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Parte 26 - Caín

Así como en cada generación existe un amo como Ana, compasiva y generosa, inclinada a procurar el bienestar de los míos, también existe uno como su hermano, el príncipe de Kenovia, más cruel y brutal que los demás. El tipo de amo que hace helar la sangre de todos en mi familia, incluyéndome. Sus órdenes son emitidas con odio, y al recibirlas, se puede sentir cómo la mano invisible nos empuja con una fuerza aún mayor de lo habitual, mientras las corneas arden como llamas desatadas. Desde que empecé a escribir, he procurado mantenerlo alejado de mi prosa, enfocando mis esfuerzos únicamente en ella y en todo lo que la involucra, sin embargo, temo ahora es inevitable.

Si me pidieras plasmar en papel el perfil del príncipe de Kenovia, sin duda sería bastante distinto a la imagen que se espera de un príncipe, como aquellos que habitan los sueños impetuosos de las niñas de la nobleza. Este príncipe en particular es más bajo de lo que se esperaría de alguien de su estirpe, heredando los rasgos distintivos de la familia real. Sus ojos son penetrantes y negros, rara vez dirigidos hacia abajo, su piel es pálida y su cabello, tan castaño como el de Ana, pero aún más rebelde, cae salvaje sobre su rostro, casi siempre ocultando el inquietante semblante que reside en él, uno que cambia según le convenga.

Al igual que con Ana, la maldición me impide llamarlo por su nombre, sin embargo, más por practicidad que por ánimos de honrarle, le llamaré Caín. Pues, así como al Bastión se le llama por distintos nombres, a su enemigo el rey demonio se le conoce por multitud de apelativos: Edniur, El adversario, El señor de lo profundo, y el nombre por el que solía llamarlo el santo San Ivar: Caín, el ángel caído.

Caín es el hijo mayor del rey de Kenovia, su heredero, seis años mayor que Ana. A diferencia de ella, su compromiso con la princesa de Tierras Altas siguió adelante, acompañándola en su regreso al norte para consolidar su unión ante los clanes y el resto de la casa Walker. Enarbolando orgulloso el sol dorado de su emblema allá donde va. Es popular entre las doncellas, admirado por sus semejantes, odiado por su pueblo y temido por mi familia.

Desde que tuvo edad para imponer órdenes, Caín no ocultó el deleite que le causaba el ver brillar los ojos de los Quill, incluso cuando la situación no lo requería. Todos hemos sido castigados por él más de una vez. Nadie olvida el incidente con su joven escudero, que ocurrió hace algún tiempo. El niño llevaba apenas unas lunas sirviendo en el castillo, sus ojos aún eran marrones. Tuvo la desgracia de ser designado como su escudero y, aunque hizo lo mejor que pudo, un descuido, que según la versión se trató de que no lustro sus botas o de no ensillar bien su caballo, llevó a que Caín le ordenara flagelarse con impetuosa severidad. Quizás las manchas de sangre que había en el flagelo lutpino y en la habitación oscura el día que yo mismo me sometí al castigo pudieron ser de él. Nunca lo volví a ver, era solo un niño. Cuánto miedo debió sentir...

También es conocida la crueldad que muestra hacia su propia familia. Al conde... le ordenó a su verdugo flagelarlo antes de ejecutarlo. Tal vez el infeliz lo merecía, pero era su tío, y hay límites que ni el más infame de los monstruos debería atreverse a cruzar. Un limite que no solo atravesó, si no que descubrió mas allá unos nuevos, y de los cuales no dudo en destrozar, y es lo que me lleva a recordar una de las primeras conversaciones serias que tuve con Ana, la primera vez que la vi llorar.

La razón de su partida del castillo a los siete años, el más cruel de sus fantasmas, que durante años la había sumido en la más cruda de las penas. No sabría decir si logró sanar o si en algún momento lo habría hecho. Conozco suficiente a las mujeres como para entender las profundas cicatrices que pueden dejar tras de sí tales experiencias. He trasnochado, he meditado si es sensato revelarlo en este escrito, pero si mi intención es dejar tras de mí un relato poblado de verdades, importándome poco dejar al descubierto tanto mis demonios como los de ella, Sería una injusticia no desvelar un crimen tan atroz perpetrado por aquel que debió protegerla en un principio. Caín, su hermano mayor, representaba lo que debía ser un vínculo inquebrantable, pero para él significó algo muy distinto.

