Capítulo VIII
Una vez suponía un error. Dos, una lamentable casualidad, pero tres ya sería una maldición y Lachlan no estaba dispuesto a tolerar algo así. Su cordura no lo soportaría.
Llevaba dos noches seguidas soñando con ella, con esa condenada inglesa, y ojalá pudiera decir que se trataba de horribles pesadillas. Nada más lejos de la realidad.
En las brumas de la inconsciencia, su imagen aparecía ante él, inconfundible, a los pies de su cama. Los largos cabellos enmarcaban su silueta desnuda y caían hacia delante en una sedosa tentación; cubrían sus pechos y le impedían ver con claridad aquello que tanto deseaba. Sus ojos, repletos de promesas, lo mantenían cautivo y de sus labios escapaban seductores suspiros cuando subía al lecho y avanzaba hacia él. Esa boca insolente que había sido creada para ser besada. Esa boca que ascendía por su vientre, su pecho, la columna de su cuello. Esa que se adueñaba de sus labios sabiéndose con todo el derecho a hacerlo. Sus besos le hacían delirar. Nunca había sentido algo como aquello. Las manos de Lachlan acariciaban cada porción de piel a su alcance, cada lugar en el que ella deseaba ser acariciada; le separaba los cremosos muslos y ella, con impúdica bienvenida, lo acogía en su interior, apoderándose de él un placer desconocido. Se encontraba subyugado por aquella diosa que lo conducía al más dulce de los olvidos, por su pasión, su fuego, y lo único que podía hacer era entregarse a sus deseos. A lo que sea que le apeteciera hacer con él.
Despertaba alterado, empapado en sudor, y de inmediato se veía invadido por una irritación incontrolable. Por todas las llamas del infierno, ¿en qué pensaba su cuerpo traidor? ¿Cómo podía mostrarse tan dispuesto a someterse a una inglesa? Poco le importaba el escenario o que se tratara de una mera fantasía. No la soportaba, era insufrible; le arrebataba su libertad, su paz e incluso el control sobre su cuerpo.
Tal fue el impacto de ese sueño en él que, al día siguiente de la llegada de la dama a su vida, Lachlan hizo todo lo posible para que sus caminos no se cruzaran. No obstante, tras un segundo encuentro onírico con idénticos —y frustrantes— resultados, cambió de actitud. ¿Por qué debía estar en constante alerta en su propio hogar, como a la espera de un ataque enemigo? No podía permitir que su prometida alterase el devenir de sus días más de lo que ya lo hacía; se acabó esconderse. Era un MacLeod, por el amor de Dios, y los MacLeod no huían.
Así, sus siguientes encuentros a la luz del día fueron tal y como cabía esperar: un constante desafío que le incendiaba la sangre por razones mucho menos placenteras que los sueños que lo atormentaban. Al menos había sacado algo en claro: no había quien entendiera a aquella mujer. ¿Solo se lo había parecido o la fierecilla le había reprochado su ausencia y su falta de modales para con ella como si realmente le importara? ¿Y qué había hecho él después? Declarar que «la dama era suya». Esa era otra: tampoco se entendía a sí mismo.
Por esa razón, con la esperanza de aclarar sus ideas, el Laird había abandonado su dormitorio en mitad de la madrugada para dar un paseo por las murallas de Dunvegan. El aire frío de la noche le sentaría bien. Sí, era posible que también quisiera evitar un nuevo sueño con Lady Dawnshire como protagonista, pero eso no significaba que estuviera huyendo. Un MacLeod era, por naturaleza, un gran estratega y él lo estaba siendo, sin más.
La decisión se volvió en su contra: distinguió la figura de su prometida, caminando por las almenas —por ellas, no junto a ellas—, envuelta por el vaporoso lino de su camisón de noche. La brisa movía sus oscuros cabellos, que se fundían en la noche sin estrellas que la rodeaba.
—¿Qué hace esta loca ahora? —murmuró para sí, dirigiéndose hacia donde estaba ella—. ¿Se puede saber qué…? —Su voz debió de sorprenderla, porque tropezó con sus propios pies y cayó hacia atrás, acabando en los brazos de Lachlan. Sus miradas se encontraron; la de ella, llena de asombro y un súbito enojo—. Buenas noches, mi señora. ¿Todavía seguís insistiendo en que no sois una dama en apuros? Lo digo porque ya van dos veces que tengo que salvaros en un mismo día.
—Apuros causados siempre por hombres: primero, esos bandidos; luego, vuestro hermano y ahora vos.
—¿Reconocéis entonces que se trata de apuros?
—Yo no reconozco nada. Ahora, mi señor, agradecería que me dejarais en el suelo.
Él así lo hizo. Después, se cruzó de brazos y la miró con toda la autoridad que le confería su estatura superior.
—Aquí es donde deberíais estar, en el suelo, no subida en las almenas como una cabra loca, ¿y luego se supone que soy yo quien hace locuras? —Chasqueó la lengua para no dejar lugar a dudas de su exasperación—. ¿Se puede saber qué estabais haciendo aquí en mitad de la noche?
—Mi señor, no importa lo que dijerais esta mañana: esta dama no es de vuestra propiedad.
—Todavía.
—Exacto: todavía. Y mientras sea así, no tengo por qué responder ante vos de lo que haga o deje de hacer. —El mentón elevado, orgulloso, como siempre que se enfrentaba a él—. Buenas noches.
