Capítulo 36: El ondeante lirio del blasón (editado)
Helene había estado unos días en su casa de Kriston, cosa que a su hermano no le había molestado, o por lo menos, éste no le había dicho nada. No había sido hasta que le había llegado un mensajero urgente del castillo, que Helene no había vuelto.
Había llegado al día siguiente, después de que Jules se marchara.
Helene estaba enfadada, porque siempre que parecía acercarse más a lo sus metas, éstas parecían escurrírsele entre los dedos. Helene lo había sabido en el momento que Nicholas había tenido un segundo encuentro con Dani. Danielle Carver, hija y heredera de Realm, y prima de Dylan, aunque no de sangre.
El origen de Dylan era un misterio, pero éste era atractivo, rico, poderoso y encantador, así que la gente había fingido olvidarlo. Ella también. Aunque su corazón ya le pertenecía a otro, Dylan era el único que podía afianzar su posición, y eso era lo único que le importaba.
Pero Dyla la odiaba, y eso le complicaba las cosas. Además no era el único que le odiaba, Dani también lo hacía, y que estuviera cerca de su hermano era malo, ya que parecía que no solo se le había pegado parte de su rebeldía, sino que se había encaprichado de ella.
Helene avanzó a paso rápido, sin dejar que nadie la entretuviera por los pasillos, y subió hasta el último piso, donde se encontraban las alcobas reales, casi sin aliento. Cuando entró en la alcoba destinada al rey, habían un largo número de sirvientes en ella, aunque se suponía que su condición era un secreto. Todos sabía que Helene les cortaría la lengua si se enteraba de que alguien había hablado.
Caminó a paso decidido ignorando a los sirvientes de la salita, y adentrándose en el dormitorio. En unos segundos ya estaba arrodillada al lado de su cama, sujetándole una de sus manos. Él la miró, y Helene suspiró, no parecía tan mal como había pensado.
Nicholas se removió en la cama y Helene le colocó bien los cojines. Tenía cientos intentando que estuviera cómodo.
—Todos fuera —dijo, y nadie objetó, vaciando el dormitorio en segundos y dejándolos a solas—. ¿Cómo estás? —preguntó.
—Bien, lo de ayer fue solo un susto —le explicó—. El médico creyó que me iba a morir, pero no sabe lo cabezotas que somos los Blackstorm —Helene sonrió, acariciando su cabello, que estaba húmedo de sudor.
—Me temí lo peor —admitió.
—No te preocupes, no permitiría dejarte sola... ni la guerra civil que supondría mi muerte —comentó. Aunque Nicholas había dictado que ante su muerte, si no tuviera hijos para ese momento, Helene fuera su heredera, los nobles no se lo permitirían. O por lo menos, intentarían impedírselo.
—Pero estás aquí. No te irás a ningún lado.
—Hablando de eso... He estado pensando —dijo, y no parecía muy seguro de sí mismo.
—¿De qué hablas?
—Quiero conocer Narvis —explicó. Helene frunció el ceño, intentando descifrar por qué quería ir a un país sureño que era muy diferente al suyo.
Pensó en Narvis. El reino estaba gobernado por el rey August James Shadewalk, un viejo de 61 años que no tenía pensado ceder su trono hasta que se muriese a su único hijo, el príncipe heredero Andre. Y entonces recordó que éste tenía una hija, la princesa Joanna Shadewalk, de 18 años, una buena candidata a ser la futura reina de Cryum... salvo que ambos países eran poco amigables el uno con el otro.
Después de todo, Cryum había ayudado a Dern a acabar con el reino de Boltvia, cuya reina había sido en ese momento Katherine Shadewalk. Toda la familia real había muerto, desde el rey, hasta la reina y las dos princesas. Era el comunicado oficial, aunque Helene sabía que era lo que el emperador de Dern quería pensar.
Pero aunque fuera así, que Nicholas se lo estuviera planteando era un alivio.
—Podríamos enviar una invitación a la princesa Joanne, y que viniera ella —propuso Helene, aunque sabía que se negarían. Helene ya encontraría una buena chica con la que casar a su hermano, joven, manipulable, que no la estorbara.
