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11. Sé verlas al revés

Sé que debo regresar a mi puesto y alertar al sector de la población al que mi ordenador vigila, además de quedarme aquí hasta que la evacuación se haya completado. Sin embargo, mi sentido del compromiso para con este trabajo, que jamás se había puesto a prueba, acaba de desmoronarse por completo. Sé de sobra que esta ciudad está preparada para recibir olas gigantes y que su población está relativamente acostumbrada a eventos, quizás no apocalípticos, pero sí potencialmente mortales.

Mi hermana no.

Hacía mucho tiempo que no pensaba en los dioses de mis abuelos, pero este me parece un buen momento para rogarles que Dy conteste el teléfono.

—¿Vera?

—¡Sí! —Me alegra tanto que lleve siempre el móvil encima—. Dea, cariño, por favor, coge lo que puedas en un minuto y dirígete al punto elevado más cercano.

Los puntos elevados de Chysien son zonas en las cuales la población se resguarda de las subidas de marea mientras el avanzado sistema de drenaje urbano hace su parte en reducir el nivel del agua. Como las construcciones están preparadas con mecanismos de anclaje e impermeabilización para aguantar olas gigantes, suele ser cuestión de esperar unas horas y regresar a casa. La propia ciudad y su mobiliario están diseñados para no agravar el problema: no hay apenas elementos que puedan ser arrastrados por una marejada salvaje. Los vehículos se aparcan en subterráneos, y las áreas residenciales no constan de vegetación alta; solo césped y arbustos. Las líneas de alta tensión y comunicaciones están instaladas varios metros por debajo de la superficie. En cuanto al alcantarillado, consta de túneles más espaciosos que los de la propia red de metro de la capital, así como de miles de desembocaduras en el mar del sur. No me caben en la cabeza las cifras de poderío que tiene que ostentar la industria del anadil para justificar toda esta infraestructura.

—No te entiendo —contesta mi hermana, en un tono plano que para nada es el esperado ante una exhortación tan clara—. Si vivimos lejos de la playa. Las olas nunca han llegado tan adentro.

—Estas sí —vaticino—. Me reuniré contigo en cuanto pueda, pero, por favor, ve a un punto elevado. No tardes de-

De repente, alguien me arrebata el teléfono de la mano.

—¡Qué estás haciendo, niña! —me grita. Se trata de Yvar, el encargado de nuestro turno, que acaba de entrar en la sala—. ¡Mira a todo mi equipo! ¿Ves a alguno que esté perdiendo el tiempo con una llamada?

Lo cierto es que mis compañeros están cumpliendo responsablemente con su labor, concentrados cada uno en su cubículo y tecleando la señal de alarma en su sistema.

—Lo siento —respondo quedamente, girándome para acudir a mi lugar.

—¡No te molestes! —me corta Yvar. Luego me agarra de la muñeca para poner de nuevo mi móvil en la palma de mi mano—. Cada minuto que se pierde en una situación como esta puede costar miles de vidas en el sector que está a tu cargo. —Tiene toda la razón. Me enfadan el tono y las maneras, pero creo que siento más rabia conmigo misma por haber cometido un error tan grave—. Necesitamos a gente que esté comprometida con el trabajo. Si tu mente está con tu familia, entonces vete con ella. Ya pensaremos qué hacer contigo.

Después de la reprimenda, Yvar se sienta en mi silla y comienza a hacer el trabajo que debería haber hecho yo. No soy capaz de realizar un cálculo estimado de las consecuencias que tendrá mi error. No sé si morirá gente por mi culpa, o cuánta podría llegar a hacerlo. Por un momento, me quedo parada en el centro de la sala sin saber muy bien cómo reaccionar. La Vera clásica se hubiera puesto a llorar, pero siento una presión tan grande en el pecho y una vergüenza tan profunda que la mente se me ha quedado en blanco y las emociones no me funcionan.

—¡El primer impacto se prevé en la playa de Agreth en aproximadamente cuatro horas! —informa uno de mis compañeros.

—¡Hay más de veinte puntos de impacto previstos! —calcula otra.

