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𝐌𝐞𝐞𝐧𝐚

El entrenamiento con Navani no fue más fácil que el anterior, al contrario, día con día todo se iría complicando aún más, no importándole cuan cansadas o lastimadas estuviéramos.

Regresé a mi habitación derrotada, decepcionada por no haber hecho progreso alguno en mis encantos, puesto que, me seguía rehusando a aceptar a Kanei como guía, sumando a eso la peligrosa habilidad que había despertado aquella tarde en el altercado Meena, no podía decir que la magia fuera lo que más se me facilitaba controlar.

Los sucesos en el palacio comenzaban a sobrepasarme, me sentía desesperada, perdida y sola, no entendía realmente nada de lo que pasaba a mi alrededor, seguía órdenes a ciegas y no lograba hacer nada bien. Lo único que había terminado con éxito era escribir aquella leyenda de sobre Lumina, mas fue en gran parte con ayuda de Asra.

Me desplomé sobre mi cama dejando caer las lágrimas por mis mejillas, ya no quería seguir, no quería existir, estaba cansada, adolorida, flagelada... Mis músculos gritaban día con día pidiendo un poco de descanso. Lo hubiera dado todo por pasar un día más con Bóreas, por escuchar su risa contagiosa, abrazarle una vez más con aquella calidez que siempre poseía o que intentase hacerme comer uno de esos platillos extraños que solía inventar.

En cambio estaba en una jaula de oro, con compañeras que me comenzaban a pensar como a un monstruo o una bestia, con una princesa que se aferraba a tratarnos como soldados, un futuro rey tan disperso como las nubes un día de verano y... Condenada a mantener oculto lo único que me mantenía cuerda; Asra.

Una mezcla entre desesperanza y dolor se apoderó de mí, guiando mis caprichosas acciones en un ataque de desasosiego. Rasgué mis ropas como si estas me asfixiaran, arrojé mi daga con furia hacia el otro lado de la habitación mientras me deshacía en lágrimas y jadeos que apenas me dejaban respirar.

Por un segundo sentí cómo se me iba el alma, y por más doloroso que fuera, no podía encontrar alivio ni siquiera en los regalos que Bóreas me había dado.

Me deslicé dentro del camisón de lino que Kora había dejado para mí para después colarme entre las sábanas de la cama, sintiendo el peso de mi cuerpo y el constante dolor de la quemadura que Meena me había provocado.

Los sollozos comenzaban a mermar a medida que intentaba convencerme de que aquel infierno terminaría pronto, prometiéndome que por la mañana partiría a Courtest con Bóreas esperándome en casa.

El viaje a Daus comenzaría en cuanto los rayos de sol aparecieran en el horizonte. La ciudad elegida para el festejo de la comitiva de Perang fue Courtest, siendo esta la capital de Daus, lugar del cual me habían alejado al llegar a Nadhera.

"Puedes con esto, proteger la vida de Bóreas es prioridad" pensaba en silencio con la mirada nublada y perdida en el techo.

Darme ánimos no servía de mucho tomando en cuenta los recientes acontecimientos, era un desastre, me sentía como una inútil, como si todo lo que hiciera se viera arruinado por una torpeza inevitable, odiaba aquello, comenzaba a odiarme a mí misma.

Aquel odio nacía del miedo, del instinto de huir en lugar de enfrentar la inseguridad que asolaba mi alma. ¿Cómo se suponía que defendería a aquellos que amaba si ni siquiera tenía la fuerza para enfrentarme al más mínimo de los problemas? Jugaba el papel de víctima sin ver que yo misma era mi propio victimario, los temores que había adoptado me jugaban en contra, era como una carrera en contra mi propia mente.

Decidida me levanté hacia el balcón, dispuesta a hacer una promesa ante las estrellas, dispuesta a renunciar a lo que fuera necesario por proteger a mi familia y todo aquello que consideraba mío.

La fresca brisa de la noche me dio la bienvenida y con la mirada en las estrellas, me acomodé en el suelo, dejando mi peso en el enrejado del balcón, preparada a pasar un momento junto a la luna y el cielo nocturno. Sin embargo, un tenue lamento en medio de la oscuridad interrumpió mis pensamientos.

Aquella voz parecía querer ser ahogada sin éxito, resultando en un leve murmullo proveniente del balcón de al lado, aquel que se encontraba a mi espalda. Parecía que no era la única que se lamentaba por las noches.

Detrás de la barandilla de piedra caliza que nos separaba, se encontraba Meena, hecha un ovillo, recargando su espalda en el palco justo como lo hacía yo, escondiendo su rostro entre sus rodillas. Pude reconocerle por aquellos rebeldes rizos de su cabellera.

Me mantuve en silencio por segundos sintiéndome culpable, seguramente lo último que quería era mi compañía, mas ya estaba ahí, y no sabía si se habría percatado de mi presencia.

La culpa sonrojó mi rostro al momento en el que mi mirada se coló entre los pilares del balcón. Podía vislumbrar la fresca herida que bajaba desde el hombro hasta el codo de Meena, parecía que a pesar de las horas aún sangraba. Tal herida previamente había presumido un impecable vendaje como el que ahora llevaba en mi antebrazo izquierdo.

Lo menos que podía hacer por ella era darle privacidad, por lo que con sumo cuidado intenté levantarme sin hacer ruido, sin embargo, la morena ya me había notado,

—No sirve de nada que te vayas, ya sé que estás aquí —pronunció con su voz desgastada.

—Lo siento... —respondí fijando mi mirada en el firmamento, dándole aunque fuera el privilegio de no ser vista—. ¿Te encuentras bien?

Meena seguía intentando ahogar sus sollozos sin éxito mientras se aferraba aún más a sus piernas.

—¿Tú qué crees capitán obvio? —gruñó con aquel ímpetu que le caracterizaba, mas la tristeza eclipsaba sus palabras.

Un silencio abismal se produjo entre ambas, siendo la agitada respiración de Meena nuestra única compañía. Varios segundos transcurrieron antes de armarme de valor para pronunciar palabra.

—Lo lamento —hablé al fin—. Lamento lo de esta tarde... yo no quería...

—No hables —Me interrumpió bruscamente—. No estoy molesta por la pelea.

Meena cubrió su rostro con sus manos perdiéndose en una ligera risa mordaz.

—Somos iguales ¿No es así? —declaró con ironía—. Ambas guardamos los mismos secretos.

Giré mi rostro para mirar sobre mi hombro desconcertada. Guardaba tantos secretos que apenas podría imaginar a cuál de todos se refería.

—Si no hablas yo tampoco lo haré —concluyó Meena—. Ambas contamos con esta maldición que erróneamente llaman bendición.

Apreté los puños ansiosa, parecía que ambas estábamos en un laberinto sin salida.

—¿Cuándo lo supiste? —pregunté fingiendo calma a pesar de la ansiedad que aquello me causaba pues la creciente paranoia que me acompañaba no me dejaba en paz.

—Lo sospeché desde que te vi por primera vez, tu éter es demasiado brillante como para ignorarlo. Después, en las primeras noches aquí, los guardias rumoraban haber visto a una doncella de blancos cabellos salir de los aposentos reales justo cuando el príncipe Asra se reponía milagrosamente, aquella fue mi confirmación.

—Aún no sabemos qué fue lo que envenenó al príncipe —rebatí—. Pudo ser cualquier otra cosa lo que le salvase.

—Fue bruma escarlata —respondió enseguida—. Por sus síntomas apostaría mi pierna derecha a que estuvo en contacto con un artículo contaminado.

—¿Bruma escarlata?

—Todos saben de la barrera que protege a los tres reinos del mundo exterior, pero son pocos los que conocemos la mortalidad de esta barrera —comenzó a narrar con semblante sombrío—. Si llegas a tocarla o estar en contacto con algún objeto o lugar contaminado por la bruma es el fin, no hay cura para tal veneno. Tu sangre comenzará a pudrirse, tus pulmones fallarán antes de que te des cuenta, todo tu cuerpo morirá lenta y dolorosamente en cuestión de horas o días, si no corres con suerte la tortura dura un poco más.

Agaché la cabeza horrorizada por lo que mi contraria describía, el temor de que aquel hubiera sido el final de Asra me erizó la piel mientras cerraba los ojos con fuerza negándome a que lo que Meena decía fuera cierto.

—¿Cómo estás tan segura de eso? —cuestioné sacudiendo mi cabeza ligeramente intentando deshacerme de aquellos pensamientos.

—No fui yo quien envenenó a su alteza, si eso es lo que piensas —suspiró cansada—. He tenido la desgracia de conocer a alguien que sufrió por la bruma escarlata.

Fitore, al estar entre el reino de Perang y el Imperio de Aghat, era el territorio más alejado de la frontera, por lo tanto estaba lejos de tener contacto con la bruma. Los más arriesgados a ser envenenados por esta eran exploradores y marineros, mas los civiles se supondría que estarían a salvo.

—Mi hermanita... —completó con un hilo de voz, reflejando el dolor que antes escondía—. Era tan joven y bondadosa, quiso regalarme una espada por mi cumpleaños, nunca contamos con mucho dinero, pero intentó ahorrar para darme una sorpresa. Le compró la espada a un maldito soldado aghatense... el metal estaba contaminado, había estado en contacto con la bruma escarlata...

Un lamento interrumpió las palabras de Meena mientras su dolor se intensificaba.

—No pude salvarla. Lo intenté, creeme que sí, mas mi habilidad no fue suficiente, no pude encontrar su hilo del destino.

Me quedé muda ante sus palabras, no habría oración o acción para aliviar su pena, sería incluso irrespetuoso intentar calmarle pues aquella pérdida dolía más que cualquier herida.

—Y después apareces tú —gimoteó—. Salvando al príncipe en una noche, sin pago alguno o marca que te condene...

—El precio de mis acciones lo pago día a día en este palacio —le corregí recelosa sin intenciones de explicar más allá de aquellas palabras.

—Gustosa habría dado mi vida por la de Leandra —bufó—. El destino me aborrece.

—Meena...

—Calla —espetó—. Me gustaría ser como tú, me gustaría tener el privilegio de poder sanar y proteger, me encantaría que el destino no me robara la más mínima ilusión que entra en mi vida.

—No soy quien tú crees —murmuré sin que la morena se detuviera en sus palabras.

—Seas quien seas cambiaría mi fortuna contigo. Tienes el poder para perdonarle la vida a quien desees, el príncipe Asra te protege como si fueras lo más sagrado en el reino, Navani tiene confianza en ti, y Altair...

Un suspiro le abandonó al pronunciar el nombre del príncipe heredero, cosa que me hizo girar hacia ella.

—Ya no importa...

—Habla —exigí—. Al llegar a Nadhera le aborrecías, ahora suspiras al pensarle.

—De nada vale lamentarse.

Me aferré a los pilares del balcón que nos separaban intentando encararla, mas la peragní seguía dándome la espalda.

—Altair Me llevó a su despacho renuentemente sin saber cómo hablar ante mí, trató mis quemaduras y cuando al fin se decidió por pronunciar palabra, fue interrumpido —comencé aquella acusación como una súplica por poner fin a las infinitas preguntas sin respuesta en aquel palacio—. Su alteza huyó de mí como si de una bestia se tratara, mientras que en el suelo relucía una gasa empapada en sangre, la misma que antes cubría tus heridas. Nos seguiste ¿O me equivoco?

Meena sacudió su melena antes de encararme al fin.

—Sí... Era yo.

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