Comenzó cuando ella cumplió los seis años, cuando aún corría descalza y semidesnuda por los pasillos, con una perpetua y angelical sonrisa grabada en su rostro, ajena a que su familia tenía esclavos o que fueran reyes de un país. Lo más hermosa que pudo ser, lo fue entonces, la estrella más brillante de un cielo carmesí poblado de soles, el orgullo de su padre, todos la amaban, y su hermano en particular, más que cualquiera, más de lo que se consideraría normal, rayando en lo enfermizo hasta desembocar en un lugar oscuro. Una noche, el demonio se apoderó del juicio de un adolescente Caín, quien empezó a irrumpir a escondidas en los aposentos de su hermana. Encontrando un sitio al lado de ella en su cama, ese día Caín le arrebató su infancia, y de paso perdió su propia humanidad, comenzando lo que fue un infierno para Ana, uno del cual no se atrevía a pedir ayuda para escapar. Conservo en mi memoria el dolor en su voz al hablarme de esto.

—Tenía miedo, Robin... —me dijo, su rostro empapado de lágrimas, nos hallábamos encaramados en la copa de un árbol en el bosque del trovador. Yo le escuchaba con la rabia burbujeando en mi pecho—. No me atrevía a hablar de ello con nadie, su presencia era como una sombra que se cernía sobre mí... Me sentía sucia, culpable. Hubo momentos en los que hubiera preferido...

No terminó la frase, no era necesario. Caín la había hecho pedazos haciendo uso de besos, caricias y palabras dulces. "Estaremos juntos siempre", "No hables de esto con nadie, hermanita, pues no lo entenderían". Era una situación perturbadora y enfermiza que duró más de un año. Caín había manipulado a su hermana para que no diera alerta de sus abusos. Pero, así como las aves encuentran su camino a través de un cielo tormentoso, Ana encontró eso que necesitaba para enfrentar al monstruo, algo que trasciende cualquier pensamiento o raciocinio. Al cumplir los siete años, ella aguardaba como de costumbre, temblando de pies a cabeza, rogando en la oscuridad al Bastión o a cualquier dios que pudiera auxiliarla. No había ningún dios en la habitación, solo Caín, quien había entrado con inusitada frialdad en la estancia, avanzando a través de los muebles, los juguetes de Ana contemplándolo desde sus esquinas. Se detuvo frente a su cama, deslizando la delicada cortina que la rodeaba. Nunca se había atrevido a mirarlo, pero esa noche lo hizo y me habló de su mirada. No encontró nada en ella, era como ver a los ojos a un personaje ilustrado en un retrato; no había vida en ellos ni mucho menos algo que se le pareciera al rencor, solo unas ansias maniacas por atacar y devorar a su víctima.

Ana me confió que, de no haber volteado, quizá el tormento hubiera durado más, pero algo en la forma en la que Caín la vio, hizo despertar en ella el más primitivo de los impulsos, envolviéndola en un escalofrió de muerte, una voluntad por sobrevivir que estalló en forma de un desgarrado grito que resonó en su habitación cuando Caín se abalanzó sobre ella. Forcejearon y pelearon; una sonrisa demente se asomó en el ensombrecido rostro de su agresor, lo que hizo que su grito alcanzara los oídos de los guardias, quienes la libraron de su hermano antes de que pudiera entrar en ella.

Lo que pasó después fue un suplicio. El rey llego a la habitación al escuchar los gritos de su hija, interrogándola después durante un día entero, mientras mantenía a su hijo preso en su torre. Las puertas de su aposento siendo resguardadas por guerreros de una compañía de mercenarios famosa en Kenovia, al ser todos ellos sordos y mudos. Los guardias que separaron a Caín de la princesa, que eran hermanos míos, fueron ejecutados en secreto para que no pudieran divulgar lo que sabían. Una orden de silencio habría bastado, pero el recuerdo viviría en ellos, y el rey pretendía borrar ese suceso para siempre, llegando incluso a tomar la decisión de enviar a su hija de siete años al extranjero, para que creciera lejos de su hogar y familia.