Ninguno de ellos parece haberse dado cuenta de lo que acaba de ocurrir conmigo. Están tan concentrados en sus pantallas, en los cálculos que tienen que realizar y en el monitoreo de los sistemas, que ni siquiera se giran para mirarme o se percatan de que el encargado de turno está sentado en mi sitio. Recibo un mensaje de mi hermana: comparte conmigo su ubicación en tiempo real para que pueda saber a qué punto elevado se dirige.

Tal y como pensé, estaba en casa pasando la resaca.

Antes de abandonar la sala, echo un último vistazo a los monitores centrales, en los cuales se percibe claramente la escala de la tragedia que está a punto de suceder: a cientos de kilómetros de la costa, una masa de agua ha sido desplazada por lo que parece el impacto de un objeto de dimensiones colosales. Las imágenes no son reales, sino una representación en escala de azules de las diferentes capas del evento. En el más claro se dibuja la propia superficie del mar; en el más oscuro, las olas concéntricas, que se propagan como las ondas que genera el impacto de una piedra en un estanque. Es algo monstruoso. Ni siquiera en las jornadas de formación que hice antes de empezar a trabajar aquí se contemplaban escenarios tan catastróficos. Cada onda que aparece en el mapa debe de tener varios cientos de kilómetros de diámetro, y van creciendo. No me extrañaría que las marejadas alcanzaran, incluso, las costas de otros países que no están preparados para algo así. La ciudad de Chysien va a ser inundada por completo. Muchos puntos elevados van a ser alcanzados por el nivel del mar.

No sé cómo reaccionar a esto.

—¡Qué haces aquí todavía! —exclama de repente Rosdie, mi habladora compañera—. ¡Vete! ¡Cuida de tu hermana!

La teoría es que en las casas de Chysien no entra el agua. La gente acude a los puntos elevados por si esta teoría falla, cosa que con algunas edificaciones antiguas ha ocurrido, o por si el nivel de la inundación las mantiene sumergidas durante demasiadas horas. El Centro de Control de Mareas tiene sus detectores y oficinas en un punto muy alto del edificio, a más de doscientos metros del suelo, lo cual permite a los trabajadores permanecer aquí y monitorizar el transcurso de cada inundación, a la vez que disponen de suministros para varios días. De hecho, las primeras treinta plantas del edificio son simplemente un bloque impermeabilizado de algún material de construcción, con un ascensor y escaleras de emergencia en medio; sin oficinas o estancias donde suela trabajar la gente.

No se me ocurre un sitio más seguro en el que podría estar a tiempo de refugiarme con mi hermana.

Cuando consigo desbloquear mi mente, abandono la sala y me dirijo al vestíbulo central del edificio. Se trata de una estancia acristalada enorme, con múltiples escaleras que se entrecruzan para llegar a diversos puntos de interés. No me queda claro si me han despedido y, por tanto, si me retirarán la tarjeta de acceso a las instalaciones. Mientras todavía disponga del privilegio, debo aprovecharlo.

Llamo a Dea de nuevo.

—¿Dónde estás? —le pregunto.

—Acabo de terminar de vestirme y llenar la mochila —responde jadeante—. Iba a coger la línea 7 para la colina de Vac Dovel.

—Coge la 12 y ven hacia aquí —la exhorto.

—¿Tan mal están las cosas?

Mientras hablamos, empieza a sonar la alarma que está instalada en el techo del edificio para alertar a toda la ciudad del peligro por inundación. Hay otros avisadores acústicos más pequeños repartidos por las calles principales. Emiten un ruido grave y profundo sin modulación alguna, pero lo suficientemente alto como para volverte loca si se prolonga en el tiempo.

—Aún no soy experta —le contesto a Dea—, pero no tiene buena pinta. Creo que aquí estarás a salvo.

—¿Y qué pasa con el punto elevado? —repone, creo que mientras recupera el aliento por el esfuerzo que le ha supuesto vestirse.

—Lo que he visto no se parece a nada que me enseñaran durante la formación —le confieso—. Fácilmente sumergirá la ciudad entera, incluidos los puntos elevados. No tenemos tiempo para escapar ni para pensar nada mejor. Por favor, ven aquí antes de que corra la voz y todo el mundo intente lo mismo.

