12. Ein essel lesse nie
Me sitúo en medio de la calzada, en el carril contrario al autobús, haciéndole señas vehementes con los brazos para que no se detenga. El conductor no debe de entenderme, porque está aminorando la marcha a medida que se acerca a la parada. Es un enorme golpe de mala suerte: al lado izquierdo de la avenida se encuentra el edificio del Centro de Control de Mareas; al lado derecho, la colina de césped que oculta el ataque de los absortores.
No será por mucho tiempo.
—¿Qué te pasa, chica? —inquiere el conductor con cierto desagrado, una vez que ha abierto la puerta.
—¡Tiene que seguir! —Me subo al autobús y compruebo que mi hermana se encuentra en la parte habilitada para sillas de ruedas, junto a la puerta trasera. No sabría decir si me mira con temor o con vergüenza—. ¡Salga de la ruta y aléjese de la costa!
La suma de coincidencias desafortunadas continúa: la radio del vehículo no está puesta, y entre los quince o veinte pasajeros, la mayoría de edad avanzada, no hay ninguno que lleve un dispositivo electrónico en las manos con el cual haya podido informarse de lo que está pasando.
—Oye, si has perdido un autobús de otra línea, tendrás que hacerte responsable —me regaña el conductor—. Aunque esté sonando la alarma, yo no puedo desviarme de-
Pero no puede terminar su reprimenda, porque la garra de un absortor atraviesa la ventanilla y después su garganta, para finalmente tirar de él hacia afuera, salpicándome la cara y la ropa con su sangre. Los pasajeros entran en pánico. Tres de ellos, unos hombres trajeados que estaban sentados delante, me empujan y me hacen caer para abrirse paso hacia la puerta y bajar. Mientras me levanto, veo cómo un solo absortor agarra a dos de ellos por la cintura y los parte por la mitad. El tercer hombre consigue avanzar tres zancadas más, hasta que la misma criatura le aplasta las piernas con una de sus patas y comienza a devorarle las entrañas. Aparto la mirada enseguida y me apresuro a buscar en el panel de control del autobús un botón para cerrar la puerta.
—¡Todo el mundo al suelo! —exclama un pasajero—. ¡Si no nos ve, no nos atacará!
Algunos le hacen caso y se agolpan en el suelo del pasillo, bloqueándolo. Otros, paralizados por el miedo, son incapaces de moverse de su asiento. Cuando encuentro el botón adecuado y logro cerrar la puerta, me doy la vuelta y descubro a mi hermana intentando bajar de su silla para ocultarse en la parte trasera del autobús. No quiero gritarle instrucciones de ningún tipo porque no quiero llamar la atención de los absortores, pero me genera una ansiedad incontenible pensar en la presa tan fácil que es Dea, no solo por su condición física, sino también por encontrarse justo delante de la puerta doble de salida.
En apenas unos segundos, aparecen dos absortores más en el exterior. Uno de ellos rompe una ventana lateral del autobús y arranca de su asiento a una anciana que no se había tirado al suelo del pasillo. Es cuestión de tiempo que nos descubran a todos. Somos como una lata de sardinas recién abierta. Y no sé qué hacer. Si utilizo mi poder, no solo eliminaré a los absortores, sino también a las personas que se encuentren junto a ellos, igual que pasó en la colina de césped. Estoy en shock. De nuevo, demasiadas cosas que asumir se acumulan en mi mente: he matado a una persona inocente, he visto morir a cuatro más y estoy a punto de presenciar cómo devoran a mi hermana delante de mis ojos.
—¡Vera, corre! —me grita Dea de repente. Ha conseguido bajarse de la silla y ahora está arrastrándose sentada por el pasillo trasero del autobús—. ¡Corre, vete de aquí!
Ella es consciente de que yo tengo un poder que puede hacer implosionar a los absortores, pero lo que no sabe —y yo tampoco sabía— es que también puede hacer desaparecer a las personas. Imagino que lo sospecha, como persona inteligente y perspicaz que es, al contrario que yo. Cuando un absortor rompe la puerta trasera y se cuela en el autobús, es el momento de tomar una decisión. ¿Serán los dos metros que lo separan de mi hermana una distancia segura?
—¡Alejaos de él! —grito desgañitándome, al tiempo que levanto el brazo y cierro el puño—. ¡Vamos, vamos!
