —musita— en... vuestro amable seno.
Y esas son las últimas palabras que le escucho pronunciar antes de exhalar un aliento profundo y definitivo.
El silencio que se produce después resulta devastador. Por supuesto, no conocía a este hombre de nada. Pero descubrir que en esta nación son capaces de condenar a morir por inanición a una persona solo por violar un dogma anticuado me hace sentir indignada. Y respecto a que sea tu propio hermano quien pueda venderte... No tengo palabras. Necesito respirar profundamente y necesito plantearme qué es lo que voy a hacer a partir de ahora. Hay tantas razones para volar las paredes en pedazos como las hay para no mover ni un solo dedo. Respetar o tomar el control. Esperar justicia o impartirla.
Qué difícil es tomar la decisión correcta cuando tienes tanto poder.
Por suerte, transcurrida una hora del último aliento de mi compañero de presidio, un guardia abre la puerta de mi celda. Me saca de ella agarrándome violentamente por el brazo y me conduce hasta una sala sin ventanas donde solo hay una mesa, un par de sillas y un plafón de techo que emite luz blanca en tono frío.
Huele intensamente a moho, como en todo el complejo.
Cuando el guardia abandona la estancia, antes de que la puerta se cierre, Donvan accede a ella con un cigarrillo en la mano, y la cabeza empapada de sudor.
—¡Dame una sola razón, y que sea buena, para que no permita que te lleven ante un pelotón de fusilamiento! —me saluda.
—Te diría que yo también me alegro de verte —le respondo con una sonrisa de oreja a oreja—, pero te mentiría.
—Por una vez, Vera Saoris —masculla con la expresión más estresada que le he visto nunca—. Solo por una vez en tu vida, tómate en se-
—¡No he hecho nada malo! —lo interrumpo.
—¡Le has roto el puto brazo a una de las figuras más prometedoras del ejército otobés! —Una de las venas de su cabeza se infla hasta un punto que me hace temer por su salud—. ¡Y no era cualquier tipo de brazo!
—¿Por qué tienes que asumir que yo sabía quién era ese payaso?
Donvan tira el cigarrillo al suelo y lo pisotea durante tres segundos. Luego toma asiento a un lado de la mesa y me señala la otra silla para que yo haga lo mismo, justo bajo la luz.
—Estoy bien así —le replico.
—¡Siéntate! —me grita, dando un golpe seco sobre la mesa, a lo que yo respondo obedeciendo a regañadientes—. Hemos confiado en ti, Saoris. Hrutz ha confiado en ti. El gobierno. ¡El mundo libre entero, joder! Cuando te dimos la oportunidad de implantarte, confiamos en que no aprovecharías la primera ocasión que tuvieras para meterte en una pelea de patio de colegio.
—Pues por lo menos podríais haberos asegurado de que no me ponían en la misma habitación con un fanático religioso, racista y misógino. —Donvan saca otro cigarrillo de su cajetilla y se lo enciende mientras me mira con los ojos inyectados en sangre. Tiene unas ojeras tan pronunciadas que parece que no haya dormido en una semana—. Yo no he hecho nada malo. Incluso soporté sus provocaciones. Pero él me atacó. ¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que me partiera la cara?
Donvan da la calada más profunda que he visto dar nunca a alguien. Después suspira y suelta unos veinte litros de aire humeante.
—No sé por qué casi siempre estás en el centro de todos mis problemas, niña —murmura—. He sido capaz de lidiar con Hrutz, con manadas de absortores y hasta con el gobierno de Otobo, pero tú... eres ingobernable.
No he llevado la cuenta de cuántos problemas le he ocasionado a Donvan, pero, a no ser que me falte información, me parece que está exagerando un poco.
—Agradezco tus elogios —le digo con sarcasmo—, pero hay algo que tienes que saber sobre esa oportunidad tan grande que me habéis dado.
—No me digas que hay más sorpresas —repone Donvan poniendo los ojos en blanco.
—Mira esto.
Extiendo los brazos y se los enseño. Luego me levanto y pongo mi pierna izquierda sobre la mesa en un gesto bruto e inconsciente. La bata de hospital pegada a mi cuerpo por el sudor delinea detalladamente los contornos de mi cuerpo. Estoy cubierta de polvo de yeso y huelo a mil demonios, mas no tengo ni una sola herida o cicatriz nueva.
—¿Intentas seducirme? —se permite bromear Donvan.
—¡No seas tonto! ¡Mira!
