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Capítulo 9.

Aquel domingo, por la tarde, Lisa y sus amigas se fueron con pena, justo una hora antes de la fiesta del yate. Las niñas habían dejado exhausta a Jennie, enseñándole bailes nuevos, charlando a todas horas y haciendo comentarios acerca de su expresión atontada cuando miraba a Rosé.

Atontada. Exactamente.

Ella quería hablar con Rosé, hacer algo acerca de sus sentimientos, pero la fiesta de por la tarde se lo impidió.

—Estás increíble —le dijo Rosé con los ojos brillantes cuando la vio arreglada. Llevaba un vestido color crema sin tirantes. Entonces, frunció el ceño—. Sólo que no sé porqué
tienes que enseñar tanta... piel. Lo que quieres es que esos tipos trabajen contigo, no que intenten ligar contigo.

—Relájate —dijo ella, riéndose suavemente—. ¿No me estás diciendo siempre que debería atraer contratos?

—Sí, con tu mente —dijo, gruñendo—, Cuando te vean así, se quedarán sin cerebro.

—Mucho mejor para entrar en sus negocios —dijo ella, y le apretó un poco el brazo— Tranquila, hombre de las cavernas, también voy a llevar un chal —sonrió ante su actitud
posesiva, a pesar de que sólo hubiera compartido algunos besos. Besos de los cuales quería más. Sólo que no estaba segura... Tenía que hablar con Rosé, pero por el momento, lo más importante era concentrarse en hacer buenos contactos en la fiesta. Rosé estaba impecable para la ocasión. Llevaba unos pantalones negros de lino y una camisa de seda morada, y podría pasar por cualquiera de los empresarios que iba a presentarle. La ayudó a ponerse el chal y salieron para el puerto deportivo. En el coche, ella empezó a retorcerse las manos.
Rosé le echó una mirada.

—Estás nerviosa.

—Un poco —dijo.

—Relájate. Te presentaré a la gente, mencionaré que eres consultora, les explicaré en lo que estás trabajando con Water Gear. Entonces, sólo tendrás que dejar fluir tu encanto, como con Brice.

—Sé que saldrá bien. Sólo estoy... nerviosa —su confianza a la hora de conseguir clientes todavía era un poco endeble.

—Dejaré caer unas cuantas preguntas para romper el hielo —su tono era tranquilo, pero lleno de decisión, como si fuera su socio en un negocio.

—Gracias, Rosé—dijo ella, sintiéndose mejor—. No te preocupes por mí. Tú deberías disfrutar de la noche.

—Esto también es trabajo para mí. Espero conseguir más excursiones y quizá unas cuantas clases de buceo con esta gente —se sacó del bolsillo un papel doblado.

Ella lo abrió y vio que era el calendario que ella había creado para Rosé, muy lleno.

—Estás usando el cuadro que te hice.

—Sí, para no tener que aprendérmelo todo de memoria. Y hay huecos en los meses siguientes que quiero llenar hoy.

—Esa es la idea general. Se llama planificar.

—Lo que sea. Si me ahorra poner dos clases a la misma hora y algunas malas caras, me sirve.

—De nada —dijo ella.

Rosé se rió.

—Está bien, gracias —le dijo, y la miró seriamente. Aquella era la Rosé real, bajo la apariencia despreocupada. Sólida, minuciosa, sin dejar escapar un sólo detalle.

—Te agradezco que organizaras eso para mí. Es muy útil.

—Ser organizado es muy bueno.

—Organizado, pero no obsesionado. Casi no había soltado ese manual sobre cómo arreglar bicicletas y ya había desaparecido.

—Estaba en mitad del suelo.

—Ahí era donde tenía que estar. Al lado de la bicicleta que estaba arreglando.

—Ahora que lo mencionas, trabajar con las bicis en el salón es una mala idea. La grasa, la arena y... en el suelo... Está bien, me rindo. Me trasladaré al porche cuando tú estés trabajando.

—¿Y no sería mejor que tuvieras una tienda donde trabajar? Quizá algo como un trabajo regular. 

—Arreglo bicicletas para divertirme.

—Pero, ¿no te resulta cansado tener siempre trabajos ocasionales?

—Algunas veces.