—Pero, entonces, hay que avisar a la gente —insiste mi hermana—. ¿No se supone que ese es tu trabajo?

—Creo que ya no —murmuro—. ¡Date prisa, Dy!

Y cuelgo el teléfono para no darle opción a más réplicas.

Empiezo a caminar nerviosamente de un lado a otro del vestíbulo, al tiempo que compruebo la ubicación de mi hermana en la pantalla de mi móvil. Ruego que me haga caso y se dirija a la parada de la línea 12 del autobús. El trayecto hasta el Centro no debería de llevarle más de media hora.

Aquí, el sonido de la alarma ha sido soberano durante varios minutos, pero ya se empieza a ver gente que sale de las oficinas. Hablan unos con otros, se llevan las manos a la cabeza y llaman a sus familiares. Todo esto después de haber cumplido con su obligación laboral, que era el orden correcto para las cosas.

En un rincón hay una zona de descanso habilitada con tres sofás largos, varias mesas bajas, dos cafeteras, una nevera y una televisión. Alguien la enciende y pone las noticias del canal nacional, así que me acerco para descubrir si ya se han hecho eco de lo que está pasando en Chysien.

La presentadora informa:

—Seguiremos ampliando este reporte con todas las novedades que recibamos sobre la que ya es la noticia del día y, probablemente, de este ciclo: el primer ataque de absortores registrado fuera del territorio de Americia. Concretamente, un ataque diurno masivo en Eldrakurst, la capital de Septentrio.

Todos los que estamos atentos a la pantalla nos quedamos helados. Alguno tiene que sentarse para no perder el equilibrio. Somos más de veinte personas, distribuidas en grupitos, pero nadie dice ni una palabra. Entonces, el otro presentador toma la palabra:

—Nos informan de que podemos contactar con nuestro enviado especial a Eldrakurst. Yatoen Gratz, ¿qué puedes contarnos? ¿Cómo se ha narrado este ataque en los medios locales?

En la pantalla aparece un hombre que se refugia con varias personas en lo que parece ser un restaurante. De fondo, a través de las ventanas, se puede adivinar una intensa tormenta de nieve. El reportero va generosamente abrigado; me recuerda a los atavíos con los que asistía a la escuela cuando era niña, en Atara. En mi tierra natal está entrando el invierno, ya que, al igual que la ciudad en la que vivo, se encuentra en el hemisferio sur de Terra. Llama poderosamente la atención que en Septentrio, nación situada en el hemisferio norte, todavía ocurran estas ventiscas a pesar de que el verano ya está comenzando.

—La situación es de caos y desconcierto absolutos —comienza el reportero—. Las autoridades han decretado un toque de queda inmediato. El ejército ha sido desplegado, pero sus armas, al igual que ocurre en Americia, son inútiles contra los monstruos. Además, estos parecen de un tipo mucho más salvaje que los que conocemos. Actúan a plena luz del día, atacan estructuras y muestran un apetito voraz por personas y animales. —Hace una pausa para llevarse la mano a un auricular en su oreja derecha, frunce el ceño y retoma la narración—: Los medios han alertado a toda la población del país para que permanezca en sus casas o en sus lugares de trabajo, ante la posibilidad de que el ataque se extienda a otras ciudades. Por su parte, el presidente de Borealia, nación aliada de Septentrio, Brimiar Tygval, ha declarado que este ataque era previsible, que el mundo tuvo tiempo para prepararse y que aun así preferimos mirar hacia otro lado.

Tygval fue el bastardo que ordenó el bombardeo a Vereti en el que murieron mi padre y mi novio. A día de hoy, todavía no alcanzo a entender cómo ese crimen de guerra no ha dado con él en la cárcel, y con el mundo entero en un conflicto bélico. Se limitaron a imponerle sanciones a Borealia, mientras sus aliados de Septentrio escondían todo el polvo diplomático debajo de la alfombra con declaraciones pseudo pacifistas de todo tipo. Se supone que Septentrio es la cara democrática de esa alianza norteña, pero en la práctica solo quieren salvar su culo económico y no perder los tratos comerciales que tienen con Americia.