—¿La princesa Joanne? ¿De qué hablas? —preguntó. El rostro de Nicholas empezó a ponerse pálido—. Quiero conocer la cultura de Narvis, no cortejar a una princesa.
El ceño de Helene se hundió. No le gustaba la cultura de Narvis. Habían sido uno de los países que más habían acogido a los fae que huían, protegiéndolos como si fueran suyos. La misma familia real tenía sangre feérica diluida en ellos.
—¿Por qué? —Helene fue seca, incluso fría, pero Nicholas no lo notó.
—Quiero liberar a la criatura que regalé a Dani... —No le dio las razones, pero Helene no quiso ni preguntar—. Y pasar unos meses allí, aprendiendo de sus costumbres. Tú tendrías que encargarte de-
—¿Acaso quieres convertirnos en un reino sucio que apoye a esas criaturas como Narvi? —preguntó. Esta vez, Nicholas la miró sorprendido, como si la viese por primera vez. Su tono había sido tan afilado—. Podía permitirte que te casaras con uno de ellos, per-
—Ya te he dicho que no quiero casarme con ella, ni siquiera la conozco. De hecho, ya teng-
—No lo digas —Nicholas no supo si había escuchado un ruego en su voz, o si había sido rabia. Los mayores temores de Helene se estaban haciendo realidad.
—Algún día esto iba a pasar. En unos años estaré en edad de casarme, y si acepta, se convertirá en tu reina —Helene no pudo evitar alejarse de su hermano, poniéndose de pie.
—Danielle Carver no está a la altura —afirmó.
—Soy un rey, ya tengo suficientes títulos y dinero por ambos, no necesito nada más de ella que su persona —Nicholas se dio cuenta de que las manos de su hermana temblaban, así se elevó de la cama, intentando salir de ella—. Helene, no sois tan distintas como crees, os acabaréis llevando bien.
No. Helene lo sabía, porque Dani jamás dejaría que la manipulara, y con ella en medio, Nicholas se saldría de su control.
Adiós a sus planes. Adiós de su ejército, adiós a su vida como había sido hasta ahora.
Helene actuó antes de darse cuenta. En unos segundos estaba encima de su hermano, con uno de los cojines sobre su cara, aplastándolo contra ella con toda su fuerza.
Helene no sabía qué estaba haciendo, solo que ya no podía parar.
Nicholas intentaba apartarla, se movía como un pez fuera del agua, intentando que el oxígeno llegara a sus pulmones. Pero estaba débil, lo había estado toda su vida, y Helene no necesitó más de dos minutos para que el cuerpo de su hermano dejara de moverse, aún así, mantuvo el cojín aferrado contra él por un par de minutos más.
Entonces se dio cuenta de lo que había hecho.
Se alejó de él, llevándose las manos a la boca y sintió que iba a vomitar.
—Nick... Nick —Nicholas se mantuvo inmócil, su piel volviéndose cada vez más pálida—. ¡Nick!
Helene volvió corriendo a su lado y colocó ambas manos en su pecho e intentó reanimarlo.
Debió de haber sido muy ruidosa, porque mientras presionaba sus manos contra el pecho de su hermano, las puertas se abrieron. Con los ojos inundados en lágrimas, la alejaron del jóven rey, y los médicos intentaron volver a traerlo a la vida.
"¿Qué ha pasado?" sabía que le preguntaban, pero ella solo podía ver el cuerpo delgado de su hermano sobre la enorme cama.
Se apoyó en una esquina, y durante varios e infinitos minutos, los vio trabajar. Y con la cabeza martilleándole y los ojos rojos, al fin pudo decir —Dejó de respirar de repente.
Nicholas había muerto, y ella lo había matado.
Dylan cabalgó hacia donde su padre le había indicado, observando cómo su formación cambiaba, intentando adaptarse al nuevo campo de batalla, al nuevo enemigo. Los recién llegados soldados enemigos, más de doscientos, se dividían entre la infantería y la caballería, pero apartó la mirada antes de que comenzara la nueva confrontación.
Dylan tenía que hacerse cargo de los arqueros, que aunque no tan diestros como los suyos, también causaban bajas. Dylan lo pensó un poco, y supo que no podía deshacerse de todos él solo, fueran cuantos fuesen.