—Ya lo veo... —Cuando me doy cuenta de que está incómodo, tratando de apartar la mirada de mi cuerpo, vuelvo a sentarme y me quedo de brazos cruzados—. El cirujano, Kyon Sok, me lo ha contado todo —confiesa Donvan.
—¿Todo... todo? —inquiero con ilusión.
—Supongo que sí, joder. Le faltaba poco para mandar que construyeran un templo en tu honor.
—Pues no parecía con ganas de adorarme cuando me echó al ejército encima —le reprocho, descruzando los brazos en un intento de rebajar la tensión.
Me niego por completo a mencionarle que he estado recluida con el otro hijo del cirujano, condenado a morir de inanición. Incluso si pudiera sentirse indignado ante semejante atropello a los derechos humanos, estoy segura de que la practicidad de Donvan lo movería a reaccionar con alguna bribonería.
—Eres de lo que no hay. —Niega con la cabeza y noto cómo su vena del cráneo se deshincha—. Cada uno tiene sus compromisos, niña. Los tiene el cirujano, los tengo yo y los tienes tú. Estamos al borde de una guerra mundial o de la extinción de la humanidad. —Da una calada y un suspiro más cortos—. Lo que pase primero.
—Pero tenemos algo —objeto enseñándole mis manos abiertas—. Tenemos esto.
Y sonrío, ante lo cual Donvan asiente varias veces.
—Hay que joderse, Saoris. Que al final la humanidad dependa de ti...
—Podemos ir a darle caza directamente al absortor tamaño isla del mar del sur —propongo—. Me siento capaz.
—Me parece una idea brillante dejar colgado nuestro pacto con los otobeses para que la alianza empiece a bombardear Americia.
—A mí no me necesitan para nada —replico—. Ya tienen a sus nueve superhombres y el conocimiento para generar más. Yo no formo parte del pacto.
—Les prometimos diez —repone Donvan—. Y su condición era que uno debía ser de los nuestros, para así asegurarse de que no les engañábamos con el proceso. Además, tratándose de ti, se granjearían la implicación de Darina durante el adiestramiento.
Esto último me pilla por sorpresa. No sé si ha querido decir lo que parece que quiere decir.
—Pensaba que sería Hrutz quien realizara el adiestramiento —digo con extrañeza.
—¿Cómo iba Hrutz a enseñarle a nadie a matar absortores? Los militares sirven para lo que sirven; no para eso. Darina es la adecuada. Ha arrancado más cabezas de monstruo que, seguramente, todos los ejércitos del mundo juntos. Y es buena transmitiendo conocimiento. Es la mejor instructora que tengo, y por eso es a la que los otobeses quieren.
Intento cambiar de tema para no traer de vuelta a la versión "niña caprichosa" de mí. No me gusta nada la idea de que sea Darina quien me instruya. Puede que realmente se preocupe por mí hasta el punto de querer supervisarme personalmente, pero soy incapaz de confiar en que ese anhelo de protección no sea más que otra misión que Donvan le ha encomendado. Si a la hora de la verdad ella va a decidir qué es importante salvar y qué no en lo que a mí respecta, prefiero que no esté cerca.
De todas formas, me imagino que no tengo elección.
—El cirujano me ha dado esto —expongo, sacando del bolsillo de mi pecho el papel que me entregó Kyon—. Dice que Eirén se lo dio para que me lo entregara a mí. ¿Te dice algo el número?
—Me dice que cualquiera podría haberlo escrito —replica Donvan—. El médico afirma que es cosa de Eirén, pero yo digo que no hay que fiarse de los otobeses.
—Lo guardaré, de todas formas.
Me quedo callada, esperando alguna otra observación negativa por parte de Donvan. Sin embargo, se le nota agotado, con pocas ganas de más cháchara y reprimendas. Se termina su cigarro y lo apaga pisándolo, igual que el primero. Se queda en silencio durante casi medio minuto y luego respira profundo.
—Hueles a mierda —comenta—. Vas a quitarte esa bata mugrienta y a darte una ducha. Luego te vas a portar bien y te vas a ir a la puta misión de los manglares con Darina y los nueve otobeses. —Se levanta de la silla y camina hacia la puerta, invitándome a hacer lo mismo con un gesto del brazo—. Sé que no tengo forma humana de obligarte, pero también sé que Hrutz confía en ti... Y tú en ella.
—Por esta vez, tú ganas —le reconozco siguiéndole—. Pero llevo casi dos días sin comer ni beber nada. Tal vez puedas ayudarme con eso.