Así pasaron diez años en los que Ana recorrió el mundo llevando tras de sí una herida abierta que manchaba de sangre todo aquello que tocaba. Se volvió distante, la amargura acompañándola cual fiel confidente, su sonrisa y vivacidad convirtiéndose en el pilar que la mantuvo firme, el escudo que la protegió de sus demonios, quienes cada noche se hacían presentes en sus sueños. Ana cambió por completo sus perspectivas, siendo fría con sus semejantes, especialmente con los nobles, encontrando una afinidad especial por los miembros de clases más bajas, como bien podrían ser un hijo de curtidores, una anciana ciega, un médico abnegado...

Desarrolló una inclinación especial hacia mi familia, de la cual provenían aquellos dos guardias que, con valor la defendieron y protegieron, resistiendo las ordenes de Caín, yendo en contra de la maldición y resistiendo el dolor inhumano que ello conllevó, reteniendo al príncipe el tiempo suficiente como para que llegara su padre y el resto de los amos. Los recompensaron por su heroísmo con una cita con el verdugo... a ellos les entregó parte de sí. Viéndolos como eran. Por ello, existe en Ana un sentimiento de gratitud hacia mi familia, llevando consigo el principio de nunca tratarnos como esclavos, de no usar jamás la maldición, siendo que solo una vez la utilizó, y fue contra mí.

Al regresar al Reino y ver a su hermano una sola vez, bastó para discernir a través de su mirada la obsesión enfermiza que aún lo dominaba. Nada había cambiado, pero nunca intentó irrumpir de nuevo en su habitación. Sin embargo, si lo hubiera intentado, seguramente habría salido con varios huecos esparcidos como medallas en todo el cuerpo, pues Ana llevaba consigo siempre una daga atada al tobillo, por si acaso.

De vuelta en el torreón, el brillo en mis ojos quemaba con intensidad, a la par que sentía cómo mi cuerpo era comprimido violentamente contra el suelo. Aquel bastardo había dejado caer sobre mí la orden de tirarme al suelo y ahí permanecer. La desesperación y el miedo me habían llevado a resistirme, lo que provocaba que el brillo no cesara y la maldición machacara sin piedad mis entrañas. No fue lo más sensato, pero no tenía más opción. Caín había arremetido contra ella como una bestia desatada, tomándola por el cuello y arrastrándola lejos de mí. Vociferaba la peor sarta de improperios que jamás había escuchado, entre los cuales entendí las palabras "puta" y "desgraciada". Ana luchaba por liberarse del agarre, él la sujetaba con firmeza, tomando ventaja por su fuerza superior, taburetes y lámparas volando y cayendo allá donde forcejeaban, Percibí un aullido airoso seguido del sonido seco de algo estrellándose contra la pared, rematado con un alarido de dolor y un grito que demandaba silencio. No alcancé a escuchar más, pues el dolor de resistirme finalmente hizo mella. Poco me importaba, debía correr en su auxilio. Mas me temo que las fábulas mienten, los héroes no prevalecen ante las adversidades, encontrando al estar su amada en peligro una fuerza que no conocían para imponerse y salir en su rescate. La maldición me estaba destruyendo por dentro, gradualmente y sin pausa. Dejé de oponer resistencia, el brillo fue terrible, poco faltó para que salieran disparados mis ojos de sus cuencas. Dolía respirar, dolía en sí el hecho de estar consciente. La agonía no me abandonó al dejar de resistirme, sino que se arraigó y se abrió paso por cada fibra de mi ser, cual si fuera un incendio que se propaga en un trigal. Perder el conocimiento habría sido un alivio; sin embargo, me hallaba consciente y concentré todas mis fuerzas en recuperar el control sobre mi cuerpo, algo que, por supuesto, es imposible. Pero tenía que hacerlo posible, pues de a poco me llegó el eco de su llanto. Caín la había herido, y gravemente. Ahora le hablaba en susurros, en un tono sedoso y cargado de ternura. Una alarma resonó en mi cabeza, como si fuera la campana de una iglesia llamando a los fieles a rezar, o en mi caso, recordándome todo el daño que le había causado y estaba a punto de causarle. Logré ponerme de rodillas, con la mandíbula fracturada de tanto apretarla y un charco de sangre barnizando la alfombra donde mi rostro había sido sometido. Escupiendo sangre, giré la vista, las lámparas se habían apagado, la penumbra abrazando las paredes, y dos siluetas morando en la esquina. Una de ellas acuclillada, acercándose lentamente a la segunda, que estaba encogida contra la pared, estremeciéndose como loca, con el miedo reflejado en su rostro y un enorme cardenal creciendo en su mejilla.