Fue donde estaba la ira de Dios, un grupo bien formado y experto que no fallaba, y supo lo que iban a hacer. Se acercó a su comandante y cuando éste lo vio preguntó:
—¿Cuántos necesitas? —Ni siquiera detuvo sus disparos, las flechas volaban junto a las otras.
—Media docena —dijo estipulando un número.
—¡Tyler! —Llamó a uno.
—Sí, capitán.
—Vete con él —le ordenó—, y llévate contigo a cinco más.
Fue él quien decidió a quien traerse, tres mujeres y dos hombres, que tomaron consigo un arco y un carcaj que rellenaron con flechas.
Decidieron dar un pequeño rodeo, cerciorándose de que nadie nos viese, de que no eran más que otro árbol en el frondoso bosque, y para cuando se acercó por detrás, vio que no eran muchos, unos treinta o cuarenta, bien posicionados para tener una buena visión del campo, pero también suficientemente ocultos entre los árboles. Y lo más importante, solo tenían los ojos al frente. Deberían ser más listos.
—Uno conmigo —les dijo—. A los demás os quiero al este, ocultos. Preparados.
—¿Puedo preguntar qué vamos a hacer? —preguntó una mujer, de unos treinta y tantos años.
—Nosotros dos los guiaremos hacia el este, en donde vosotros acabaréis con ellos.
—Sugiero un lugar alto, de fácil movilidad y camuflaje —comentó una chica, algo más joven que Dylan.
—Lo sé, ¿quién es el mejor escalador?
No tardaron en alejarse de ellos, y esperaron lo acordado para que estuvieran listos. Al final, había sido Anya quien se había quedado con él, una chica de unos treinta de las montañas. Caminaron entre los árboles, pisando cuidadosamente sin hacer ruido, y a una distancia prudente, y sacó dos dagas del cinturón. Con una daga en cada mano, comenzó a escalar. Clavó las dagas en el tronco del robusto árbol, teniendo cuidado para no caer, y comenzó a subir. Una daga detrás de la otra, más y más arriba, hasta que los brazos le gritaban. Estaba cansado, y las heridas seguramente se le abrirían, pero Dylan no se quejó.
Miró hacia abajo en su camino ascendente, y observó a Anya subir colocando las manos y los pies en los huecos que la daga había creado, por lo fácil que lo hacía ver, Dylan no creía que fuera su primera vez.
Cuando vio que estaba a una altura suficiente, se aferró a una gruesa rama del árbol y caminó lentamente sobre ésta, siendo consciente de que en un desafortunado balanceo podría perder el equilibrio y caer a más de veinte metros de altura. Anya seguía subiendo, hacia otra rama, alejándose de Dylan.
Dylan se colocó en el sitio perfecto, con buena vista de los objetivos, pero también oculto entre las hojas, o por lo menos, creyó que era así, y se quitó el arco, sosteniéndolo con su mano izquierda, y sacando con la derecha, un par de flechas del carcaj. Las colocó en el arco, y tensó la cuerda.
Miró hacia arriba y vio que ella también estaba lista. Retuvo la respiración mientras apuntaba, y no la soltó hasta que las flechas cayeron como estrellas fugaces, pues una simple respiración, podría desviar el rumbo. Otras flechas siguieron las suyas, más certeras, más veloces, más numerosas.
Hubo un quejido, y unos cuerpos cayeron al suelo, uno tras otro. Dylan no esperó a que reaccionaran, volvió a disparar. E igual hizo ella. Les habían dado justo para que con el alboroto y la incertidumbre, junto al caos que se desató, unos cuantos soldados, los más cercanos a la linde del bosque, cayeran por la ladera.
Dylan retrocedió, volviéndose a colocar el arco y flexionando las rodillas, escuchó gritos desde abajo. "¡¿Cuántos son?!", "¡¿Dónde están?!", "¡Estad en guardia!", siendo los más altos. Saltó hacia la rama más cercana, y se aferró a ésta con fuerza, con sus pies colgando al vacío. Se levantó y de rama en rama, con tanto cuidado como le era posible, cambió de dirección, deteniéndose si sospechaban su posición. Y cuando buscó a Anya con la mirada, no encontró nada.
