Epílogo (editado)
En otro lugar cruzando el mar, alguien había dado un último grito de sufrimiento, que había resonado como el retumbar de un trueno. Aunque, ni mucho menos había sido algo tan fugaz como el sonido de uno de estos. La piel se le había roto, y aunque una chica, con un aspecto fiero y joven, no obstante arcaica como el sol, le afirmó que no le quedarían cicatrices, ella no la creyó. Pero su espalda la distrajo antes de que la pudiera contradecir. Las sintió aletear.
"Suele ser genético, este tipo de rasgos" le explicaba su escolta, cuando ella se lo pidió, un fae que ella había conocido hacía no mucho, pero que de alguna manera, ya le había cogido confianza. Él le untaba un ungüento para limpiar las heridas antes de que alguien fuera a cerrarlas, si es que ella se dignaba a pedir un sanador "No obstante, habías encerrado tu poder demasiado tiempo, y luego lo has liberado de una vez. Es normal que tu cuerpo haya confeccionado un soporte por el que canalizar la magia". Ella asintió, interiorizando lo que le había explicado.
Cuando todos se hubieron ido, ella se tumbó sobre la cama, gimiendo de dolor al no recordar que su espalda aún no estaba curada, y girando sobre sí misma para quedar boca abajo. Aplastó el rostro sobre su cama desecha, y arqueando una ceja, se preguntó qué había pasado.
La parte de la sábana que había estado agarrando tan fuerte como si estuviese siendo arrastrada hasta las mismísimas tinieblas se había quedado en blanco, a diferencia del color malva que poseía ésta, como si hubiese hundido su mano en pintura blanca y luego la hubiese apoyado sobre la cama. Le recordaba a cuando de niña les robaba el color a las flores, aunque por aquel entonces solo había podido hacerlo un par de veces, antes de que su padre la pillara y le prohibiera volver a hacerlo.
Se levantó, restándole importancia a esa nimiedad, y se colocó frente al espejo de cuerpo entero. Se vio a sí misma reflejada. Tomó el dobladillo de su camisón, y tiró de él hacia arriba, quitándoselo. Observó su blanca piel cubierta de sudor, con el cabello pegado a su cabeza. A parte de sus ahora más alargadas orejas, y sus pequeñas alas, cada una del tamaño de una mano, nada más había cambiado en su cuerpo. Se giró y observó a sus alas revolotear. Eran de un rosa pálido, translúcidas, y de un negro intenso dibujando su contorno.
El escolta le había advertido que esperase por lo menos unos meses a que crecieran, pues con ese pequeño tamaño, no aguantarían su peso. Ella lo escuchó, pues tenía razón, aunque mirándolas con desconfianza, se preguntó si serían tan frágiles como le parecían. Sintió que podía cortarlas con unas tijeras.
Se ató el cabello con una cinta, y se removió inquieta, cogiendo algo limpio que ponerse, a pesar de que ella misma ni siquiera se había lavado. «Son incómodas», se quejó para sí misma.
Y mientras ella se autocompadecía, afuera ya estaban preparando su salida hacia las praderas de la cacería. Su gran prueba. Era extraño cómo aunque esos largos días, ni siquiera sabía cuántos, habían terminado, y ya había pasado la fiebre mortífera y había completado su Renacimiento, cumpliendo la mayoría de edad según la tradición fae, no se sentía para nada preparada.
Era curioso cómo aunque ya era una adulta en ambas culturas, humana, con su primer sangrado, y fae, con el Renacimiento, aún se sentía una niña, esperando que alguien la sujetara de la mano. Quería desesperadamente que alguien la consolara, mas no había nadie más que ella allí dentro.
Y a pesar de esto, ella no se encontraba completamente sola, aunque sin saberlo, su caballero se hubiese convertido en el rey de otra.
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