La gente intenta hacerme caso, pero la aglomeración que hay en el pasillo central los convierte en una masa de carne humana desesperada que atrae la atención de la criatura. Primero agarra a uno y lo despedaza con las fauces de una de sus cabezas. Después lo arroja a través de la puerta rota. Cuando recula dando un salto, como si quisiera tener una mejor visual de la multitud para elegir a su siguiente presa, encuentro el hueco perfecto. Esta vez ni siquiera tengo que pensar insultos hacia Eirén. Me bastan la desesperación y el terror para activar una especie de onda sónica, grave como el rugido de un subwoofer en una sala de cine, que se arremolina alrededor de la criatura y la comprime hasta hacerla desaparecer con un golpe sordo, sin dejar rastro. Durante unos segundos, oteo el panorama, como si buscara a alguna víctima humana provocada por mí. Luego, cuando reflexiono en que hay tanta gente amontonada en el pasillo que no tengo manera de saber si he matado a alguien más, me consuelo con la imagen de mi hermana. Se encuentra a salvo, sentada en el fondo del autobús, con la boca abierta. No obstante, el consuelo dura hasta que un absortor atraviesa violentamente la gran ventana trasera del vehículo, la agarra por la cintura y se la lleva al exterior.
Incapaz de dotar de consciencia humana a mis movimientos, comienzo a atravesar el autobús pasando por encima de todas las personas que se arrastran y gritan en el suelo del pasillo. Me duele tanto la pierna cada vez que intento doblarla más allá de lo que mi lesión le permite, que por momentos pienso que va a volver a romperse. Sin embargo, nada me detiene hasta que llego al fondo del autobús y salto por la ventana, para descubrir que el absortor ha tirado a mi hermana al suelo y se dispone a devorarla. A pesar de que he caído mal y ahora no puedo ponerme en pie, estiro de nuevo la mano y aprieto el puño.
Pero no ocurre nada.
El absortor se queda mirándome a la cara durante un par de segundos. Después contempla a mi hermana con extrañeza. Es la primera vez que percibo en ellos un comportamiento que podría catalogarse como consciente. Dea aprovecha la indecisión de la criatura para intentar darse la vuelta y arrastrarse hacia mí. No obstante, cuando la descubre, el absortor recobra la compostura y le lanza un zarpazo que la hace girar varios metros por el suelo, con la espalda hecha girones. Su grito de dolor me llena de rabia e impotencia. Sin embargo, lejos de rendirme, me pongo de pie sobre mi pierna buena, apretando los dientes, y vuelvo a apuntar al monstruo con el puño cerrado.
—¡¡Muérete!! —exclamo, alargando la palabra hasta que empiezo a quedarme afónica.
Un espectáculo lamentable. De nuevo, no ocurre nada especial, sino que el absortor comienza a dar pasos lentos hacia mí, al tiempo que profiere un rugido ensordecedor con sus dos gargantas y deja caer sus babas por el suelo. Agito el brazo hacia él una vez; dos. Nada. Tres metros me separan de la muerte. Dea exclama mi nombre y se arrastra por el suelo en un intento casi tan inútil como el mío. Finalmente, la criatura se yergue sobre sus patas traseras, levanta las garras y las dirige hacia mí. Cierro los ojos. Un terrible impacto me lanza hacia atrás, golpeándome contra la parte trasera del autobús. Cuando vuelvo a separar los párpados, busco primero heridas en mi cuerpo, pero, al no encontrar ninguna, levanto la cabeza y descubro delante de mí a Eirén. Está sujetando en su mano derecha uno de los cuellos del absortor, a quién acaba de arrancarle las dos cabezas tras aterrizar sobre él, provocando un pequeño socavón en el suelo.
—Tenéis que refugiaros en el centro de control —nos dice en tono plano.
—No creo que podamos llegar a tiempo —le responde Dea, con voz exhausta y adolorida.
No sé qué me pasa cuando tengo cerca a Eirén. Incluso cuando veo su cara en televisión, mi instinto es el de matarle. Soy consciente de que no es el momento para intentar algo así, pero también soy incapaz de refrenar el instinto de ponerme de pie y estirar el brazo hacia él.
—Has tenido suerte de que estuviera tu hermana aquí —le comenta Eirén a Dea, ignorando voluntariamente mi amenaza—. Creo que el absortor no te ha matado porque te ha confundido con ella.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta mi hermana.