Volvió a disparar unas cuantas flechas a la vez, derribando a otros cuantos más, pero ahora, no repitió el tiro, pues aunque no tenían escudos y su armadura era muy escasa y fina, le localizarían en poco, así que se puso de nuevo en movimiento.
Dylan no sabía cómo lo habían hecho, pero los vio señalarle y las flechas empezaron a rozarle y a clavarse demasiado cerca de él. Intentó retroceder, pero pisó mal y tropezó. Cayó del árbol y meneó los brazos y piernas como si eso fuese a evitar que se abriera el cráneo contra el suelo. Se estrelló contra una rama fina, pero el dolor que le provocó en la espalda le impidió que se agarrara y volvió a caer. No quedaban ni cinco metros cuando sacó la daga del cinturón y la clavó en lo más cercano, que resultó ser otra rama. Dylan no pudo evitar soltar un quejido de dolor. El brazo le estaba matando, como la espalda.
Estaba al descubierto, y no tardarían en ir a por él. Una flecha se clavó en su omoplato izquierdo, pero aún así Dylan consideró que tenía suerte. Si hubiese sido en el otro, le hubiera obligado a soltar la daga.
Los arqueros, sin embargo, solo conocían su posición, y las flechas silbaban el aire hasta sus corazones, rápidas, una detrás de otra. Dylan consiguió poner una pierna en torno a la rama e impulsarse hacia ésta. Por lo menos ahora no estaba colgando. Llevó su mano hacia la flecha, pero estaba demasiado lejos y no llegó. Se arrastró hasta el tronco mientras gemía de dolor y se apoyó en éste para levantarse. Dejaron de disparar buscando a Anya, que reducía sus números como si fuera la peste, pero Dylan sabía que tenía que ayudarla.
Entre los dos, después de otros tres tiros más, decidieron huir por donde sin ellos saberlo, los habían obligado ellos, hacia el este. Reagrupándose, llevándose a sus heridos y buscando a la vez otro sitio donde seguir disparando sin que los molestasen. Eran ilusos.
Con unos quince o veinte caídos entre Anya y Dylan, solo les quedaba la mitad a otros cinco arqueros más, que preparados, los matarían a todos. Descansó sentado con la espalda en el tronco, teniendo cuidado con la flecha que tenía clavada, y en algo más de cinco minutos, escuchó a alguien.
—¿Estáis bien? —preguntó la chica cuando llegó hasta él.
—He estado peor, aunque también mejor —Le hizo sitio, moviéndose sobre la rama.
—Dejadme que os quite eso —Dylan asintió, sentándose y sujetando a la madera clavando las uñas. Sintió sus manos en su espalda y de un segundo a otro, la cabeza de la flecha volvió a internarse en su carne para luego salir por el otro lado. Dylan se tragó un aullido de dolor.
Se giró y la vio desprenderse de la chaqueta, luego rompió una de las mangas de su camisa y le vendó el hombro.
—Gracias —Ella negó.
—Estoy acostumbrada a vendar heridas de flecha —admitió—. ¿Podéis bajar?
—Sí —dijo. Aunque el camino de bajada no era ni la mitad de largo que el de subida, todo su cuerpo ardía tanto que cuando consiguió llegar al suelo, estaba chorreando sudor—. Vamos.
Cuando consiguieron llegar a donde se encontraban, vieron que apenas eran un puñado pequeño. Desde la retaguardia, Anya se unió a ellos y disparó, derribando a un par antes de que supieran que había más enemigos a sus espaldas, sin embargo, el último cayó con una flecha clavada en su pecho, y Dylan se acercó a los cuerpos.
—¡Coged las flechas! —les gritó para que se acercasen desde los arbustos y los árboles. A los muertos ya no les servían. Vio a uno moverse y toser sangre, y acabó con su sufrimiento. Los arqueros y arqueras no solo cogieron flechas y arcos, sino también algunas de las armaduras—. Volved a vuestras posiciones —les ordenó.
—Sí, señor —respondió Anya, aunque ni siquiera era su comandante—. ¿Y vos? Estáis herido.
—Estoy bien —Ella no le refutó.
Caminaron en grupo camuflados en el bosque hasta sus tiendas, usadas principalmente por los líderes que no combatían o los heridos, enfermeros y doctores.