—La incertidumbre ante la posibilidad de una declaración de guerra por parte de la alianza norteña, en respuesta al ataque de los absortores en Eldrakurst, ha provocado el desplome de los mercados de valores en todo el mundo —continúa relatando el enviado especial—. Por su parte, Ayona Dert, Primera Ministra de Americia, ha declarado que nuestra nación considera injusto y cruel que se nos responsabilice, directa o indirectamente, del ataque de estos monstruos, una plaga de la cual nosotros también somos víctimas. En las palabras finales de su intervención durante el pleno extraordinario del congreso, ha reiterado su opinión, y la del mundo democrático entero, de que Brimiar Tygval solo busca una excusa para hacer estallar una guerra de escala mundial.

—Razón no le falta —comenta en tono irritado una de las personas que observan la televisión—. Es inverosímil que nos estén invadiendo unos alienígenas y que ninguna nación se implique en la defensa del planeta.

Es un compañero de otro departamento al que no conozco, pero tampoco le falta ni un ápice de razón. Cuando la humanidad alcanzó por primera vez el espacio, y luego las lunas de Terra, las obras de ciencia ficción de la época de mis abuelos empezaron a tratar todas sobre invasiones extraterrestres y guerras intergalácticas. Sin embargo, ahora que realmente los tenemos aquí, el resto de países actúan como si solo fuera problema nuestro. Habían estado cerrando los ojos ante la posibilidad de que la plaga se extendiera, y ahora lo van a pagar.

Me dan más pena las naciones del este, temerosas de la alianza Borealia-Septentrio. Algunos políticos de allí sí que mostraron preocupación por la amenaza de los absortores. No obstante, el temor que les infundían sus vecinos más próximos los forzó a abstenerse de tomar medidas.

—Pon el canal siete, que es local —insta otro compañero—. Ahí hablarán de la alerta por inundación.

Cuando cambian a la cadena de Chysien, salta la sorpresa que le faltaba a este día para ser redondo: no dicen nada de la alerta, pero sí informan de que se está produciendo un ataque diurno de absortores por toda nuestra ciudad. Nada más enterarme, miro de nuevo la pantalla de mi móvil para conocer la ubicación de mi hermana.

Se encuentra en el autobús de la línea 12, dirigiéndose hacia aquí.

Esta vez sí, todos los compañeros sucumben al terror y sacan sus teléfonos para intentar contactar con sus familias. El nerviosismo se apodera de la sala. Las voces desesperadas de unos y otros se arremolinan en una sinfonía disonante de quejidos lastimeros, súplicas a los dioses y llanto. Mi encargado, Yvar, que hace tan solo unos minutos me había despedido —creo yo— por no cumplir con mi labor en tiempos de urgencia, ahora está de rodillas en el suelo, bañado en sudor y llorando a mares porque ninguno de sus familiares le coge el teléfono. No lo culpo. El nivel de la catástrofe a la que nos vamos a enfrentar en apenas unas horas es inaudito. Por un lado, lo más probable es que la Borealia de Tygval nos declare la guerra y que su aliado norteño se una a él, iniciando un conflicto bélico de escala mundial; por otro, olas gigantes nunca antes vistas van a golpear nuestras costas, al tiempo que los absortores devoran nuestra ciudad. Si alguno de nosotros sigue con vida cuando termine esta semana, podría considerarse un milagro.

Por supuesto, no creo que Eirén el super poderoso desee o sea capaz de hacer nada para ayudarnos.

De momento, la ubicación en tiempo real de mi hermana sigue moviéndose rápidamente en la pantalla de mi móvil. Eso quiere decir que el ataque de los absortores no la ha alcanzado. De hecho, es posible que todavía no conozca ninguna de las noticias que han vuelto loco al personal del Centro de Control de Mareas, así que me gustaría anticiparme. A pesar de que he venido andando y, además, al ritmo que mi cojera me permite, tomo el ascensor y desciendo las más de treinta plantas que me separan del nivel del suelo. Conozco la ruta que sigue el autobús. Puedo revisitar cada una de las paradas que le faltan y así estar segura de que mi hermana llega hasta mí sin cruzarse con un ataque de absortores. Si detecto su presencia, utilizaré mi poder de implosionar cosas para deshacerme de ellos.

