Prólogo
Siempre había pensado que mi vida era como una camiseta vieja: cómoda, conocida y un poco aburrida. Pero, ¿no es eso lo que todos queremos? Rutina. Control. Saber que mañana será igual que hoy. Yo lo tenía claro: pasar desapercibida era mi superpoder, y no pensaba cambiarlo por nada del mundo. Claro, hasta que mi mamá decidió casarse. Y no era un "me caso con tu profesor de biología" o "con ese vecino raro del que nunca hablé". No. Tenía que ser con un hombre que vivía a 1,800 kilómetros de distancia y cuya vida parecía sacada de esos reality shows donde nadie trabaja y todos se odian en silencio.
—No parece tan grave, Bree —dijo mi madre aquella mañana, con un tono tan ligero como si estuviera anunciando que cambiamos de marca de cereal. Sus palabras atravesaron la cocina, rebotando contra mi paciencia como un martillo.
—¿Es un chiste, verdad? —mi voz subió una octava mientras miraba a mi alrededor buscando algo, cualquier cosa, que probara que esto era una broma elaborada. Pero lo único que veía era su nuevo anillo de compromiso, brillando como un recordatorio constante de esta locura—. ¿Mudarnos a otra ciudad con un hombre que apenas conoces y su hijo? ¿Qué puede salir mal? —respondí con todo el sarcasmo que pude reunir mientras empujaba un viejo libro dentro de la caja de mudanza, ignorando la mirada que Alice me lanzó. Una mezcla de paciencia infinita y ligera amenaza. Lo suficientemente intimidante para callarme, pero lejos de calmar mi frustración.
[...]
La mudanza fue el primer golpe. La casa de los Calloway no era una casa; era un monumento al exceso, un santuario del "mira cuánto tengo" disfrazado de hogar. Pasamos de nuestra acogedora casa en Portland, con su jardín siempre un poco desordenado y sus ruidos familiares, a una mansión en Los Ángeles que parecía diseñada para impresionar, no para vivir. Tan ridículamente enorme que probablemente necesitarías un GPS para encontrar la cocina.
En cuanto cruzamos la entrada, me sentí como una intrusa en una de esas películas donde la protagonista acaba perdida en un mundo que no le pertenece. Mármol pulido reflejando el techo como un espejo, candelabros brillantes que parecían demasiado grandes para no caer, y ventanales tan altos que parecían burlarse de cualquier intento de privacidad. Todo gritaba "lujo" de una forma tan exagerada que casi dolía. Incluso el aire era diferente: una mezcla de flores caras y expectativas tan sofocantes como el brillo de ese maldito mármol.
Pero la verdadera joya de esta nueva y brillante vida no era la casa, ni siquiera el nuevo matrimonio de mi mamá. Era Ethan Calloway. Si la mansión era intimidante, él era un terremoto. Ethan no era solo guapo, era ese tipo de guapo que te hace detenerte y parpadear dos veces para asegurarte de que es real. Tenía el cabello castaño oscuro que caía justo lo suficientemente desordenado como para parecer que no le importaba, pero todos sabíamos que sí. Sus ojos, de un gris que parecía reflejar tormentas, te miraban como si ya supiera algo de ti que tú no sabías. Y lo peor de todo era su sonrisa: esa curva ligera en los labios que no era ni amable ni cruel, sino algo entre ambos, como si estuviera siempre al borde de un chiste que solo él entendía.
El primer encuentro fue exactamente como esperaba: un desastre. Yo llevaba un par de Converse desgastados y una sudadera que había visto mejores días; él, una camiseta blanca que parecía diseñada para resaltar sus hombros y ese aire de chico que lo tiene todo bajo control. Estaba apoyado contra el marco de la puerta principal, observándome con una mezcla de aburrimiento y curiosidad, como si fuera un espectador en un show que no pidió ver.
—Eres Bree, ¿no? —preguntó, inclinando ligeramente la cabeza, con un tono cargado de condescendencia. Su voz era lenta, marcada por largas pausas, como si estuviera decidiendo si valía la pena hablarme o si yo era lo demasiado tonta como para entenderlo.
