Capítulo 9: Oscuros deseos (editado)
El viaje era más largo de lo que recordaba, pero era normal, ya que todavía no se había acostumbrado a aquel lugar y a lo lejos que estaba. El carruaje no se detuvo en ningún momento, dadas sus órdenes de llegar lo antes posible al castillo, pero al parecer habían salido demasiado tarde, ya que el cielo ya se había oscurecido cuando por fin lo vio alzarse.
El castillo era algo monstruoso, construido visiblemente en tiempos de paz y alianzas con la gente mágica, los faes.
De materiales color ónice en cada una de sus torres, en los conos que las coronaban, edificios y murallas, hacían que el castillo se viera oscuro y tétrico. Pero lo que más llamaba la atención de los extranjeros no era eso, sino los dragones de piedra enroscados como criaturas vivientes en las paredes, los seres alados, figuras humanas con alas de avispa, libélula, mariposa o halcón en las zonas más altas, donde vigilaban, mirando al acecho a los que pasaban.
Cada vez que se acercaba de nuevo a aquella monstruosidad no podía evitar preguntarse por qué seguían ahí, con la política anti-magia que seguía fielmente el reino y la monarquía.
Pero realmente, le daba igual.
El carruaje entró obedientemente por las puertas de la muralla que separaban el castillo de la ciudad, adentrándose más en el hogar del rey. Cuando por fin se pararon, le dijo al cochero:
—Me hospedaré esta noche en el palacio real, vuelve a casa y avisa a mi esposa.
—A sus órdenes, mi señor —Entró por las dobles puertas sin que nadie lo detuviera.
Todos reconocieron su rostro por donde quisiera que fuera en aquel sitio. La verdad era que no le importaba ser o no una figura reconocible, siempre y cuando los planes se cumplieran. Subió las escaleras de la torre este, trescientos para ser exactos, y el frío le caló en los huesos a medida que avanzó los casi cien metros que la constituían.
Cuando por fin llegó, con la mano en el pecho, la lengua afuera y respirando entrecortadamente, se tomó unos segundos para recomponerse.
Desde la ventana (una pequeña, apenas una rendija) observó la ciudad. Nunca había tenido miedo a las alturas, aunque en su niñez nunca la había conocido, y no era que su familia no fuera a diferentes lugares, en realidad casi no se quedaban quietos. Aún así, eso era algo que nunca había vivido hasta que la marea lo había traído allí.
Ya como adulto había obtenido múltiples conocimientos, había vivido miles de experiencias que nunca hubiera sido capaz de alcanzar si todo se hubiera mantenido igual, lo sabía. Pero él no había querido nada de eso. Todo había cambiado, sin embargo, eso le había dado otro tipo de motivación. Esa era la razón por la que había llegado hasta allí.
No había guardias en las puertas, y aunque era algo que lo había sorprendido la primera vez, por el tesoro que esa habitación resguardaba, uno se acostumbraba cuando se pasaba los años subiendo y bajando todo el rato.
Abrió las puertas, sin molestarse en llamar primero, y la vio sentada en el sillón junto a la ventana, a la derecha de la cama. A diferencia de las habitaciones normales del castillo, que poseían un saloncillo previo al dormitorio, la torre no era lo suficientemente amplia para que ésto fuera posible.
Helene giró su rostro hacia él y se levantó, con movimientos gráciles finamente estudiados durante toda su vida. Sus ojos la observaron mientras la comisura izquierda de su labio se elevaba en una sonrisa torcida. Sus ojos grises, nada parecidos a una tormenta, sino estables y claros, lo observaron con detenimiento. Hacía casi dos semanas desde que no le saboreaban.
—Por eso te digo que hagas ejercicio con los soldados —dijo con diversión y él frunció el ceño sin entenderla—. Apenas has podido con los cien primeros, lo sé.
—¿Y cómo sabes eso? —preguntó aunque ya sabía la respuesta, al no ser la primera vez que lo preguntaba, y seguramente tampoco la última.
—Te he visto llegar por la ventana —dijo girándose hacia ésta por inercia—. Has tardado más de lo normal, demasiado.
