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9: Campo de batalla

Habían transcurrido tres semanas desde el baile de los Harston. Por lo tanto, hacía ya tres semanas que no había sido capaz de hacer acopio de fuerzas para salir de la seguridad de mi hogar. En cualquier otra ocasión, el tan solo imaginarme encerrada entre cuatro muros un periodo de tiempo tan prolongado habría conseguido producirme claustrofobia.

Sin embargo, en aquel momento no existía lugar en toda Inglaterra donde hubiese preferido estar. Ni las implacables suplicas de madre, ni las pataletas de Wendy iban a hacer que cambiase de parecer. Admitía que mi testarudez a veces lograba ser exasperante, pero esa vez el dilema no giraba en torno a mi empecinamiento, sino al miedo.

Un miedo visceral que a penas me había permitido descansar.

Por otro lado, también sabía que las constantes insistencias que había recibido desde que había tomado la determinación de encerrarme nacían de la más genuina preocupación.

Aquel día era el primero, después de muchos, en el que me sentía con la suficiente fortaleza como para acicalarme, quitarme el camisón y bajar al salón para compartir el desayuno con madre. Los ojos de esta se llenaron de dicha en el momento en el que me vio atravesar con determinación la amplia puerta amarfilada que separaba el recibidor del comedor.

No hizo ni el amago de intentar entablar conversación conmigo, se limitó a recrearse mientras comía, con una sonrisa que radiaba hasta por los poros de su cabello. Le agradecí que hubiese hecho el esfuerzo sobrehumano –teniendo en cuenta su personalidad–, de guardar silencio. Supuse que pensaba que en el momento que intentara dirigirme la palabra huiría como una presa que es acechada y no se equivocaba del todo.

La paz en la que nos habíamos sumido, en la cual yo me empezaba a sentir cómoda como para empezar a hablar, se vio perturbada por el mayordomo, un hombre rollizo, de cara afable y temperamento sereno.

—Mi señora, el caballero ha vuelto —espetó de manera cordial.

Dejé el periódico encima de la mesa y miré atentamente a las esmeraldas que madre tenía por ojos. Estas se hallaban sosegadas, incluso, podría decirse, en armonía. Resplandecientes.

—¿De quién se trata? ¿Un conocido tuyo? —inquirí algo confusa.

Madre jamás se veía con ningún caballero. Sin excepción. Y no era porque no despertara el interés de muchos viudos u hombres que nunca habían llegado a casarse, pues Elisabeth Darlington aún conservaba el brillo del diamante que había sido en sus años más pueriles.

Su piel, aunque ya salpicada por alguna que otra arruga debido a la edad, seguía siendo tersa y de un color dorado como la que solo poseían aquellos viajeros más aventurados que se lanzaban a explorar tierras inhóspitas. El sol aún resplandecía en su cabello negro como el ébano, el cual ni la escarcha de las canas había logrado aclarar. Y, por supuesto, no había dama ni lady en toda Inglaterra que hubiera logrado alcanzar la gracia que ella poseía al moverse, hablar o interactuar; habilidades las cuales había añejado con el paso de los años.

A veces, solo a veces, soñaba con haber nacido con más atributos que me asemejaran a ella. Y no porque me considerase una mujer poco agraciada, sino porque mi vida sería mucho más apacible si compartiéramos el mismo temperamento y don para encajar en la sociedad.

Por eso mismo, al verla tan relajada ante la inminente visita de un caballero que seguramente no fuese bienvenido por su parte, me enorgullecía y encelaba a partes iguales. Sin embargo, el rumor de la sospecha no dejaba de sonar tras mi oreja. Había algo que no terminaba de encajar.

Era bien sabido que el amor que habían compartido mis progenitores era tan inconmensurable, que había dejado a mi madre completamente despechada cuando enviudó. No había cabida en su corazón para otro hombre que no fuese Benjamín Darlington. Por lo tanto, ¿quién era el caballero que se atrevía a venir a ver, con cierta frecuencia, a una lady que había dejado tan claro que no quería ser molestada?