Lady Dawnshire dio media vuelta para marcharse, pero él la detuvo con una sola palabra:
—Esperad. —Un milagro debió de suceder, porque la airada dama detuvo su avance. Lachlan expulsó una bocanada de aire y habló con toda la calma que poseía, la cual, cuando no se trataba de aquella mujer, solía ser bastante—. ¿Creéis que sería posible que, por una vez, mantuviéramos una conversación en buenos términos, sin atacarnos constantemente el uno al otro? ¿Una tregua? Si os soy sincero, comienza a resultar agotador estar siempre igual. Lo único que pretendía era comprender qué hacéis paseando por la muralla a estas horas, pues se trata de algo, cuanto menos, inusual. Decidme: ¿de verdad veis algo reprochable en mi pregunta que yo mismo no consigo apreciar?
Ella se giró de nuevo en su dirección y pareció valorar con cautela su cambio de actitud antes de responder:
—Me cuesta conciliar el sueño en una cama extraña. Salí a dar un paseo porque quería sentirme lo más exhausta posible antes de irme a dormir.
—¿Y debía ser por las almenas por algún motivo en especial?
—Las vistas del lago son mejores desde ahí —dijo, encogiéndose de hombros. Lachlan no pudo evitar que una de sus comisuras se elevara en un amago de sonrisa—. ¿Y vos qué hacéis aquí fuera en plena noche?
«Huir de vos», respondió una vocecita dentro de él que decidió ignorar.
—Tampoco conseguía dormir. Salí a despejarme un poco.
—Vaya, esto ha de ser lo primero que tenemos en común.
Aquello trajo a la mente de Lachlan una conversación con su hermana que preferiría no recordar. Maisie, como el resto de su familia, se mostraba encantada con su prometida, pero, por supuesto, ellos no habían visto las partes de su carácter que él tanto despreciaba.
—No la soporto —había dicho él.
—Porque te gusta.
—¿Pero qué estás diciendo, Maisie?
—Digo que eres alguien lo suficientemente pagado de sí mismo como para que te guste una mujer que es idéntica a ti.
—¿Idéntica?
—Dios mío, Lachlan, estás tan cegado por lo que crees saber de ella que ni siquiera eres capaz de ver lo evidente. Es inteligente, ocurrente, fuerte, decidida, leal, orgullosa… —enumeró—. ¿Te recuerda a alguien o traigo un espejo para que te mires en él? Sois tan parecidos que vuestras aristas chocan en los mismos lugares y así será mientras los dos os mantengáis en la misma posición.
Después de eso, Lachlan le había implorado que se limitara a trenzarle el pelo y ella había sonreído, victoriosa.
Ante su silencio, Lady Dawnshire dijo:
—Deberíamos regresar a nuestras habitaciones.
—Esperad.
—¿Ahora qué? —Por una vez, no había rastro de molestia en su voz.
—En su momento, me acusasteis de no saber nada de vos, ni siquiera vuestro nombre.
—Así era.
—Y no lo niego, pero ahora me pregunto: ¿qué es lo que sabéis vos de mí?
Tardó unos segundos en ofrecerle una respuesta.
—Al parecer, sois un hombre maravilloso. Un dechado de virtudes.
Lachlan alzó una ceja por el modo en que había introducido esos cumplidos.
—¿Al parecer?
—Vuestra familia tiene su opinión, yo tengo la mía.
—Mi señora, ¿qué habíamos dicho acerca de hablar sin atacar?
La boca femenina se esmeró en ocultar una sonrisa y Lachlan tuvo que refrenar el impulso de tomarla en un ardiente beso.
—Cierto, estamos en una tregua. Bien, sé que la familia MacLeod desciende de uno de los vástagos menores de Olaf el Negro, rey de Mann, lo que explica… —Hizo un vago gesto con la mano para señalar la totalidad de su presencia física. Él la miró sin comprender a qué se refería—. Vuestro aspecto de vikingo. Para ser más exactos, provenís de la rama Siol Tormod y Dunvegan ha sido el asentamiento de los jefes del clan desde hace más de un siglo.
Lachlan recostó la espalda contra la muralla.
—Entonces vos tampoco sabíais nada sobre mí hasta que nos hemos conocido, tan solo la historia de mi clan. Puede que ahora conozcáis algo más, por lo que mi familia haya podido contaros, pero partíamos en igualdad de condiciones. —Ella quiso protestar, pero él se lo impidió—. No os matará reconocer que llevo razón.
—Yo al menos conocía vuestro nombre.
—No tengo el menor problema en concederos esa victoria, pero eso no quita que no me conozcáis. Tampoco yo os conozco.
—Así es, en unos días estaremos casados y no nos conocemos.
Por algún motivo que no quiso detenerse a descifrar, a Lachlan le dejó un regusto amargo el matiz resignado en su voz.
—¿Os parece bien que cambiemos eso y nos conozcamos, un poco al menos, antes del fatídico día? —propuso en tono cordial.
—¿Cómo?
—Hablando. Preguntando y respondiendo; así es como se conoce la gente. Si no os importa, me pondré cómodo para nuestra conversación.
Se dejó caer al suelo, hasta quedar sentado, con la muralla a sus espaldas. Cruzó los brazos frente al pecho y un tobillo por encima del otro y la miró, expectante.
—¿Aquí? ¿Ahora?
—Si tuviéramos algo mejor que hacer en estos momentos, no nos habríamos encontrado en este lugar a estas horas, ¿no os parece?
