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20. Cuando la tormenta se avecina.

Cuatro días después

Connor me observa entre divertido y confundido, yo solo trato de ignorarlo, porque algo me dice que, por su mente, está pasando algo estúpido y asqueroso.

Termino de meter el resto del dinero en la caja, cerrando con llave una vez que la cierro. Me quito el delantal y lo guardo en el cajón que está debajo de la caja. Me lavo las manos y las paso por mi cabello antes de recogerlo en una coleta alta. Salgo de la barra, colocando mi bolso sobre la una de las mesas para terminar de arreglar todo. Cuando me doy la vuelta me sobresalto al ver a Connor apoyado sobre la barra.

—Te lo has follado, ¿cierto? —pregunta con una sonrisa pícara y yo ahogo un jadeo sonrojándome.

—¡Connor! — lo reprendo, él solo ríe a carcajadas—. ¿Por qué preguntas esas cosas? ¡Dios mío!

—Responde, Bella —ruedo los ojos y muerdo mi labio inferior.

—Sí... Nosotros... lo hicimos —susurro, sonrojada hasta las orejas.

—Espera, espera, no te escuché —señala su oreja—. Dilo más fuerte.

—Dormí con él —rectifico, su cabeza se sacude hacia los lados.

—Dilo después de mí —pide—: Me lo he follado.

—No voy a decir eso —me niego rotundamente, cerrando los ojos con fuerza.

—Sí.

—Que no.

—Que sí.

—Ya te dije que no.

—Dilo —niego—. Vamos, Bailee, dilo. Dilo, dilo, dilo.

—¡Ya, está bien! ¡Me lo he follado! ¿Contento? —cuestiono y me callo de inmediato al ver a Jordan justo en la entrada de la cafetería.

Tenía una sonrisa radiante en su rostro y de reojo pude ver que Connor mi supuesto mejor amigo estaba que se rompía de la risa. Lentamente llevé mis manos a mi rostro, sintiendo el mismo arden en llamas. Connor soltó una carcajada amplía y lo odié en ese mismo momento.

Esto no me puede estar pasando a mí —susurré para mí misma, sentí unas grandes manos en mi cintura y el fuerte perfume masculino de Jordan me golpeó con fuerza.

Dejé caer mi frente sobre su pecho, aún sin quitarme las manos de la cara.

—¿Cierras tú, Bailee? —cuestionó Connor a lo lejos.

—Sí, yo cierro —respondí de todas formas, pero aún escondida.

—¡Te amo! —canturrea.

— Yo no —murmuré lo suficientemente alto como para que me escuchara, su risa fue la respuesta.

La campanita de la puerta sonó, dándome a entender que estábamos solos.

—Así que, me follaste —susurró el rubio en mi oído y un leve lloriqueo abandonó mi garganta.

—No te burles de mí —negué y sentí sus brazos apretarse a mi alrededor.

—Cariño, lo último que haría en mi vida sería burlarme de ti —enterré mi rostro en su cuello, bajando mis manos hasta rodear su cintura con mis brazos—. Pero me es bastante divertido verte así y escucharte decir esas cosas.

—Connor es muy irritante —explico—. Tenía que decirlo, de lo contrario, no dejaría de molestarme.

—Ya me doy cuenta —ríe.

—¿Desde cuándo estás aquí? —cierro los ojos inhalando su aroma.

—Desde que te preguntó si me habías follado —responde y sin poder evitarlo, me separo de él y le propino un golpe en el pecho, causando su risa—. Pareces un tomate —sujetó mi barbilla entre sus dedos y bajó sus labios a los míos—. Te extrañé —susurró antes de besarme castamente.

—Yo también te extrañé mucho —paso mis manos por sus mejillas, poniéndome de puntillas para darle un corto beso—. ¿Cómo te fue? ¿Todo salió bien?

—Excelente —dijo con sarcasmo, sonriendo burlón. Fruncí el ceño sin entender—. Bailee, ¿qué crees que hice?

—No lo sé, por eso te pregunto —bajo la mirada, un tanto consternada. Lo escuché soltar un suspiro y seguido de eso, estoy siendo elevada del suelo para después terminar sentada sobre la mesa detrás de mí.