—Querida —sonrió mi madre—. Es un conocido al cual le tengo bastante estima. Hágalo pasar, Cedric, y haga que le preparen el café, como de costumbre —ordenó con desparpajo al mayordomo, el cual asintió en respuesta y salió del salón con el propósito de cumplir las órdenes de la matrona.

Levanté una ceja debido a mi reciente incredulidad.

—Madre, ¿desde cuándo desayunas con caballeros en tu propio hogar? —No sabía si me encontraba enfadada o conmocionada.

Ella se limitó a mirarme con la picardía que solo una madre se podría permitir gastar.

—Cuando te conviertes en viuda, gozas de unos privilegios que pocos más se pueden permitir darse. —Hizo un gesto quitándole importancia al asunto—. Si hubieras consentido salir de tu cuarto, sabrías de quién se trata. Las cosas pueden cambiar mucho en unas pocas semanas.

Ahí estaba, la mirada. Esa que sabía perfectamente que sí había heredado de ella. Esa con la cual expresábamos lo dolidas que estábamos sin necesidad de usar ni una palabra. Esa que, en el fondo, auguraba un castigo a quién fuese el desafortunado que se atreviera a provocarla. Y, en aquella ocasión, esa pobre alma había sido yo.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Me temía lo peor.

La puerta del comedor se volvió a abrir, dando paso a un hombre alto, que rezumaba opulencia y que radiaba como la mañana más despejada del mes de agosto. Sus ojos, de un color que se encontraba justo en el medio entre el amarillo y el marrón, se clavaron en mí, acción que convirtió la sonrisa amable que traía en una mucho más descarada.

No me había equivocado. Lo peor que podía sucederme esa mañana, estaba ocurriendo.

—Hoy también luce espléndida, lady Darlington —saludó a la vez que se acercaba y hacía una pequeña reverencia, cumpliendo con los modales que un primogénito como él debía poseer.

Hecho esto, volvió a dirigir su atención hacia mi persona.

—No esperaba su compañía esta mañana, señorita Darlington —comentó con fingida sorpresa mientras ocupaba el asiento que se hallaba enfrentando a mi madre. Justo a mi derecha, ya que yo presidía la mesa en la que había sido la silla de padre.

Lo observé unos momentos, intentando averiguar qué se traía entre manos, antes de contestarle:

—No sé si sabe que, a diferencia de usted, vivo aquí. —Intenté que la rabia no me amargara el humor a una hora tan temprana.

Él pasó la lengua por sus labios, en un intento de ocultar la gracia que le causaba aquella situación. No supe muy bien porqué, pero ese gesto tan sutil me alteró. Bastante.

—Oh, Margot, no seas tan obstinada con él —me renegó madre—. Lord Beckford, discúlpela, heredó el mal despertar de su padre.

Quise responder, pero Eric se me adelantó:

—No se preocupe, milady. El malhumor de su querida hija no es más que uno de los muchos atractivos con los que tiene en vilo a medio Londres. —Se atrevió a sonreírme tras haber dicho tal falacia.

Lo fulminé con la mirada, mientras madre soltó una suave risa de aprobación ante ese comentario.

—Me gustaría saber qué asuntos le traen por aquí —hice una pausa—, para desayunar con tanta frecuencia en compañía de mi madre.

—Oh, déjame que te lo aclare yo —interrumpió la susodicha—. Este amable caballero lleva queriendo reunirse contigo unas... ¿tres semanas? —dijo, haciéndose la despistada. Como si no hubiera estado contando los segundos de las horas de los días que me había pasado encerrada en mi cuarto—. Pero debido a tu indisposición, solo se ha llevado una negativa tras otra, día tras día. ¿Cómo podría una madre ver a un joven tan preocupado por la salud de su única hija y no invitarle ni a un mísero café? Iría en contra de mis principios. Y bueno, he de admitir que su compañía es mejor que la soledad en la que estado sumida este último mes.

No estaba muy segura de si lo que estaba ocurriendo en aquel comedor era un simple desayuno cargado de unos cuantos reproches o si, al contrario, me encontraba luchando en medio del campo de batalla de la guerra más despiadada que la humanidad había atravesado en toda su historia. Lo que sí tenía claro era que no tardaría demasiado en izar la bandera blanca ante tal ofensiva.

