parte 10 - A pocas horas de mi ejecucion.
Diría que fue durante los días posteriores a mi recuperación que tanto ella como yo aceptamos esos sentimientos y los vimos tal como eran en realidad, sin ofrecer resistencia a lo que se convirtió después. Quisiera decir que me arrepiento, pero estaría mintiendo, y confío en que no juzgarás las tonterías cometidas por un par de jóvenes enamorados. Uno no decide a quién amar, pero sí a quién proteger, y me avergüenza confesar que no fui firme y fallé en cumplir con lo segundo.
Aún hoy solo puedo aferrarme a la idea de qué habría pasado si, en el momento en que ambos esclarecimos esos sentimientos, hubiéramos dejado de lado ese amor y seguido adelante, procurando no coincidir en los pasillos ni perdernos en las torres, esperando encontrarnos con el otro. Aquello hubiera sido lo más juicioso, pero ninguno de los dos hizo caso a la razón. Esa vocecilla extraña y molesta, que, a diferencia del honor, te mantiene con una perspectiva realista y objetiva, y en la mayoría de los casos, aún con vida.
Sin embargo, sumidos en la vorágine de la pasión y la juventud, optamos por ignorar las advertencias del sentido común. Por mi parte, desoyendo también los consejos de mi madre, quien no era ajena a lo que ocurría entre la princesa y yo. Ella estuvo presente cuando, en secreto, la princesa la mandó a llamar a sus aposentos. encontrándome convaleciente en su cama. Acompañado por algunos hermanos muy cercanos, quienes me trasladaron ágilmente a mi habitación la quinta noche luego de mi castigo. Fue entonces cuando Ana, finalmente, permitió que me apartaran de su lado
Mi madre no descargó sobre mí una avalancha de juicios, pero a diario encontraba sutiles advertencias en la forma en que me abrazaba y me besaba, como si fuera la última vez que lo haría. Pobre de ella, no quiero imaginar el daño que le hace saber que me encuentro cautivo, esperando mi muerte. Ella me enseñó a rezar, me habló durante años de lo bueno que es el Bastión, de que, si le rezo con fe a alguno de sus santos, me responderán. No he orado una sola vez desde que estoy aquí, pero hoy fue distinto.
Hace apenas unas horas, un sacerdote de la fe irrumpió en mi celda. Era una figura extraña, envuelta en una túnica blanca que reflejaba la débil luz del pasillo, con un sacro relicario colgando de su delgado cuello. No portaba pan ni vino, sino el sagrado libro del Bastión en una mano y un pequeño banco de madera en la otra. Al adentrarse en mi lúgubre morada, se sentó en el borde del banco, manteniendo una distancia notable, como si temiera ser contaminado por mi presencia.
Sus palabras resonaron en la penumbra, llenas de un fervor religioso que no lograba penetrar en mi desolado espíritu. No recuerdo su nombre, probablemente uno de esos difíciles de pronunciar que caracterizan a los seguidores del Bastión. Recibí sus bendiciones y cánticos con indiferencia, consciente de la futilidad de sus palabras en un lugar tan sombrío y desesperanzado.
—Canon conoce tu corazón, hijo mío —, musitó con indulgencia el sacerdote.
—De ser así, compadezco a ese dios del que me hablas —respondí con un tono áspero, cansado de tanta retórica vacía.
Un silencio incómodo cayó entre nosotros, roto solo por el susurro de las páginas al pasar y el incesante golpeteo de mis nudillos contra el suelo, componiendo la misma melodía: —toc, toc... —. Extendió hacia mí el libro sagrado en un gesto de respeto a su fe, pero lo rechacé con firmeza. Sabía muy bien por qué había venido: era la tradición que los condenados como yo recibieran la visita de un sacerdote del Bastión antes de su ejecución.
Sin duda, mi madre debió intervenir en este caso. Supongo que le brindará consuelo y resignación saber que en mis últimas horas encontré en mi corazón la gracia del Bastión, un don que me ha eludido desde que mis ojos brillaron por primera vez. ¿Qué tipo de plan o gracia puede tener Canon con un Quill? Pero de alguna manera, muchos en mi clan encuentran en la fe un refugio.
Luego de superar mi impetuoso intento de alejar al sacerdote, entablamos una charla a duras penas, siendo la primera vez en días que hablaba con otra persona. El tono de mi voz me parecía extraño, como un lamento entrecortado, y las miradas de compasión del sacerdote lo confirmaban. Él apenas hablaba mi idioma, así que decidí probar en Ivares, su lengua materna. Para mi sorpresa, mis palabras resonaron con inesperada fluidez, a pesar de lo dispersas que estaban mis ideas.
Me contó la historia de San Ivar, de cómo un hombre común y corriente, pero con fe, se enfrentó al rey de los demonios, y a pesar de morir en el intento, su sacrificio significó la victoria en una guerra universal. Me habló de Canon, de cómo tiene un plan para todos, compartió conmigo los distintos nombres por los que se le conoce: dios, Canon, el Bastión, Isabem y un largo etcétera.
En un punto sacó de su túnica una pequeña vela que se encendió al agitarla suavemente, iluminando mi oscura celda con un brillo tenue que acompañaba irregulares sombras en las paredes. A mi parecer, una lámpara de luz perpetua habría sido más práctica, sin embargo, un hombre de fe como él jamás aprobaría tal cosa, ya que al ser la luz perpetua una invención mágica, los creyentes la ven como una blasfema imitación de la luz emitida por el fuego, el cual fue el primer tesoro que Canon le obsequió a la humanidad.
Abrió de nuevo el libro y se detuvo en la mitad del tomo, donde sabía que se hallaban los proverbios, recitó algunos para mí, dándome cuenta de inmediato de que su Legendarius no era del todo bueno, pues pronunciaba mal las palabras y revolvía las ideas, dando como resultado algo que muchos creyentes letrados considerarían un discurso blasfemo. De no haberme enseñado Ana a hablar la lengua sagrada, me habría parecido que el sacerdote había recitado un bello pasaje del libro, y supongo que él contaba con que yo no le entendía, pues no le di señal alguna de lo contrario.
En cambio, le pedí sostener el libro un momento. El hombre me contempló con cautela antes de ofrecérmelo, mostrando cierta resistencia a la hora de soltarlo. Ojeé las páginas, las cuales eran de un pergamino de calidad similar a las hojas que mantenía ocultas entre los yerbajos de heno. Me detuve en algún pasaje al azar, uno en el que se detallaba una historia de redención entre un ángel caído que se hallaba de vuelta bajo el cobijo de su padre, el Bastión. Comencé a leer, el Legendarius es una lengua hermosa, agradable de escuchar, por lo tanto, poco importa lo que digas, ya que todo tendrá aquel tono solemne que cautiva el oído de los crédulos, y por la forma en que mi interlocutor me observaba, entendí que recitaba de manera excepcional.
De repente, casi sin darme cuenta, pasé una de las páginas y me encontré no leyendo, sino recitando de memoria una receta casera para aliviar el estreñimiento. El sacerdote no pareció darse cuenta e incluso me atreví a agregar más ingredientes al imaginario menjurje mientras él asentía con la cabeza y pronunciaba de vez en cuando un canto de fe. Para rematar, sostuve el libro con una mano y con la otra hice graves ademanes, como si estuviera en medio de una predicación o una exhortación, pero en realidad me hallaba enumerando los pasos para aplicarse correctamente el remedio, para finalmente concluir con algo que solo podría traducirse como: "ahora ve y caga en el primer árbol que encuentres".
El sacerdote, conmovido por mi sermón, me dedicó unas graves reverencias, afirmando que de ser distinto mi destino, me habría llevado con él a la ciudad sagrada de Dantorin, y me habría presentado al Primer Capellán. Contuve el impulso de rodar los ojos, pues dudaba que aquel medio sacerdote conociera al líder de la iglesia de Canon. Mi blasfemia habría sido suficiente para sacarle una risa al más estoico de los Hijos Del Invierno, sin embargo, al burlarme de lleno de la fe de aquel hombre, solo me vino a la mente la risa de Ana, lo cual significó un inmenso dolor que se reflejó en un incontrolable torrente de lágrimas que el sacerdote interpretó, con que dios finalmente había tocado mi corazón.
El hombre se acercó a mí, puso su mano en mi hombro, y entonó una canción de fe, una que solía cantarme mi madre. Más lágrimas salieron, y el sacerdote se arrodilló a mi lado, y empezó a rezar por mí. Puede que aquel hombre fuera un fanfarrón en ciertos aspectos, más sus súplicas eran sinceras, conmoviéndome e inspirándome a hacer lo mismo, rezando de corazón. Al final terminó llorando conmigo, hasta que uno de mis hermanos nos separó bruscamente, ya que la visita había concluido.
Antes de irse, el sacerdote me miró, y pronunció en voz baja algo en la lengua sagrada, que a duras penas supe interpretar como "Que la paz te envuelva en tu travesía hacia lo desconocido", y se fue, dejándome a solas en la oscuridad, con una vela consumida y el corazón todavía más.
Con su partida, ahora soy plenamente consciente de que solo me quedan un par de horas, y hay demasiadas cosas que aún quisiera contarte. Dejando de lado muchas ocasiones en las que mi relación con Ana se vio fortalecida o, en cambio, puesta a prueba, creo que podemos obviar esas anécdotas y retroceder seis meses atrás, cuando todo comenzó a irse paulatinamente al carajo.
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chales, estamos a pocos capitulos de concluir, y que mejor forma de hacerlo que blasfemando en contra de una religion fictisia :o te agradezco si as llegado hasta aqui, no olvides votar, un abrazo y hasta la siguiente actualizacion
pd: el sacerdote era Sagganida, y la lengua de este pueblo es el Ivares, por si cabia esa duda
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