Su prometida mostró su acuerdo con un leve movimiento de cabeza y, tras meditarlo unos instantes, también tomó asiento junto a él. Se sentó a una distancia prudente, a varios palmos de él. Dobló las piernas, pegándolas a su cuerpo, y se aseguró de que el bajo del camisón las cubriera en todo momento. Lachlan la observaba en silencio y se preguntaba qué bicho le habría picado para proponer algo semejante. Solo podía esperar que, durante aquella inesperada tregua, las cosas entre ellos no acabaran peor de lo que estaban.
—Esto es… raro —murmuró ella.
—Eso mismo he pensado yo desde que os encontré en el bosque dándoles su merecido a aquellos pobres ladrones. —Una pausa, una mirada sostenida en el abismo—. Bueno… Os cedo el primer turno: preguntad algo que queráis saber.
—Ya se me ocurrirá algo mejor más adelante, pero por empezar con algo: ¿qué os gusta hacer? ¿En qué ocupáis vuestro tiempo? ¿Qué os llena de dicha?
—Fácil: cabalgar a galope tendido con Fergus, salir a cazar, disfrutar de la belleza de la isla…
—¿Incluido el Valle de las Hadas?
Lachlan la miró, extrañado por la pregunta.
—Entre otros lugares, sí. ¿Por qué lo preguntáis?
—Así que no era una broma —dijo, a media voz. Ante su mirada interrogante, añadió—: Archie. Me habló de ese sitio, pero no pensé que existiera en realidad.
—Archie… ¿Sabéis que lo he tenido toda la tarde pegado a mí, contándome cosas sobre vuestra boda? —Una mueca, tan divertida como culpable, cubrió las suaves facciones de Lady Dawnshire—. Tendréis que explicarle que no es posible; aseguraos de no romperle el corazón en el proceso.
—Lo haré. ¿Algo más que os llene de dicha?
—Pasar tiempo con mi familia. —Inspiró el frío aire de la noche y le abrió su alma a aquella dama que tanto lo confundía—. Son mi vida, cada uno de ellos. Daría lo que fuera por librarlos de cualquiera de los males de este mundo.
—Por lo que he podido comprobar, ellos también os guardan en gran estima y os defienden a capa y espada. Algo bueno tendréis para que sea así.
—¿Habéis dicho algo positivo de mí?
—Es posible.
—Me conformo con eso, de momento. —Para mantener el tono distendido, añadió—: Os aseguro que llegará el día en el que alabaréis todas y cada una de mis cualidades.
—Y vuestra hermana dice que solo sois arrogante a veces…
En esa ocasión, Lachlan no le recordó la regla de no-ataque que habían establecido. No encontró una intención maliciosa en su comentario, sino tan solo una refrescante burla amistosa. Le gustó eso, podría acostumbrarse a algo así.
—¿Y a vos, mi señora? ¿Qué os gusta hacer?
—Cualquier cosa, la verdad. Detesto encontrarme ociosa, sin un propósito concreto, y siempre soy capaz de encontrar algo de dicha en cualquier cosa que hago, aunque solo sea el hecho de no sucumbir al aburrimiento. También me gusta salir a cabalgar; ahí tenemos otro punto en común. Puedo pasar horas y horas con un buen libro o simplemente conversando con Al. Siempre ha sido mi refugio… Con respecto a eso, tengo algo que preguntaros —añadió, con repentina seriedad.
—Adelante.
—¿Podrá permanecer conmigo después de que haya tenido lugar la boda?
—¿Por qué no iba a poder? Siempre asumí que mi prometida traería consigo a su doncella personal, o varios criados incluso, así que el envoltorio de vuestro acompañante no supone ninguna diferencia para mí. Habrá un lugar en Dunvegan para vuestro tutor siempre que ambos lo queráis así.
Su prometida susurró un sutil «gracias» tras unos instantes en silencio. En respuesta, Lachlan comentó:
—Esta es una noche llena de milagros.
—Por si acaso, no tentéis demasiado vuestra suerte. ¿Preguntáis vos de nuevo? Sigo buscando algo que merezca la pena preguntaros, porque vuestro color favorito parece una cuestión poco relevante, ¿verdad?
¿Quién le hubiera dicho que llegaría un momento en el que se divertiría manteniendo una conversación con una sassenach, de habitual testaruda y deslenguada? Lachlan apoyó las palmas de sus manos a ambos lados de su cuerpo e inclinó la cabeza hacia atrás para poder contemplar el oscuro firmamento.
—Verde, supongo. O azul. ¿El vuestro?
—El color del atardecer.
—Es decir, anaranjado.
—No necesariamente. Hay puestas de sol de ese color, pero también existen atardeceres más rojizos, con tonos rosas o violetas incluso —argumentó.
Lachlan negó repetidas veces, incrédulo, y murmuró:
—Siempre sois igual, hasta con una pregunta sin importancia como esta.
—¿Cómo soy?
—Imprevisible.
La escuchó suspirar, seguido del susurro de la tela al extender las piernas. Ahora ambos estaban sentados contra la muralla en una posición casi idéntica.
—¿Qué puedo decir? No depende de mí lo que otros esperan encontrar en mi persona. —Lo que en otro momento le habría parecido una muestra de petulancia o soberbia, fue visto por el Laird como un signo de madurez. Algo que, en un principio, dudó que existiera en lo concerniente a Lady Dawnshire—. ¿Tenéis alguna pregunta para mí o seguimos compartiendo nuestras cosas favoritas? Faltan casi todas: animal, plato de comida…
—Sí, tengo una, aunque mi madre siempre insiste en que esto nunca se ha de preguntar a una dama. Confío en que ambas sepáis perdonar mi curiosidad.