Jules notó lo que siempre la molestaba. Las finas arrugas que se le formaban en el cuello al torcerlo. Ella decía que se hacía vieja, que el cabello se le empezaría a quedar canoso antes del invierno, pero eran miedos estúpidos. Era cierto que ya no era una niña, ya tenía treinta años, pero él seguía viéndola igual que cuando tenía veinte, aunque aquel día, oscuros semicírculos le decoraban la mitad inferior de sus ojos. Debía estar agotada.
—¿Estás bien? —le preguntó preocupado alzando una mano hasta su rostro cuando por fin estuvo a menos de dos pasos de distancia. Ella dejó que la acariciase con suavidad.
—Ajá, ¿y tú? ¿Tu esposa ya yace contigo?
Nunca habría alguien como ella para matar el ambiente.
Jules se separó, pero sabía que la pregunta iba en serio.
Jules se había casado hacía poco, hacía no más de una estación, y todo planeado por Helene para que sus planes tuvieran éxito, pero su querida esposa solo había compartido su lecho la noche de bodas, con otros ocho pares de ojos cerciorándose del acto como era tradición. Luego todo se había enfriado más rápido que un cadáver recién asesinado. Jules no había querido presionarla, pero necesitaba un heredero para mantener su posición.
Jules asintió, mintiendo. Ella arqueó la ceja sorprendida.
—¿Por fin ha caído a tus encantos? —Se giró en dirección a los sillones y volvió a su posición antes de que él hubiera llegado, esa vez con Jules siguiéndola y sentándose en el sillón de enfrente.
—No creo que jamás vaya a caer en ellos, no después de lo que le hicimos a su familia, pero de momento no ha intentado matarme.
—Está bien, pececillo, era lo que teníamos que hacer —El apodo cariñoso que le había puesto en su juventud hizo que casi se sintiera mal por mentirle—. No te tienes que sentir mal por ello.
—Eso no lo cambia, Nelly —Ya que ella se había animado, Jules hizo lo mismo y la nombró por su diminutivo, lo que le gustaba tanto como a él.
—¿Pero han habido más veces? —Jules soltó un suspiro.
—¿Podríamos dejar de hablar de mi vida sexual, por favor?
—Claro, perdóname por preocuparme por tu futuro. Eres tú el que me escribió, ¿de qué querías hablarme?
—Me preocupa que no hayas hecho ningún avance —objetó cruzándose de brazos—. ¿Qué pasa con tu parte?
—Necesito atar bien las cosas primero, él no aceptará.
—¿Estás segura? —Ella asintió—. ¿Es que no ha caído todavía en tus encantos? —repitió con una sonrisa. Un suspiro salió de sus labios.
—Prácticamente me odia —replicó con un mohín, aunque sabía que a ella él no le importaba lo más mínimo. Y Dylan estaba en todo su derecho a odiarla, después de todo.
—¿Entonces?
—Tiempo al tiempo, amigo mío.
La observó, como pocas veces se lo permitía, con un nudo en el estómago por saber que no debería, pero con sus pies descalzos encima del sillón, a Jules se le vino una imagen de cuando habían tenido dieciséis años, jóvenes y con mucho tiempo en ese entonces —¿Y por qué aquí? —preguntó observando el cuarto que le perteneció durante muchos años. Ella se encogió.
—Pensé que te traería recuerdos.
Y no se equivocaba, habían pasado muchos días, tardes y noches allí metidos como ermitaños, sin dejar que el sol les alcanzara la piel, solo bajando cuando era necesario. Sintiendo que podían hacer lo que quisieran en ese momento, antes de que su hermano mayor la obligara a casarse. No había sido fácil resistirse a sus órdenes, aunque no era que no lo hubiese intentado.
—Te he echado de menos, hablar contigo, estar contigo... —dijo finalmente. Ella estiró su brazo hacia él y Jules sujetó con cuidado su mano, masajeándola en círculos.
—Yo también te he echado de menos —confesó—. Ven a la corte, quédate aquí con los demás nobles.
—Ella no quiere, no le gusta.
—Ella me da igual —Se levantó del sillón y poniéndose de cuclillas tomó su otra mano—. Oblígala. Quédate conmigo.
—Sabes que no puedo, quiero ganarme su confianza.
—Lo sé, pero... —Ella no continuó la frase que tenía pensada al ver su expresión, sabiendo que no iba a cambiar de opinión. Cada uno tenía diferentes métodos y aquel era el suyo—. ¿Por lo menos te quedarás esta noche?
