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7: Desconcierto

Le pegué otro trago a mi bebida.

—Entonces le dije que cómo se atrevía a robarme el zapato —la voz de Wendy resonaba en un lugar lejano.

—Qué descaro —le contesté sin prestarle realmente atención a lo que me estaba diciendo.

Mis ojos y mente estaban puestos sobre la pista de baile.

Sobre un cabello rubio ceniza que resplandecía bajo la luz de los candelabros, sobre los movimientos que su gran cuerpo hacia al bailar, sobre la sonrisa amable que había dibujada sobre su rostro.

¿Cómo podía una persona adaptarse tan bien ante cualquier situación que se le presentase?

No lo comprendía, siempre aparentaba que estaba de buen humor y disfrutando en todo momento. Aunque, si se miraba más allá, se podía notar la manera en la que tensaba los hombros o alzaba las cejas, lo cual delataba que todo aquello no era más que una mera actuación. Brillante, aun así. Capaz de engañar a cualquiera que él se propusiese.

Eric Beckford era la encarnación de los buenos modales ingleses. Y esa fingida perfección era una de las cosas que más desquiciaba sobre él.

—Y así fue cómo terminé enterrando a lord Danbury en mi jardín.

—Ajá —volví a responderle vagamente a mi amiga.

—Margot —el modo en el que Wendy me llamó provocó que trasladara, esta vez de verdad, toda mi atención hacia ella—. ¿Qué puedo hacer?

Parpadeé un par de veces, intentando procesar la pregunta.

—Pues, no sé Wendy, es una situación de gran complejidad —tuve el descaro de responder, sin ni siquiera saber sobre lo que estaba opinando.

Los ojos azules de mi amiga me atravesaron, llenos de ira.

—No me estabas escuchando —me acusó.

—Por supuesto que sí, solo que me has dejado desconcertada —me defendí.

—Ah, ¿sí? —Wendy se puso el pelo tras la oreja, gesto que siempre advertía que iba a propiciar un golpe de gracia—. Pues ilumíname, querida amiga, ¿cuál es el problema al que me enfrento?

Apreté los labios, era demasiado terca como para admitir que no le había estado prestando atención. Sobre todo, porque al hacerlo, también debería reconocer quién había capturado mi interés en su defecto. Y no estaba dispuesta a decirlo en voz alta.

Rebusqué en mi subconsciente algún dato sobre el relato de mi amiga que pudiera servir como escapatoria. Sabía que una respuesta vaga no le iba a satisfacer, pero debía probar suerte.

—Alguien te ha robado tu par de zapatos favorito —contesté, nada segura de mí misma.

Las pelirrojas cejas de mi amiga se curvaron en una sonrisa ganadora.

—No —replicó al instante—. He cometido un crimen.

Me fue imposible suprimir la expresión de sorpresa que floreció en mi rostro. Wendy siempre había sido una chica la mar de peculiar, pero un crimen era demasiado hasta para ella.

—¡Ves, no me estabas atendiendo! —me acusó y supe que tuvo que hacer de tripas corazón para no señalarme con el dedo de manera incriminatoria.

Qué melodramática había sido siempre.

—¿Qué has hecho, Wendy? —le dije preocupada, aún incrédula ante su reciente confesión.

—Nada —sonrió—. Me lo he inventado todo.

La fulminé con la mirada.

—No era necesario ponerme a prueba de esta manera —le achaqué.

—Pero una vez que he empezado no he sabido parar. —Sus pupilas brillaban con diversión—. Ha sido todo un deleite contarte la historia de asesinatos más extravagante que ha escuchado nunca nadie, mientras tú fingías interés sin apartar la mirada de tu pretendiente favorito.

Todos los músculos del cuerpo se me tensaron ante la última afirmación.

—Eso no es así —la contradije—. Solo estaba distraída reflexionando sobre el frágil ego masculino.

Sabía que ese último hecho llamaría la atención de mi amiga y la haría olvidar cualquier cosa que estuviese especulando sobre mi reciente relación con el conde.

—¿A qué te refieres?

—A la apuesta sobre si sería capaz o no de acertar en la diana —aclaré.

Wendy puso los ojos en blanco para denotar su aborrecimiento.

—Ah, algo he oído —comentó—. Bueno, más bien, todo el mundo se ha enterado. ¿Sabes? Me sorprende lo bien que os compenetráis trazando estrategias.

Intenté disimular la incomprensión que estuvo a punto de poseer mis facciones.

—A mí jamás se me hubiese ocurrido —prosiguió la pelirroja—. Intentar engañar con tretas de cortejo a toda la sociedad es una cosa, pero ¿hacer una demostración pública tan clara y concisa? Es una completa locura. Excepcional, he de admitir.