—¿Queréis saber mi edad? —aventuró ella. Lachlan asintió—. Cumpliré los veinticuatro el próximo otoño… ¿Debería sentirme ofendida por la expresión de vuestro rostro en estos momentos?
—No, no, por supuesto que no, es solo que no esperaba… Tenéis solo un par de años menos que yo y había asumido que… Tengo que preguntarlo: ¿cómo alcanza una dama esa edad sin haber contraído matrimonio?
La dama en cuestión lo miró como si fuera corto de entendederas y él estuvo a punto de olvidarse de la tregua en la que se encontraban.
—¿Habiendo estado mi mano prometida a vos desde hace una década?
Lachlan estaba convencido de que no la había escuchado bien. ¿Diez años? ¿Había dicho diez años?
—¿Cómo decís?
—¿Es que no lo sabíais? —Ahora la incrédula era ella. «Perfecto», pensó él: un poco de justicia para su desconcierto.
—No, no tenía la menor idea de que nuestro compromiso existía desde hace tanto tiempo. Será zorro viejo… Mi padre —aclaró, cuando ella lo miró sin comprender—. ¿Queréis saber cuándo me hizo partícipe de esto? —Los señaló a ambos—. Hace apenas unos meses, estando él en su lecho de muerte.
»Era un hombre inteligente y astuto como el que más, excepcional en el campo de batalla y en la vida. Imagino que por eso esperó tanto para ponerme al corriente de esta decisión: porque sabía que no podría negarme estando él así. Y ahora vengo a descubrir que se lo calló durante casi la mitad de mi vida, vaya…
Ambas miradas se conectaron a través del silencio con un inusual entendimiento.
—Supongo que esto explica bastantes cosas. Habéis tenido mucho menos tiempo que yo para haceros a la idea de este matrimonio —susurró su prometida.
—Lo mismo digo —concedió él—. Entonces, si no recuerdo mal lo que dijisteis, ¿comenzasteis a estudiar gaélico cuando supisteis que acabaríais casada con un escocés?
—Exacto. Tras varias discusiones inútiles con el conde, donde tuve que aceptar que no tenía voz en el asunto, me dije que, en un futuro, no me mantendría en silencio por no conocer el idioma de mi prometido. Así que lo aprendí… y aquí estamos, ¿no?
—Es decir, que aprendisteis gaélico para poder discutir conmigo. Muy considerado por vuestra parte.
A Lady Dawnshire se le escapó una risa a raíz de aquel comentario y a él le pareció el sonido más adorable que había escuchado en mucho tiempo, más incluso que sus carcajadas esa misma mañana.
—Ahora ya no podéis decir que no os hago reír. —La sonrisa se esfumó de sus labios en cuanto él pronunció esas palabras. Le dirigió una mirada cargada de suspicacia—. Que conste que no lo he dicho para que dejarais de hacerlo.
—¿Estáis haciendo todo esto para poder echarme en cara lo que dije esta mañana?
—Os lo suplico, mi señora, no busquéis intenciones ocultas en mi proceder, porque no las hay. Lo que dije antes es cierto: estoy cansado de discutir por cualquier cosa cada vez que nos encontramos. Quiero paz, solo eso.
—De acuerdo… Lo lamento.
—Disculpas aceptadas. —Se inclinó un poco en dirección a ella y bajó el tono, a modo de confidencia—. En realidad, todo esto me sigue pareciendo muy raro y echo un poco de menos que me respondáis sacando las garras.
El rostro de su prometida reflejó a partes iguales su diversión y su consternación.
—Que no os escuche Al decir eso. —Y compartieron una nueva risa.
Unos instantes más tarde, Lady Dawnshire volvió a tomar la palabra:
—Si no os incomoda la pregunta, ¿podría saber cómo falleció vuestro padre?
Una sonrisa triste afloró en los labios de Lachlan, como siempre que pensaba en su difunto padre.
—Por amor.
—No entiendo.
—Lo sé. —Tomó una bocanada de aire; lo necesitaba—. Ocurrió el pasado invierno. Se desató una terrible tormenta. Fue… impresionante, no recuerdo ninguna otra que azotara la isla con tanta violencia. Los ríos se desbordaron y mi padre insistió en poner a salvo a quienes vivían cerca de su cauce. No podía permitir que nadie, ni siquiera el mismo cielo, atacara a los suyos y permanecer impasible mientras tanto. Eso fue lo que dijo.
»Salimos con algunos hombres y varias carretas para recoger a la gente cuyo hogar corriera peligro. Su intención era que se resguardaran en el castillo hasta que amainara. Cabalgamos como pudimos bajo aquel aguacero; el viento y el estruendo de los truenos era todo lo que podía escucharse. Entonces, un rayo impactó en un árbol cercano y mi padre perdió el control de su caballo, que terminó por lanzarlo por los aires. —Al llegar a ese punto, tuvo que detener el relato de los sucesos de aquella fatídica noche. Lachlan, con la mirada perdida en el incierto horizonte, agradeció que su prometida le concediera el tiempo que necesitaba para ordenar sus turbulentas emociones.
»La caída resultó fatal. Pocos huesos quedarían en su cuerpo que no salieran mal parados de ella. Regresamos a Dunvegan tan pronto como nos fue posible, pero el frío de la tormenta se cebó con su cuerpo malherido de todos modos. Permaneció una semana postrado en cama. Falleció con su esposa abrazada a él y sus tres hijos a los pies del lecho. No dejamos que se marchara en soledad.
»Sé que lo que voy a decir ahora sonará extraño, pero, por injusto que sea el que nos haya dejado tan pronto, me alegra que mi padre muriera del modo en que lo hizo. A pesar de lo que comenté antes, Ian MacLeod nunca fue un guerrero; solo lo fue porque su tiempo y circunstancias le obligaron a serlo. Lo que verdaderamente disfrutaba mi padre era amar. Amaba a su familia y amaba a su clan. Por esa razón, me reconforta saber que murió por amor a los suyos y rodeado de amor, no por el filo de un hierro enemigo. —El joven Laird emitió un largo suspiro, como si aquello le sirviera para aligerar la congoja perenne que, desde el fallecimiento de su predecesor, empañaba su espíritu—. Bueno, ahí lo tenéis: uno de los culpables de que nos encontremos ahora en esta situación —concluyó, en tono ligero, casi de broma.
—Lo echáis de menos —murmuró ella en cambio, seria.
—A cada instante —reconoció Lachlan—. Aunque la memoria de mi padre me acompaña en esta nueva etapa de nuestro camino, no me dejo frenar por ella. No puedo permitir que la pena me afecte: hay demasiadas personas que dependen de mí. Los MacLeod no pueden perder un nuevo pilar.
El silencio se extendió entre ellos, uno que no resultaba necesario interrumpir, mas ella lo hizo, con inusitada suavidad.
—Aprecio mucho que hayáis compartido todo esto conmigo. Gracias…
Toda la solemnidad de aquel instante se esfumó cuando Lady Dawnshire no logró contener un sonoro estornudo. Acto seguido, comenzó a frotarse los brazos por encima del fino camisón.
—¿Tenéis frío? Permitidme…
El cuerpo de Lachlan actuó por instinto antes de que su mente comprendiera lo que pretendía hacer. Se acercó a la joven, haciendo desaparecer la distancia entre ellos. Le echó un brazo por encima de los hombros y la pegó a su costado, para infundirle calor. Ella se quedó muy quieta, tanto que incluso parecía haber dejado de respirar, y Lachlan descubrió que le suponía un gran esfuerzo tragar saliva, una vez que fue consciente de la cercanía entre ambos. Su prometida lo miró, con esos enormes ojos oscuros en los que cualquier hombre estaría gustoso de perderse durante toda la eternidad; el Laird le devolvió la mirada, sin decir nada. Los dedos de él se deslizaron de forma delicada por su brazo, en una cálida caricia. Muy despacio, los labios femeninos se separaron, como para decir algo. Necesitó un segundo intento para lograrlo.
—Deberíamos regresar ya —musitó, para nada convencida.
—Yo estoy bastante cómodo aquí.
Lachlan esperó la respuesta de ella con impaciencia, como si un puño estrujara de forma inmisericorde su estómago.
—Yo también —dijo al fin.
Nora había perdido la razón. Al final, iba a resultar que su futuro esposo estaba en lo cierto y ella estaba loca de remate. No había otro motivo que explicara su buena disposición a permanecer en la muralla, en plena madrugada, a solas con un hombre al que aseguraba no soportar y en una posición sospechosamente parecida a un abrazo.
Tal vez, lo único que la redimía de una completa locura era que aquel hombre, cuya calidez alborotaba sus sentidos, tenía muy poco que ver con el arrogante tirano que había conocido hasta entonces. El único rastro que quedaba de él era aquel agradable tira y afloja entre los dos, más cercano a un juego que a la constante hostilidad que existía antes. El Laird se había presentado ante ella con una propuesta de paz y, concedida la tregua, Nora había comenzado a descubrir a la persona que todos a su alrededor le habían asegurado que era.
—Solo pretendo compartir mi calor con vos —murmuró él de repente—, no tenéis por qué estar así de tensa. Y, no, no es necesario que me respondáis algo como que os sentiréis de la forma que os apetezca sentiros y no de la que yo os imponga. —Nora tuvo que sonreír ante ese comentario. En efecto, había sopesado dar una respuesta similar—. Confío en que vuestro carácter es lo bastante firme y decidido como para apartarme de una bofetada si llegarais a sentiros incomodada por mi cercanía.
—De acuerdo, mi señor, así lo haré.
—También podríais decírmelo de forma directa y yo me alejaría de inmediato. Lo preferiría así.
—Por desgracia, la primera opción resulta mucho más interesante de llevar a cabo.
—Esto me pasa por ofreceros opciones. Me lo tengo bien merecido —respondió, en el mismo tono desenfadado que había empleado ella.
Para evitar pensar en el cúmulo de sensaciones que le provocaba el sutil roce de su pulgar en el brazo, Nora comentó, como al descuido:
—Hablando de opciones, quizás os interese saber que, a lo largo de estos años, mi mano fue pedida en matrimonio en varias ocasiones por distintos caballeros ingleses.
—¿Y por qué no os convertisteis en esposa de alguno de ellos? No me lo digáis: porque esta mano —dijo, a la vez que la tomaba con la que él tenía libre y acariciaba el dorso con lentitud— ya estaba prometida a mí. Es una mano bonita, ciertamente muy bonita. No me extraña que tantos hombres quisieran hacerse con ella.
Nora sintió un nuevo revoloteo en la boca de su estómago que se apresuró en acallar.
—No olvidéis la bofetada, mi señor. —Se sintió bastante orgullosa de que ningún temblor en su voz delatara su nerviosismo. Poco a poco, conseguía recuperar el dominio sobre sí misma a pesar de la desconcertante calidez que la envolvía.
El Laird soltó su mano al momento, como había prometido que haría.
—Está bien, está bien, lo lamento. —Rio, para nada arrepentido—. Permitidme una pregunta y, por favor, sed sincera en vuestra respuesta.
—Siempre lo soy, es mi mayor defecto… Aunque apuesto mi bonita mano a que vos podríais pensar en media docena más.
—¿Media solo? —inquirió con una sonrisa canalla. Ella sucumbió a la tentación de propinarle un leve codazo en el costado, a modo de advertencia—. ¿Preferiríais haberos casado con alguno de esos hombres?
Nora no necesitó pensarlo demasiado.
—No. No los conocía, ni ellos me conocían a mí. En persona sí, lo cual no era nuestro caso, quería decir… ¿conocerme de verdad, como persona? Que sí es nuestro caso también.
—Eso es lo que estamos tratando de solucionar ahora, mi señora. ¿O acaso creéis que solo estamos aquí para que se nos congele el culo sentados en estas frías piedras?
Se le escapó una nueva carcajada por lo inesperado de su comentario.
—Los escoceses sois un tanto peculiares, sin duda. Habláis de tripas y… culos con pasmosa naturalidad. A mi madre le daría un buen soponcio si sus oídos de honorable condesa os escucharan. Volviendo al tema: no, no preferiría haber sido desposada por ninguno de esos caballeros que solicitaron mi mano. Nunca sentí nada por ninguno de ellos.
—¿Y esperáis sentirlo por mí?
—¿Soy sincera?
—Por favor.
—Lo único que espero es no desear arrancaros los ojos durante al menos un día de este matrimonio. —Nora supo que Maisie se sentiría orgullosa de ese escabroso comentario.
—El sentimiento es mutuo, mi señora —aseguró Lachlan.
Sin embargo, ella vio algo distinto en su sonrisa, en su mirada, que le hizo dudar de la veracidad de esas palabras. Un par de días atrás —o unas horas, en realidad—, las habría creído a pies juntillas, pero no en ese momento de inesperada clandestinidad. Una tenue esperanza se empeñaba en anidar en el alma de Nora. Al fin y al cabo, sus propias palabras tenían solo parte de verdad, una parte cada vez más pequeña…
—¿Sois uno de esos hombres que no creen en el amor?
—No soy ningún cínico, por supuesto que creo en la existencia de ese sentimiento. Lo he visto incontables veces en el modo en que mis padres se miraban el uno al otro. Incluso ahora, cuando él ya no está, sigo siendo testigo de ese amor. ¿Es ese también el caso de vuestros padres?
—En absoluto. No se desprecian, o al menos no lo demuestran abiertamente, pero siempre vi su unión como la de dos extraños que conviven bajo un mismo techo… En cualquier caso, yo también cuento con un gran referente de lo que es el amor: Aldwine.
—¿Hay algo que no hayáis aprendido de ese hombre?
—A no ser impulsiva. Esa habría sido una lección bastante útil, pero qué se le va a hacer… Bueno, como os decía: el amor y mi maestro.
»Según me contó, le pidió matrimonio a su esposa al menos quince o veinte veces. La primera fue el mismo día que la conoció; quedó prendado por ella. Si le preguntáis a él, seguro que el número será mayor incluso y contará como una petición más cada beso que pudo robarle durante el tiempo que duró el cortejo. Unos años después de casarse, supieron que al fin llegaría el primer fruto de su amor. Por desgracia, el momento del alumbramiento se adelantó, hubo demasiadas complicaciones y… Al perdió a su esposa y al bebé que tanto habían anhelado. Habría sido una niña —añadió, con una sonrisa apenada.
»Nunca deseó casarse de nuevo. Era muy joven aún cuando enviudó y podría haber encontrado una buena mujer con la que pasar el resto de sus días, pero no quiso. Le pregunté el motivo y me dijo que había alcanzado la mayor de las dichas durante el breve matrimonio con su esposa y no pretendía privar a otro hombre de ello por casarse en segundas nupcias.
—No sé si llego a comprender la lógica de ese razonamiento.
—Yo tampoco lo hacía. Por eso, me explicó que las personas somos como piezas que buscan encajar entre sí. Existen piezas que encajan algunas de sus partes y se conforman con ello, pero también existen las que encajan a la perfección, como su esposa y él. Estaba convencido de que no habría encontrado una unión así con nadie más y, de haberse casado otra vez, habría impedido que esa mujer encontrara su pieza perfecta y también habría ocasionado que ese hombre vagara por la vida sin hallar la suya. Me pareció un concepto interesante, aunque no sé si estoy por completo de acuerdo con su visión de las cosas.
—¿Qué sucede cuando dos piezas no encajan y chocan entre sí de todas las formas posibles, pero su destino es unirse la una a la otra?
Nora pensó que no podría haber sido más evidente en su pregunta ni habiéndola gritado a todo pulmón.