—Podéis volver con vuestro grupo —les dijo. Algunos se inclinaron, otros estaban lo suficientemente nerviosos como para no saber qué hacer o quién era, pero al final todos se fueron.
Dylan se dirigió a la tienda de los nobles, en donde seguramente hubiera algún caballo que pudiera tomar prestado, pero ni siquiera entró. Vio a un par de corceles de pelaje castaño y se dirigió hacia ellos, pasando al lado de la tienda, vislumbrando su interior. Ahí estaba el øverste, junto a Hugo Thompson, que había llegado hacía poco, y que era demasiado joven para luchar, como su primo David, al que el padre de Dylan había alejado de la batalla, y un par más de nobles menores y señores. Dylan se sorprendió de no ver a Jules, aunque seguramente estaría en alguna de esas tiendas, sobrecogido por la situación, o quizá se hubiese ido ya, abandonando a sus hombres con ellos.
Tomó uno de los caballos, sin pedir permiso, y cabalgó hacia donde la sangrienta lucha llegaba a su apogeo.
Hizo una mueca al ver los números del enemigo, aunque también caían más fácilmente. Y ahí estaba su padre, blandiendo la espada entre los soldados. Mientras se acercó galopando, le pareció que los tenía bajo control, pero alguien acuchilló a su corcel, y ambos cayeron. Golpeó el lateral de su caballo, insistiendo en que fuera más deprisa, o no llegaría, no al ver cómo ese mismo hombre que lo había hecho caer se cernía sobre él, pero no fue él quien lo salvó.
Dylan no pudo evitar sorprenderse al reconocer la armadura, ya no brillante ni inmaculada. Sangre, magulladuras y cortes la ornamentaban. Con la fuerza de su espada contra la del otro lo hizo retroceder, y aunque tenía muchas aberturas, estaban todos cansados, aliados y enemigos. Le dio una patada y cayó. Dylan vio a su padre levantarse detrás de ambos, sacrificando al pobre animal.
Dylan comprobó su identidad cuando se quitó el casco y lo tiró al suelo, y con el cabello castaño húmedo de sudor y sangre, y los ojos brillantes clavó la espada en el pecho del soldado que quedó inerte. Jules sacó la espada con fuerza y se balanceó hacia atrás como consecuencia. Thomas le puso una mano en el hombro e inclinó la cabeza, agradeciéndole la ayuda.
Dylan llegó a ellos cuando la tropa de Chris se unía, aunque sus números habían mermado, habían vencido. Y como por gracia de los dioses, escucharon un aullido desde lo alto de las colinas, gritos de lucha. Y entonces vieron filas de hombres a pie, corriendo colina abajo, con lanzas, espadas y hachas en sus manos. Soltó un suspiro de alivio cuando observó los estandartes. El lirio dorado sobre un azul oscuro que ondeaba con el viento. Eran las tropas reales.
Thomas esbozó una sonrisa, y posó sus ojos sobre él. Extendió su brazo y Dylan el suyo. Era algo que habían solido hacer desde que había cumplido los dieciséis y había empezado a participar en batallas o a trabajar como cazarrecompensas, o como la realeza los llamaba "El escuadrón de búsqueda y captura". Estrechó su brazo con su mano y él hizo lo mismo.
—¿Estás bien? —preguntó desmontando.
—Estoy vivo, que es lo que cuenta —Le echó un vistazo, y añadió—. Y aparentemente estoy mejor que tú, ¿te ha pasado un caballo por encima?
—Ja, ja.
—Ve a las tiendas, la batalla ya ha llegado a su fin —Dylan suspiró. Tenía razón.
La batalla acabó en una hora. Para entonces, sus hombres buscaban supervivientes entre los caídos, aunque no para ayudarlos. Habían entrado en sus tierras e iniciado una guerra. No había que mostrarles piedad y así se lo volverían a pensar antes de volver a atacarlos. Era lo que siempre les habían dicho. Y era lo que hacían. Pero en esos momentos, aún hundido entre mantas, con nuevos vendajes y demasiado cansado, intentó no caer en los brazos de Morfeo. Él también quería cantar en un tono desafinado canciones de victoria.
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