—Ya lo veremos —bromea Donvan, satisfecho con el final de la conversación.
Al día siguiente, ataviada de nuevo con el mono negro militar, con las botas de caña alta bien atadas y con la mochila a la espalda, un furgón del ejército me recoge a la salida de la prisión. No puedo quejarme del papel de Donvan en mover los hilos para que no me lleven ante un pelotón de fusilamiento. Sin embargo, lo que no me resulta demasiado agradable es subirme en la parte trasera del furgón y encontrarme con que los dos únicos sitios libres para sentarme, del total de doce, están junto a Yeong y Darina. Siguiendo la lógica del mal menor, me ubico en la parte trasera, al lado de la chica.
No me interesa ofrecerle la espalda al fanático hijo del cirujano que vendió a su propio hermano.
Darina no me da ni las buenas tardes. Es como si no se hubiera percatado de que soy yo quien se ha sentado junto a ella. Respecto al resto, ninguno me dirige una sola palabra en mi idioma, sino que se limitan a susurrar en otobés, cada uno con quien tiene al lado. Es por eso que dedico unos instantes a analizar al grupo de los que serán mis compañeros de misión:
Se trata de cinco hombres y seis mujeres, contándonos a Darina y a mí. No sé si la repartición de géneros la han hecho por algún compromiso, si ha sido producto de la meritocracia, o ambas cosas. Todos tienen el aspecto de guerreros curtidos, fríos e imperturbables. De hecho, Yeong parece el más joven e inexperto en comparación. Los otros hombres pasan tranquilamente de los noventa ciclos, exhiben cicatrices en el rostro e incluso lucen medallas en los uniformes. Llevan el mismo corte de pelo militar en forma de meseta, la barba afeitada (si es que acaso les crece) y el uniforme perfectamente planchado, al contrario que yo. En cuanto a las mujeres, es difícil concretar su franja de edad, pero diría que no son mucho mayores que mi hermana. Las tres tienen el cabello corto a la altura de los hombros (una de ellas recogido en una coleta), el rostro sin maquillar y las manos cruzadas sobre el regazo. Una vez más, Darina desentona insistiendo en su camisa negra típica con rayas blancas verticales. Aunque para esta ocasión viste pantalones denim largos, en lugar de su peto de perneras cortas, y unas zapatillas de deporte grises, en vez de sus sandalias de correas.
El calor es angustiante. La parte trasera del furgón no tiene ventanas; ni siquiera una que dé a la cabina del conductor. La única luz que nos llega es la de un par de bombillas que hay a cada lado. Es un día de soles radiantes y el aire empieza a resultar asfixiante, cuando, aproximadamente dos horas después de haber emprendido la marcha sin que nadie me hable, nos detenemos y las puertas se abren.
—¡Eres tú! —me saluda sonriente un rostro que me resulta familiar, pero al cual no consigo concretar—. ¿Te acuerdas de mí?
Nos invita a bajar y todos obedecen sin decir ni una palabra. Se me hace muy raro ver a Yeong tan calmado y dócil. Ya le han reconstruido el brazo que yo le rompí, imagino que poniéndole un implante nuevo, pero además me da la sensación de que le han soltado alguna reprimenda tras el episodio.
Ni siquiera levanta la mirada del suelo.
—Es Daniz Welb —se digna a explicarme Darina, aunque sin mostrar emoción en el tono de la voz—. Estaba en el supermercado de Vereti cuando saltaste por la ventana.
—¡Oh, sí! —exclamo, fingiendo que no hay ninguna tensión entre Darina y yo—. ¡Claro que me acuerdo! ¡Me alegro de verte!
Es aquel tipo grandote que alucinó al verme implosionar a un absortor por segunda vez, durante el ataque nocturno de los absortores en el cual mi hermana sufrió su lesión. A pesar de la seriedad que aporta el uniforme, ahora me parece mucho más joven que la primera vez que lo vi.
Supongo que es porque va afeitado.
—¡Yo también me alegro! —Me rodea el hombro con el brazo, haciéndome sentir el peso de una persona entera—. ¡Vamos! Te enseñaré el campamento. Darina me ha hablado un montón de ti.
Esto último lo dice con cierto retintín. Sin embargo, la chica no parece escucharlo. O quizás lo ignora con su maestría actoral, mientras se limita a dirigir al resto de la expedición.