Rosé quería más. Ella lo sabía. Aquello era un progreso definitivo. Sólo tenía que hacer que se sintiera lo suficientemente segura como para intentarlo.

—¿Sabes? Cuando Brice abra la segunda tienda, necesitará un encargado... Alguien en quien confíe...

—¿Estás loca? —le preguntó, mirándola—. Nunca podría trabajar para Brice. Dar clases para él ya es lo suficientemente difícil.

—Sólo era una idea.

—Mira, a mí me gusta mi vida.

—Sólo creía que quizá alguna vez quisieras algo más... estable.

—Si lo quiero, lo conseguiré. Deja la energía para tus clientes —dijo. Estaba sonriendo, pero tenía la mandíbula tensa—. Estás empezando a parecerte al Almirante.

—Lo siento —dijo ella. Pero Rosé estaba pensando en más cosas, y aquello era bueno. Se sintió esperanzada.

Se detuvieron en el puerto, salieron del coche y caminaron hacia el yate, que estaba adornado con farolillos japoneses y lleno de gente charlando, bebiendo y comiendo canapés de las bandejas que pasaban los camareros.

—No he dejado caer ni una sola gota de grasa

—Bueno, allá vamos —le dijo ella mientras subían a la cubierta.

—Los vas a dejar deslumbrados —le dijo al oído mientras le ponía la palma de la mano en la espalda para reconfortarla.

Y al poco rato, lo estaba haciendo. Rosé conocía a mucha gente, y la presentó relajadamente en todos los grupos, mencionando su trabajo en las conversaciones, de forma que a ella le resultó fácil contar historias divertidas sobre sus éxitos laborales en el pasado, y repartir tarjetas de su empresa como si fueran caramelos.

Era como si Rosé fuera su agente, promocionándola suavemente entre la gente. Admirable. Estaba claro que la gente la respetaba mucho como experta navegante y submarinista. Ella se sorprendió al enterarse por las conversaciones de que tenía una licenciatura en Pedagogía y de que estaba especializado en la enseñanza de actividades de recreo. La vio completando su calendario de clases, y se las arregló para ayudarla también, presentándole a una pareja que estaba buscando un capitán para navegar en un velero.

Pensó en aquella mujer tranquilo que conversaba cómodamente con aquellos millonarios como si le estuviera tirando la pelota a Lucky en la playa, y se dio cuenta de lo contenta que estaba por haberla conocida. Tenía muchas cosas en común con aquel lado de Rosé.

Sin embargo, a pesar de su ayuda y de todas las tarjetas que había repartido, la tarde se estaba terminando y Jennie no había conseguido ningún cliente. La frustración crecía por momentos. Vio al director de una cadena de cafeterías al que quería presentarse y lo siguió a una distancia discreta cuando él bajó las escaleras. El hombre entró en el baño, así que ella se quedó fingiendo que miraba unas fotografías de navegación en la cabina y esperando a que saliera.

—¿Jennie?

Se volvió y se encontró a Rosé ofreciéndole un vaso helado que llevaba en la mano. Se sintió muy alegre al verlo.

—Nada de alcohol —dijo ella—. Tengo que mantener la cabeza clara.

—Vamos. La fiesta casi ha terminado. Está atardeciendo.

—Hay un señor en el baño con el que quiero hablar.

—Se supone que estás atrayendo a los clientes, no acosándolos.

—Está bien. Supongo que un descanso no me vendría mal —Rosé la tomó suavemente por la cintura y ella sintió una oleada de deseo y placer, un pequeño lujo que no debería permitirse cuando se suponía que estaba trabajando. Para calmarse, miró a su alrededor para ver a la gente que necesitaba conocer, y se quedó satisfecha al darse cuenta de que había hecho todo lo que había podido. Los grupos estaban casi deshechos.

Sólo quedaba un tipo con una camisa extremadamente llamativa en la proa. Excepto por su presencia, Jennie y Rosé estaban solas.

—Mira.

Rosé hizo que Jennie se volviera hacia el océano, donde el sol del atardecer teñía el horizonte de naranja y malva, y convertía el agua en plata.

—Es maravilloso.

—Absolutamente —convino Rosé; pero la estaba mirando a ella. Le tomó la mano—. Eres tan guapa cuando te dejas llevar...

—No debería dejarme llevar. Estoy trabajando—. Rosé le apartó el pelo de la cara.