Jules asintió dándose cuenta de que en realidad una parte de sí había salido demasiado tarde a propósito, para poder estar lo máximo posible a su lado. Se inclinó hacia abajo hasta que sus rostros se rozaron y fue ella la que dio el último paso para que sus bocas se entrelazaran, hasta que al final Jules la tuvo a horcajadas sobre él. La noche los cubrió con su manto estrellado, el único testigo del encuentro entre dos viejos amantes.
—¿Disculpa? —preguntó la anciana. Taissa no sabía si estaba ya irritada o todavía divertida—. Te das cuenta de que esa casa es mi único refugio, el único lugar en el que me siento completamente a salvo, ¿verdad?
—Triste, pero no algo que me importe.
—¿Por qué eres así? —Porque la vida le había enseñado que si quería algo no podía pedir permiso.
—La pregunta no es esa. La pregunta es: ¿hasta dónde tengo que llegar para que nos guíes hasta allí? —Rápida como un rayo, la daga rozó su garganta, esta vez presionándola un poco. Si hubiera querido, la sangre podría haber empezado a derramarse antes de que se hubiera dado cuenta, pero Taissa no necesitaba eso, lo que le urgía era llegar a un lugar en el que pudiera atenderlos.
—Aleja eso de mí...
—Claro, a cambio de que nos lleves a tu casa.
—¿Meter en casa a una fae, tal vez a tres? —preguntó mirando directamente donde estaba su oreja derecha, aunque Taissa la creía oculta por su cabello.
—Sí, y luego nos marcharemos y no sabrás más de nosotros —prometió—. Sólo hasta que estén despiertos y hayan descansado.
—¿Exponiéndome a que alguien os vea allí?
—¿Acaso eres alguien a quien le importe la opinión de los demás?
—No me tomes por idiota, te lo pido, una cosa es que no me gusten y otr-
—¿Y otra traicionar a tu raza? —Ella negó.
—Y otra despreocuparme por el peligro que representan.
—No vives cerca de ningún pueblo, no tienen por qué enterarse.
—¿Te asegurarás de que nadie lo sepa? —Taissa asintió. Parecía patético estar negociando con ella cuando la tenía amenazada, cuando tenía el suficiente poder con su vida pendiendo de un hilo, uno muy fino. Aún así, Taissa no se dejó guiar por esos pensamientos, ya que si iba a recurrir a su ayuda, no la quería como enemiga. Al menos, no mientras descansaba—. ¿Harás lo que haga falta?
Taissa sabía a lo que se refería, y lo cumpliría. Si era para protegerlos, dejaría de tener miedo de derramar sangre.
La anciana extendió un brazo lentamente, para no asustarla con movimientos bruscos, y le ofreció una mano. Taissa separó la daga de su cuello y la guardó bajo su bota, y entonces, estrechó su mano.
—Ya lo estoy haciendo.
Ella los condujo a través del bosque, recogiendo algunas piezas de fruta en el camino. Taissa se dio cuenta de que nunca recorrían los caminos principales o grandes, aunque fueran más rápidos, siempre secundarios, donde sólo se veían a dos o tres personas transitarlo, a los que saludaban con un gesto de cabeza para luego seguir sus caminos.
Cruzaron el río por el viejo puente de piedra, por el que verdes enredaderas subían de manera caótica y salvaje. Aunque no estaba muy concurrido, la poca gente que había no les dio más que un rápido vistazo, preguntándose qué les pasaba a los otros dos. Fergus llevaba a Alyssa y a Rob, mientras Taissa tiraba de él con las riendas y la anciana iba a la cabeza del grupo.
Taissa estaba enteramente cubierta por la capa, pero sobre todo por la capucha, para intentar ocultar lo máximo posible sus rasgos de fae. En medio del camino, la anciana giró a la derecha, y mientras pasaban la parte que parecía la más frondosa del bosque, llegaron a un claro, donde una cabaña se encontraba en su centro.
Taissa casi suspiró cuando la vio —Bienvenida a mi humilde hogar.