Solo tengo que concentrarme y ser valiente.

No hay demasiadas personas en la calle. El Centro de Control de Mareas se encuentra alejado de los núcleos de población de Chysien. No hay parques, viviendas o centros comerciales cerca; solo adolescentes que se escabullen de las clases y vienen a esta zona para conversar o beber alcohol en los bancos de los jardines, ajenos a las noticias. Si tienen menos de sesenta ciclos solares, y si mi memoria histórica no me falla, todavía no habían nacido la última vez que una marejada alcanzó esta zona de la ciudad, por lo que se han acostumbrado a ignorar la alarma acústica. Piensan que el aviso va solo para los distritos costeros.

Cuando llego a la primera de las paradas de la línea 12, en la que me bajé hace unas horas, encuentro sentada a una mujer embarazada que espera el autobús. Todo parece una patética suma de clichés de las películas de desastres naturales que a mi padre le gustaba ver los domingos. Medito sobre la conveniencia de avisarle de lo que está a punto de ocurrir. En mi mente se atropellan divagaciones sobre ella siendo devorada por una manada de absortores, o ahogándose conmigo debajo de una ola gigante; lo que llegue primero.

Quizás un misil norteño.

—Disculpa —la saludo, todavía indecisa.

—¿Sí? —me responde sonriente.

Trago saliva con fuerza.

—Tú... —Levanto la cabeza y oteo el horizonte, primero en dirección a la siguiente parada; después, por los alrededores—. ¿Sabrías decirme qué hora es? —pregunto finalmente.

Me siento como un monstruo por no alertarla. No fui capaz de hacer mi trabajo para advertir a millones de ciudadanos en el Centro de Control, pero es que ni siquiera soy capaz de realizar la labor humanitaria de avisar a una sola persona. Intento acallar mi conciencia, preguntándome qué podría ganar esta mujer con vivir los que probablemente sean sus últimos instantes en pánico. Sin embargo, ¿quién soy yo para privarla del derecho a saber?

—Lo siento —me contesta sin perder la sonrisa—. Justamente hoy me he dejado el móvil en casa. Soy un desastre.

Sé exactamente qué hora es, pero, además, ahora sé que no hay manera humana de que esta mujer entienda la gravedad de la situación. No tiene reloj, no tiene teléfono. No tiene acceso a internet.

—¿Has oído la alarma? —le pregunto, sacando a relucir una pizca de humanidad.

—¡Sí! Pero veo a todos muy tranquilos. Yo creo que es un simulacro, o alguna subida de marea en los distritos costeros.

Esto no es bueno para mí. No puedo dejarla aquí, pero tampoco puedo quedarme con ella. Mi hermana podría estar necesitándome.

—¿Tienes a alguien? —le pregunto a la chica—. ¿Pareja, padres...?

—¡Claro! Justo acabo de dejarle la comida a mi marido Yvar, que es jefe de turno aquí. —Señala al Centro de Control de Mareas—. Es otro desastre. Si no llevara la cabeza pegada al cuerpo...

No me lo puedo creer. Ya me sentía como un ser horrible por haber descuidado mis labores para llamar a mi hermana. Pero el hecho de que mi encargado de turno no haya podido contactar con su mujer embarazada porque ella se ha dejado el móvil en casa, y ahora yo me plantee dejarla abandonada a su suerte...

—Trabajo con Yvar —le confieso por fin—. No deberías coger el autobús. —De hecho, dudo que el suyo venga—. Vuelve a entrar en el edificio y trata de reunirte con él.

La chica sonríe, sin saber muy bien qué decirme. Durante un par de segundos, acaricia su vientre y agacha la mirada.

—¿Entonces esta alarma es de verdad? —me pregunta.

—Ni te imaginas.

