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Ceniza

    El fuego se extendió con rapidez desde el charco de gasolina al suelo de pinocha del bosque, ganando fuerza. 

   Yo contemplé silencioso, con el bidón aún en las manos, cómo las llamas empezaban a trepar por el tronco de los pinos y hacían arder los arbustos.

   Ante el creciente humo, los pájaros capaces de volar empezaron a salir en desbandada de sus nidos, huyendo del fuego que condenaría a morir calcinados a sus congéneres más jóvenes. Otros animales también se unieron al repentino y cada vez mayor éxodo, entre ellos un conejo que, desconcertado, pasó entre mis piernas cuando me dirigía hacia mi vehículo.

   Una vez en la nacional, encendí el motor y aceleré. No me convenía encontrarme con los policías, bomberos o militares que acudirían en breves, alertados por los vecinos de algún pueblo aledaño. Aún así, el lugar había sido elegido especialmente y la mayor parte del monte acabaría quemado sin que los efectivos pudieran hacer nada. Mientras tanto, mi coche rugió con entusiasmo mientras enfilaba, cada vez más veloz, por la sinuosa serpiente de asfalto.

   Llegado el momento —y ya bastante lejos del foco del fuego—, pisé a fondo y, derrapando, corté el paso poniendo el vehículo en perpendicular. Como un rayo, saqué el rifle con mira telescópica e hice dos disparos certeros que provocaron un chirrido de neumáticos. Un tercer disparo aseguró que mis intenciones se cumplirían.

   Caminando lentamente, me acerqué a mi objetivo. La tercera bala le había penetrado en la ingle al salir del coche, e intentaba huir arrastrándose, sin éxito, dejando un reguero de sangre en el tórrido pavimento.

   A lo lejos sonaron sirenas, y observé largamente a mi víctima bajo el sol estival, que gemía de dolor sin atreverse a mirarme a la cara. 

   Entonces, ni corto ni perezoso, empecé a derramar el contenido del bidón generosamente sobre el cuerpo. Los gemidos tomaron un cariz de terror.

  —No sé porqué te asustas, estás acostumbrado al fuego. — le comenté, burlón, al tiempo que encendía una cerilla. Los gemidos dieron lugar a gritos de espanto.

   No diré que no disfruté con ello, porque lo hice. Ver arder a ese hijo de puta fue el mejor inicio de las vacaciones de la historia, pero esto aún no había acabado. Sólo era el principio.

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Después de un prolongado paréntesis, he aquí un pequeño cuento que me vino a la mente después de que un incendio forestal (provocado, naturalmente...), estallara cerca del pueblo donde veraneo. No sé si el final se entiende, sólo diré que en este caso, alguien bebe de su propia medicina. Ojalá la justicia fuera justa de verdad con esos desalmados... 

Está dedicada a Juan Nadie, porque al leerla me ha recordado muchísimo a la atmósfera de algunas historias suyas. Aprovecho para recomendároslo.

¡Espero que os guste! :D

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