15. Se van sus naves
A mediodía, Donvan nos recibe personalmente a Darina y a mí en su despacho. Acostumbrada a que él venga a buscarme y a la facilidad que he tenido hasta ahora para hablar con él, me sorprende descubrirle como un tipo sumamente ocupado con el que hay que pedir audiencia para que te conceda cinco minutos. Mi preocupación es clara: quiero saber si puede confirmarme lo que se dice sobre Eirén. Después necesito saber si piensa involucrarse para ayudarme a encontrar a mi hermana. Si no, le pediré amablemente que me permita marcharme para hacerlo yo misma.
—¿Y qué vas a hacer? —me replica ligeramente disgustado—. ¿Caminar sobre el agua? ¿Remar mar adentro con esos bracitos debiluchos? Creía que Darina te iba a dejar claro que saltar por la ventana a la primera de cambio es peligroso. Si mi experta en manejo de personal no es capaz de cumplir el encargo de mantenerte tranquilita para que no causes problemas, entonces quizás seas un caso perdido.
Cuando descubro que esta parte de mi conversación con la chica también había sido orquestada por él, siento una profunda decepción. No puedo evitar cuestionarme cuánto de todo lo que me ha dicho venía realmente de su propio corazón, o si acaso solo estaba cumpliendo con un encargo más: el de calmarme para, al fin y al cabo, retenerme. Intento transmitirle esa decepción en una mirada fugaz pero incisiva, a la cual ella corresponde agachando la cabeza.
—¿Y qué quieres que haga? —protesto—. ¿Que me quede de brazos cruzados mientras mi hermana está sola e indefensa en algún lugar?
—Eso si sigue viva —contesta el gañán.
—Vamos, Donvan —lo reprende Darina—. No es necesario ser tan...
—¿Tan realista? —la interrumpe él—. Eirén se la llevó. Suponiendo que no la haya matado al saber que iba a transformarse en un absortor, resulta que ahora lo han capturado a él... ¿Cuánto puede durar esa chica sola, por la noche, sin su silla de ruedas?
—¿Entonces es cierto que lo han capturado? —inquiero, tratando de darle un rumbo a la conversación que me permita averiguar algo útil, en lugar de limitarme a discutir con este hombre.
—¡No lo sé! —Donvan comienza a caminar por el despacho con los brazos cruzados sobre la espalda; cómo no, fumando—. No sé hasta qué punto se puede confiar en los otobeses. No sé si los vídeos son reales o si se trata de montajes. Quizás solo están tratando de llamar la atención a nivel internacional para plantar la semilla de algún tipo de respuesta coordinada contra Americia. O tal vez realmente estén tan locos como para creer que pueden enfrentarse a un semidiós y salir airosos.
—Tanto si le ha hecho algo a mi hermana, como si sus intenciones eran buenas, solo podremos confirmarlo si conseguimos contactar con él —propongo.
—¿Podremos? —masculla Donvan—. Vaya. Tu capacidad innata para el egoísmo no conoce límites. ¿Será que el mono del whisky me está nublando el juicio, o es que realmente estás sugiriendo que de alguna manera involucre a mi equipo en una operación internacional para rescatar a Eirén?
—No tenemos ni siquiera la capacidad para intentar algo así —me explica Darina—. En estos momentos, Eirén es un problema que no podemos afrontar.
—Entonces comprenderéis que me vaya e intente encontrar a mi hermana por mis propios medios —resumo.
Creo que Donvan ya no puede más conmigo y, sinceramente, yo ya no puedo más con él.
—Como si quieres subirte a la azotea y saltar —espeta—. He intentado hacerte entender que tú y tu hermana no sois el ombligo del mundo. —Se detiene frente a su mesa y apoya ambos brazos en ella, sin sentarse, para mirarme fijamente a los ojos con una expresión sorprendentemente paternalista—. Por cada minuto que he perdido discutiendo contigo, tratando de convencerte para que te unas a nosotros, he perdido también cientos de metros de terreno contra los absortores por todos los flancos. Se han ahogado personas bajo las olas gigantes, compañeros han muerto combatiendo contra monstruos, negociaciones con el gobierno para que nuestro movimiento se vuelva oficial han sido ralentizadas... No eres imprescindible, niña. Y, desde luego, tampoco eres mi prisionera. —Se estaba quedando sin aire mientras hablaba. Ahora suspira y se sienta, para continuar escribiendo en unos papeles que rellenaba cuando yo entré—. Haz lo que quieras, pero no intentes involucrar a mi gente.