—Oye, mírame —lo hice muy a mi pesar, sus ojos azules eran cauteloso y comprensivos—. Teníamos que llevar un cargamento, solo eso. ¿Está bien? —asiento, desviando la mirada—. Si te refieres, a si hice algo estúpido... no, no lo hice —dijo a modo de reproche, lo que me dejó más descolocada aún.

—No considero que hagas cosas estúpidas —dije, ahora un poco molesta—. En realidad, no creo que lo que hagas sea estúpido —me cruzo de brazos y aprieto los dientes—. Solamente me preocupo por ti, porque no me gustaría que algo malo te pasara —recalco cada palabra, siento su mirada fija sobre mí, pero no soy capaz de mirarlo—. Solo quería saber cómo te fue, pero si tanto te fastidia, no te lo volveré a preguntar.

Me bajé de la mesa de un solo movimiento y me di la vuelta sacando mi teléfono que estaba vibrando. Podía sentir mis ojos cristalizados, pero no me permití llorar, me sentía estúpida por siquiera preguntarle. Hace cuatro días que no lo veía, estuve preocupada por saber cómo estaba, incluso, estuve tentada a llamarle, pero me contuve para no incomodarlo.

Sentí sus manos en mis hombros y luego percibí como su frente se apoyó en la parte trasera de mi cabeza. Cerré los ojos y suspiré.

—Hace demasiado tiempo que no le debo explicaciones a nadie, Bailee —murmura—. Esto es nuevo para mí.

—También es nuevo para mí —me giré hasta encararlo—. Y no te estoy pidiendo explicaciones de lo que hagas, solo... quería saber... Ya no importa, soy una tonta —me pasé las manos por el rostro, en un signo claro de frustración.

—No eres una tonta, yo soy un imbécil y se perfectamente que no te merezco, pero... —sujetó mi rostro entre sus grandes manos y lo elevó con delicadeza—. No quise ser grosero contigo, lo último que quiero es lastimarte —acarició mis mejillas con sus pulgares y cerré los ojos ante la caricia—. Lo lamento, y si lo que querías saber era si había ocurrido algo malo... no fue así —respondió a mi primera pregunta, así que enfoqué el arrepentimiento y otro brillo en sus ojos que no logré descifrar—. Todo salió como queríamos y todo está bien. Yo estoy bien, ¿okey? —asentí, sonrojándome. Me arrojé a sus brazos y él me recibió con gusto—. No quise hacerte sentir mal.

—Ya, está bien —murmuré en su cuello—. Lo importante es que estas aquí y estás bien —besé su mejilla y lo miré directo a los ojos—. En serio, te extrañé.

—Yo también —sonrió, picando mi mejilla con su dedo. Yo pasé mis dedos por sus hoyuelos—. Me hicieron falta tus mejillas rojas.

—Oh, vamos —bufé—. No empieces con eso.

—Eres mi tomate —murmuró, apretando mis mejillas, acercando sus labios a los míos—. Eres mía.

—Sí —suspiré ante su tono demandante, luego cerré los ojos cuando sus labios entraron en contacto con los míos.

Enredé mis dedos en su cabello rubio y me pegué lo más que pude a sus labios, sus manos recorriendo toda mi espalda hasta llegar a mi trasero, apretándolo. Gemí es su boca cuando sentí su dureza contra mi vientre, pero estábamos en mi lugar de trabajo, así que, aún y cuando lo deseaba, teníamos que parar. Mi teléfono sonó como milagro del cielo y eso nos sacó de nuestra burbuja.

Me alejé un poco de él con la respiración hecha un desastre, tenía que tomar bocanadas de aire por la boca para retomar el aliento. Mis manos estaban en su pecho, intentando poner una distancia considerable entre nosotros, de lo contrario, acabaríamos teniendo sexo encima de la mesa. La idea me pareció excelente, pero no podíamos, no aquí y mucho menos ahora. Me sonrojé, tan siquiera por pensar en eso, luego escuché su risa.

—Estás pensando lo mismo que yo, ¿verdad? — cuestionó en su usual tono pícaro y negué rápidamente, empujando su hombro en reprimenda.