—A mi padre le encantarías. Nunca dejas de trabajar, nunca dejas que las cosas fluyan.

—Tu padre no está totalmente equivocado. El trabajo duro tiene su recompensa.

—¿Cómo por ejemplo, una úlcera?

—Como por ejemplo, la satisfacción del trabajo bien hecho. Lograr objetivos, hacer que las cosas sucedan. A mí me encanta mi trabajo. Ayudo a la gente a conseguir que sus sueños se hagan realidad.

—Es verdad que estás haciendo feliz a Brice, y es un tipo maniático.

—Lo que él quiere es muy posible. Sólo que estaba asustado de intentarlo. Necesitaba una prueba, así que he hecho un estudio de mercado y le he mostrado las cuentas. Después, le he hecho un plan que es perfecto para él. Ese es mi punto fuerte, especializar mi trabajo para cada cliente. Lo haremos paso a paso, para que Brice no se sienta desbordado. Este es el momento perfecto para que expanda su negocio...

Miró hacia un lado, y se dio cuenta de que el hombre de la camisa horrible estaba escuchando la conversación con una sonrisa en la cara. Era alto, tenía barriga, el pelo blanco y un poco largo, y la cara un poco roja. Con aquella camisa hawaiana, parecía Papá Noel de vacaciones.

Al ver que ella lo miraba, el hombre le habló.

—Parece que adora su trabajo. Es difícil no escuchar a alguien que habla con tanto entusiasmo.

—Disfruto mucho, es cierto —respondió ella.

—Me llamo Myron Becker —dijo él, acercándose para estrecharle la mano a Jennie. Tenía una sonrisa despreocupada, pero los ojos le brillaban de inteligencia.—No quisiera interrumpirla.

—No se preocupe.

—Ha mencionado un estudio de mercado —dijo Myron—. Uno de mis socios siempre está insistiendo en que deberíamos especializarnos por nichos de mercado. ¿Sabe algo de eso?— Jennie le explicó lo que sabía y continuó con el desarrollo de marcas y el valor de la división por grupos de consumidores mientras Myron asentía y Rosé hacía buenas preguntas. Ella era muy consciente de que la tenía a su lado, de que era su compañera, y le encantó la sensación de ser una pareja.

—Muy interesante, señorita Kim —dijo Myron. 

—Siento haberme extendido tanto —dijo ella—. Me entusiasmo.

—No, no, me ha gustado mucho —Myron se sacó una tarjeta del bolsillo y se la entregó—. Me gusta su actitud. Es posible que quiera contratarla. Venga a verme mañana por la tarde, a las tres. Hablaremos —dijo. Le dio un golpecito en un hombro y se despidió.

Jennie se quedó atontada observando cómo Becker se marchaba, pero dijo entre dientes:

—Lo he hecho. He conseguido un cliente.

—Lo sé. Has estado asombrosa.

—Y ni siquiera lo estaba intentando. Sólo estaba... hablando. Oh, Dios. Tengo que saltar. Ahora mismo.

—Espera a que él se haya ido del todo.

Jennie se conformó con mirar la tarjeta que le había dado Myron, con la esperanza de que no pusiera «Jennie es tonta, se lo ha tragado», y lo que vio la dejó atónita.

—Oh, Dios mío. Myron es el director general de AutoWerks.

—¿Ese barril de gelatina es el rey de la fabricación de piezas de coches?

—Y además, quiere contratarme —dijo ella, suavemente.

—Parece que has conseguido un buen cliente.

—Bueno, realmente bueno.

—Pareces sorprendida.

—Las posibilidades de que consiguiera un proyecto tan grande eran una...

—Era algo que tenía que ocurrir, Jennie. Él sólo tenía que conocerte, eso es todo.

Rosé estaba tan segura de ella... De repente, notó algo diferente en su cara. No tenía la misma expresión distante que ella había observado con Suzy. Era algo cercano e íntimo. Le estaba mirando directamente a la cara, ofreciéndole sus sentimientos, su fe en ella. ¿Su corazón?

Las reticencias de Jennie se desvanecieron. Se sentía segura, como si su mente y su corazón se hubieran aligerado.