—Nunca dije que no quisiera unirme a ti —le replico dándome la vuelta para marcharme—. Eso quiero dejarlo claro.
Darina nos observa con el sobrecogimiento propio de un niño que contempla a sus padres discutiendo acaloradamente.
—Me da igual —concluye Donvan—. Si no puedes dejar de portarte como una niñita caprichosa y egoísta, no me sirves. Y esto quiero dejártelo claro yo a ti: no me servirás a mí, pero tampoco a tu hermana, ni a nadie.
Cuando abandono la estancia, Darina me sigue y trata de tomarme del brazo para hacerme entrar en razón. Yo rechazo el gesto sin siquiera mirarla y me dirijo hacia las escaleras que dan a la azotea con lágrimas en los ojos. Cuando alcanzo la puerta de salida, solo encuentro junto a ella a uno de los miembros del grupo de Donvan, quien estará vigilando por si los absortores atacan desde arriba, pero que no opone ninguna resistencia a dejarme pasar. Ni tan solo me dirige la palabra.
Subir por estas largas escaleras metálicas de caracol semejantes a las de un faro, sin poder flexionar bien la pierna y a pasito renqueante de bebé lloroso, me recuerda a aquella vez en el supermercado de Vereti, cuando Darina me cogió en brazos y mi hermana me esperaba arriba. No es que fueran tiempos mejores, pero, por lo menos, no me sentía tan sola y tan enfadada con todo el mundo.
Me pregunto cuánta responsabilidad real tengo yo de esta soledad.
En la azotea no hay nadie. Imagino que los trabajadores del centro no estarán de ánimo para subir, y que los que se han refugiado en el edificio sin ser trabajadores no conocerán la existencia del lugar. Según me contaron los compañeros más veteranos en su día, antes solían hacer aquí un pequeño cóctel de bienvenida del verano. Ahora solo se ve el empedrado del suelo vacío y el ladrillo de los pretiles, además de algunas macetas de forja con plantas marchitas, quemadas por los soles. Sin embargo, en los días de cóctel lo adornaban con carpas, flores de temporada, esterillas de colores, una piscina hinchable y sillas plegables con neveras debajo, guardando bebidas para festejar hasta bien entrada la noche.
Todo esto, claro, antes de que aparecieran los absortores.
Me acerco con cuidado a uno de los pretiles. Esta vez no quiero saltar, sino contemplar este paisaje hermoso y desolador al mismo tiempo. Los soles Agón y Nahil, el gigante rojo y su pequeño hermano azul, brillan en todo su esplendor sobre la superficie inundada y calmada de lo que hasta ayer era una urbe agitada y bulliciosa. Recuesto los codos en una barandilla de metal negro y caliente, entrecruzo las manos, agacho la cabeza y dejo escapar un suspiro, mientras una suave brisa mece mi melena anaranjada.
—¿Dónde estás, Dy? —murmuro.
Estoy cansada de sentirme mal, de sentirme en peligro. Estoy cansada de que nadie me entienda y de no entender yo a nadie. Sé que me comporto como una niña caprichosa y sé que todas las personas que me rodean han sufrido mucho; algunas, probablemente, más que yo, y además por mi culpa. Me gusta hacer sentir bien a los demás, pero no me gusta percibir que se están aprovechando de mí para lograr un bien común que nunca llega. En realidad, no tengo esperanza alguna de que podamos expulsar de nuestro planeta a un absortor del tamaño de una isla, con una montaña encima, y revertir todo a como era antes de que empezara la invasión. ¿Por qué todo el mundo tiene que actuar como si algo así fuera posible? Realmente, lo único que me gustaría sería poder regresar a mi casa. Pero a la de verdad, la de Vereti; con mi hermana... Y así pasar nuestros últimos días en paz.