—Comprendo —me limité a contestar—. Gracias por hacerle compañía a mi madre, entonces, milord —agradecí, tragándome por completo el orgullo y fingiendo una gran sonrisa.

—Ha sido todo un placer —dijo con amabilidad—. Su madre es la mejor contertulia con la que me he topado en años —la halagó—. Aunque, he de admitir que me alegro de que por fin se haya recuperado, empezaba a pensar que la sociedad había perdido a la arrogante joya que la corona.

Sentí como su mirada felina ronroneó.

—No tendrán esa dicha —repliqué, intentando disimular el calor que había inundado mis mejillas sin razón—. ¿Y cuál es el asunto tan urgente que le ha apremiado a venir a buscarme con tanta insistencia? —pregunté, socavada por mi curiosidad.

El rubio apoyó los codos sobre la mesa y reposó su cabeza en una de sus manos, en una pose desenfadada a la par que elegante.

—Me preguntaba si querría ir conmigo a una carrera de caballos—la seriedad amable que tanto lo caracterizaba bañó cada rasgo de su rostro que pudiese delatar lo que en realidad se le pasaba por la mente.

—¿Para eso ha estado viniendo todos los días desde que enfermé? —No se trataba de una pregunta, pues la respuesta estaba clara, él quería algo más. Algo que se me escurría de los dedos siempre que trataba de averiguar qué era—. Podría simplemente haberme escrito.

—Hubiese quemado la carta sin leerla. —Apreté los dientes, no le faltaba razón.

—Lord Beckford, ¡Margot estará encantada de acompañarle! —aceptó en mi nombre madre—. Mire lo pálida que está, con lo dorada que suele ser su tez. Necesita salir y respirar aire fresco, ¿le haría ese favor a los nervios de una pobre madre?

—Por supuesto. Nada me abatiría más que saber que sus nervios empeoran por una nimiedad de fácil solución, milady —Eric le siguió la corriente a madre sin ningún tipo de escrúpulo.

Los miré a ambos, incrédula. Me maldecí internamente por dejar, sin saberlo, que las dos personas que asesinaban sin piedad mi limitada paciencia hubieran tenido tiempo para confabular en mi contra. En aquel momento, no solo debía lidiar con una madre que estaba más que desesperada por verme vestida de blanco, sino que se había sumado al problema un hombre que carecía de miramientos si las circunstancias le beneficiaban. Y, sobre todo, si estas le hacían pasar un buen rato.

—Por si mi opinión sigue teniendo algún valor, preferiría que lo arregláramos para dentro de unos días... —empecé a decir, derrotada.

—No, Margot, hoy hace un día espléndido, de esos raros aquí en Londres. ¡Debes aprovecharlo! Además, ya es hasta vergonzoso darle de nuevo una negativa como respuesta a lord Beckford, pensaba que te había enseñado mejor —me reprochó, con unos ojos impasibles que adelantaban que no volvería a salirme con la mía.

No disponía de las fuerzas como para seguir nadando en contra de la corriente, por lo que suspiré, larga y tendidamente, antes de devolverle la atención a nuestro invitado:

—Si me da unos minutos, lord Beckford, estaré lista para irnos —dije entre dientes, intentando no desencajarme la mandíbula por la presión.

—Para usted, siempre dispongo de todo el tiempo del mundo.

Hice un gran esfuerzo para no poner los ojos en blanco, odiaba lo galán que se comportaba siempre que había alguien más delante. Debía admitir que interpretaba su papel sorprendentemente bien, si no lo conociese tan bien, quizás hasta comenzaría a creer que su interés era genuino. Quizás hasta lograría acelerarme el pulso con esa sonrisa que solo se guardaba para sacarme de quicio.

Sin embargo, debía recordarme quiénes éramos y qué estábamos haciendo: engañar y fingir. Estaba más que claro que a uno de los dos se le daba mejor que al otro.

Me puse en pie.

—Le diré a Helena que se prepare para salir —informé antes de dirigirme fuera del comedor.

Me esperaba un largo día.

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