Había oído que veníamos a unos manglares, y seguro que alguna vez me encontré con este tipo de ecosistema en uno de los libros de mi padre o en algún documental. No obstante, resulta asombroso y desalentador a partes iguales tenerlo delante en la vida real, respirar su aire cargado de todavía más humedad y notar su olor a podrido, además de contemplar cómo se extiende ante mí una impenetrable maraña de árboles con voluminosas raíces hundidas en agua verde. El campamento se encuentra justo antes de que comience la masa de agua, sobre una tierra húmeda y poblada de musgo. Está compuesto por cuatro tiendas medianas erigidas alrededor de una más grande. Daniz me explica que todos los que lo habitan son miembros del equipo de superhumanos de Donvan: un total de siete hombres y cuatro mujeres, contando a Darina, que es su capitana. Llegaron a este país el mismo día que yo, pero en lugar de asentarse en el hospital, montaron sus tiendas aquí y realizaron una primera prospección en canoas, adentrándose en la espesura del manglar en busca de los absortores de los que el gobierno habla.
De momento, sin éxito.
—A un día de camino de aquí, hay un pueblecito de pescadores —me comenta Daniz mientras caminamos hacia las tiendas—. Los mayores cuentan que unos demonios han estado llevándose a los jóvenes que se aventuraban a entrar en el manglar, un lugar sagrado para ellos.
—Por demonios me imagino que se refieren a absortores —puntualizo.
Daniz sonríe. Tiene una nobleza en los ojos que me recuerda a la manera en que mi hermana me miraba.
—Esta gente no tiene televisores, radio ni internet —me explica con paciencia—. Ni siquiera saben lo que son los absortores, o que estamos a punto de entrar en una guerra mundial. En cualquier caso, los informes de desapariciones se remontan más o menos a los mismos días en que los absortores atacaron Septentrio por primera vez, y las descripciones que dan quienes afirman haber visto a los demonios coinciden con lo que se esperaría de un absortor común.
—¡Un minuto de atención, por favor! —interviene de pronto Darina, poniéndose delante del grupo con una voz firme y solemne—. Este es el campamento base de la operación del manglar —explica—. Aquí será donde recibáis vuestra instrucción, además del punto de partida para las incursiones en busca de absortores.
El hecho de que hable en amerino sin que ningún intérprete la secunde me hace pensar que los otobeses han seleccionado para esta misión a personas que conocen el idioma. Es decir, el hecho de que nadie me hablara durante el trayecto significa, simplemente, que no querían hacerlo. ¿Les habrá informado Yeong de su pequeño altercado conmigo? ¿Será esta su nueva estrategia para ponerlos en mi contra? Sin embargo, no actúan como si me tuvieran recelo o aversión, sino más bien como si yo no existiera.
—Si los informes de los lugareños son fiables —continúa diciendo Darina—, nos estaremos enfrentando a absortores oscuros, que no atacan durante el día e ignoran las estructuras. En ese caso, estaréis a salvo dentro de las tiendas, pero no podemos estar cien por cien seguros de que no haya absortores blancos.
—Últimamente, siempre hay absortores blancos —me susurra Daniz, que ha permanecido a mi lado proporcionándome una agradable acogida.
—Sin embargo —prosigue la capitana—, el hecho de que haya tiendas no significa que os hayáis ganado un sitio para dormir. Os está prohibido el acceso a las que ya están montadas. A la entrada de la carpa central os proporcionarán material e instrumental para montar las vuestras propias. Si no sabéis cómo hacerlo, quizás esta noche seáis devorados.
Por primera vez desde que llegué, escucho un murmullo generalizado proveniente de los nueve otobeses. Sin lugar a dudas, han entendido el mensaje. Me pregunto si también aplica para mí, que no soy otobesa y que no he ido nunca de acampada.
—No te preocupes —me consuela Daniz—. Yo te ayudaré.
Darina informa que nuestro adiestramiento empezará mañana y prohíbe a los recién llegados abandonar las tiendas de campaña que consigan montar después de la puesta de sol. Finalmente, se retira a la carpa central sin dirigirme siquiera una mirada. Es Daniz quien se asegura de que no me falte el material necesario para construir mi refugio y quien me da las nociones básicas de cómo hacerlo. También me pregunto si Darina le habrá pedido que me asista. Su comportamiento desde nuestra última discusión me está resultando poco menos que desconcertante. Lo cierto es que siento que tengo un extra de protección física con el chico, pero lo que realmente agradezco es el soporte emocional que me proporciona el hecho de que haya alguien que no me ignore.