Mientras estoy divagando sobre esta idea y regodeándome en mi desesperanza, descubro en el suelo de piedra, junto a mis mocasines de charol negros, a un insecto; una especie de escarabajo del tamaño de una uña, que parece haber sido acorralado por una multitud de hormigas que lo están arrastrando y devorando desde dentro mientras aún está vivo. Pienso en lo mucho que se parece la situación de ese insecto a la de la humanidad invadida por los absortores, cuando escucho cómo alguien abre la puerta de la azotea. Al girarme, esperando que se trate de Darina, me encuentro con Rosdie, mi habladora excompañera de trabajo.
—¡Ay, nena! ¡Qué alegría! —exclama, dibujando en su rostro una enorme sonrisa de felicidad a la cual yo correspondo con una de compromiso—. ¡Qué bien que estés aquí a salvo!
—Yo también me alegro de que estés bien —le respondo sin poder disimular la tristeza en el tono de mi voz.
—¡Déjame verte bien! —Se acerca hasta el pretil, parándose frente a mí, me pone las manos en los hombros y me mira de arriba abajo—. ¡Ay! ¡Qué bien, qué bien! ¡Me alegro muchísimo por ti! —Me abraza tan fuerte que un par de vértebras me crujen, como si se recolocaran. Salta a la vista que Rosdie es una mujer corpulenta, pero no imaginaba que tuviera tanta fuerza—. ¿Has podido reunirte con tu hermana? —me pregunta.
—Yo... Sí, bueno...
—¡Qué bien! ¡qué bien! —me interrumpe—. Yo no he podido saber nada de mi marido y mi hijo. Y con toda esta agua... ¡Pero seguro que estarán bien! ¡Son muy listos! —Es un ciclón andante esta mujer. Su voz es aguda y penetrante, pero, de alguna manera, alegre y refrescante—. Los llamé en cuanto pude, antes de que se perdiera la cobertura de los móviles, y les dije que fueran al edificio más alto que encontraran.
—Seguro que estarán bien —intento animarla, girándome de nuevo hacia el horizonte para escaparme de un potencial segundo abrazo.
—Los he buscado en las imágenes de las noticias, pero no aparecen en ningún canal. —Ahora modula el tono, haciéndolo sonar entre asombrado y preocupado—. ¿Tú has visto a ese bicho gigante en el mar? ¡Dioses! ¡Cuando lo vi, me quedé de piedra! ¡Como él! —Toma una pausa para reírse de su propio chiste—. Pero mira, haremos como estas hormiguitas —ejemplifica señalando a los insectos a mis pies—. Nos uniremos y nos lo comeremos. —Ahora estalla en una sonora carcajada—. No te preocupes, nena. Todo se arreglará. Aquí nos cuidan bien.
Rosdie habla demasiado, pero en esta ocasión reconozco que me ha dado donde más duele con una dosis de positivismo que no me esperaba. Ha tomado la escena del escarabajo y la ha interpretado de una forma totalmente opuesta. Cuando vuelvo a girarme hacia ella, dejo que me descubra con los ojos llenos de lágrimas y que me dé un segundo abrazo para recolocarme otras tres vértebras y dos costillas.
—Gracias —murmuro con un hilo de voz, vaciados mis pulmones por la fuerza de la mujer—. Gracias, Ros.
Y, aunque soy incapaz de rodearla por completo, la abrazo yo también. La aprieto todo cuanto me permiten mi debilidad intrínseca y mi brazo malo. Me agarro a ella como si fuera un flotador salvavidas en mitad de un mar revuelto. Sigo sin creerme que vayamos a sobrevivir, pero el ánimo se me ilumina al reflexionar en que existen muchas maneras de vivir una mentira hasta que la muerte te alcance.
Después del abrazo, me propone que cenemos juntas y que lleve a mi hermana conmigo. Cuando le explico lo que ha pasado con Dea y con Eirén, se muestra conmovida. No duda ni un segundo en invitarme a quedarme con ella, que también está sola, durmiendo y comiendo juntas durante los días que pasemos aquí. Dice que hay que tener paciencia, que qué se le va a hacer y que, en cuanto baje el nivel del agua y podamos salir, me ayudará a buscar a mi hermana hasta los confines del mundo, si hace falta. A mí me parece una idea peligrosa y, al mismo tiempo, esperanzadora. Si bien es una mujer a la que le he cogido cierto cariño a base de trabajar juntas, y si bien, también, hoy ha sido capaz de levantarme el ánimo de una manera de la cual ni siquiera creo que sea consciente..., me da mucho miedo tener que verme durante varios días en situaciones en las cuales yo quiera descansar, o centrarme en mis propios pensamientos, y ella no pare de hablarme.
