parte 8 - De Cortinas y Latigos.
Al despertar la mañana siguiente, mi vida parecía ser la misma. Estaba de pie como siempre antes del alba, en camino a cumplir mis primeras obligaciones, convencido de que lo ocurrido la noche anterior había sido un sueño reconfortante, el cual se convertiría con el tiempo en un bello recuerdo. Ya llevaba en mí la idea de no hablar así con Ana de nuevo; era lo más lógico. Sin embargo, la lógica a veces juega de manera inesperada, pues lo lógico para Ana fue procurar desde entonces velar por mí y por mi familia, hablando seriamente con su padre. Consiguió que este despojara de toda autoridad sobre mi familia a los extranjeros, alegando que no eran dignos de tener tal privilegio y que podrían ordenarnos cosas perjudiciales para la casa real. Con ello en mente, me deleité pasando por alto una o dos peticiones por parte de algún burgués.
Los días pasaron y la nobleza invitada comenzó a abandonar Sundaerest de uno en uno, tardando más de lo que cualquier Quill hubiera deseado. En parte, les entendía; el Castillo del Sol hace ver a cualquier otro palacio como una suerte de cabaña, algo que hiere el orgullo de hombres poco acostumbrados a mirar hacia arriba. Di gracias al Bastión y, principalmente, a Ana cuando el último de ellos se hubo ido.
Creyendo que nuestro paseo y aquella conversación fueron algo de una sola vez, me sorprendió descubrir que Ana no veía motivo para dejar de vernos. Con frecuencia, encontraba tiempo entre sus tareas y obligaciones como princesa para buscarme en lugares donde sabía que estaría. No era orgullosa en ese sentido; no le molestaba tomar la iniciativa en nuestro encuentro, pues era consciente de que mi maldición me impedía deambular por el castillo en busca de ella. Siempre habría alguien en los pasillos dispuesto a descubrir el brillo de mis ojos, una situación agravada por el hecho de que muchos amos, tras el baile, encontraron en Sundairest su nuevo hogar. Este fue un golpe bajo para mi familia, pero personalmente lo sobrellevé gracias a Ana.
Las charlas y paseos con ella actuaban como bálsamo para mi espíritu magullado, sanando poco a poco las heridas emocionales que llevaba dentro. Sin embargo, su bondad no se reservaba solo para mí. Mi familia, en poco tiempo, aprendió a respetarla y quererla genuinamente. Las veces que Ana le ordenó algo a alguno de mis hermanos se podían contar con los dedos de una mano. Las chicas competían por atender sus aposentos y ser sus damas de compañía, mientras que los niños de la casa la buscaban para que les contara historias, y ella lo hacía con gusto, convirtiendo simples fábulas en magníficas epopeyas.
Sin embargo, los ancianos de mi casa, aquellos que recordaban y se aseguraban de que los jóvenes también lo hicieran, eran escépticos con respecto a ella. Evocaban recuerdos lejanos y explicaban que en cada generación había uno igual, un amo que mostraba una empatía inusual pero que, con el tiempo, sucumbía a las influencias del resto y se volvía adicto a presenciar el brillo de nuestros ojos. "Cautela", ese fue su consejo.
"Esa niña nos ve ahora con ojos amables, pero ¿cuánto tiempo pasará antes de que anhele ver los nuestros resplandecer?"
Aquella noche, al final de ese invierno, las palabras del jefe de mi casa resonaron en mi mente. Era un tiempo en el que mi relación con Ana se había fortalecido más de lo que ninguno de los dos pudo anticipar o prever. Sin darnos cuenta, habíamos dejado de lado los protocolos y caminábamos con los brazos rozándose el uno con el otro en cada encuentro. Nuestras conversaciones se volvieron cada vez más personales, convirtiéndose ella en un libro abierto para mí, mientras yo, en cambio, era como un baúl oscuro y seguro donde depositar sus más preciados secretos. Secretos que... creo, no compartiré, al menos de momeno. No es algo personal; soy consciente de que quizás nadie lea jamás estas líneas, pero para alguien como yo, las posesiones son escasas y quiero pensar que al menos soy dueño de los secretos que me confió. Un ligero consuelo.
Ana me reveló la verdad tras su partida a los siete años. Compartió conmigo los nombres de los amigos que hizo en sus viajes, prometiendo que algún día los conocería. Con el paso de los días, se nos hizo costumbre tomarnos de la mano y llamarnos por nuestros nombres, algo impensable entre nuestras familias. Fueron muchas las veces en las que salimos a hurtadillas del castillo y nos perdimos en la inmensidad del bosque circundante, el Bosque del Trovador, un lugar que muchos consideran mágico, y estoy de acuerdo. En aquel lugar, subíamos a la copa de los árboles y contemplábamos el firmamento con embelesada ilusión.
Lamento decepcionarte, pero no hubo romance de ningún tipo durante ese tiempo, al menos no de momento. Sin embargo, eso no significa que no hubiera amor entre nosotros. Nos preocupábamos uno por el otro y disfrutábamos de la mutua compañía, algo que no todos saben apreciar. Mas cuando se es joven y tu idea del amor se basa en las canciones y poemas que escuchaste en tu infancia, sin embargo, de mayor descubres que el amor requiere entendimiento y buscar el bienestar del otro más allá de cualquier aspiración o deseo egoísta.
Hasta cierto punto, mi deseo se cumplió, pero requirió tiempo, paciencia y el esfuerzo de ambos. Construir algo auténtico se vuelve un desafío cuando uno de los involucrados está privado de libertad en su esencia, y el otro posee el poder de deshacerlo todo con un solo gesto. ¿Es eso amor, entonces? ¿Tener el poder de aniquilar a alguien y optar por no hacerlo? O tal vez sea solo crueldad camuflada bajo el manto del afecto. Sea como sea, al final, eso no importa. Nuestro amor estaba condenado.
Sabía ya en aquel entonces que tanto mi corazón como mi vida le pertenecían solo a ella. Sin embargo, hubo una noche en la que me vi envuelto en la peor situación imaginable para un esclavo del castillo, bueno... una de las peores. Fue el momento en el que supe que la nuestra era más que una amistad inapropiada.
Sucedió una noche a principios de verano, lo recuerdo bien. Ese día se me había designado la tarea de atender los aposentos del conde, ¿conde de qué? Da igual, hermano menor del rey. Dediqué toda la tarde a esa encomienda: lustré los pisos, tendí las camas, cambié las sábanas, abastecí de vino y sidra su alacena, e iluminé de forma acertada la habitación con cuadros al óleo, jarrones con flores y cuencos rebosantes de frutas y dulces. Aquel espacio era digno de todo gran mandatario, mas no para el conde, quien, al ver mi trabajo, estalló en rabia. Afirmaba que el color de las cortinas no era del tono malva que había solicitado, sino bermejo, un tipo de púrpura designado para la clase obrera. No pude evitar reírme, pues ningún obrero podría permitirse tal capricho. Esto pareció ofender aún más al conde, y me ordenó proceder con mi castigo, haciendo énfasis en el ímpetu que debía ejercer. Sentí un ardor en mis ojos a la vez que mi columna se curvaba en una grave reverencia. Me retiré de la presencia del conde, resignado a lo que parecía ser una noche de vil tormento.
Cuando se trata de impartir castigos a sus esclavos, los amos prefieren, ante todo, la discreción. La idea de tener una plaza en medio del castillo para flagelar a tus sirvientes no ofrece una buena imagen para la casa, ya que su intención no es dar un mensaje; no tienen por qué hacerlo. Por ello, a la hora de las sanciones, los amos han procurado que todos lleven en sí una orden implícita, que acatamos con heroico estoicismo, pues eso también forma parte de la orden.
Verán, por un tiempo hubo en nuestra familia alguien que aplicaba los castigos. Por lo general, se trataba de uno de los más viejos, nuestros líderes. Funcionó por un tiempo, pero era cruel, no para quien recibía los latigazos, sino para quien los daba. ¿Cómo pedirle a un padre que castigue hasta la muerte a uno de sus hijos? Ninguna maldición podía librar a un hombre de tal pena y dolor. Por lo que un día, uno de nuestros ancianos le rogó al rey para que este tuviera piedad y buscara otro modo de reprender a su familia. Este así lo hizo y decretó que todos aplicaran por su cuenta el castigo, a solas y en silencio. Seguía siendo cruel, pero los sollozos eran los mínimos posibles. Aquella tarde, me preparé, sabiendo que no sería el mismo a partir de ese día.
Me encaminé a la armería, abriéndome paso entre las forjas sin detenerme siquiera para saludar a mis hermanos. Ellos, con entusiasmo, bruñían y pulían las armaduras de sus amos mientras me saludaban, pero no les devolví el gesto, y no hicieron preguntas. No había nada que explicar. Llegué hasta lo más recóndito de la armería y ahí encontré una estantería con una vasta colección de látigos de todo tipo: de una o varias colas, con distintas clases de mango y cuerda. Yo solía usar el más sencillo, el de una cola, pero la orden del conde demandó un ímpetu severo, y para ello requería el látigo Luptino, una bestia de nueve colas en las que cada punta acababa en un afilado eslabón de hueso. Sostuve su cuerpo entre mis manos, y un sudor frío me invadió. Si no moría por la pérdida de sangre, lo haría por el trauma, y no habría nadie que pudiera auxiliarme luego de tal infierno, pues eso formaba parte de la orden implícita: te atiendes a ti mismo o mueres.
Tomé el flagelo y lo guardé en mi chaqueta, retirándome de la armería bajo la mirada de pesar de mis hermanos, rumbo a mi habitación. No podía hablar con mi madre antes de proceder, pues la orden debía acatarse cuanto antes. Cualquier otra acción era irrelevante, pues no existía para un Quill futuro más allá que cumplir la orden de su amo.
Llegué a la torre de mi familia y subí a mi habitación. Después de encerrarme y tratar sin éxito alguno de mantener mi mente lejos de mi inminente tortura, rebusqué en mi ropero. Entre las prendas de mozo, me hice de una túnica blanca, similar a las que portan altivos los sacerdotes de la fe, pero para un Quill, era símbolo de penitencia. Aquello era una tontería; hasta el mismo conde lo sabía. Ordenarme un castigo estaba fuera de lugar, pero temprano en la mañana escuché en las cocinas que hubo una riña en una taberna en el pueblo, en la cual el hermano del rey se vio involucrado. Lo cual vi reflejado en un cardenal que ocupaba como un invitado no deseado la mitad de su mejilla izquierda, No debí subestimar el humor que tendría. Debí imaginar que buscaría entre mi familia alguna forma de desquitar su ira y compensar su falta de honor. Me tocó a mí esta vez ser el receptor de su cólera. Lección aprendida, pero de poco serviría si despertaba muerto a la mañana siguiente.
Dejando de lado las cavilaciones, puse el látigo sobre mi cama, me desnudé y pasé la cabeza por encima de la túnica. Me miré por un momento en el espejo montado en la pared. Mis extraños ojos azules me devolvieron la mirada, y fue entonces que me pregunté si sería la última vez que vería mi rostro. Descalzo, vistiendo la túnica y en la mano izquierda el látigo, salí de mi habitación sin molestarme siquiera en cerrar con pestillo. Bajé por la escalera de caracol por la que había ascendido y traté de fingir que a mi lado no pasaban mis hermanos, compadeciéndose de mí. Algunos incluso lamentándose, mas no me detuve en ningún momento. La orden era clara; debía cumplirla, aquello era lo único que importaba.
Desfilé como un ángel caído por los pasillos y patios del castillo. Mis hermanos me miraban y me ofrecían gestos de apoyo, al igual que yo lo había hecho cuando otro Quill ocupó mi lugar. Las mujeres contenían las lágrimas al ver en mis manos el látigo Luptino, cuyas colas siniestras se balanceaban de un lado a otro con cada paso que daba. Agradecí internamente no haberme cruzado con mi madre; seguramente alguien la apartó del camino que seguiría. Así debía ser, proteger a nuestros seres más queridos del dolor de vernos en tal situación hacía que el castigo resultara más llevadero. Era casi un protocolo, uno siniestro, pero un protocolo, a fin de cuentas.
Sabía que Ana se había marchado junto a sus damas a una fiesta en la ciudad, por lo que me sentí un poco más tranquilo. En ese entonces, no entendía muy bien el sentimiento, pero no le di muchas vueltas al asunto. Había llegado a mi destino.
Entre el jardín derecho y la torre del homenaje se encuentra el antiguo cuartel de la guardia del castillo, ahora ruinoso y maldito. Estos se trasladaron antes de que yo naciera a una torre más ostentosa, en el ala sur, cerca de los aposentos del rey, dejando aquel edificio como un criadero de todo tipo de alimañas, así como el lugar predilecto para encuentros íntimos entre la población no esclavizada del castillo o, en el caso de mi familia, un lugar seguro y cómodo para entregarse al castigo. La fachada y estructura del viejo cuartel ofrecían un espacio tranquilo y sereno para proceder sin problemas. Antes de entrar, dirigí una mirada al cielo. El sol descendía implacable por el oeste, dejando tras de sí una amalgama de colores hermosos. Pensé en seguirle a donde sea que fuera, quizá junto al sol vería el mundo con otra perspectiva. Sin embargo, un fuerte dolor en mi abdomen me hizo recordar que no había tiempo que perder, por lo que entré al deteriorado edificio y ahí permanecí.
Después, no recuerdo con claridad lo que ocurrió. Mi mente pareció comprender que estaba a punto de hacer algo que desafiaba todo instinto de autoconservación. En ese instante, mi mente bloqueó todo pensamiento o conciencia, permitiendo que mi cuerpo actuara por puro instinto, guiado por la maldición que marcaba cada uno de mis pasos. Era sin duda, una bendición. Alguien debió de estar rezando por mí.
Aún conservo algunos recuerdos de lo que sucedió después de entrar al edificio. Persiste en mi memoria una habitación que se iluminó al entrar gracias a una luz perpetua. Su tenue brillo azulado me permitió contemplar el salón en el que recibiría el castigo. Manchas de sangre seca adornaban el suelo y las paredes de piedra, Como dije, mi familia suele frecuentar mucho aquella ruina. En lo alto, un candelabro deteriorado que bien podría haberse caído en cualquier momento y ahorrarme el suplicio.
Tengo presente el sabor amargo de las hojas de Bledden. Algún alma generosa había dejado al alcance de cualquiera un tarro rebosante de esa droga, la cual usan los guerreros Obledas al combatir, pues les hace inmunes al dolor durante el fragor de la batalla. Yo no tendría tal suerte, ya que no estaría invadido por el calor y la adrenalina del combate. En mi caso, me permitiría continuar con el castigo aun si perdía la conciencia. Si no moría por la pérdida de sangre o el trauma, la maldición se encargaría de acabar con mi vida si no concluía la tarea. Las hojas de Bledden me mantendrían consciente el tiempo justo, dándome más oportunidades de vivir.
Finalmente, recuerdo arrodillarme en el centro de la sala, lanzar al aire una plegaria y comenzar el castigo.
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dos partes en un dia, eso se debe a que esta historia esta por concluir. les deseo nuevamente un feliz San Valentin, y si votan y dejan su comentario me vendria genial, un abrazo.
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