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Capítulo 83

El día que oficialmente nos mudamos con George a la casa del número doce de Grimmauld Place, fue un día extraño. Pero fue uno de los que más recordaría por siempre.


Hacía calor para estar en pleno octubre.

Una suave brisa chocó contra mi cara cuando abrí el vidrio de la ventana blanca del salón principal. Todas las paredes eran gris claro, exceptuando la que daba enfrente al sofá, donde todavía conservábamos el gran tapiz beige, roído y sucio, del árbol familiar Black.

Todo lo demás en la casa había sido pintado a nuevo. Los conjuros y las criaturas mágicas las quitamos con mucho esfuerzo durante meses, junto a mi padre, la familia de George y mi hermano.

Nos costó horrores pero al fin y al cabo el lugar había quedado irreconocible. Los muebles se habían tirado o renovado, los colores oscuros los habíamos prohibido y el nuevo lema eran los pasteles y el naranja chillón.

No pude convencer a George de que los almohadones de ese tono no combinaban con el edredón azul oscuro de la cama matrimonial, pero, a veces las cosas disparejas eran las que mejor funcionaban.

Y así era nuestra nueva casa.

Tenías una larga escalera de tres pisos del siglo dieciocho pero ahora pintada de blanco y con madera de pino lustrada. Aprendimos a los tropezones que debíamos ponerle una alfombra para no resbalar y caer dos pisos abajo. Claro que pusimos una de color blanco, pero encantada, para que jamás se ensuciase.

Algo menos que limpiar.


Mi padre se mudó con Artemis por un tiempo mientras conseguía su propia y pequeña casita en las afueras del mismo pueblo. Kreacher lo acompañó, pero según lo notamos, el elfo no dudaba en volver a Grimmauld Place cada tanto para llevarse (guardarse o robarse) fotografías y objetos de sus antiguos amos; la harpía de mi abuela y su asqueroso marido.

Estaban en nuestros planes desechar todo aquello que era de ellos y que Regulus no quisiera, pero no podíamos privarle a Kreacher de quedarse con ciertos recuerdos para él mismo.

Por eso terminamos decidiendo que el armario debajo de las escaleras sería su pequeña habitación. La solía usar algunos días cuando se escabullía de la casa de mi padre para visitarnos.


George me abrazó por la cintura y apoyó su mentón sobre mi hombro, dejándome un pequeño beso en la mejilla mientras continuaba rodeándome por la espalda.

— ¿En qué pensabas? —dijo él.

— En que por fin estamos en nuestra casa —giré mi cabeza para verlo a los ojos— ¿No te parece loco?

— No te voy a mentir, creí que jamás podríamos terminar de quitar el ghoul asesino del ático —me reí— se lo debería haber enviado a Fred.

— Eres de lo peor —bostecé— me recostaré un rato en el sillón.

— Pero si acabamos de llegar... —George me soltó haciendo puchero con su boca, al tiempo que yo caminaba hasta el mullido asiento y apoyaba mi espalda contra él, dejándome caer— de acuerdo, tienes razón, tenemos que estrenar el sofá.

El pelirrojo se recostó conmigo con una sonrisa juguetona. Lo miré desganada y traté de alejarlo con una mano, al tiempo que giraba mi cabeza para el lado contrario a donde él estaba.

De repente su olor me había dado náuseas. Al punto de vomitar en la nueva alfombra que habíamos puesto hacía menos de una semana.

— Por lo que veo había que estrenar la alfombra también —murmuró frunciendo la nariz. Lo miré fulminándolo con los ojos. George sacó la varita de su media y la movió para limpiar el vómito— ¿Te sientes bien?

— ¿Te parece que lo estoy? —me corrí el pelo de la cara y volví a apoyarme contra el sofá.

— ¿No quieres ir a San Mungo? Ya van varias veces que sucede.

— Estoy bien Geor —me interrumpió.

— Vez doscientos cincuenta mil quinientos treinta y cuatro que lo digo, no sabes mentir. Recién me dijiste que no estabas bien y ahora sí —me quejé haciendo ruido con la boca.

— Ya se pasará. Es el estrés por la mudanza, la renovación. Ahora estamos aquí tranquilos, mejoraré.

— ¿Y si no pasa? ¿Y si es algo grave y por tu obstinación empeora? —me quedé mirando un punto fijo en la distancia. Quizás George tenía razón esta vez. Si era una estupidez como el estrés, en el hospital se reirían de mí y me mandarían a casa.

Pero si era algo peor, estaría yendo a tiempo para combatirlo, fuese lo que fuese. Y habiendo en el pasado combatido contra una madre enferma, lo mejor era hacerle caso a mi esposo.

— Sí, vayamos —dije agarrándolo de la mano— tienes razón.

— De acuerdo. Avísale a Kreacher —murmuró.

— ¿Está aquí? —Afirmó con la cabeza— le dije que no viniera hoy... Kreacher, ven.

El elfo apareció con un fuerte clic frente a nosotros dos, pero se quedó alejado, cerca de la puerta que daba hacia el vestíbulo.

— ¿Qué haces aquí?

— El amo... el amo Regulus le pidió a Kreacher que estuviese aquí.

— ¿Y por qué?

El elfo se quedó quieto y en silencio. Seguramente se estaba debatiendo si hablar o no.

— Kreacher te ordeno que me digas por qué.

— El amo Regulus quiere saber noticias sobre usted, ama, y sobre su nieto.

— ¿Qué?

— ¿A qué te refieres?

— El tapiz —el elfo señaló con su flacucho dedo el árbol genealógico que todavía estaba en la pared— nos hemos enterado. ¿Usted no sabía, ama?

— S-si, claro que —las palabras se me atoraron en la boca— Kreacher vuelve con regulus. Mañana podrás venir.

— Como desee, ama —el elfo chasqueó los dedos y desapareció de nuestra visión. George tenía los ojos como dos platos y miraba hacia la nada misma sin poder comprender qué era lo que estaba sucediendo.

— ¿Qué dijo?


Miré el tapiz otra vez.

Fijé mi visión en la esquina inferior derecha, allí donde posaba la cara de Regulus, y donde faltaba un pedazo de tela. Mi padre lo había quitado antes de irse de su casa cuando era adolescente y se lo había llevado consigo.

El tapiz tenía un hechizo extraño, uno que todavía no comprendíamos del todo como crearlo, no sólo para hacer uno nuevo sino para sacar este viejo. Pero era relativamente simple, el árbol se iba expandiendo a medida que algún miembro se casaba o tenía hijos.

Cuando alguien se unía a la familia, por una u otra razón, aparecían nuevos ramilletes unidos a la persona correspondiente y entrelazada con las ramas también surgía un banderín en blanco, donde luego se escribía mágicamente el nombre.

Lo único que el tapiz no formaba eran los retratos. Esos había que agregarlos manualmente con otro hechizo, y por regla general según me había contado mi tío Sirius muchos años atrás, el primer retrato se colocaba al primer año de vida, luego a los cinco, a los once y por último a los dieciséis.

Claro que cuando alguien se casaba se colocaba su figura en el momento del matrimonio, sin importar la edad que tuviera.

Una de las razones por las que mi padre supo que mi hermano y yo habíamos nacido fue por aquel tapiz. También se enteró de nuestros nombres allí. Él no se había casado con mi madre, pero el tapiz no le hace asco a tener hijos frutos de un matrimonio o no. Nosotros dos aparecimos igual debajo de su nombre.

Y Regulus sabía que eso sucedería, por eso se había robado el pedazo de tapiz de esquina inferior derecha.

Cuando me casé con George él también se enteró gracias a eso.

Y ahora, después de tanto tiempo conservándolo, de nuevo era de los primeros en enterarse de las noticias.

— Dijo que... estoy embarazada.



Me encontraba con mi esposo, mi padre y mi hermano en mi casa. Teníamos una última tarea que hacer entre todos juntos... una por la que esperamos demasiado pero que valdría la pena.

Papá alzó su varita y, luego de tomar una gran bocanada de aire, la movió en círculos frente al viejo y roído tapiz del árbol familiar hechizado en la sala de estar.

Todo el tapiz comenzó a incendiarse, desde la esquina inferior izquierda hacia arriba. Poco a poco, con lentitud pero paso firme, los restos de la tela fueron desapareciendo dejando ver detrás una pared negra.

— Ahora es tu turno —dijo, mirándome, con ojos cariñosos. Afirmé con la cabeza y viendo a Artie, para que confirmase que lo que iba a hacer estuviese bien para él también, alcé mi varita con un movimiento firme y decidido.

El nuevo tapiz blanco que yacía a mis pies se elevó en el aire rápidamente, desplegándose en su totalidad al mismo tiempo.

Lo moví hacia la pared donde estaba el antiguo árbol genealógico y cuando quedó en el lugar perfecto lo anclé con magia.

Bajé la varita. Artie y papá se acercaron al tapiz nuevo para observarlo con más detenimiento. Seguía siendo negro y plateado, seguía teniendo a todos esos ancestros que tanto odiaba pero que, al fin y al cabo, eran mi familia.


Pero ahora tenía mucho más valor sentimental porque mi familia, mi verdadera familia, aparecía allí: Mamá, Artie, Sirius, Andrómeda, Ted, Nymphadora, Remus, Teddy, George... y ahora nuestra hija, todos estaban allí. Ni una sola cara había sido borrada y tampoco lo sería en el futuro. Pero sí esperaba colocar nuevas, cuando la siguiente generación viniese al mundo.

Había dejado también el emblema de la familia Black: el escudo con los dos perros y las estrellas.

Jamás me había sentido identificada con él ni con lo que representaba, pero, ahora todos le habíamos dado un nuevo significado. Aquel "Siempre puro" que se refería a mantener el estatus, a mantener la sangre limpia, la pureza, a no querer a aquellos que deshonraran a la familia o al apellido... todo eso, lo habíamos tirado a la basura.

Y ahora, sabíamos que el verdadero significado era no dejar de ser uno mismo. Era mantenerse con las mismas convicciones hasta el final, no dejar de luchar por lo que uno considera que está bien y es correcto. No dejar corromperse. No perder la esencia de cada uno.


Toujours pur.


Siempre puro.

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