Por primera vez en su vida, no se paró a pensar, ni a hacer una lista de ventajas y desventajas. Se acercó a Rosé de repente y la abrazó, y casi la tiró al suelo del impulso. Ella se rió, recuperó el equilibrio y la agarró por la cintura.

—Tranquila —le dijo, mirándola sorprendida, cautelosa—. ¿Qué?

—Quiero... —besarte, enamorarme locamente de ti.

—¿Qué? ¿Quieres qué?

—Esto —dijo ella, y la besó, poniendo toda su alma en el beso.

—Oh, eso —murmuró, separando sus labios durante un instante—. Esto no es muy profesional —y miró a su alrededor por la proa, que se había quedado vacía.

—No me importa. Sólo me queda ese tipo de Chick's Fun-Time Dinners. Ya lo llamaré luego.—se puso de puntillas y volvió a besarla.

Aquella vez, Rosé le devolvió el beso, haciendo que le temblaran las rodillas. Estuvo a punto de caerse al agua. Se besaron durante un largo rato, y cuando finalmente se separaron, se miraron a los ojos.

—¿Estás segura? —le preguntó Rosé—. ¿Es esto lo que quieres?

Ella asintió lentamente, con la esperanza de no estar engañándose a sí misma. Pero sólo tuvo que mirar a Rosé a la cara para darse cuenta de que aquello no era algo sin importancia para ella.

—Vámonos de aquí antes de que pierda el control.

Jennie casi tuvo ganas de que aquello ocurriera. Su lado salvaje estaba gritando y saltando de alegría, completamente fuera de control.

—Conozco un lugar al que quiero llevarte.

Jennie asintió, y fueron rápidamente a la popa del barco a darle las gracias a su anfitrión y despedirse. En su ansia por estar con Rosé, Jennie se sintió impaciente cuando ella paró de camino a casa para comprar una botella de champán, frustrada cuando paró en casa para tomar una manta, e irritada cuando se puso a buscar un par de vasos de plástico, aunque ella misma se concedió un minuto para quitarse las medias.

Al final, caminaron por la playa vacía, abrazadas, hacia el lugar de Rosé. A Jennie le latía tan fuerte el corazón, que tenía miedo de que Rosé lo oyera por encima del ruido de las olas.

 Empezó a temblar.

—¿Tienes frío? —le preguntó Rosé, acercándola a ella.

—En absoluto. Son los nervios—. Ella la miró.

—Lo sé. Yo también estoy nervioso. No creo que nunca haya deseado tanto a una mujer como te deseo a ti en este momento.

Ella vio que se estaban dirigiendo hacia una parte llena de rocas, y tuvo un pensamiento doloroso.

—No quiero ir donde tú... ya sabes... —hayas estado con otras mujeres.

—Yo vengo aquí a estar sola —dijo, mirándola a los ojos—. Y ahora, contigo -exactamente lo que ella quería oír.

Rosé la llevó a una preciosa cueva en la roca, protegida del viento, llena de arena suave. El mar se extendía delante de ellas, cerca, pero no tanto como para alcanzarlas, susurrando rítmicamente, haciendo de la cueva un lugar acogedor.

Extendieron la manta y se sentaron. Después, Rosé abrió el champán y sirvió dos vasos del espumoso líquido, que rebosó y cayó a la arena.

—Por ti —dijo Rosé, chocando su vaso contra el de Jennie—. Por tu felicidad y tu éxito.

—Por... ti —respondió ella, titubeando porque habría querido decir «por nosotras», pero no se sentía totalmente preparada.

Bebieron un poco, mirándose a los ojos. Jennie notó las burbujas en la cara, como las pequeñas sacudidas de deseo que se extendían por su cuerpo. Sintió una punzada de pánico. ¿Qué estaba haciendo?

Como si le hubiera leído el pensamiento, Rosé dejó la copa de champán en la arena, y la de Jennie también, y la abrazó. Chica listo. La besó lenta y suavemente, persuadiéndola, y el calor de aquel beso borró todas sus dudas.

Ella saboreó con la lengua lo que le ofrecía, disfrutando, adorando lo que sentía.

Rosé no tardó ni un segundo en bajarle el vestido hasta la cintura y desabrocharle el sujetador, dejando sus pechos desnudos a la brisa de la noche.