—Permitidme que os diga que sois un maestro en el arte de la sutileza, mi señor… No sé qué respondería mi tutor, pero puedo suponer algo en la línea de tener la voluntad de encajar y esforzarse para conseguir que así sea. Las piezas deberían volverse maleables, como hechas de barro, en lugar de permanecer rígidas, para poder adaptarse a la otra y que sus formas lleguen a acoplarse por completo. ¿Qué os parece?
—Bastante sensato, ¿y a vos?
—Complicado, pero no imposible. Ahora mismo lo estamos logrando, ¿no? Empezamos a encajar.
—Pues sí, quién lo hubiera dicho…
Nora llevó la vista al frente, porque sostenerle la mirada a aquellos impresionantes ojos azules comenzaba a suponer una verdadera tortura para su paz mental. Y eso por no hablar del resto de su rostro… ¿Se había acrecentado su apostura desde que había dejado de actuar como un déspota o era producto de las sombras de la noche jugando con sus rasgos? Su memoria tuvo a bien recordarle que la primera vez que lo vio, a plena luz del día, también le había parecido endemoniadamente guapo. Por toda la corte celestial, esa boca que tan atrayente se volvía al curvarse con una sonrisa sincera… No, ya estaba bien: nada de mirarlo a la cara, ni pensar en sus rasgos siquiera. Bastante tenía con sentir su sólido cuerpo tan cerca del suyo, su brazo envolviéndola, su calor alcanzando su piel…
—Me gusta el nombre Flora para una niña —soltó de forma abrupta.
—Lo que yo decía: imprevisible —declaró Lachlan, con la risa danzando en su voz—. ¿Y por qué os gusta?
—Me parece un nombre poderoso, fuerte. La naturaleza no se detiene ante nada: se abre paso incluso a través de las grietas de las rocas.
—Algo me dice que una hija vuestra haría justicia a ese nombre con creces.
—¿Eso es un cumplido?
—Es posible. —Su prometido le devolvía su misma respuesta y ella no podía hacer otra cosa que esbozar una sonrisita de satisfacción al imaginar a una pequeña de rizos rubios como el sol y su mismo carácter ingobernable—. Flora MacLeod… Me gusta cómo suena. ¿Alguna sugerencia para mi tànaiste?
—Todavía no, pero algo se me ocurrirá. —Cedió a la tentación de mirarlo de reojo. Se fijó en la fina trenza oculta entre sus cabellos—. Lo que sí tengo es otra pregunta, aunque puedo intuir la respuesta, porque veo cómo actuáis con Maisie y con Archie: ¿cómo seríais con nuestros hijos?
Lachlan buscó su mirada y ya no pudo huir de ella.
—Como lo soy con cualquiera que me importa: atento y protector. —Nora se guardó de preguntar qué significaba el hecho de que a ella la protegiera del frío de la madrugada con el calor de su cuerpo—. ¿No os parece gracioso?
—¿Qué cosa?
—Es la segunda vez que habláis de tener hijos conmigo y yo todavía no os he llamado por vuestro nombre de pila. —Hizo una pausa, como si quisiera paladear el sonido de su siguiente palabra—: Honora.
Ella torció el gesto, algo inevitable, y dijo:
—Para llamarme así, preferiría que siguierais con lo de «mi señora».
—O podría utilizar simplemente Nora —aventuró.
Encontró, como siempre, un gran placer en desafiar los deseos de su futuro esposo. Eso no había cambiado.
—No, todavía no. Os informaré cuando llegue el momento.
Sus ojos se tornaron dos estrechas rendijas que medían a su oponente con absoluta precisión.
—Lo estaré esperando, mi señora. Vos podéis llamarme por mi nombre cuando gustéis.
—Lo consideraré… Mi señor. —Sonrió y él le devolvió el gesto.
—¿Os sentís cómoda aquí? —quiso saber, tras una breve pausa.
—¿Con…? —Señaló con la mirada la mano que acariciaba su brazo con tierna parsimonia.
—Aquí en Dunvegan, en general.
—Oh. —Nora sentía que la sangre quería arremolinarse en sus mejillas y aquello le pareció intolerable—. ¿Obviándoos a vos?
Lachlan le recordó, otra vez, que se encontraban en medio de una tregua e insistió en su pregunta:
—¿Echáis de menos Inglaterra?
No había dedicado mucho tiempo a pensar en esa cuestión. Hacía tanto que sabía que su vida transcurriría lejos de todo aquello que conocía que no se molestó en mirar atrás después de cerrar aquel capítulo.
—Extraño la familiaridad de aquello, saber qué esperar. No me gusta sentir que no tengo el control… Aunque, siendo mujer, ya debería estar estar acostumbrada a que se haga y deshaga en mi vida sin tener en cuenta mi opinión. Al final del día, soy poco más que la gallina que uno compra en el mercado para hacerse un caldo.
—Un momento —la interrumpió—, quiero aclarar una cuestión para no dar lugar a equívocos. A pesar de lo que dije antes, no os considero, ni os consideraré una vez estemos casados, una propiedad mía. Mucho menos, una gallina —añadió, divertido—. Bien sabe Dios que no tenéis la docilidad de carácter necesaria para permitir algo así.
—Eso sí que es un cumplido —señaló Nora, satisfecha y sorprendida a partes iguales.
—Me alegra que queráis verlo así. Además, me gustaría señalar que yo, sin ser mujer, tampoco he tenido ningún control sobre este asunto.
—Pero, si quisierais, podríais anular la boda.
Lachlan le dirigió una mirada indescifrable, pero mantuvo el mismo tono despreocupado.
—Hace unos minutos, hablábamos del nombre que pondríamos a nuestros hijos… ¿y ahora sobre anular la boda?
—¿Lo haríais?
Su respuesta fue tajante:
—No.
—¿En serio? Desde la primera vez que nos vimos, resultó evidente que este compromiso os hacía tan poca gracia como a mí. O menos incluso. Además, por mucho que ahora estemos teniendo unos cuantos minutos de trato cordial, es bastante notorio que no os caí muy en gracia que digamos. ¿Por qué no anularíais la boda si tuvierais la oportunidad de hacerlo?
—Por honor. Un MacLeod nunca falta a su palabra. Y por… —Ante su interrupción, Nora lo invitó a continuar con una significativa mirada. Aquello pareció envalentonar al Laird, que afianzó su agarré sobre ella, pegándola más si cabe a su cuerpo—. Por otro motivo que una dama inocente como lo sois vos no sería capaz de imaginar.
Nora sintió que el ritmo de sus latidos se disparaba hasta alcanzar cotas insospechadas. Notaba la totalidad de su ser palpitando al ritmo de su desbocado corazón. ¿Su futuro esposo la deseaba? Bien, podía lidiar con ello; por supuesto que podía. No se iba a dejar impresionar por sus provocadoras palabras. O, al menos, trataría de no demostrar su impresión.
—No soy tan inocente como pensáis.
Lachlan alzó una ceja y, muy despacio, preguntó:
—¿Algo que deba saber como vuestro futuro esposo?
—Conozco la teoría, mi señor, no la práctica.
—Ya veo… ¿Y cómo aprende una dama de buena cuna acerca de estas cuestiones? Por favor, no digáis que es otra de esas lecciones inapropiadas de vuestro querido maestro.
—¡Pobre Al! No, no fue él. No sé si me lo habría explicado de haberle preguntado, pero puede que este haya sido el único asunto que no me he animado a tratar con él. Soborné a una de las doncellas de mi madre con unos vestidos que ya no usaba. Fue ella quien me explicó todo lo que deseaba saber… y alguna cosa más de su propia cosecha. La verdad, resultó mucho más esclarecedor que la concisa explicación de la condesa justo antes de partir hacia Escocia. Fue muy esclarecedor… —Lachlan la miraba con la fascinación de quien contempla los primeros pasos de un infante y aguarda su caída, pero, aun así, quiere ver hasta dónde es capaz de llegar—. Dios mío, no puedo creer que estemos teniendo una conversación tan… No sé, ¿escandalosa?
—Inesperada —sugirió él con voz grave.
—En ese caso, yo espero no arrepentirme de decir esto, pero es sorprendentemente agradable hablar con vos… Cuando no os comportáis como un bruto arrogante.
La mano de su prometido se alzó para acunar su rostro con ella; las yemas de sus dedos rozando la sensible zona bajo su oreja, la lenta caricia del pulgar sobre su pómulo. Sus propias manos cosquillearon —¿deseaba apartarlo o tocarlo también?—, pero Nora las mantuvo en su regazo. En cierto modo, el propio Lachlan le había concedido permiso para darle una bofetada si su cercanía la incomodaba, pero… no era así cómo se sentía. Nerviosa, confusa, expectante y una docena de emociones más que no acostumbraba sentir; así sí. Nora puso todo su empeño en respirar con normalidad, aunque le costaba la vida misma ignorar el sugestivo toque de esos dedos.
—Coincido con vos, mi señora: me agrada mucho poder conversar de manera cordial… Sin que cierta loca me mire como si quisiera arrancarme los ojos. —Su sonrisa, una vez más, provocó en Nora una miríada de sensaciones imposible de controlar. O quizás fue su abrazo. Sus caricias, tal vez. O estar tan cerca que podía sentir su aliento chocando contra su piel—. Es una novedad de lo más encantadora, sin duda.
—¿Y cómo os miro ahora? —logró preguntar, apenas un murmullo perdido en la brisa.
Los dedos de él resbalaron por su mejilla hasta sostener su mentón. Alzó apenas su rostro y la contempló en silencio, como si buscara algo en el fondo de su mirada.
—No tengo ni idea, pero deseo que sigáis mirándome así toda la vida.
Mientras le susurraba aquello, se fue acercando más y más hasta dejar entre sus bocas la distancia de un suspiro. Nora acertó a pronunciar su nombre y cerrar los ojos. Fue entonces cuando lo sintió…
El impacto de una gota de lluvia sobre su mejilla.
Dio un respingo y abrió los ojos de golpe. Más gotas de lluvia cayeron sobre su rostro; había llegado a su fin la tregua del cambiante clima escocés. Nora fue consciente de la abrumadora cercanía entre ambos, de lo que había estado a punto de suceder entre ellos y, sin comprender por qué, se rompió el embrujo al que había sucumbido.
Necesitó huir de allí.
Y eso fue lo que hizo.
Cerró la puerta del dormitorio a sus espaldas, con el corazón en la garganta. Todavía sin entender por qué había echado a correr bajo la tormenta, por qué no se había quedado en la muralla. Por qué había huido, cuando había deseado tanto permanecer donde estaba.
Nora no tenía ni la menor idea de qué pasaría con el Laird, pero, sin lugar a dudas, ella había encontrado una nueva razón para no conciliar el sueño.
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