Aun así, acepto.
El primer día, descanso de todo. Simplemente me siento junto a ella en el comedor y la escucho contarme mil anécdotas de su vida de familia. En segundo plano me imagino a mi hermana a salvo, en algún lugar como este, ayudando a las personas como de seguro habría hecho antes de entrar en su depresión. Leí un par de libros sobre este trastorno durante las primeras semanas que vivimos en el apartamento de Chysien. A veces lo hacía en horas de clase a las que me costaba prestar atención porque tenían, o bien un nivel demasiado alto, o bien un nivel demasiado bajo para mí. Antes pensaba que la depresión no era más que una especie de tristeza constante, como la que experimenté yo durante los días que, a ciegas, permanecí convaleciente en el hospital de campaña tras el bombardeo de Vereti. Sin embargo, gracias a la lectura aprendí varias cosas que encajaban a la perfección con los síntomas de mi hermana. Cuando alguien entra en un estado depresivo crónico, la química de su cerebro se desestabiliza de tal manera que puede llegar a ser incapaz de experimentar placer o satisfacción. Después de recuperar yo la vista y ser evacuadas de Vereti, a pesar de haberlo perdido casi todo, me sentía alegre cuando regresaba a casa y me reencontraba con mi hermana. Me sentía alegre cuando veíamos un partido de brahn juntas y, de alguna manera, a veces podía conseguir que las vivencias positivas pesaran más que las negativas. Esto daba como resultado un balance de cierta felicidad: era capaz de vivir un día a la vez y de esperar a ver qué pasaría el siguiente. Mi hermana, en cambio, no sentía gusto por nada. A veces decía cosas como "es el partido de la temporada y ni siquiera me importa", o "jamás había bebido una cerveza tan buena. Ojalá pudiera disfrutarla". Su capacidad para experimentar placer, alegría, regocijo, satisfacción, o como se le quiera llamar, había desaparecido. Fue aplastada por el peso de demasiadas vivencias que sobrellevar. Todo se le volvió fútil. Incluso cuando las circunstancias eran agradables, su cerebro no sabía procesar algo parecido a bienestar. La respuesta a toda propuesta era un: "para qué". No siempre verbalizaba su apatía vital, pero los ojos de Dy no sabían mentir.
Los sentimientos que experimento yo desde que ella no está son semejantes. Dentro de unos días, quizás semanas o meses, todos vamos a morir. Seremos devorados por un absortor, o por varios a la vez. Mi hermana misma va a transformarse en uno. Si no puedo pasar estos últimos momentos con la persona a la que más amo, ¿de qué me sirve todo lo demás? Pero cuando alguien como Rosdie, quien todavía tiene más por perder que yo, le da la vuelta a mi negativismo con la metáfora visual del escarabajo y las hormigas, soy capaz de reflexionar en que existen maneras dignas de vivir en la cercanía de la muerte. Esa reflexión le asigna ilusión, energía y cierta dosis de alivio a mi existencia. Y es entonces cuando entiendo que no estoy enferma de depresión.
El segundo día de mi estancia con Ros, después de asearnos y ponernos una muda nueva del mismo polo azul marino con pantalones marrones de campana y mocasines negros, nos apuntamos al servicio de lavandería. Allí, ya no solo los hombres de Donvan, sino también muchas víctimas del desastre, se presentan voluntarios para ayudar con lo que puedan, y conseguir hacer más llevadera la espera. A Darina no la he visto desde que me separé bruscamente de su brazo. Debe de estar bastante ocupada. Empiezo a tener remordimientos por haberla hecho sentir mal, pero al mismo tiempo sigo dolida por el hecho de que se dejara utilizar por Donvan para intentar cambiar mi forma de pensar. Cuando tenga un momento, la buscaré y trataré de arreglar las cosas. Sin embargo, con quien definitivamente no me interesa arreglar nada es con el propio Donvan. A él sí lo he visto de vez en cuando discurriendo por los pasillos, mientras alguno de sus hombres o mujeres le daba reporte de la situación. Se ha limitado a cruzar la mirada conmigo sin hacer ningún gesto de aprobación o desaprobación, simplemente contemplando cómo ayudo en la cocina o en la lavandería.
Al tercer día, nos dan una de cal y otra de arena: si bien las olas gigantes han dejado de llegar a nuestras costas, las noticias informan de que los sistemas de drenaje de la mayoría de las ciudades no están dando abasto para reducir los niveles de inundación. Debido a esto, tendrá que pasar más tiempo del esperado para que sea posible abandonar los lugares de refugio. Eso significa que comenzará a haber racionamientos de recursos y que empezarán a llegar barcos del ejército para traer los suministros que puedan, al tiempo que evacúan a los más vulnerables hacia poblaciones interiores que no estén inundadas. Se prevén momentos de tensión. Nunca supe cuál era la parte buena y cuál era la mala en el dicho de la cal y la arena. En todo caso, la parte buena de nuestra situación es que el ejército ha habilitado unas líneas de radio. Servirán para que los distintos puntos de refugio puedan comunicarse entre sí. Se espera que ayuden a recabar información sobre posibles supervivientes, así como para, mediante los barcos que nos visitarán, reunir a las familias que quedaron separadas por la catástrofe. La guinda de las buenas nuevas la ponen los informativos de la televisión, cuando informan de que llevamos veintiséis horas sin que se registren ataques de absortores blancos en todo el país. Es por esta razón que se ha decidido que era seguro movilizar a las embarcaciones de rescate.
El cuarto día, nos apuntamos a los servicios de limpieza. Rosdie me habla sobre uno de sus perros, llamado Hvrit, al que le encantaba corretear por su jardín y desordenar las hojas secas que ella había acumulado cuidadosamente en un rincón. Parte de nuestro trabajo es llevar a la sección de objetos perdidos toda aquella pertenencia ajena que encontremos desatendida. Cuando estoy entregando un reloj de pulsera barato, descubro en un rincón del departamento la silla de ruedas de mi hermana, que ha ido a parar ahí precisamente porque yo la desatendí. Había intentado no pensar demasiado en Dea durante este día y, de alguna manera, centrarme en mantener la mente ocupada con el trabajo. Sin embargo, la incertidumbre y la tristeza por la desaparición y la pérdida de un ser querido no son algo que se pueda disimular con ruido blanco.
Por la noche, mientras estamos cenando en el comedor principal, volvemos a recibir noticias de Eirén gracias a una vieja televisión por satélite. Esta vez el gobierno otobés revela un vídeo con una calidad aceptable. En él se puede ver al superhombre encadenado de pies y manos, suspendido del techo formando una X con su cuerpo. Se encuentra en una estancia sin ventanas, con paredes revestidas de metal negro e iluminada solo por un foco que le apunta a la cara. Tras unos cinco segundos, un guardia de la prisión se acerca a él e intenta quitarle la máscara. En respuesta, Eirén arranca uno de los grilletes de sus muñecas y agarra al hombre por el cuello, levantándolo y arrojándolo contra el foco. La fuente de luz cae hacia atrás y queda apuntando a la cámara, deslumbrando la imagen. Tres segundos después, un par de hombres entran en la estancia, recolocan el foco, se llevan al guardia inconsciente y cierran la puerta.
No puedo evitar preguntarme qué fuerza de la naturaleza han empleado para conseguir encadenar a Eirén. A pesar de no tenerle ninguna simpatía, me pregunto si le han encontrado un punto débil amenazándole con algo que saben sobre él, o sobre alguno de sus seres queridos, si es que los tiene. Sin embargo, no me queda duda de que se trata de Eirén. Es su traje, es su mandíbula, son sus gestos y su fuerza única... A no ser que los otobeses tengan un superhombre exactamente igual a él y hayan conseguido replicar su traje a la perfección, nos encontramos ante el secuestro más meritorio de la historia.