Jennie se sintió un poco avergonzada por quedarse casi desnuda, pero entonces Rosé susurró la palabra «preciosa» y le tomó los pechos con las manos para acariciarla, admirándolos como si fueran un regalo. Entonces, ella se sintió bien por estar desnuda en sus brazos. Contuvo la respiración cuando bajó la cabeza para besarle un pecho, y luego el otro, y aquella sensación hizo que Jennie dejara escapar un gemido. Sintió que el deseo invadía su cuerpo y supo que quería sentir la erección de Rosé, saber que estaba tan excitada como ella.

A través de sus pantalones, sintió la dureza de una roca. Rosé gimió también y se apretó contra la palma de la mano de Jennie. Ella se dio cuenta de que Rosé tenía demasiada ropa encima, y fue desabotonándole la camisa para sentir su pecho contra el suyo propio, notar que sus corazones latían juntos.

Rosé la detuvo y se quitó la camisa. Jennie notaba las piedras y la arena bajo las arrugas que formaba la manta, pero sólo podía concentrarse en el delicioso peso de Rosé sobre ella, en la fricción de su piel y en el calor que desprendía. Se besaron largamente.

De pronto, Rosé rompió el beso.

—Tengo que verte —dijo, e hizo que rodaran para ponerse de lado y alcanzarle la cremallera. La bajó y le quitó lo que le faltaba del vestido y las braguitas.

Jennie se sintió algo azorada al principio, pero ninguna persona la había mirado con tanto deseo como Rosé. Se sentía como si fuera una sirena a la que se le hubieran concedido piernas de repente, insegura y asombrada, y al mismo tiempo, agradecida. Rosé deslizó las manos por sus caderas y le acarició las nalgas. Ella estaba desnuda, y expuesta al aire de la noche, sintiéndolo todo, la brisa, la arena, el cuerpo de Rosé, las puntas de sus dedos, su propio deseo, cosquilleante. La erección de Rosé la empujó a través de los pantalones. Tenía que quitárselos en aquel momento. Le agarró la hebilla del cinturón y entre los das se deshicieron del obstáculo en pocos segundos.

Jennie la acarició tentativamente, al principio, y sintió que Rosé era acero cubierto de seda. A ella no se le daba muy bien acariciar de aquella manera, pero Rosé gimió y tembló, como si sus caricias fueran perfectas. Oyó las palabras de Rosé en su cabeza: «Todo se resolverá, las cosas saldrán bien». Por una vez, lo creería, decidió, y se relajó mientras movía los dedos como su instinto le decía.

—¿Así está bien? —le preguntó.

—¿Bien? Si no paras, voy a terminar ahora mismo y lo voy a estropear todo —entonces la sorprendió deslizando un dedo entre sus rizos. Ella notó como una descarga eléctrica y se quedó inmóvil, paralizada por la sensación.

—Estás muy húmeda —murmuró—, e hinchada. ¿Es por mí?

Ella asintió, intentando respirar rítmicamente. No podía. Se estremeció de placer contra sus dedos, con miedo a desmayarse.

—¿Te gusta? —le preguntó, observando sus reacciones atentamente.

Ella asintió con vehemencia. Aquella sensación era increíble... Todo le dolía, le latía, la aturdía.

Mientras la exploraba con los dedos, Rosé movió la boca por su cuello, besándola, lamiéndola, mordisqueándola, hasta que bajó la cabeza hasta su pecho y le atrapó el pezón. Aquello fue maravilloso, pero estaba tan excitada, que sólo quería sentirla dentro, llenándola, moviéndose cada vez más profundamente.

Entonces recordó algo horrible. Los anticonceptivos. En su confusión, se había olvidado, y aquello no era propio de ella. Ella pensaba en aquellas cosas. Tenía preservativos en la mesilla de noche, y alguno en el bolso.

—¿Tienes... algún tipo de protección? —gimió, desesperada.

Rosé liberó su pecho y dejó de acariciarla, respirando entrecortadamente. Le dio unos golpecitos a los pantalones, que estaban al lado de su mejilla, y metió la mano en el bolsillo. Ella oyó un crujido de papel. Gracias a Dios. Ella debía de haberlos recogido cuando habían parado en la casa.

Pero, por supuesto, Rosé lo tendría preparado de antemano. Aquella era una situación familiar para ella. Pero no lo pensaría. No quería pensar en las mujeres que había habido antes que ella.

Sin embargo, le había dicho que no había llevado allí a ninguna otra. Y le había dicho que nunca había deseado tanto a otra mujer. Se abrazó con fuerza a Rosé, desesperada por aferrarse a aquella confianza de que estaban compartiendo algo especial, único.

—Espera —dijo Rosé mientras intentaba romper el paquetito, que se le escapó de entre los dedos—. Demonios.

Satisfecha porque la tranquila Rosé estuviera tan excitado que se hiciera un lío con las cosas, Jennie recogió el paquete, lo abrió, sacó el preservativo y se lo dio.

Rosé sonrió.

—Trabajo en equipo —dijo, y mientras se lo ponía, no dejó de mirarla.

Ella sentía algo completamente primitivo, derramando humedad por Rosé, ansiosa por unirse a su cuerpo. Entonces, le separó las piernas y empujó suavemente en su entrada.

Ella le agarró las nalgas para hacer que penetrara en un instante, pero se resistió, avanzando milímetro a milímetro, deliciosamente. Jennie gimió, se retorció e intentó atraerla por completo, pero Rosé mantuvo su lentitud, tocándola solamente por donde sus cuerpos se estaban uniendo.

Aquello la obligó a relajarse y a darse cuenta de otras cosas, del modo en que la luz plateada de la luna se reflejaba en el cuerpo de Rosé, de cómo las olas rompían suavemente en la orilla y se retiraban, con un ritmo tan viejo como el mundo, al que parecían acompasarse los movimientos de Rosé. Encima de ella, tenía toda la gracia de un bailarín, acercándola al clímax cada vez más y más.

Aquella vez no sería como otras veces en que el nerviosismo había hecho difícil gozar plenamente. Llegaría a lo más alto, lo sabía, con el cuidado de Rosé. Sintiendo cómo se aproximaba, se incorporó. Quería sentirla pegada a ella cuando sintiera el orgasmo.

Rosé la besó apasionadamente, y ella elevó las caderas para facilitarle el acceso, y hundió los dedos en sus músculos, que estaban trabajando febrilmente por el placer de las das.

«Soy tuya, y tú eres mía». Ella se lo dijo con todo el cuerpo y con todo el corazón. Y estaba segura de que veía el mismo mensaje en sus ojos mieles y brillantes.

Rosé empujó con fuerza algunas veces más y pronunció su nombre en un gruñido, y latió dentro de ella hasta que su cuerpo se liberó y dejó escapar un fuerte suspiro. Después la abrazó con fuerza.

—Mi Jennie —le susurró al oído.

A ella se le puso el vello de punta. Mi Rosé. Pero no tenía que decirlo en voz alta. Se pertenecían el uno al otro.

Respiraron entrecortadamente durante unos momentos. Jennie estaba a punto de decir algo sobre lo que había ocurrido, pero Rosé se sentó y le dijo:

—Vamos al mar.

Antes de que ella pudiera objetar nada, Rosé hizo que se levantara y las dos empezaron a correr hacia el agua oscura.

Ni siquiera estaba fría, y Jennie tuvo la deliciosa sensación de sentir el océano sedoso en sus músculos, relajados por el sexo.

Flotaron sin ningún esfuerzo, agarrándose y abrazándose. Jennie miró hacia el horizonte. El mar era inmenso y parecía un ser vivo, una bestia gigante que movía el cuerpo perezosamente. Pensó en todas aquellas metáforas sobre la eternidad, las mareas y las olas... En poco tiempo, bajo la luna blanca, en el agua brillante, unieron sus cuerpos de nuevo.

¿Cómo era posible que se hubiera convertido en una mujer que hacía el amor en una playa pública, en el mar? Sin embargo, no se detuvo en aquel pensamiento. Por una vez no iba a pensar, sino a sentir. Y lo sintió todo, la arena, las rocas bajo sus pies, el roce de las algas, el agua, el olor diferente, y sobre todo, el cuerpo de Rosé, abrazándola, entrelazando las piernas, encontrando el camino dentro de ella.

En el momento correcto, Rosé se salió de su cuerpo y llegó al clímax en el agua, tal y como Jennie sabía que haría, todavía tocándola, hasta que ella se dejó llevar también, dejando que la sostuviera hasta que se quedó quieta.

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