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Parte 24 - Qué falta me has hecho.

Escuché la puerta cerrarse tras de mí, sumiéndome en la penumbra total. Apenas consciente del espacio en el que me encontraba, más oscuro incluso que la celda en la que resido. Me quedé inmóvil, sin saber si moverme o no, como si el suelo frente a mí pudiera desaparecer en cualquier momento, dando paso a un abismo sin fondo. Un sentimiento indescriptible, hasta que me di cuenta de que era incapaz de apartarlo de mí: era miedo lo que sentía.

El aire en aquel lugar era pesado, un espacio carente de ventanas al exterior, lo cual era de esperarse, ya que es uno de los edificios más antiguos del castillo, erigido para servir de fortaleza, escatimando en cualquier lujo intrascendente, de los tiempos en los que los señores del reino luchaban por mantenerse en su poder, y mi familia aún lucía orgullosa un solitario león rampante en su emblema.

Luego de unos instantes reuní valor y di un par de pasos hasta detenerme al aguzar en la penumbra un débil suspiro, que me atacó con la guardia baja, haciéndome exhalar con añoranza al tiempo que una luz blanca se manifestaba repentinamente en la habitación, seguido de otras más que se hallaban a los costados de esta. Cerré los ojos y con mis manos me protegí del resplandor. El cuarto se iluminó, en más de una forma, pues al acostumbrarse mis ojos a la luz, alcancé a distinguir su figura en el extremo opuesto de la habitación, sosteniendo en sus delicadas manos una lámpara de luz perpetua, la cual comprendí que, mediante un hechizo vinculante, al encenderse, todas las demás también lo hicieron.

—Hola, Jenny —farfullé, intentando mantener la compostura. Ella no respondió de inmediato, mirándome como si lo hiciera por primera vez, evaluando si era prudente confiar en mí o no. Por mi parte, no sabía si sería sensato hacerlo, no se apartaba de mi mente la imagen de mi hermano, guardando con cuidado sus dientes en un pañuelo, dejando de lado la culpa. No sé cómo no percibí las intenciones de Ivar desde el principio; fue como con Ankel, de nuevo, alguien más estaba decidiendo mi camino. Pero al tener a Ana frente a mí, decidí que, esta vez, no me importaba.

—No te enojes con él, yo se lo pedí. —añadió en un tono seco y desprovisto de su usual fogosidad, como si hablara luego de días enteros llorando.

—Esa petición llega un poco tarde, princesa.

Bajo la mirada, decepcionada y yo: avergonzado repliqué el gesto, alzando la vista como pude y enfrentándola, la vi posar la lámpara blanca que tenía en las manos en un taburete cercano. Nos encontrábamos en un cuarto de huéspedes, sus paredes húmedas de piedra desprovistas de tapiz nos rodeaban en un espacio reducido, a medio camino entre un arrabal y un aposento a duras penas digno, pero bien amueblado, con su chimenea, cama, mesas y taburetes, alineados eficazmente por todo el lugar. Y como no, el sol dorado y carmesí de la casa real dominando la estancia en un inmenso estandarte colocado en el extremo de esta. Frente al estandarte, ataviada con un vestido azul con encajes marrones exquisitos, mantenía las manos apretadas una contra otra, erguida en una pose tan rígida que nada habría de envidiar a la más regia de las estatuas. Se había cortado el cabello, donde antes se encontraban sus largos bucles marrones, ahora lo ocupaba una melena azabache que caía en descuidadas ondas en sus hombros y ya no sobre estos. En su rostro proliferaban toda clase de manchas acompañando sus mejillas hundidas y unas ojeras casi tan marcadas como las mías. En sus ojos no había luz, sino una opacidad inquietante, todo ello acentuado en una expresión de profundo desconsuelo. Y es que al igual que yo, me observaba detenidamente, contemplando el daño del tiempo y las consecuencias de portar un alma a la que le falta una de sus partes. Ninguno de los dos era el mismo.

—Eres hermosa —pronuncié de repente. Ella soltó una risita que, escuchada por un tercero, habría parecido un sollozo, pero para mí, que la conocía, sabía que era una risa de alivio, al percibir en mis palabras el eco de la sinceridad. Y es que Ana era hermosa, y solo un necio podría expresar lo contrario.

—Tardaste mucho en venir, seguro te busco por todo el castillo — comentó, conservando la sonrisa, en un tono que se parecía más al de ella.

—No dudo que sí lo haya hecho. Me encontraba en el último lugar donde yo me habría buscado.

—¿Y qué lugar sería ese? — inquirió, relajando las muñecas y balanceándolas por un momento, para luego ocultarlas tras la espalda en un movimiento ansioso. Contuve un suspiro. En ese segundo en que alcancé a ver sus manos, me percaté de lo maltratadas que estaban sus dedos y uñas, la marca de una dama distinguida son sus manos impolutas, y al tener Ana las suyas en ese estado era el equivalente en una noble a buscar aliviar su pena infligiéndose cortes graves en los brazos.

—En el estanque —respondí, tratando de alejar aquellos ruines pensamientos.

—¿Así? ¿Pediste un deseo?

—¿Por qué otra razón estaría allí?

Su sonrisa se amplió, provocando que la mía también lo hiciera. Sin darnos cuenta, ambos habíamos reducido la distancia entre nosotros, a base de pasos cortos y vacilantes, del tipo que das al abordar un barco a la par que divisas una tormenta mar adentro, en un acto que requiere no solo valor.

—¿Y se cumplió?

No alcancé a responder, pues cerré aún más el espacio entre nosotros, a largas zancadas, encontrándola en el camino, chocando nuestros labios en un beso. Frenético y cargado de algo más que solo amor, el tipo de sensación que te hace olvidar que necesitas aire para vivir, y que te lo recuerda al último momento, dejándote vacío y desconsolado al separar tus labios de los de ella, devolviéndote la vida con una bocanada para encontrarte con ella de nuevo, y así por largo rato hasta que el aliento los abandona a ambos, para terminar abrazados sin distinguir dónde comenzaba ella y dónde tu.

Fue el momento más feliz de mi vida, uno que llevaré conmigo para siempre.

—Qué falta me has hecho... — admitió sollozando, aferrándose con fuerza a mí. A diferencia de ella, yo no tuve el coraje para expresar lo que sentía en palabras, así que repliqué en forma de más abrazos y besos, apreciando la sensación de su contacto como nunca. Su cuerpo era más pequeño de lo que recordaba, había adelgazado demasiado, y de nuevo el sentimiento de culpa me engulló. Sin embargo, solo bastaron unas cuantas palabras más de su parte para liberarme de sus fauces y reposar tranquilo en sus brazos. Por segunda vez ese día, sentí que alguien más cargaba mi peso, Y así nos quedamos, abrazados, balanceándonos de un lado a otro, como en un baile sin tonadas, por más tiempo del que pareció y menos de lo que los dos hubiéramos deseado.

Seguidamente, reducimos la cercanía entre ambos, manteniendo nuestros brazos entrelazados mientras nuestras miradas se encontraban. Con delicadeza, me incliné, acariciando su mejilla con ternura antes de volver a unir nuestros labios.

—Entonces...—comenté, apartando un mechón negro de su rostro y colocándolo detrás de su ojera. —El príncipe del invierno, ¿no?

Bajó la mirada, ocultando su rostro de mi vista, aferrándose a mi pecho.

—He escuchado que Winterland es la ciudad más hermosa del mundo —continué, dejando que el despecho hablara, ignorando conscientemente a la razón—. He leído que sus luces danzantes brillan noche y día en sus cielos. Se dice que Wintdairest, el castillo del invierno es la fortaleza más grande en occidente. También he oído que...

—Basta... —masculló, apartándose de mí y dándome la espalda con los brazos entrecruzados.

—Lo siento... es solo que...

—Lo sé.

Se volvió para mirarme, la media sonrisa que me dedicó habría calentado el corazón de un Hijo Del Invierno, y en mi caso, apaciguó mi ansia enferma de ser cínico; era la primera vez en meses que nos veíamos, no había lugar para tales frivolidades.

—Veo que la noticia se ha esparcido rápido.

—En Kenovia, los rumores vuelan tan rápido como las aves, y puede que incluso más, — comenté, ratificando ella mis palabras con un asentimiento. —Aunque de los nobles que supuse serían considerados como prospectos, el heredero del Rey Del Invierno es el último que habría imaginado, por toda esa basura de la pureza de sangre, de descender de un semidiós y la autoridad sobre el extraño clima de norte y esas cosas.

—Ya te lo había dicho, el rey Sol ha cambiado la postura de su país en el mundo.

—Cierto, de él me has hablado mucho. Pero de su hijo me temo que no, ¿lo conoces siquiera?

—No podría decir que lo conozco... —No se me hizo ajena la forma en la que frotó sus manos contra sus brazos; El frío de la noche se había colado entre los muros del torreón, que, a diferencia del resto del castillo, carecían de la protección mágica que los envolvía, permitiendo que el gélido aire abrazará las paredes como en cualquier otro edificio de la baja nobleza. Sin dudarlo, me encaminé a un costado de la estancia donde la chimenea me esperaba. Al tiempo que le escuchaba compartir una superficial explicación sobre el príncipe Benjan del Reino del Invierno, al ella terminar, comprendí que sabía tanto de su futuro marido como un sordo sobre las escalas de un laúd.

—Tendrás que usar el collar de protección cual si fuera un sacro relicario, — comenté dejando de lado el tema de su prometido, deleitándome con su risa mientras me posicionaba de cuclillas frente a la chimenea, encendiéndola en menos de lo que tardó ella en parar de reír. Al chocar la luz del fuego con la blanca perpetua, esta se redujo en intensidad, algunas lámparas apagándose por completo, dejando que el calor del fuego creara difusas y vibrantes sombras en las paredes. Me incorporé y, calentando mis manos, añadí, —Dicen que te vas mañana...

La escuché suspirar mientras se encaminaba a uno de los taburetes en la estancia, sentándose y con un gentil ademán invitándome a hacer lo mismo en uno frente a ella.

—No esperaba que fuera tan pronto — declaró, desviando su mirada, lo que comenzaba a inquietarme. —Aun no me siento preparada para esto, pero he pospuesto el momento por demasiado tiempo. — Tomé sus manos y las acuné sobre las mías. Por su tono fue sencillo comprender que no hablaba precisamente de su compromiso. —Quería hablar contigo, Robin —concluyó, confirmando mis sospechas, soltándose suavemente de mi agarre, para luego sostener con firmeza mis palmas, entrelazando sus dedos en los míos, gesto que supe interpretar como un mensaje de igualdad; ella no estaba ahí para llorar en mis brazos.

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 han vuelto los capítulos cortos, comprendo que 3k de palabras(al menos en este formato) puede llegar a ser un tanto repelente de leer, por lo que procurare no pasarme de las 2k de palabras, algo que espero ayude a que disfruten mi historia de mejor forma, les agradezco por hacer que esta canción alcance las 1500 lecturas. los leo pronto, un abrazo.

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