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parte 9 - Venganza

Los primeros latigazos fueron los peores. No deseo entrar en detalles, así que me limitaré a decir que la sensación de percibir cómo tu propio cuerpo parece empeñarse en autodestruirse es aterradora. Mi brazo golpeaba y se movía con tanta violencia que sentía que en cualquier momento podría perecer. Era como tener la espalda envuelta en llamas. Desde el primer segundo, fue un infierno. Quería gritar, pero me resultaba imposible. Mi boca solo emitía pequeños quejidos, similar al preludio del mas terrible alarido, pero contenido.

En esos momentos, mi mente se extraviaba entre sonidos y luces. Las hojas de bledden brindaron algún alivio; su amargo sabor invadiendo mi boca me insuflaba valor, como si tuviera la oportunidad de salir victorioso de esa batalla. Fue un martirio, pero podría haber sido peor. Continué con el castigo hasta que percibí cómo un oscuro charco de sangre se formaba a mi alrededor, reflejando la tenue luz perpetua. No sé cuánto tiempo pasó, y tampoco es que importe. Sin embargo, debió ser mucho tiempo, y en ese momento debía estar delirando, ya que no la escuché entrar al salón y soltar lo que pareció ser un grito de angustia mezclado con terror.

Ella se unió a mí en el suelo, manchando su hermoso vestido con mi sangre. Me llamó por mi nombre, pero no le respondí. Luego, tomó mi rostro entre sus manos y nos colocó cara a cara. Al principio, no fui capaz de distinguirla; mis ojos no percibían la diferencia entre la oscuridad y la luz, por raro que suene. Sin embargo, gradualmente recuperé la conciencia y comencé a escuchar nuevamente. Ella gritaba mi nombre con desesperación. Luego, mi vista se enfocó y pude ver su cara. Era Ana, con las mejillas empapadas y la voz quebrada, pero era ella. Maldita sea... realmente era ella.

Debía estar muerto, no era capaz de asimilar que ella se encontraba en aquel oscuro salón, frente a mí, sosteniendo mi rostro y diciéndome... no sé qué decía, no era capaz de comprenderle, era como si me hablara en un idioma extranjero, pero por el tono y la forma en que su rostro se congestionaba pude entender que me pedía que me detuviera. Quizás pensarás que eso es más que obvio, pero quiero recordarte que en aquel momento me encontraba tendido en el suelo flagelándome sin piedad. Ya había perdido mucha sangre; estar parcialmente consciente era un milagro en sí. Es por ello que no le escuché ordenarme que me detuviera, pues lo hizo. Me ordenó que lo hiciera, y al ver que no obedecía, trató incluso de quitarme el látigo, llevándose de paso un azote.

Vi cómo apartaba los brazos de mí; un hilo de sangre descendía por su antebrazo hasta perderse en la yema de sus dedos. Recuerdo la cicatriz que le quedó. Luego de eso, estaba convencido de que se largaría y me dejaría solo en mi tormento, o tal vez llamaría a los guardias para que me arrebataran el látigo, lo cual hubiera significado desobedecer la orden impuesta por el conde y morir ahí mismo. No hizo nada de eso. En cambio, se acercó aún más a mí, puso una mano en mi hombro y la otra en mi mejilla. Me miró a los ojos y ahí se quedó. Luego me abrazó mientras seguía azotándome. Me susurraba palabras dulces al oído, seguía sin entenderlas, pero algo en la forma en que su cálido aliento envolvía mi oído y parte de mi cuello hizo que sintiera un vacío en el estómago, haciendo que el dolor se apartara de mi por unos segundos.

Ella continuó hablándome al oído, aferrándose con fuerza. En poco tiempo, quedó empapada de sangre, mi sangre. Entre medio de su dulce discurso, alcancé a entender una frase: "Aquí estaré contigo, no te dejaré". Algo dentro de mí se quebró, y comencé a sollozar.

Cualquier persona puede permanecer junto a ti una vez que la tormenta ha pasado; una mujer espera al lado de su esposo herido en batalla, lo cuida y aguarda a que se recupere o sucumba. Pero ¿Quién está ahí contigo durante la prueba misma? Sin ella, no habría sobrevivido; no albergo dudas al respecto.

Finalmente, el castigo cesó y caí desmayado al suelo con Ana aún aferrada a mí. Tenía la expectativa de que, tras los azotes, sería capaz de arrastrarme fuera de aquel lugar y cuidarme por mi cuenta en la enfermería. Sin embargo, no tuve oportunidad alguna, pues acabé al borde de la muerte. De alguna manera, Ana se las arregló para llevarme a sus aposentos. Allí, con gran destreza, me atendió y curó mis heridas. No es de extrañar, ya que solía frecuentar los cuarteles de la Orden de los Médicos Abnegados, siendo voluntaria en las clínicas a pesar de las objeciones de su padre.

Pasé muchos días inconsciente. Ana no se separó de mí, y pude darme cuenta por cómo me hablaba en sueños, por cómo sus manos acariciaban mi rostro mientras me cantaba canciones e historias de héroes antiguos que superaron la adversidad y se levantaron más fuertes que antes. Escuchaba más voces, pero no tenían forma y no encontraba significado en sus palabras. Reconocí el timbre de algunas; eran de mi madre y algunos de mis hermanos, pero ninguna era tan clara como la de Ana, la cual no escuché por mucho tiempo antes de que volviera a mi encuentro. Sucedió que estuve inconsciente alrededor de dos semanas. Durante los primeros días, Ana lloraba y permanecía en mi lecho, orando por mí y sosteniéndome como lo había hecho durante el castigo. Luego, cuando estuvo segura de que me recuperaría, su postura cambió y una furia vengativa la consumió. Esto ella jamás lo dijo, sino que mis hermanos me lo confiaron tiempo después.

Ana se había enterado de que el conde fue quien me ordenó el castigo. Una noche, mediante engaños, condujo a su tío a una trampa llevándolo a uno de los aposentos de las damas del castillo, en el cual ella se encontraba en un lecho de sábanas purpúreas, vestida con un camisón transparente, de aquellos que usan las novias en su encamamiento, con las piernas abiertas y una mirada suplicante en el rostro. El conde cayó sin demora en el ardid y cuando el hombre ya se encontraba sobre ella, despojado de toda prenda, fue entonces cuando Ana gritó, y su clamor se escuchó en todo el castillo. Lo que ocurrió después lo tuve que descubrir por mi cuenta, pues se había convertido en tabú luego de concluido el asunto, pero no fue difícil deducir el resto de la historia debido a las manchas de sangre seca que tapizaban la plaza principal del Sundaerest.

Ana acusó al conde de llevarla a la fuerza a aquella habitación e intentar violarla. No hubo necesidad de juicio; cinco guardias fueron testigos de lo ocurrido y todos vieron al conde, firme y dispuesto, saliendo de los aposentos, y tras de sí, una Ana sollozante, con moretones auto infligidos en todo el cuerpo, incluyendo un cardenal en el ojo que se hizo luego de estrellar su rostro contra el respaldo de la cama. El rey lo condenó a muerte. Ya en el día de la ejecución, un verdugo con un hacha inmensa en las manos se acercó al condenado para acabar con su miseria de la forma más rápida posible, pero el príncipe, que no podía con la rabia, insistió en que lo flagelaran. Al final, no fue necesario un verdugo, pues el conde murió por los latigazos.

A su muerte, no se izaron banderas negras en los cielos de Kenovia. No le dieron tal honor. 

Ana nunca me habló sobre esto, y yo nunca hice preguntas, lo cual creo que fue lo mejor. Hay cosas que es mejor dejar atrás.

Me recuperé por completo y, desde entonces, nuestra relación no hizo más que fortalecerse hasta alcanzar un punto que muchos considerarían temerario, rozando la locura. Las cicatrices que quedaron fueron casi imperceptibles, casi.

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que no se hace por amor, Ana se paso un poquito de la raya, pero no se ustedes, dejenme aqui abajo su opinion al respecto 

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