Eirén camina hacia un absortor al que ha dejado moribundo unos metros más atrás y termina de arrancarle la segunda cabeza.
—Quiere matarme porque piensa que yo maté a vuestra madre —le contesta después a Dea.
—¿Y fue así? —lo interroga ella.
Él se toma un par de segundos, me mira a los ojos, se burla de mi gesto amenazante con una media sonrisa y contesta:
—¿Qué más da eso?
Mi hermana tuerce el gesto, y yo, definitivamente, cierro el puño para hacerlo desaparecer.
Como ya venía siendo de esperar, no ocurre nada.
—Imagino que no sabes mucho sobre física —me explica con sorna—, pero si el poder para hacer eso saliera de ti, tu cuerpo no sería capaz de contenerlo.
—¡¡Te odio!! —le grito, mientras caigo de nuevo al suelo con las piernas estiradas, recostando la espalda en el autobús—. ¡¡Te odio, te odio!!
Sin embargo, él se ríe.
—No falta mucho para el impacto de la primera ola —comenta—. Tus amigos ya están aquí.
Sin decir nada más, nos abandona con un despegue ultrasónico que nos rebota en el pecho, levantando gravilla y pequeñas rocas contra nuestros rostros. Deja atrás un reguero de cadáveres de absortores; tantos que, cuando empiezo a intentar contarlos, me resulta imposible porque llegan hasta donde me alcanza la vista. A lo lejos, transitando por la avenida, veo acercarse una caravana de lo que parecen camiones militares del ejército amerino. Del autobús no se atreve a bajar nadie; tampoco me atrevo yo a levantarme. Solo puedo mirar a mi hermana a los ojos, y ella solo puede corresponderme la mirada con una mezcla de alivio e incertidumbre.
—No me puedo creer que hayas intentado matar al héroe nacional —remarca, comenzando con una sonrisa nerviosa que no tarda en convertirse en una carcajada.
No sé si está relajada por haberse salvado, o demasiado nerviosa como para contenerse, pero yo no tengo ganas de reírme. Tengo miedo. No puedo seguir así. Este ritmo de vida y sus implicaciones son demasiado para mí. Han pasado y siguen pasando demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. Cuando cierro los ojos, solo veo la cara de pánico de la chica a la que he asesinado. Además, si el poder que tengo no es en realidad mío, ¿de quién es? ¿Quizás de Eirén? Si al final de la historia resulta que estoy valiéndome de las habilidades del ser al que más detesto, no va a haber ducha que pueda lavarme la hipocresía.
—¿Qué te hace tanta gracia? —le reprocho a mi hermana.
Tengo ganas de vomitar.
—Todo —consigue balbucear, en mitad de su ataque de risa—. Joder, todo.
Cuando la caravana de vehículos militares nos alcanza, se detiene frente a nosotras. Del primero de los camiones baja un hombre uniformado y con gafas de sol al que no conozco, sujetando un arma enorme. Camina diez o doce pasos y toma una especie de radio de su cinturón.
—Hemos localizado al objetivo —anuncia—. Está acompañada de civiles. Hay varias víctimas. Espero órdenes.
Entiendo que cuando dice "el objetivo" se refiere a mí. Es probable que la coronel Hrutz haya decidido dejarse de juegos y reclutarme de una vez por todas. Sin embargo, siguiendo este razonamiento, no me cuadra que el militar comience a apuntar a mi hermana con el arma.
—Proceda a la extracción —oigo que le contestan por radio.
—¡Eh, eh, eh! —exclama mi hermana, levantando los brazos. Al no tener control de su cintura, esto provoca que se desequilibre y pronto tenga que volver a apoyar las manos en el suelo para no caerse hacia atrás.
—¡En pie! —le grita el militar—. ¡Las manos donde pueda verlas!
Esto no es lo que tenía que pasar.
—¡No puedo! —le responde Dea.
—¡He dicho que en pie!
La encañona con el arma.
—¡No puede levantarse! —le grito yo, incorporándome y caminando hacia él con la mano en alto, por si acaso esto pudiera intimidarlo.
Ahora es a mí a quien apunta, pero entonces se escucha una carcajada y alguien más baja del camión.
—¿Eso es lo que entiendes por una extracción? —comenta una voz ronca y desagradable.
Se trata de Donvan. Está más demacrado, completamente calvo y con más sobrepeso que cuando lo conocí.