Mi teléfono volvió a sonar, rodé los ojos. ¿Quién demonios insistía tanto?

—¿Sí? —contesté.

—¿Señorita Wilson? —era una mujer.

Jordan comenzó a fastidiarme, dándome besos por todas partes.

—Sí, con ella habla —conseguí decir, aun luchando con el rubio, hasta que se quedó tranquilo.

—Le llamamos de la clínica central, ¿su madre es Dayana Méndez? —cuestionaron y un nudo subió a mi garganta con rapidez.

—Sí, ella es mi madre —tragué forzado—. ¿Se encuentra bien?

—Su madre ha sufrido una crisis y se encuentra en estado crítico, necesitamos que alguien venga a cerciorarse de la situación —entonces, sentí un bajón de adrenalina tremendo.

Mi cuerpo se sentía liviano, mi mente colapsó por un segundo.

—Estaré... estaré allí en veinte minutos —colgué y me quedé paralizada mirando a Jordan—. Mamá está mal.

—¿Cómo que está mal? —preguntó, pero no pude responder.

—¿Puedes llevarme a la clínica? —él asintió y yo tomé mi bolso, sacando las llaves la entrada.

Fue cuestión de minutos para que yo cerrara todo y me subiera al auto de Jordan, en el transcurso ninguno dijo nada, pero sostuvo mi mano todo el tiempo, lo cual agradecía.

Cuando llegamos, fui la primera en bajar y correr al interior del lugar. Me acerqué a la recepcionista sin perder tiempo alguno.

—Mi mamá... Dayana Méndez —susurré sin aire, ella asintió y tecleó rápidamente en su computadora—. ¿Cómo está?

—Sufrió una crisis respiratoria, es lo único que puedo decirte ahora —se lamentó—. El doctor está con ella, tendrías que esperar unos minutos.

—Okey, gracias —pasé mis manos por mi jean y me giré, solo tuve mirar los ojos azules de Jordan para derrumbarme.

Sus brazos me rodearon al momento de que un sinfín de lágrimas bajaron por mis mejillas, sentía mi cuerpo temblar y el miedo recorrerme entera.

—Ya, amor. No llores —me susurró, pero mis sollozos no se detenían—. Todo estará bien, ya verás.

—Tengo miedo —le dije entre hipos—. Mi mamá es todo lo que tengo, yo no quiero que... no quiero que se vaya.

—No sé irá —aseguró, pero no podía creerle, al menos no en esto—. Tenemos que esperar al doctor, todo va a estar bien —secó mis lágrimas y besó mi frente, abrazándome.

—¿Bailee? —escuché una voz conocida y me separé de Jordan con rapidez, encontrándome con el doctor Miles.

—¿Cómo está? —cuestioné, él suspiró y me sentí morir.

—Seré sincero contigo, Bailee —dijo—. El tratamiento no está funcionando, el cáncer está esparcido por todas partes, sus pulmones están llenos de líquido —dijo con lastima—. Solo es cuestión de tiempo.

—¿Para qué? —cuestioné, porque necesitaba escuchar todo. Entender lo que pasaría, darme cuenta de la gravedad del asunto.

—Para que colapse —cerré los ojos, sintiendo como si me hubieran dado una patada en la boca del estómago—. Lo lamento mucho, Bailee. Ella luchó todo lo que pudo e hicimos todo lo que estaba en nuestras manos, pero este momento llegaría.

—¿Puedo verla? —cuestioné, él asintió.

Sin esperar autorización alguna, ni instrucciones, caminé a paso apresurado hacia la habitación. Y ahí estaba, con una mascarilla especial para el oxígeno, su pecho subía y bajaba con demasiada fuerza y brusquedad. Se estaba ahogando y yo lo estaba haciendo con ella. Me acerqué a la camilla y tomé su mano, llevándola a mis labios y mojándola con mis lágrimas.

—No me dejes, mamá —le supliqué—. Eres mi talismán, mi razón de ser... No puedes dejarme —el pecho me dolía de la fuerza que empleaba para poder hablarle—. No estoy lista para dejarte ir, no puedo. No quiero que te vayas.






Oh, oh.

No diré nada más.

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