Una fuerza superior al amor o a la galantería brotó de mi pecho, apoderándose de mí la fuerza que proviene de la ira, el odio... Me erguí, como un arco tenso, y me lancé sobre Caín con la furia de una flecha incendiaria.

—¡Aléjate de ella, bastardo! —grité, dando un traspié, colisionando contra una mesa que se hizo pedazos al caer sobre ella, derrumbándome, con esa fuerza milagrosa disipándose en el suelo junto con mi cuerpo, las astillas a mi alrededor, y aquel endiablado brillo reflejándose en mis ojos... Una orden susurrada fue suficiente, no hizo falta nada más.

Jamás será sensato para un Quill desafiar la maldición esclavizadora; hacerlo conlleva únicamente un castigo aún mayor, que puede ir desde enloquecer hasta morir de agonía. En aquel instante, me encontraba deambulando en lo primero y a poco de caer en lo segundo. Sentía la sangre como aceite hirviendo dentro de mi cuerpo. La orden consistía en no moverme de donde estaba y guardar silencio, lo que me hacía incapaz de retorcerme por el infame dolor, y en vez de un grito de mi boca salían entrecortados gemidos. Escuché cómo se acercaba a mí y también cómo ella siguió sollozante sus pasos, tratando de detenerlo. Otro impacto contundente y el sonido de algo desplomándose en el suelo, seguido de un silencio tan pesado como los pilares de una catedral, roto únicamente por el crepitar de las llamas de la chimenea y la temblorosa respiración de Caín. Él, apartando con bruscas patadas los trozos de mesa que reposaban a mis flancos, comenzó a dar vueltas a mi alrededor, una daga enfundada colgando de su cinto, dejando caer sobre mí un vendaval de maldiciones, acompañado por patadas directas a las costillas, intercaladas entre un insulto y otro. Ya no sentía los golpes, el brillo en mis ojos se fue apagando, no lograba discernir connotación alguna en los berridos que salían rabiosos de su boca. Una sensación que solo había experimentado una vez antes, durante mi castigo en las ruinas del viejo cuartel: una locura demencial quemaba hogueras en mi corazón, instándome a seguir resistiendo la orden. Tenía que levantarme, acabar con Caín y proteger a Ana. Sin embargo, los límites existen para respetarlos y mantenernos con vida, y yo había llegado al límite de lo que podía soportar. En medio de mi agonía, busqué con la mirada a Ana, anhelando verla una última vez antes de morir.

El pavor me cortó la respiración al no encontrar su figura en el lugar donde la escuché caer, perdiendo por completo el aliento al distinguir una ráfaga marrón y azul cruzar la estancia, rugiendo furiosa y empuñando algo que cortaba el viento con ferocidad, lanzándose sobre Caín. Los hermanos se enfrascaron en una pugna brutal, cuyos salvajes gritos resonaron en la estancia junto con el retumbar de los muebles cayendo al coincidir con el violento forcejeo.

Agucé el oído y, con esfuerzo, giré mi cuerpo hacia el oscuro techo. Mi respiración era una ventisca aullante, mientras el temblor en mis brazos y piernas amenazaba con abrir un hueco en el suelo. La imagen borrosa de lámparas y objetos volando, formando ángulos extraños al pasar sobre mí, acrecentaban mi aflicción, mas ya no era capaz de oponer resistencia, hasta que a uno de mis flancos llegó el zumbido de algo metálico chocando con el suelo, y al otro lado de la estancia una secuencia de brutales choques contra la pared y de algo cayendo descuidadamente sobre la cama. El silencio se apoderó de la habitación una vez más y un sudor tan frío como el aliento de un espectro me invadió, despojándome del color en mi piel al percibir el murmullo de la tela siendo rasgada y resistiéndose con todas sus fibras, seguido de un zumbido continuo, suave, agudo, terrible... que concluyó con un lamento de angustia que se fundió con el mío, acallado por una arremetida feroz y violenta que estremeció las patas de la cama, replicada con un grito de dolor que desgarró el aire en la habitación y parte de mi alma. 

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Si hay un dios en este mundo, en definitiva no esta morando en esa habitación.

déjame un comentario, me interesa conocer tu opinión, ya solo faltan tres capítulos de los cuales me faltan por escribir tan solo 2.  


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