Para cuando se pone el sol, ya hemos recibido nuestras raciones de comida y agua para cenar. Los otobeses montaron cuatro tiendas, de las cuales se autoasignaron dos para los hombres y dos para las mujeres. Es evidente que son militares curtidos, aunque quién sabe en qué tipo de misiones, pues hace tiempo que su nación no está en guerra con ninguna otra. Se organizan sin apenas mediar palabra y parecen acatar una cierta jerarquía interna, en cuya cabeza me sorprende descubrir que no está Yeong. Al final del día, Daniz se despide de mí y me deja a solas en mi tienda, desde el interior de la cual se atisba ligeramente, a través de la tela traslúcida, el brillo de la fogata que han encendido para iluminar el campamento. Dormiré sobre una esterilla en el suelo. Eso y mi mochila son todo cuanto tengo. Ni siquiera me atrevo a quitarme el uniforme y las botas, por si hubiera que entrar en acción súbitamente. La soledad existencial se cierne de nuevo sobre mí como una manta que, en lugar de calentarme, me aprisiona, robándome el aire. Mientras estoy esforzándome por dejar el melodrama aparte y quedarme dormida, un grito del exterior me sobresalta. Al principio me asusta. Sin embargo, tras prestarle atención por unos instantes, me doy cuenta de que se trata de una risotada seguida de otra, otra y otra más. Es la gente de Darina. Puedo atisbar sus siluetas en torno a la hoguera. Y cuando asomo la cabeza por una pequeña abertura de la entrada de la tienda, también puedo descubrir que están bebiendo y conversando.
Ahora Darina parece feliz y relajada. Se ríe como el que más e interviene constantemente en la conversación. El brillo que se aprecia en su rostro es semejante al que traía mi hermana cuando, de adolescente, volvía borracha de sus noches de fiesta, riéndose todavía de algún chiste que una amiga le había contado, o de alguna anécdota de su novio, o de que se había resbalado en un charco y se había caído de culo. Se nota que Darina ha compartido vivencias importantes con la gente que la rodea. Ya no parece cohibida y estresada, como cuando estaba en el Centro de Control de Mareas, destinada con compañeros nuevos; o como cuando habla conmigo y tiene que estar esperando a ver cuál será la próxima estupidez que le soltará la niña caprichosa.
¿Es este el mini mundo que le importa?
—Y si lo ves, tienes que salir corriendo con el vaso en la mano —oigo que les cuenta a sus compañeros—, ¡porque entonces viene y se lo bebe todo!
El grupo suelta una risotada, mientras el que parece ser el objeto de burla en la anécdota trata de defenderse sin poder contener su carcajada.
—¡Fue solo una vez, y hacía mil ciclos que no veía una botella de Jikalàd de mi tierra!
Empiezan a hablar todos a la vez. Algunos, defendiéndolo a él; otros, añadiendo sorna a las burlas de Darina. Una chica y un chico se caen de espaldas al suelo y siguen riéndose sin parar. Todos sujetan jarras de cerveza en las manos. En ningún momento da la sensación de que haya una jerarquía ni de que Darina les imponga temor.
—¡Queréis dejar a la gente normal dormir! —oigo que grita una voz femenina con acento amerino, proveniente seguramente de alguna de las tiendas.
—¡Venga ya, Demy! —responde Daniz desde el círculo de la hoguera—. Si no fuera por la resaca de ayer, estarías aquí también.
—¡Ayer es ayer y hoy es hoy! —replica la mujer.
—¡Tú también, no seas tímida! —insiste Daniz levantando el brazo, y tardo unos segundos en darme cuenta de que no está mirando hacia el lugar del que viene la voz de su compañera—. ¡Vamos, ven aquí, Vera!
Qué vergüenza. Que me trague la tierra, por favor. Me están mirando todos, incluida Darina, a quien de pronto se le ha amargado el gesto. Y yo estoy aquí, con la cabecita asomada tímidamente por la abertura de la tienda, una sonrisa estúpida esbozada y un montón de envidia haciéndome presión desde el pecho hacia afuera.
—Yo ya he bebido bastante por hoy —comenta Darina, recuperando la sonrisa para levantarse y despedirse—. ¡Buenas noches!
Me da tanta rabia que se retire por el simplehecho de que me hayan llamado a mí, que definitivamente me resuelvo a unirme alresto. Me pongo de pie, salgo de la tienda y camino los ocho o diez metros queme separan del corrillo de la hoguera con una sonrisa de oreja a oreja, altiempo que contemplo la espalda de Darina dirigiéndose hacia la carpa central.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro