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1. Luz azul

Treinta y tres ciclos solares después, casi llegando a mi edad adulta, he recordado aquel episodio de la vida de Samyna porque hoy hace tres semanas que volvió a desaparecer, y esta vez no hemos sabido nada más de ella. En su día continuamos viendo la puesta de los soles juntas cada viernes durante un par de ciclos más, hasta el invierno en que mi abuelo falleció. El señor Saoris había vivido una larga vida, superando la esperanza media de doscientos treinta y ocho ciclos de nuestra ya de por sí longeva etnia, para quedarse en unos envidiables doscientos cuarenta y seis. Mi padre había prometido cuidar de él hasta ese día, igual que lo había hecho antes con su madre y con los padres de mi madre. Una vez diluido el amoroso compromiso con los abuelos, mis padres pudieron cumplir con su sueño de emigrar a tierras más cálidas, empezar un negocio y darles a sus dos hijas —mi hermana Dea, que es la mayor, y yo— una nueva perspectiva de futuro en una sociedad más avanzada y con muchas más oportunidades. El lugar elegido fue Vereti, la capital de Americia, nación única del continente central. Allí abrió papá su tienda de suministros de pesca y se convirtió mi madre en maestra de guitarra a domicilio para los niños pequeños del barrio. En Vereti perdí los dientes de leche. También vi crecer mis pechos y los de mi hermana. En el pub de la ciudad se tomó ella sus primeras cervezas y experimentó su primera borrachera, llegando a casa poco antes de la salida de los soles. Ese día vi, asomándome desde detrás de los barrotes de la escalera que lleva al segundo piso, cómo mi madre le echaba la bronca de su vida. Mientras tanto, Dea apenas se tenía en pie. Todavía le sangraba la nariz debido un golpe que se había llevado en una pelea con otra chica, según dijo, por defender el honor de sus amigas. Sin embargo, era incapaz de parar de reírse. Ese tipo de noches moviditas le encantaban y comenzaron a volverse más habituales de lo que mis padres estaban preparados para asimilar. Yo todavía no tenía edad para beber, pero ya estaba deseando poder acompañarla y vivir las mismas aventuras que ella.

Todo iba bien en Americia, salvo por una inquietante tendencia que tenían los hombres mayores del lugar a fetichizar nuestros rasgos físicos diferenciales. Pese a tener la tez clara, el tono de su piel no podía compararse en absoluto con la palidez traslúcida de la nuestra. Además, ellos tenían vello por todo el cuerpo, mientras que a nosotras no nos crecía nada. Esto generaba en algunos amerinos más vetustos una excitación inusual que provocaba de vez en cuando algún comentario fuera de lugar por la calle. No obstante, en lo referente a los ciudadanos más jóvenes, mi hermana y yo crecimos y nos integramos sin mayores dificultades. En nuestro vecindario y en la escuela había chicos y chicas de raza aswerta, doglense, otobesa y muchas otras que habían llegado a Vereti por motivos semejantes a los de mi familia. Mi generación fue aquella con la cual los amerinos se acostumbraron a la presencia de los extranjeros.

Samyna y yo continuamos en contacto. Reemplazó la costumbre de ver juntas la puesta de los soles por la de enviarme emails cada viernes. Al principio me contaba cómo estaba sobrellevando las dificultades de crecer sin tener a su lado a nadie que la protegiera en Atara, aquella ciudad tan fría y prejuiciosa, capital del estado con el mismo nombre. Después, cuando alcanzamos la pubertad, compartimos experiencias sobre nuestros primeros amores, los bailes de fin de curso y las excursiones que hacíamos con la escuela. Vivíamos demasiado lejos la una de la otra como para que un viaje de reencuentro fuera factible, y más aun cuando no me quedaban otros vínculos con Atara aparte de mi relación con ella. El resto de la familia de mis padres había emigrado a diferentes continentes mucho antes de la muerte de mis abuelos. Sin embargo, la de Samyna fue una amistad que me reconfortó muchísimo cuando empecé a encontrarme con problemas de la vida que no podía resolver dando puñetazos. Se trataba de dificultades de adolescente, como sentirme desplazada por grupos que antes me aceptaban, o contemplar alguna que otra discusión entre mis padres, consecuencia de ciertos vaivenes económicos que atravesó la familia. Para una persona con cero experiencia y capacidad de gestión emocional como yo, aquellas vicisitudes parecían montañas al principio. A Samy y a nuestras charlas por email les debo el haber aprendido mil cosas sobre los sentimientos y sobre cómo gestionarlos con estoicismo, al igual que lo había hecho ella desde su más tierna infancia. Cuando mi hermana sentó cabeza de sus juergas que solían terminar en peleas, y empezó a asistir a la universidad, no teníamos demasiado tiempo para hablar de estas cuestiones. Mis padres, por su parte, no era que estuvieran ocupados en exceso con sus negocios, pero sí lo suficiente como para no poder percibir en mí el nacimiento de esas necesidades emocionales que hasta entonces yo nunca había tenido, y que me esforcé tan eficazmente por disimular. En realidad, todo iba bien así. Mis preocupaciones eran las adecuadas para mi edad; las soluciones, también. Y seguí siendo una adolescente moderadamente feliz y completamente funcional hasta que, hace tres viernes, dejé de recibir los emails de Samyna.

Hoy estoy enfadada. Gracias al desmesurado entusiasmo del profesor de historia por la época de la guerra civil de Americia, hemos salido diez minutos tarde de la clase vespertina. Mi novio Rihl, que me acompaña, sabe que este es tiempo más que suficiente para que mis tripas rujan y el ánimo se me estropee. Sin embargo, lo que más frustrada me tiene no es el hambre, sino reflexionar sobre el hecho de que no tengo ningún otro dato de contacto más de Samyna y su familia, aparte de su correo electrónico. Mi madre conservaba el número de la suya, pero cuando la ha llamado, le ha contestado una voz automática para informarle de que esa línea ya no existe. Samyna no tiene teléfono propio, y la ciudad ha cambiado tanto desde que nos marchamos que ya no conocemos a nadie que pueda ayudarnos o darnos una referencia.

Al ver mi semblante ensombrecido, Rihl se preocupa e intenta llegar al fondo de la cuestión.

—¿Es porque no te dije nada cuando te cortaste el pelo? —farfulla con el ceño fruncido, interponiéndose en mi camino a la estación de tren—. En tus uñas sí que me fijé...

—Ya te he dicho que no estoy enfadada —resuello, tratando sin éxito de fintarle—. No es por eso ni es por nada.

—Te conozco muy bien, Vera —insiste—. A veces te enfadas por cosas y no me lo dices. Sé que tienes hambre, pero esto va más allá.

No es verdad que Rihl me conozca tan bien. Lo que pasa es que se le da genial calar a las personas en general. Este es mi último curso de la secundaria, ya que el ciclo que viene asistiré a la universidad. Sin embargo, sí es el primer curso que comparto con él. En Vereti, la megalópolis capital de Americia, viven casi veinte millones de personas. Hay miles de posibilidades y decenas de miles de alternativas a esas posibilidades. Sin embargo, respecto a mi período educativo, solo dudo de haber tomado la decisión correcta en dos ocasiones: al no haber elegido un instituto que estuviera más cerca de mi casa y al haberle dicho que sí al intensito de Rihl cuando me pidió salir por cuarta vez. Lo cierto es que es una persona interesante, y percibo que se preocupa por mí. Sin embargo, a veces es demasiado torpe midiendo los tiempos y respetando mi espacio.

—Estoy enfadada —le reconozco, tratando de cambiar de táctica—, pero no contigo.

No me apetece hablarle de Samyna ahora. Es algo que quiero gestionar en la intimidad de mi casa. Cuando le cuentas un problema a Rihl, a veces lo magnifica y lleva las soluciones a extremos demasiado intrusivos.

—¿Es por tu amiga de Atara? —inquiere de repente, ante lo cual me detengo en seco en mitad de un paso de peatones bastante largo.

—¿Qué acabas de decir? —espeto y le clavo una mirada amenazante, justo en el momento en que el semáforo cambia a rojo y los coches que esperan para pasar comienzan a tocar el claxon.

—He acertado, ¿no? —repone victorioso—. Es mi trabajo de novio.

Rihl es, en realidad, un buen chico. Habla exasperantemente rápido, pero no me trata mal. Sin embargo, es fácil percibir que una parte importante de los esfuerzos que hace por contentarme se deben a la atracción sexual que le genero. Día sí y día también, me lanza indirectas sobre cuándo será la próxima vez que podremos hacer... algo.

—¿Quién te ha hablado de eso? —mascullo.

—¿Quién va a ser? —Rihl me toma del antebrazo y me obliga, aunque con delicadeza, a llegar hasta la acera. La estación de tren se encuentra a unos cien metros—. Daly dice que hace tres semanas que no recibes emails suyos, y que eso te tiene preocupada. —Hay pocas personas en esta ciudad a las que podría considerar algo más que simples compañeras de clase. Daly, quizás, sea una de ellas: una especie de confidente ligera. Aunque tampoco es que sea un genio de la discreción—. Creo que tanto tiempo es suficiente para estar preocupada y un poco disgustada. Además, debes de tener hambre. ¿Te invito a comer algo?

—Rihl, de verdad, te agradezco el interés y la investigación, pero no estoy de humor. —Ahora pruebo con darle un abrazo. Cuando mi cabeza se posa en su pecho y mis dedos se entrecruzan sobre su espalda, parece tranquilizarse. Me pone las manos en la cabeza y me acaricia el cabello—. Debo irme —le digo—. No quiero perder el tren. Tengo que estudiar para el examen de historia de mañana.

—Ya veremos si mañana hay examen de historia —comenta—. ¿No has oído lo de los absortores? Cada vez hay más ataques. Y ahora resulta que el loco de Tygval ha empezado a difundir desde Borealia el bulo de que son un arma biológica que hemos hecho aquí. Hay un runrún sobre que podrían declararnos la guerra.

Es verano. Americia se encuentra en el ecuador de Terra, así que hace muchísimo calor. Los soles me irritan la nuca y el calor del asfalto atraviesa las suelas de mis sandalias, abrasándome las plantas de los pies. Como no me sale vello en ningún lado, no dispongo de esa protección extra que sí tienen los lugareños, además de su piel que, sin llegar a ser morena, es oscura en comparación con la mía. El abrazo de Rihl se ha prolongado más de lo que me resulta agradable en estas circunstancias. Pensándolo bien, diría que una de las razones por las cuales empecé a salir con él, además de su insistencia, fue que me hablaba de política, economía y actualidad, temas que llaman poderosamente mi atención desde que entré en la adolescencia. A las chicas de mi edad que conozco, cerca ya de la mayoría legal, les encanta malgastar el tiempo en no saber qué hacer con su vida, en subir contenido a las redes sociales y en admirar a estrellas de la cultura popular. No es que me crea especial por tener gustos diferentes. De hecho, reconozco que a veces pierdo tardes enteras viendo deportes o releyendo novelas ligeras. Pero el caso es que Rihl es alto, delgado y pálido para ser un amerino estándar; lleva gafas, habla de política, tiene los ojos verdes y me escucha cuando le hablo de cosas de las cuales otras personas se ríen. Quizás no sea la suma de virtudes expresada de la manera más coherente, pero son las que mejor compensan sus defectos, como la dificultad para respetar mi espacio, o su olor corporal ligeramente desagradable cuando apenas han pasado unas horas desde su última ducha.

Él fue la primera persona que me habló sobre los absortores, unos monstruos asesinos que al principio parecían haber salido de la nada, y que debieron su nombre a su afición por devorar a sorbos las entrañas de la gente que camina por las calles de noche. Por supuesto, en primera instancia, la policía se imaginó que se trataba de un asesino en serie; después, de una organización criminal que robaba órganos. Sin embargo, en unas semanas aparecieron por internet las primeras grabaciones en vídeo de testigos presenciales de los ataques. En ellas se podía apreciar claramente a criaturas con piel reptiliana oscura, diez patas con tres garras afiladas en cada una y dos cabezas con colmillos largos, llenos de una baba violácea que sobresale de sus bocas siempre abiertas. Tienen cuatro ojos inyectados de sangre en cada cabeza, y crestas que se elevan al aire con la emoción de cada ingesta de órganos humanos. Meses después se grabaron las primeras naves: receptáculos ovales negros que descienden del cielo a toda velocidad, para después desacelerar poco a poco y desvanecerse a unos metros del suelo, liberando a la criatura de su interior. Por increíble que parezca, la tesis oficial de nuestro gobierno sostiene que se trata de un intento de invasión alienígena. Y esta invasión, por el momento, parece tener como único objetivo nuestro continente.

A las poderosas naciones del norte no les hace ninguna gracia esta explicación. Ellas son distintas de Americia, donde los ciudadanos gozamos de un elevado grado de libertad y participamos en comicios legítimos para elegir a nuestros representantes gubernamentales. En Borealia y Septentrio, los países que tocan con el círculo polar ártico, los totalitarios dirigentes mantienen posturas mucho más férreas y extremistas hacia los fenómenos que no pueden entender. Las elecciones, si existen, constan de una dudosa legitimidad. Si en Americia la evidencia lleva a los científicos a deducir que nos están atacando los alienígenas, en Borealia preferirán sostener que nuestro gobierno está creando armas biológicas para atacarles.

Sinceramente, no sé qué postura me resulta más surrealista. Pero lo cierto es que mi familia también está preocupada, y hay mucha gente que ha abandonado el país desde que los ataques nocturnos han empezado a ocurrirles a amigos de amigos de personas que conocen.

Rihl es quien me mantiene mejor informada del avance de todas estas noticias.

—No creo que en el norte quieran iniciar una guerra contra Americia —le digo, separándome por fin de su abrazo para continuar caminando hacia la estación—. Eso significaría un conflicto de escala global. —Él se queda parado unos metros por detrás de mí—. ¿Te vas a casa?

Tras la pregunta, saco de mi mochila un spray de protector solar y comienzo a rociarme las manos. Luego me lo aplico sobre los brazos, la nuca y el pecho. Se siente casi tan refrescante como lo sería una respuesta afirmativa de Rihl, y que me dejara un poco de espacio para pensar en cómo localizar a Samyna.

—No —contesta a mi pesar. Después reemprende la marcha hasta alcanzarme—. Había pensado que podíamos ir a la biblioteca y estudiar juntos.

Yo tampoco me considero una persona especialmente atractiva. No entiendo por qué este chico tiene una obsesión tan intensa con pasar tiempo a mi lado y con besarme en todas las partes de mi anatomía cuando tenemos relaciones sexuales. Aunque ya sé que quien está hablando no soy yo, sino mis pocas ganas de hacer nada más hoy que no sea terminar de estudiar, meterme en una bañera de agua fría y dormirme solo con la cabeza y las rodillas por fuera. Midiendo metro setenta de altura, en comparación con el metro y medio de largo de mi bañera, necesito priorizar qué partes de mi cuerpo refrescar.

—Escucha, Rihl. Siento estar así últimamente, ¿vale? —Intento que mi voz suene dulce y relajada. En realidad, me siento un poco mal, ya que él no tiene la culpa de ninguna de las cosas que me hacen estar agobiada. Es solo que me estresa que no sepa respetar mis límites—. Cuando haya aclarado lo de mi amiga, hayan pasado los exámenes y se vaya un poco el calor, podremos ir al cine, por ejemplo. O al teatro.

—¿Estás posponiendo nuestra relación algo así como un mes y medio?

Su voz, incluso cuando intenta ser inquisitivo, suena condescendiente. Es como si yo pudiera golpearle en la cara con el pie y obtener a cambio una sonrisa. Es demasiado bueno y frágil. Aunque no tengo una complexión especialmente fuerte, diría que mis huesos son más anchos que los suyos. Peso unos sesenta y tres kilos. A él, en cambio, se lo podría llevar el viento si sopla con un poco de fuerza.

—No estoy posponiendo nada —replico, alargando las vocales como quien trata de aleccionar a un niño—. Nos vemos cada día en clase y nos seguiremos viendo los findes de semana. Es solo que, por ahora, durante unos días, necesito tener las tardes libres. —Le sonrío—. ¿Puede ser?

Mis ojos son de un gris claro que combina penosamente con el tono anaranjado apagado de mi media melena ligeramente ondulada y mis cejas. Rihl se queda mirándolos durante un par de segundos. Luego desliza su dedo índice delicadamente sobre el surco de pecas que se dibuja desde mi pómulo izquierdo, pasando por encima del tabique de mi nariz y terminando el pómulo derecho. Alta, pálida, con ojos grises y cabello de zanahoria mustia, además de pecas. No soy el estereotipo de belleza femenina que se tiene en Atara, pero parece ser que no solo los viejos de Americia tienen una fijación especial por las mujeres de mi etnia. Me da miedo pensar que puedo ser una especie de trofeo para el chico que me lleve al baile de fin de curso, y quizás por eso no trato a Rihl con toda la confianza que me está demostrando que se merece.

—Está bien —me contesta, y luego me besa en el pómulo—. Te dejaré tranquila. Pero antes quiero que te lleves esto. —Saca de su bolsillo un papel doblado y me lo entrega—. Te prometo que no es una carta de amor. Aunque amor por ti no me falta.

Incluso cuando intenta parecer romántico pero solo consigue sonar cursi, Rihl me sigue pareciendo, en balance, una buena compañía.

—¿Qué es? —pregunto, tras desenvolver el papel y encontrar en él un número de teléfono con el prefijo de Atara.

—El teléfono de la escuela secundaria a la que asiste tu amiga Samyna.

—¡¿Qué?! —No puedo evitar que se me dibuje una sonrisa en los labios. De repente, me siento muy feliz y muy estúpida por no haber pensado en eso antes—. Pero, ¿cómo has...?

—Hay siete escuelas secundarias en tu ciudad. Busqué resultados de internet donde aparecieran el nombre de tu amiga y el de alguna de las escuelas. Se ve que ganó un concurso de cuentos el ciclo pasado, así que es probable que siga estudiando allí.

Me quedo embobada mirando el papel durante cinco segundos más. Luego consulto mi reloj de muñeca y me doy cuenta de que mi tren sale en dos minutos. Si lo pierdo, tendré que esperar una hora hasta el siguiente. Es por eso que le doy un beso en la mejilla a Rihl, le sonrío y me marcho corriendo, dejándole con una expresión combinada de placer y estupefacción.

Tras un portentoso esprint, consigo entrar al vagón por los pelos y con la sensación de que los gemelos se me van a subir en cuanto me siente. Las manos me sudan a chorros y las correas de las sandalias me han hecho rozaduras en los pies, pero ha valido la pena la carrera, con tal de no tener que pasar una hora más en la incertidumbre de llegar a casa y llamar. Mi padre tiene contratadas llamadas internacionales con la línea fija, pero si la hiciera con mi móvil, la factura podría dispararse hasta un importe inasumible a final de mes. Necesito ejercer mucho autodominio para no marcar los doce dígitos y el botón verde de llamar durante el trayecto. Solo media hora me separa de la estación de Brudán, el barrio en el que vivo.

Decido entretenerme con las noticias que están dando en la televisión del tren. Aunque no emite sonido, los titulares permiten entender que se está hablando sobre el potencial conflicto entre nuestra nación y las del norte. Se ven algunas tomas del presidente de Borealia, Brimiar Tygval, dando discursos vehementes a su pueblo. Seguramente les está advirtiendo sobre la amenaza que suponen las armas biológicas que estamos desarrollando aquí abajo, cuando la realidad es que Americia no es sino una víctima del azote de los absortores. Se habla, también, de cumbres internacionales que se celebran para tratar de llegar a un acuerdo sobre el tema. En ellas ponen vídeos bastante explícitos de ataques nocturnos, en los cuales esas horribles criaturas de dos cabezas despedazan a la gente en callejones, para luego absorber sus vísceras como si de fideos se tratara. Esos testimonios videográficos son el argumento de nuestro país para intentar defenderse de las acusaciones norteñas.

La de los alienígenas que nos invaden es una de esas eventualidades a las que cuesta acostumbrarse. Vas viendo las noticias, día tras día, durante meses, pero no te entra en la cabeza que algo así pueda estar ocurriendo cerca de ti, y que sea real. Por supuesto, en las redes sociales hay catastrofistas y negacionistas de todo; desde gente que está montando sectas para prepararse de cara al fin del mundo, hasta personas que comentan que todos los vídeos son montajes producidos por el gobierno. Según estos últimos, muchos de los cuales también creen que el planeta Terra es plano, al estado le conviene que la gente no salga por las noches, porque es entonces cuando las industrias de todo el país aprovechan para deshacerse de los desperdicios que generan durante el día. Comparten vídeos de chimeneas enormes funcionando a pleno rendimiento a la luz de las lunas, a fin de polucionar la atmósfera y envenenar nuestros pulmones.

Se ha demostrado que esas chimeneas pertenecen a complejos industriales de países orientales.

Finalmente, decido bajarme una estación antes de llegar a mi casa. Necesito seguir ejerciendo autodominio para no llamar al colegio de Samyna. De todas formas, debido a la diferencia horaria, ahora es de noche en Atara. No habrá nadie que pueda coger el teléfono en secretaría. Si me he bajado antes es porque me parece una buena idea desviarme hacia la biblioteca para estudiar allí. Necesito preparar bien este examen de historia, ya que es una de las asignaturas que mejor se me dan y con la que más posibilidades tengo de incrementar mi nota media para acceder a una buena universidad.

Antes de comenzar, compro un par de sándwiches y una botella de agua en la máquina expendedora de la entrada. Me siento en una mesa del segundo piso, donde apenas hay dos o tres personas leyendo, y engullo mi merienda con la vehemencia propia de un absortor. Luego empiezo a repasar la lección sobre la guerra civil de Americia, que tuvo lugar hace seiscientos setenta ciclos. Enfrentó a los revolucionarios de Chysien contra los conservadores de Vereti. Los primeros eran terratenientes industriales y trabajadores de la prolífera industria pesquera del sur de la nación, mientras que los segundos representaban a la burguesía y a los ciudadanos con cargos en la administración pública. Pelearon durante décadas por el dominio del gobierno, en una disputa que provocó decenas de baños de sangre y la desaparición de familias enteras de las más pudientes del país. Finalmente, ninguno de los dos bandos ganó, sino que ambos firmaron un armisticio conocido como las "Capitulaciones de Chysien", el cual terminó de confirmar la inutilidad del conflicto. La población se redujo drásticamente, la mayoría de la gente cayó en la pobreza y las relaciones internacionales de Americia se vieron gravemente afectadas. Costó décadas recuperarse de aquello, pero desde entonces, y tras la firma de varios acuerdos de gobierno, el país adquirió una estabilidad política que se fundamenta en el respeto a la memoria histórica y en el temor a volver a encontrarse en una situación como aquella.

¿Quién les iba a decir a aquellos hombres y mujeres que pelearon con espadas, escudos y rudimentarias armas de fuego que, siglos después, la mayor amenaza para su nación la constituirían unos alienígenas devoradores de entrañas?

Cuando creo que ya he estudiado suficiente, han transcurrido algo más de dos horas. A través de los diminutos ventanucos de la estancia puedo darme cuenta de que ya es de noche. Consulto el móvil por primera vez en todo este tiempo y descubro que tengo diez llamadas perdidas de mi madre, además de tres de mi hermana. Me levanto y recojo mis cosas a toda prisa, estresada por la expectativa segura de una reprimenda.

Decido llamar primero a Dea.

—Mamá te va a matar —dice nada más contestarme.

—Mierda —mascullo en respuesta—. Estaba estudiando.

—Bueno, papá te va a matar —rectifica mi hermana, mientras yo bajo las escaleras corriendo—. Mamá ya pasa de estas cosas.

—¿Tan enfadada está? —inquiero, al tiempo que abandono la biblioteca y corro de camino a la avenida que comunica con la calle residencial en la que vivo.

—Papá ha llorado un poco —me confiesa Dea—. Ya sabes cómo es contigo. —Luego se ríe—. Anda, ven rápido, enana.

Estoy a punto de doblar la primera esquina que tengo que dejar atrás, cuando empiezo a darme cuenta de que las calles están sospechosamente vacías. Incluso aunque sea de noche, la Avenida Del Armisticio suele ser un lugar muy transitado, y más aún en pleno verano.

—No hay ni un alma en la calle —le digo a mi hermana, aminorando un poco la marcha a medida que comienzo a ahogarme por la carrera—. ¿Había partido hoy, o algo?

—Que yo sepa, no —me contesta ella—. ¿Está todo cerrado?

—Hasta los restaurantes —le informo—. Pero la biblioteca seguía abierta... Creo.

Al otro lado de la línea, escucho la voz de mi padre preguntarle a Dea si está hablando conmigo. Mientras ella le explica que sí, y que estoy bien, dejo atrás la avenida y me adentro en mi barrio de casas bajas.

—Date prisa, por si acaso —me dice mi hermana en despedida—. ¿Vale?

—Diles que estaba estudiando y que no tardo —contesto simplemente, para después colgar el teléfono.

Al doblar la primera esquina del barrio, a apenas tres calles de mi casa, me topo de bruces con la escena que justificaba todo este vacío en las calles. Hay un absortor del tamaño de un coche parado a unos diez metros de mí, sobre el cuerpo sin vida de uno de mis vecinos, al cual ya no puedo reconocer. La bestia le ha abierto la cara en canal y ahora le está devorando las entrañas del abdomen. Sin embargo, cuando me oye llegar, se gira enseguida y me dirige la atención de sus dos cabezas.

El primer impulso que tengo al ver el panorama es el de vomitar.

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