Capítulo I
Isla de Skye, Hébridas Interiores, Reino de Escocia. Siglo XIV.
Existen dos verdades innegables en la vida de todo escocés: el amor por su clan y el odio hacia los ingleses.
Entre esos dos extremos se debatía Lachlan MacLeod desde que su padre le comunicara su compromiso con una dama inglesa a la que no conocía. Qué había empujado al antiguo jefe MacLeod a tomar esa decisión era algo que su hijo no comprendería por más que viviera mil vidas. ¿Se habría inspirado en Roberto I? Lo dudaba. Según tenía entendido, el monarca escocés, para garantizar la paz alcanzada con la ansiada independencia, había hecho que su joven heredero contrajera matrimonio con la hermana del rey de Inglaterra; ese no era, ni de lejos, el caso de su difunto padre. Sea como fuere, para Lachlan, que había odiado a los sassenachs desde antes incluso de tener uso de razón, lo más importante de aquella cuestión no era el porqué, sino el quién. ¿Quién iba a ser su esposa?
Sabía entre poco y nada acerca de la desconocida que iba a invadir su vida como durante tanto tiempo hicieron sus despreciables congéneres con Escocia. Tan solo era conocedor del título de su familia y de su inminente llegada a Dunvegan en algún momento de esa misma semana. Cualquier otra duda que pudiera albergar —y eran muchas— sería resuelta, a más tardar, el siguiente domingo, que era cuando tendrían lugar los esponsales.
Esa era la razón de que Lachlan se encontrara en ese preciso instante en medio del bosque, rodeado de brezos, pinos caledonios y las inconfundibles brumas que convertían a la isla de Skye en un lugar sacado de un sueño, casi irreal. Necesitaba empaparse de la libertad que solo la salvaje naturaleza de su tierra podía brindarle. El verde interminable de sus colinas, el terreno escarpado sin respiro de las montañas Cuillin, las vertiginosas cascadas y acantilados, el azul profundo de las gélidas aguas del mar de las Hébridas; todo aquello gritaba «libertad» y el jefe de los MacLeod pretendía saborearla al máximo. Así pues, había ensillado al mejor de sus caballos y, al mediodía, había dejado atrás el castillo de Dunvegan. Tenía la intención de disfrutar en soledad de los últimos días en que su vida no se encontraba unida a la de una mujer a la que ya despreciaba sin haber visto siquiera. En ese momento, Lachlan deseaba que su conciencia se fundiera con la niebla que lo envolvía y no pensar en nada, mas no podía evitar preguntarse cómo se vería afectado su futuro más inmediato por aquella incomprensible decisión de su progenitor. Porque, por más que le pesara, no había manera de escapar de ese matrimonio: su padre había dado su palabra y él debía actuar con honor.
—Padre querido —masculló para sí mismo—, ¿por qué, de entre todas las mujeres de la cristiandad, tenía que ser una maldita inglesa?
El bosque devolvió la respuesta esperada: silencio. El hombre prosiguió con su paseo. Las firmes pisadas de sus botas de piel marcaban la cadencia con la que su pensamiento oscilaba entre la memoria de su padre y su desconocida prometida. Esperanzado, Lachlan elevó una plegaria al cielo para que aquella inglesa resultara ser una dama apocada que no interfiriera en sus asuntos. Una vida tranquila, sin sobresaltos, era todo cuanto quería. Bastante tenía con la administración de sus tierras y la protección de sus gentes de las reyertas con otros clanes como para sumar una esposa problemática a su lista de preocupaciones. No, lo que necesitaba era una dama serena, ¡aburrida incluso! «Con un poco de suerte», se dijo, «hasta podré olvidar que estoy casado con ella». No se le ocurría otro modo para que aquel disparatado matrimonio pudiera funcionar.
Un sonido en la distancia lo apartó de sus cavilaciones. Un caballo relinchando. Sabía que no se trataba de su propia montura porque a Fergus lo había dejado junto al riachuelo que quedaba al norte de su posición y aquellos relinchos —bastante próximos— provenían del sur. Al escándalo sonoro protagonizado por el animal no tardaron en unirse unos gritos; voces masculinas con una intención más que clara: asaltar a los desafortunados viajeros que se habían cruzado en su camino.
«Adiós a mi soledad», pensó Lachlan con una medida de ironía y otra de determinación.
Con la mano derecha apoyada en la empuñadura de su espada, apuró el paso en dirección a las voces de aquellos forajidos, dispuesto a socorrer a las víctimas del asalto. Distinguió la parte superior de un elegante carruaje tras unos arbustos de brezo blanco. Aprovechó el desnivel del terreno en ese punto y, oculto por el tronco de un árbol, estudió la situación que se estaba desarrollando en el sendero antes de decidir cómo actuar. Si algo había aprendido de su padre, el gran estratega Ian MacLeod, era que ninguna batalla puede ser ganada si uno se lanza a ciegas a ella. Siempre se ha de mantener la cabeza fría; el tiempo de las emociones llegaba con la victoria, nunca antes.
Lo primero en lo que reparó fue en la amenaza a la que tendría que hacer frente. Francamente decepcionante: los salteadores de caminos resultaron no ser más que un par de muchachos escuálidos armados con dagas cortas. Daban la impresión de no saber muy bien lo que estaban haciendo, a juzgar por los constantes y contradictorios gritos que se dirigían el uno al otro. La inexperiencia y falta de coordinación de los ladrones constituían un punto a favor de Lachlan; no le costaría demasiado librarse de ellos. Por su parte, el único caballo que tiraba del vehículo mostraba un nerviosismo superior incluso al de los novatos atacantes. No paraba de relinchar y piafar, sus cascos golpeaban con fuerza la tierra. Los bruscos movimientos del animal hacían tambalearse al carruaje, el cual presentaba una anormal inclinación hacia un costado que daba buena cuenta de la rueda rota en su eje delantero.
Sentado en el pescante, un hombre de edad avanzada acababa de recibir un golpe en la cabeza por parte de uno de los ladrones, el de apariencia más joven y asustadiza. La frente del cochero sangraba a la altura de la sien y este parecía un tanto atontado por el golpe. Mientras, el otro muchacho, un espigado saco de huesos y roña, se había aproximado al lateral del carruaje y, al grito de «¡Salid y entregad todo lo que tengáis!», se disponía a abrir la puerta.
¿Cómo de grande sería su sorpresa cuando esa misma puerta se abrió con violencia en toda su cara? Mayúscula, sin duda, como el impacto de la madera contra la nariz del pobre diablo. Y mayúscula fue también la sorpresa del propio Lachlan cuando vio emerger del interior del carruaje una figura femenina envuelta en seda azul que, sin la menor vacilación, propinó una patada directa al mentón del bandido. Después, la mujer bajó del carruaje de un salto y se lanzó a atacarle con sus manos desnudas, nada de armas. Ambos cayeron al suelo en el forcejeo. Aprovechando que su oponente todavía se encontraba aturdido por los golpes previos, la dama le dio un rodillazo en la entrepierna que le hizo soltar un gemido lastimero. Una retahíla de insultos, a cada cual peor, siguieron a ese patético sonido. El muchacho se llevó las manos a la zona lastimada, no sin antes dejar caer el cuchillo. Ella lo agarró con rapidez, se puso en pie y se dirigió al otro salteador de caminos, inmóvil sobre el pescante y sobrepasado por lo que acababa de presenciar.
—¡Largo de aquí, escoria! —vociferó. No existía la más mínima inflexión de temor en su voz.
El cobarde chiquillo no dudó en acatar la feroz orden. Abandonó el sendero a la carrera, como un alma atormentada. Poco pareció importarle dejar atrás a su compañero, que aún se retorcía a los pies de la dama. Esta, sin desprenderse de la protección que le confería aquella daga, se arrancó el fino velo que cubría su oscura melena y se apresuró a inmovilizar con él las muñecas del forajido a su espalda.
—¿Estás bien, Al? —gritó al aire, una vez asegurado el nudo.
Ese fue el momento que Lachlan escogió para abandonar su escondite tras el tronco. Se encontraba fascinado por el espectáculo que acababa de presenciar: patético por parte de ese par de aspirantes a malhechores, soberbio por parte de la singular dama. ¿No se suponía que las mujeres de alta alcurnia —como así lo atestiguaba la riqueza de su carruaje y su vestimenta— sufrían desmayos ante situaciones inconvenientes como aquella? En cambio, la fierecilla que tenía a escasos pasos había salido de aquel apuro por sí sola y tan rápido que él no había tenido oportunidad de sacar su claymore de la vaina. ¿De dónde había salido una dama así?
El sonido de sus pisadas alertó a la mujer, que se incorporó de inmediato y se giró en dirección a Lachlan. Todo lo que el MacLeod pudo ver fue el fuego que ardía en el fondo de sus ojos castaños, tan oscuros que casi parecían negros. Era la misma intensidad que había observado cientos de veces en el rostro de otros hombres en el fragor de una batalla. En ella resultaba incluso más demoledora.
Así, en el instante en el que las miradas de ambos se encontraron, el tiempo pareció detenerse… durante exactamente tres segundos.
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