Jamás pensé que me alegraría de verlo.
—Señor, las instrucciones son claras respecto a los heridos por absortor blanco —le contesta el soldado, a pesar de haber bajado el arma.
—Y también lo son respecto a la chica del momento —replica Donvan, al tiempo que se enciende un cigarrillo sin perder la sonrisa—. Dicen por ahí que tiene un carácter de mierda. Dudo mucho que quiera ayudarnos si matas a su hermana.
—Entendido, señor —concluye el soldado, para después dirigirse por radio al resto de vehículos de la caravana—. Desplieguen efectivos. Evacúen a los civiles que no hayan sido heridos por absortores.
—En el autobús hay varios —informa mi hermana, y acto seguido, se deja caer de costado; aliviada, pero evidenciando en su espalda las tres profundas laceraciones que le ha provocado el absortor.
Donvan se acerca a mí y me inspecciona de arriba abajo con la mirada.
—Tienes un aspecto horrible —espeta.
—Y tú estás hecho una mierda —le correspondo.
Se ríe.
—Si te hubieran dejado venir conmigo, estarías hecha toda una mujer.
No voy a molestarme ni siquiera en intentar averiguar si esa frase tenía doble sentido.
—¿Tenemos trabajo que hacer o no? —le cuestiono.
—Por suerte, sí. Oficialmente, ya no somos clandestinos.
—Vaya.
Mi escala de valores debe de estar tan rota y mal arreglada como los huesos de mi pierna. De todas las cosas que podía alegrarme ver o escuchar hoy, esta es la segunda que más. La primera es:
—Y Hrutz aprueba que te apuntes, aunque más por necesidad que por gusto. —No puedo evitar que se me dibuje una sonrisa cerrada, como la de una colegiala cuando recibe un cumplido de la persona que le gusta—. Si no te importa, subiremos al camión y nos pondremos fuera del alcance de la ola gigante que viene hacia aquí.
—La silla de mi hermana está en el autobús —le indico—. Di a alguien que la ayude. Pero no creo que podamos escapar de esa ola siguiendo la carretera.
Donvan da la orden a un par de muchachos para que tomen la silla de mi hermana del autobús y luego la ayuden a subir. También les indica que le proporcionen asistencia médica y que mantengan la vigilancia.
Esto último me mosquea bastante.
—¿Por qué crees que no podemos escapar? —me pregunta Donvan—. ¿No crees que estas tartanas puedan llegar a un punto elevado a tiempo?
—Te recuerdo que, durante los últimos meses, mientras tú te divertías montando en estas tartanas y matando absortores por toda Americia, yo he estado trabajando en el Centro de Control de Mareas, probablemente el lugar más aburrido de este puto país.
—Y ya veo que no te ha servido para mejorar tu carácter —se burla el hombre.
—Pero sí para aprender cosas sobre olas —introduzco—. Y jamás se ha visto nada como las que se dirigen hacia aquí. Los puntos elevados tendrían que ser, probablemente, el doble o el triple de altos. —Al oír eso, la sonrisa de Donvan se borra por primera vez desde el reencuentro—. Los únicos sitios seguros de la ciudad serán el Centro de Control de Mareas y construcciones de tamaño similar. Tenéis que dar orden de que la gente se refugie en los edificios más altos que encuentre.
—Si lo que estás diciendo es cierto, mucha gente morirá —comenta Donvan con desagrado.
—No soy yo quien hace las noticias —replico con desagrado, sin poder dejar de pensar que hoy he matado a una joven inocente con un poder que ni siquiera puedo controlar—. ¿Por qué tu soldadito iba a disparar a mi hermana? —repongo seriamente—. ¿Y por qué les has pedido que mantengan la vigilancia?
—Es por los absortores blancos —me explica—. Es así como los llaman. Atacan de día, arremeten contra las estructuras, son enormes y voraces... A su lado, los normales parecen simples cucarachas merodeando por la basura de noche. Es como si buscaran algo o a alguien.
—¿Y qué tiene que ver eso con mi hermana? —insisto.
—Esos arañazos que tiene en la espalda se los hizo uno de ellos, ¿verdad? —Asiento—. Hará pocos minutos.
—Así es.
—Hemos descubierto, por las malas, que las víctimas de los absortores blancos que sobreviven a sus heridas acaban convirtiéndose en absortores negros con el transcurso de los días.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro