VII: ¡Crac! Adiós a la poca cordura.
«El príncipe de la basura» u «hombre bueno», como un pequeño solía llamarlo, estuvo muchos años viviendo sumergido en la pobreza extrema, a tal punto de que pasaban días sin que siquiera tomara agua. Su madre había sido abandonada por su padre al conocer a otra mujer y ella luchaba incansablemente por salir adelante. Un buen día conoció a un noble que supo ver en ese rostro demacrado y sucio la belleza escondida; se enamoró completamente de ella e incluso estaba feliz de aceptar a su hijo como suyo. Sin embargo días antes de contraer matrimonio le hizo creer que la criatura había muerto de pulmonía, ya que el hombre jamás vio al niño le creyó cuando la mujer le mostró el cadáver de una criatura que encontró en un callejón. Es difícil entender los motivos por los que ella actuó de tal manera, después de todo él no tenía inconvenientes en cuidar del pequeño, pero aun así no se inmutó al desechar a su pobre hijo.
Entre un infortunio y otro él logró sobrevivir, tuvo un golpe de suerte cuando una anciana pareja se apiadó de él y lo contrataron en una biblioteca de la ciudad, ese lugar era limpio y estaba rodeado se personas educadas; muy diferente de donde creció. Aunque nunca fue a la escuela hizo su mayor esfuerzo en cultivarse, se aficionó a la lectura y vivió feliz a pesar de que sus benefactores murieron tiempo atrás. Por lo menos hasta que debido a su edad lo despidieron, perdió todo, se dio cuenta de que la felicidad es efímera y traicionera, pues se va cuando menos lo esperas. Años antes incluso conoció a una mujer dulce y encantadora, se enamoraron pero ella enfermó y su vida se fue consumiendo antes de que lograran casarse. Cuando su amada novia falleció él no volvió a enamorarse de nadie más.
El tiempo pasó y dado su falta de alfabetización únicamente pudo sobrevivir recogiendo basura.
Después de convertirse en pepenador y de adquirir un pequeño empleo cobrando rentas, el único lujo que poseía después de una larga vida eran los escasos libros que consiguió a duras penas. Pasado el tiempo halló otra alegría: leerle al niño del tercer piso que era maltratado. Ese mismo niño que presenció su asesinato a manos de sus padres. Al que también obligaron a herirlo.
Fue en ese instante en que el pequeño infante colapsó, no su cuerpo, sino su mente. Él «tenía» que obedecer, pero por primera vez no «quería».
¿Por qué el hombre bueno debía ser herido? ¿Por qué se sentía su pecho estrujado cuando no era la primera vez que hacía algo así? ¿Por qué el hombre bueno le sonrió incluso cuando sabía que le dolía?
¿Por qué le dijo «te perdono» con los ojos cubiertos de lágrimas y no le miró con miedo u odio como todos los demás?
¿Por qué sintió la necesidad de matar a sus padres, aquellos a quienes siempre adoró, por haberle hecho daño al hombre bueno?
¿Por qué no dudó en clavarles un cuchillo?
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