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Parte 22 - Un incendio en el cielo.

Al entrar, fui abordado por ella; sus brazos rodearon mi cuello antes de que pudiera reaccionar. Cerré la puerta tras de mí, mientras presionaba furiosamente sus labios contra los míos en un beso urgente y desesperado. Luego se separó y encontró refugio en mi pecho, empapándome con su llanto, aferrándose con fuerza y pronunciando en ahogados sollozos un sinfín de cosas que apenas entendí, pues el dolor de los latigazos aún me atormentaba.

La reconforté como pude, ignorando el dolor que me invadía al ser mis heridas presionadas por ella. Estaba claro que no era momento de hablar, así que permanecimos en silencio. Nos encontrábamos en una habitación pobremente iluminada por una solitaria ventana, estrecha y alargada, con una amplia variedad de muebles cubiertos por sábanas que a su vez estaban tapizadas por gruesas capas de polvo. El techo se perdía en las sombras, y las paredes desnudas acompañaban la desolación del lugar. Todo estaba abandonado y olvidado, excepto un pequeño lecho en el centro de la estancia, donde Ana y yo solíamos encontrarnos en la oscuridad.

Apretando los dientes, la levanté en brazos y la llevé al lecho. Con cuidado, la dejé ahí, para luego levantarme y buscar poner distancia entre ambos. Sin embargo, ella me tomó de la camisa y me arrastró junto a ella, abrazándome con aún más fuerza. Todo dentro de mí me gritaba que fuera firme, valiente, que buscara en mí la fuerza estoica que requería. Estaba ahí para terminar con esta locura, tal como se lo prometí a Ankel y a mi familia. Sin embargo, el corazón no me lo permitió, pues antes de que pudiera oponer resistencia, ya la había atraído aún más cerca de mí, y ahora la mantenía a resguardo en mi regazo, sus lágrimas mezclándose con las mías. "Un momento más", me dije, "permítete un momento más". Dejé escapar un suspiro; esto no iba a ser fácil.

Se quedó dormida abrazada a mí, como de costumbre, aprisionando mi torso con sus piernas, con la cabeza reposando sobre mi pecho, siendo arrullada por mi respiración y el latir de mi corazón. Mientras tanto, yo permanecí despierto, procurando relajar mi cuerpo lo suficiente para que Ana no percibiera mi tensión. La sostenía cerca de mí, empapándome de ella, con dulzura, como si fuera un tesoro que deseaba proteger, pero al mismo tiempo experimentaba una desesperación agonizante, como la de quien se aferra a un madero en medio del mar. Si Ana hubiera sido capaz de leer mi mente, seguramente se habría horrorizado al escuchar el angustiante aullido que resonaba en mi conciencia.

—Robin, el tambor que siento en tu pecho no me deja dormir —dijo, incorporándose y cruzando las piernas—. ¿Qué sucede?

En un acto de traición, mi corazón decidió ignorar mis deseos y latió desbocado en mi pecho, alarmando a Ana. Solté un suspiro y me senté, enfrentándola. El momento oportuno no había llegado, pero esto era algo muy similar.

—Tenemos que hablar —, dije, mirándola a los ojos.

¿Cómo se veía el cielo momentos antes de que le prendiera fuego? Habría apostado las cadenas del león de mi emblema a que se asemejaba a ese lúgubre cuarto, con ella reposando feliz en mis brazos, mientras yo debatía internamente si me lo merecía o no.

La discusión que siguió fue de lo más doloroso que he enfrentado; gustoso la habría cambiado por unos azotes. Ella no comprendía, luchaba y se aferraba, al igual que yo en aquel carromato.

No recuerdo sus argumentos y aún menos los míos, tampoco retengo los insultos; el daño fue tal que agradezco al Bastión haberlos borrado de mi memoria, y doy aún más gracias por haber olvidado los que yo proferí. Aún no me recuperaba de los azotes ni de la resaca, pero estoy seguro de que las palabras "estúpido esclavo" pudieron o no casi escaparse de sus labios. Sin embargo, puede que solo hubiera tenido el impulso, y en lugar de ello pronunció algo parecido a "tienes suerte que te ame, sino haría que saltaras por esa estrecha ventana". Y, a su vez, para mi vergüenza, estoy casi seguro de haberla llamado "maldita loca", lo que creo terminó de propagar el incendio en el cielo.

Conservo su mirada grabada a fuego en mi conciencia, que pasó de la tristeza y confusión a una rabia intensa y desatada, casi tan peligrosa como la mía propia, tal vez más. Incluso temí que mis ojos iluminaran el oscuro cuarto.

Nos habíamos puesto de pie, desplazándonos de una esquina a otra, trazando irregulares círculos por toda la habitación, como dos fieras a punto de despedazarse, siendo este nuestro campo de batalla. Abordamos el tema de Ankel, el ariete que terminó destrozando la puerta que protegía la esperanza de salir ilesos de aquella contienda.

―Sabes que, si no te casas con él, con otro sí que lo harás, no hay forma de evitarlo. ―expuse entre jadeos, con las mejillas hinchadas y enrojecidas, recordando las palabras de aquel bastardo de blancos cabellos. Toda la discusión me la pasé maldiciendo en silencio su nombre y su casa.

― ¡Deja de sentenciar mi futuro y mi vida de una puta vez, Robin Draven Quill! ―chilló apretando los dientes, cruzándose de brazos, ansiosa, conteniendo el impulso de abofetearme otra vez, como lo había hecho en tres ocasiones en los últimos minutos... tenía por costumbre llamarme por mi nombre completo al hallarse fúrica, más las cachetadas y maldiciones eran algo nuevo, señal clara del límite que la obligué a traspasar ―. No me casaré con él, padre deshizo el compromiso.

Abrí mucho los ojos, atónito, tanto que mi respuesta a continuación no fue ni siquiera en palabras, sino algo parecido a una exhalación con una fuerte entonación, semejante a una interrogante mal formulada.

—Como oíste, ya no me casaré con Ankel Walker —, continuó, reprimiendo mucha de su rabia.

Procedió entonces a narrar lo acontecido tres y medio días atrás, durante el banquete, el príncipe de Tierras Altas irrumpió en el salón del trono como un loco desquiciado. Insultó a la mitad de los nobles presentes y propuso ideas impensables a la otra mitad. Lanzó golpes a varios amos, provocando altercados y riñas entre las casas de Kenovia y Tierras Altas. En un momento de total desfase, Ankel se atrevió a besar en los labios a la tía y a la madre de Ana. Su hermano intentó detenerlo torpemente, recibiendo un golpe en el rostro con el pomo de su propia espada después de intentar atacarlo a traición. La situación casi desembocó en un combate en medio del salón, convirtiendo la noche en un caos absoluto. Afortunadamente, el mago supremo intervino y puso fin al conflicto. Sin embargo, como resultado de los disturbios, el rey de Kenovia decidió expulsar a Ankel Walker del castillo esa misma noche.

—Mi compromiso con Ankel Walker ya no existe —, concluyó contemplándome con una expresión inescrutable, como la de quien no está seguro de celebrar o empezar sin demora a prepararse para la adversidad.

En contraste, yo mantenía una expresión de total desconcierto en mi rostro, con la mirada fija en el suelo y la mano apoyada sobre el respaldo de una antigua cama cubierto por sábanas. Revivía en mi mente la imagen de Ankel en el carromato, el eco de su voz resonando en mis pensamientos, mientras indagaba en todo lo que me había dicho, buscando frenéticamente una respuesta. De todas las locuras que lo creí y aún creo capaz de cometer, aquello fue lo último que se me pudo ocurrir. Aunque el príncipe había dado al menos el doble de tragos a la petaca que yo, no había en Kenovia persona más sobria y lúcida que Ankel Walker aquella noche. Sabía perfectamente lo que hacía, y su objetivo estaba más que claro.

—Robin...—, comenzó, bajando el tono y posando su mano sobre la que yo mantenía en el respaldo. —¿Hay algo que quieras contarme? ¿Qué pasó en el bosque?

Solté un suspiro, que pareció un grito angustiante al mi voz quebrarse al dejarlo escapar. Ana me reconfortó, sosteniendo mi cuello y envolviéndome con sus brazos. Me dejé llevar sin ofrecer resistencia. Quería ser sincero y contarle todo. Sin embargo, la verdad se mantenía agazapada en mi interior, renuente a dejarse ver, y no entendía muy bien la razón. Hasta hoy que comprendo que era mi orgullo magullado. Incluso un esclavo maldito conserva algo de ello. Ankel me tuvo bajo su poder más de lo que cualquier amo en toda mi vida. No guardo rencor, pues era necesario, aun así, fue un golpe difícil de superar, un embate que dejó ver sus secuelas tiempo después. Ya sin el estupor, dejando tras de sí únicamente vergüenza. Y por esa razón, no dije nada, y ella lo comprendió.

—Está bien... — continuó, acariciando mi cabello —lo hablaremos después.

Solté otro suspiro, no habría un después para nosotros. Me liberé de ella con toda la delicadeza de la que fui capaz, luego la miré, ya sin intenciones de huir.

—Es lo mejor, Jenny. Lo mejor será acabar con esto.

—Robin —dijo, buscando acortar la distancia entre nosotros y yo impidiéndoselo al retirarme a la esquina opuesta de la habitación, con el corazón destrozado pero decidido—, por favor, lo que sea que haya pasado en el bosque, funcionó. Ya no me casaré con él, ahora podremos...

—¿Podremos qué? —le interrumpí en tono mordaz—, ¿seguir viéndonos en secreto hasta que tu padre consiga otro marido para cazarte con él?, ¿o hasta que alguien nos descubra y todo esto —apunté con el dedo a ambos— se vaya al carajo?

—Podremos estar juntos —dijo, apretando los labios, conteniendo un sollozo—. Podríamos huir... Robin, muy lejos, donde nadie pueda encontrarnos.

Aún hoy no sabría decir cómo me las arreglé para contenerme y no cruzar la habitación a largas zancadas para reconfortarla, estrechándola contra mí lo más cerca que pudiera. Quizás el amor fue... Lo que más deseaba era que se liberara del riesgo de tenerme en su vida, y salvarla del dolor de amarme y con ello tener que casarse con otro. Fracasé en ambas...

—Lo nuestro fue un sueño y nada más —decía con la voz quebrada, contemplando su rostro impasible, como el de las musas esculpidas en el jardín. La conocía lo suficiente para entender lo falsa que era su expresión y el verdadero sentir que tras este se escondía—. No podemos huir, jamás te haría eso. Tu padre y hermano no se detendrían nunca. Viviríamos huyendo, le ordenarían a toda mi familia darnos caza hasta encontrarnos.

Ana apretó aún más los labios, sus ojos negros resintiendo las lágrimas no derramadas. No me había detenido a apreciar lo hermosa que era, y quizá por primera vez desde que la conocí, lo hice de verdad. Ya no idealizándola como en aquel baile, sino viéndola tal como era en realidad. Su cabello cayendo en ondas marrones por sus hombros, su nariz pequeña, y aquel extraño hoyuelo que se le formaba en la mejilla izquierda, oculto en aquel momento, pues aparecía solo cuando ella sonreía. Estaba ataviada con su más modesto vestido azulado, el cual se abrazaba a su cuerpo con un cariño que parecía irreal. Al igual que el resto de los Quill, las modistas de mi familia habían llegado a amarla, y eso se reflejaba en sus vestidos. Fue en ese momento cuando sentí más amor por ella que nunca, y ese amor me dio el coraje para resistir.

—Yo te ordenaría que me mantuvieras a salvo —farfullo con voz apenas audible—. Te ordenaría que me llevaras al otro lado del mar de zafiros, lo más lejos que puedas de Kenovia. Te ordenaría que no te fueras jamás de mi lado.

—No lo harías.

—Lo haría.

—A veces desearía que pudieras —declaré, sorprendiéndome al darme cuenta de que era verdad.

—¿Cómo te atreves? —musitó, dolida y decepcionada, casi a partes iguales.

Fue demasiado. Si seguía con este ritmo, no iba a ser capaz de continuar, y solo le haría más daño. Creyendo que ya no había más por decir, me encaminé como pude hacia la puerta, pasando junto a ella sin detenerme. Todo en mí rogaba que huyera de aquel lugar. Tenía mi mano en el picaporte, pero su voz me detuvo antes de que pudiera salir.

—Robin, no te vayas... quédate.

Solté el pomo de la puerta y mantuve los ojos cerrados por un momento antes de girarme y enfrentarla. Aquello no fue una orden, pero habría facilitado las cosas si lo hubiera sido. Nos quedamos viéndonos, sus ojos clavados en los míos. Desde la estrecha ventana se alcanzaba a ver el sol descendiendo, acunando sus dorados rayos en un cielo adornado de estrellas. En ese instante, me pregunté si tendría el valor de alzar la vista de nuevo y arriesgarme a ver su estrella brillando para mí desde el sur. Pensé en los besos que no le di, las historias que aún no me contaba, las risas que aún no escuchaba. Las canciones que aún no le cantaba... Al verla, supe que ella tenía lo mismo en mente. No necesitábamos palabras; aquello era una despedida, una de las peores cosas que existen. Fue extraño; ninguno de los dos lloraba, pero ambos estábamos destrozados.

En silencio y con el alma hecha pedazos, abrí la puerta sin que ella me detuviera y salí de la estancia sin mirar atrás, dejando a mis espaldas un cielo consumido por las llamas.

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Esta sin duda ha sido la escena más difícil que he escrito. Al borde de las lágrimas estuve varias veces, y aún lo que falta... Déjenme sus comentarios y voten. Lo aprecio muchísimo. Gracias por el apoyo como siempre y nos leeremos pronto.

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