El Primer Ministro de Otobo aparece en pantalla:
—El gobierno Amerino debe saber que no nos doblegaremos ante su indolencia —anuncia subtitulado—. Este ser sacrílego debe ser eliminado, y el derecho de todo el mundo a defenderse en igualdad de condiciones de la amenaza de los absortores debe ser reivindicado.
Me resulta un poco indignante ver cómo, hasta hace unos días, Brimiar Tygval llenaba titulares e informativos como enemigo número uno de la humanidad libre. Sin embargo, ahora ya no se escucha hablar de él en ningún medio. ¿Todavía querrá declararnos la guerra, o estará demasiado ocupado defendiendo a su país de los absortores? No podemos saberlo porque las noticias ya no nos hablan sobre él. Y creo que eso es porque las noticias no sirven para informar a la población sobre las cosas importantes que están pasando, sino para orientar a la población sobre cuáles de las cosas que están pasando son importantes.
Parece lo mismo, pero no lo es.
—La parte buena de todo esto —me comenta Rosdie— es que ahora ya todo el mundo se creerá que Eirén y los absortores son reales. Que no son un montaje del gobierno, vaya.
—La parte mala —puntualizo— es que todavía habrá quien crea que los hemos enviado nosotros.
Y eso parece ser lo que pretende demostrar Feng Slad, Primer Ministro de Otobo, con el resto de su discurso televisivo:
—Las naciones del norte y de oriente hemos firmado una alianza para terminar con la dictadura centrista del poder de Americia. —Ya decía yo que habían pasado demasiado tiempo sin mencionar a Borealia y Septentrio—. A pesar del ataque de sus absortores y del esfuerzo de su superhombre por diezmar a nuestras tropas, nos queda potencia militar y de fuego suficiente para borrar del mapa a toda la población de su decadente nación, en caso de que sigan negándose a rendirse.
—Esto pinta mal —murmura Rosdie—. Sí que se piensan que los absortores vienen de aquí.
—Ya no creo que piensen eso —puntualizo.
—¿No? Qué rápido cambias de opinión, chica.
Ros le da un bocado a su pan mojado en sopa y me mira con atención. Creo que, por primera vez desde que la conozco, está dispuesta a escucharme decir más de tres frases seguidas sin interrumpirme.
—Si ellos pensaran que los absortores son obra de Americia —comienzo a argumentar—, no nos amenazarían con represalias tan graves, sino que tratarían de negociar. Si estuvieran seguros al cien por cien de lo que están diciendo, también estarían seguros de que Americia no va a hacer nada para detener el ataque y de que es cuestión de tiempo que los acaben devorando. Si realmente creyeran que los absortores se controlan desde aquí, y aun así nos borraran del mapa, entonces no quedaría nadie para atarle de nuevo la correa al perro. Creo que saben que los absortores no han sido creados en Americia, pero lo que no pueden explicar es el poder de Eirén para defendernos de ellos.
—¿Y no es por eso que nos amenazan con atacarnos? —replica mi compañera.
—Es posible —reconozco. Y es que el bombardeo de Vereti ya demostró que nuestro gobierno no cuenta con la tecnología para identificar todos los tipos de armamento con los que pueden atacarnos—. Pero me da la sensación de que quieren algo más de Americia que una rendición sin paliativos.
—Y es por eso que damos veinticuatro horas al gobierno de Americia para que se comunique con nosotros —prosigue Feng Slad— y se comprometan a enviarnos un regimiento de sus mejores cirujanos especialistas en la implantación de prótesis de brahn, así como de super soldados preparados para hacer frente a la amenaza de los absortores. Sabemos que existen y sabemos que están dirigidos por el hombre al que llaman Donvan Varitz. —Esto ya me cuadra más—. Y si se preguntan cómo lo sabemos, es todo gracias a su salvador, su redentor y protector, al que rezan por las noches; el mísero degradado, oportunista y traidor de Eirén. —Esto último no me lo esperaba tanto—. Si no cumplen con nuestras exigencias, este ser sacrílego será degollado ante los ojos del mundo, y todo el poder de fuego de las naciones del norte y del este será liberado contra Americia.
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