La cabaña era de doble planta, aunque tampoco se veía muy grande, con un pequeño huerto a un lado. Taissa bajó a los dos chicos y la anciana ató al caballo a una valla, antes de ayudarle a mover los cuerpos hasta el salón. Primero a Rob, que dejaron sobre el sofá, y luego a Alyssa, a quien dejaron sobre una alfombra.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Taissa al darse cuenta de que no lo sabía.
—Shera —dijo ésta—. ¿Tú?
—Taissa —Ella asintió, y Taissa creyó que era lo más cordial que se habían dicho desde hacía horas, después de horas de ignorarse mutuamente por el cansancio.
—Necesito que me cuentes lo que les ha pasado —Taissa frunció el ceño, pero le hizo caso, ya que no sabía qué malicia podía hacer con esa información.
—Fuimos atacados por... por un ser, a Rob lo arañó, pero a Alyssa la apuñaló. Al final conseguimos matarlo, y yo curé sus heridas, pero no se despiertan —Ella se sentó en una silla de madera, y Taissa se apoyó en el respaldo del sofá, donde miró de reojo a Rob, con una respiración tranquila.
—Lo hiciste con magia, ¿cierto? —Taissa asintió—. ¿Y limpiaste primero sus heridas? ¿Te aseguraste de que no quedasen restos en su interior?
—Y-yo... —Ella suspiró.
—Claro que no, eres una principiante —Se levantó y Taissa no pudo evitar moverse más cerca de ellos. Shera la miró—. Aunque tus amigos han tenido mucha suerte —dijo mirándola—, voy a despertarlos y a darles algo, por si acaso estaba sucia la herida. No queremos una infección.
—¿Por qué haces esto por nosotros? —Shera era arisca y obviamente no los quería allí, y aún así los estaba ayudando.
—Cuanto antes os vayáis, mejor, y si tengo que ayudaros para que sea más rápido, lo haré —contestó ella, levantándose y yendo a la cocina. Taissa la siguió.
—Gracias, por esto tendré una deuda contigo —le dijo cruzando la puerta a la cocina detrás de ella—. Si alguna vez necesitas algo, pregunta por mí —Shera la miró, casi divertida.
—¿No puedes cuidar de tus amigos o de ti misma, y esperas poder hacer algo por alguien más? —soltó.
—Puede que ahora esté así, pero no en un futuro. En uno cercano, estoy segura —admitió.
—Y que pregunte por ti, ¿a quién o en dónde exactamente? ¿Grito tu nombre por el bosque esperando que los pájaros te lleven mi mensaje? —preguntó sarcástica.
—No, pregunta donde la magia todavía está con vida... y a salvo —Su mirada se volvió seria.
—No deberías decir eso delante de un humano —le aconsejó, y Taissa sonrió.
—Está bien si eres tú, ¿cuántos años tienes... unos ochenta? —preguntó.
—Año arriba, año abajo —dijo arqueando una ceja.
—Hace casi veinte años de la gran caída. Tendrías unos sesenta.
—Así es, ¿y qué? —preguntó.
—La casa. La madera es antigua, como los muebles, construida hace mucho, pero con estilo cryumdino —Taissa paseó la vista por esta. Era una casa que podría haber estado cerca de la suya, al otro lado del océano, muy diferente de las de la ciudad portuaria, con sus arcos, sus columnas que giraban en torno a sí mismas, y sus grandes ventanales—. El tejado tiene goteras, pero nadie ha venido a arreglarlo, porque vives en medio de la nada, porque no te relacionas. No te mudaste, porque ya estabas aquí. Naciste rodeada de magia y de seres mágicos, y no has intentado matarme o me has insultado por lo que soy. Ni siquiera me has mirado mal... —Y dijo corrigiéndose—. Serás humana, pero no eres una de ellos. Mi padre me contó que las gentes de Annwyn, faes y humanos, lucharon juntos contra el invasor.
—Yo no luché contra nadie —dijo y Taissa sonrió.
—Bueno, no es por ofender, pero con esa edad poco ibas a hacer —Shera puso los ojos en blanco.
—Pero tienes razón, aunque ese corazón tan confiado hará que te maten algún día.
—Tranquila, eso no pasará. Cuando los encuentre... no habrá nadie que se atreva a hacerme daño —Ella la miró confusa, y Taissa negó.
Esa era una historia que no le iba a contar.
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