Me quedo más tranquila cuando me hace caso, abandona la parada y vuelve a dirigirse al edificio del Centro de Control de Mareas. Al mismo tiempo, sin embargo, empiezo a pensar en las implicaciones de tener un poder como el mío. Si yo soy así y puedo hacer lo que puedo hacer, de seguro mucha gente empezará a depender de mí. ¿Qué pasa si una heroína con el potencial de salvar a cientos se queda paralizada porque solo le interesa salvar a una?

Aunque esa "una" sea mi hermana.

Sigo atenta a la ubicación en tiempo real que Dea me compartió. No parece haberse detenido, sino que sigue el itinerario que cabría esperar del autobús. La mujer de Yvar ya está alcanzando la puerta del Centro de Control de Mareas, cuando ocurre lo inevitable:

Gritos.

Uno de los grupos de adolescentes que se saltan las clases y beben alcohol en la calle es atacado por un absortor. Esta criatura es idéntica en fisionomía a las que vi en el supermercado en el que se refugiaba el equipo de Donvan. No obstante, tiene por lo menos el doble de tamaño, y un color más claro, casi blanquecino, en su piel de reptil. No le toma ni diez segundos devorar enteros a dos de los siete jóvenes del grupo, mientras tres de los demás gritan despavoridos y otros dos corren en busca de refugio.

No sé por qué camino hacia ellos. Cruzo la avenida desierta y subo a la acera. Después me adentro en la colina de césped en la cual estaban haciendo su botellón. Cuando me encuentro a apenas cuatro o cinco metros del absortor, aprieto el puño con rabia y pienso en todo tipo de improperios contra Eirén. Instantáneamente, mi poder se manifiesta, generando una implosión que hace desaparecer al monstruo, pero también a la joven perfectamente sana a la que acababa de tomar con sus garras.

El sonido de la alarma vuelve a hacerse soberano. Transcurren cinco o diez segundos, durante los cuales contemplo la escena con la mandíbula desencajada y el corazón encogido, sentada en el suelo. Los dos jóvenes supervivientes que todavía no han huido —un chico y una chica de rasgos amerinos—, me miran fijamente con la expresión propia de quien ha contemplado una aparición fantasmal. Me incorporo y avanzo, renqueante, cuatro pasos, posicionándome en la cima de la colina. Así consigo ver a una multitud de no menos de veinte absortores que está avanzando hacia nosotros, mientras parte de ellos se detiene para devorar a los transeúntes que se encuentran.

Vienen de la costa. Eso explica por qué el autobús de mi hermana, que parte del sentido contrario, no ha encontrado resistencia todavía. Si Dea llega hasta aquí, será presa del ataque masivo de los absortores, o de mi incapacidad para hacer que mi poder actúe de manera selectiva. La chica y el chico supervivientes de mi implosión yacen sobre el césped en cuclillas; aterrorizados y temblorosos, con mirada suplicante.

—Lo... lo siento —murmuro—. Lo siento mucho.

Comienzo a temblar como si acabara de salir de una ducha helada. Las manos me sudan y los ojos se me llenan de lágrimas sin que pueda contenerlas. La chica estaba sentenciada desde que el absortor la agarró, pero he sido yo quien ha apretado el gatillo. Soy la responsable. Doce o quince de los absortores que he visto al otro lado de la colina se dirigen hacia nosotros, esprintando a una velocidad superior a la que puede alcanzar un vehículo circulando por poblado. Además, detrás de ellos, a varios kilómetros y sobre la línea del horizonte, puedo divisar la marea del océano del sur alzándose hacia nosotros.

El primer impacto catastrófico parece llegar mucho antes de lo que estaba calculado.

La chica y el chico recuperan sus facultades de supervivencia en el momento justo para levantarse y, sin soltarse las manos, correr colina abajo en dirección contraria a la debacle. Eso me hace sentir libre para usar mi poder de nuevo, pero aterrorizada ante la expectativa de que no funcione, o de que sea insuficiente para librarme de más de una decena de absortores.

Mi desesperación toca su techo cuando, detrás de mí, por el rabillo del ojo, contemplo acercarse el autobús de mi hermana.

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