—Y tú eres Ethan, supongo —respondí, intentando no parecer tan fuera de lugar como me sentía.
—Correcto —dijo, alejándose del marco de la puerta con una actitud despreocupada y una chispa traviesa en la mirada. Sus dedos, largos y ágiles, jugueteaban distraídamente con la cadena que llevaba puesta, un gesto casi hipnótico que, por alguna razón, capturó mi atención por un instante. Algo en la forma en que lo hacía parecía casualmente calculado—. ¿Y? ¿Qué piensas de la casa?
Parpadeé.
—No está mal. Si te gustan los castillos.
—Vaya, tienes actitud. Parece que vamos a llevarnos de maravilla —su tono era tan dulce como una hoja de papel de lija, y su sonrisa se ensanchó lo suficiente como para hacerme rodar los ojos. Me esforcé por no lanzarle la mochila en plena cara.
Ese fue solo el inicio de lo que prometía ser una relación cargada de tensiones. Ethan tenía una habilidad especial para estar en el lugar exacto donde yo no quería que estuviera, y parecía disfrutar desafiándome con comentarios que me dejaban mordiéndome la lengua. Claro que su grupo de amigos no ayudaba. Siempre estaban alrededor, demasiado perfectos para ser reales, con sus risas altaneras y sus vidas de privilegio. Entre ellos estaba Sophie, una rubia que nunca se quitaba las gafas de sol, incluso en interiores, y que tenía la capacidad de hacerte sentir inferior con una sola mirada. Luego estaba Marcus, un tipo alto y musculoso que hablaba demasiado de coches y probablemente no sabía dónde estaba África en un mapa. Pero, aunque todos ellos eran irritantes, ninguno lograba enfurecerme tanto como Ethan.
Una noche, cuando trataba de huir del caos de la casa, lo encontré en el jardín trasero, el único lugar que parecía no haber sido diseñado por un arquitecto obsesionado con la simetría. Ethan estaba sentado en uno de los bancos de piedra, con una botella en la mano y la misma expresión de siempre: como si estuviera planeando algo. Lo último que quería era hablar con él, pero antes de que pudiera dar media vuelta, ya había levantado la vista y clavado esos malditos ojos grises en mí.
—¿Siempre intentas escapar de las cosas? —preguntó, su tono casual pero lo suficientemente molesto como para hacerme fruncir el ceño.
—¿Siempre haces preguntas estúpidas? ¿O es un talento especial el aparecer donde nadie te llama? —repliqué, cruzándome de brazos.
Él soltó una risa baja, como si mi respuesta solo confirmara algo que ya sabía. Y ahí estaba de nuevo, esa chispa de desafío que parecía definir cada interacción entre nosotros. Ethan tenía una habilidad única para sacar lo peor de mí, pero también algo más.
—Vivo aquí, en caso de que lo olvidaras.
No pude evitar mirarlo fijamente. Había algo en su rostro, algo en su mirada que parecía una mezcla de curiosidad y desafío.
—¿Qué quieres, Ethan? —pregunté finalmente.
—Tal vez sólo asegurarme de que no te pierdas —su tono era burlón, pero su expresión era más seria de lo que esperaba.
No dije nada. Me limité a observarlo mientras se levantaba de la banca, daba media vuelta y regresaba a la casa, dejando tras de sí una sensación en el aire que no sabía cómo interpretar.
El verano apenas había comenzado, y ya sabía que iba a ser el más largo de mi vida. Lo que no sabía era que, entre las tensiones, los secretos y las líneas que estábamos a punto de cruzar, mi vida cambiaría para siempre. No porque Ethan Calloway fuera especial —al menos, no de la manera que él quería que pensara—, sino porque me estaba obligando a descubrir una versión de mí misma que nunca había conocido. Una versión que no iba a dejarse intimidar por nadie, mucho menos por él.
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