Supuse que se refería al hecho de que hubiese admitido frente a todos los invitados que le había confesado a lord Beckford uno de mis más ocultos talentos.

—Ya sabes que se tiene que sembrar una buena base para poder recoger los frutos —le respondí.

Ella entrecerró los ojos, pensativa. En ese momento me di cuenta de que el sol le había quemado la parte superior de la nariz tan respingona que poseía.

—Es un buen razonamiento. Sin embargo, si me hubiesen preguntado, jamás hubiera pensado que tú fueses capaz de aceptar semejante delirio. Es decir, lo de disparar con el arco es arriesgado, pero utilizarlo como excusa para que los caballeros apuesten y propicien el escenario perfecto para llevar a cabo esa jugada maestra ha sido desconcertante, cuanto menos.

Llegados a ese punto de la conversación, había perdido por completo el hilo de la misma. No tenía ni la más remota idea de sobre qué estábamos debatiendo.

—Tampoco pienso que sea una gran hazaña —le resté importancia a algo que no tenía muy claro.

—¿Cómo conseguiste que el conde aceptara? —inquirió—. Porque la idea ha sido tuya, por supuesto. No soportaría el hecho de que un hombre fuese tan astuto como para maquinar semejante movimiento. Sin embargo, con la baja estima que os tenéis, me parece curioso que lord Beckford se prestara, por mucho que quiera guardar las apariencias.

Me rendí por completo. Wendolyn Fernsby era un torbellino de preguntas a las cuales, me temía, no era capaz de responder. ¿Sobre qué diantres estaba parloteando?

—No estoy segura de estar siguiendo tus especulaciones —admití, yendo en contra de mi propia naturaleza.

Los finos labios de la pelirroja se abrieron, pero, fuesen cuales fuesen, las palabras que iba a pronunciar murieron en su boca. Seguidamente, sus párpados se elevaron, dejando entrever que acababa de sufrir una terrible revelación.

—No lo sabes —musitó.

Sentí las mejillas arder.

—¿El qué? —pregunté, tragándome el orgullo.

Un sentimiento extraño se arremolinó sobre sus pupilas.

—Todo el mundo ha apostado en tu contra... —explicó.

—Agradecería que permitieses olvidar eso —comenté con fastidio.

—No lo entiendes, no puedo porque se trata de un hito crucial. —Pude sentir la lucha interna que estaba atravesando—. Todo caballero que se precie ha apostado que no serías capaz de acertar ni un solo tiro, sin excepción. Pero, Margot, para que una apuesta se pueda llevar a cabo, alguno de los presentes debe apoyar el hecho contrario.

Comencé a vislumbrar a dónde quería llegar con todo aquel asunto.

—Eso quiere decir que...

—Correcto. Que alguien ha apostado por ti, Margot —terminó Wendy, robándome el turno de palabra.

No me hizo falta seguir la trayectoria de su mirada azulada para darme de bruces con la realidad. Con la persona que había confiado en mis habilidades, que había decidido apoyarme sin contar con ninguna garantía. Un incómodo sentimiento se instauró en el centro de mi pecho. La incomprensión mezclada con la sorpresa que a su vez estaba salpicada con incredulidad, empezaron a viajar por cada nervio de mi cuerpo, crespándolos.

Él se encontraba realizando el baile que me había prometido con Charlotte Harston, ajeno a todo lo que le rodeaba mientras, supuse, le regalaba los oídos a su acompañante con una sarta de galantería barata.

—No puedo creer que no fuese algo pactado —se quejó Wendy—. Creía que vuestra actuación conjunta era insuperable, pero ya veo que se trata de talento unilateral.

Quizás, en otro momento, sus palabras hubiesen conseguido irritarme, mas no existía en todo el mundo algo que pudiese equipararse al enfado que estaba experimentado en aquellos momentos.

Eric Beckford era un descarado, un sinvergüenza de la peor calaña. Había tenido la osadía de provocarme, a sabiendas de que mi temperamento no cedería, con el fin de sacar ventaja de la situación. Era astuto de una manera muy perversa.

Sin embargo, entre toda la maraña de sentimientos negativos, había una pregunta que me descolocaba: ¿por qué se había molestado tanto cuando asumí que él también había apostado en mi contra?

No me fue posible llegar a ninguna conclusión, ya que alguien reclamó mi atención:

—Veo que no has cambiado nada. —Se trataba de una voz masculina situada a mis espaldas.

Wendy fue la primera en girarse y no me sorprendió que todo su lenguaje corporal comenzase a gritar con disgusto. Por otro lado, mi primer movimiento fue dar un paso hacia delante. Había reconocido al instante de quién se trataba y lo quería bien lejos.

Ni un país entero de por medio hubiera sido suficiente distancia.

Necesité un instante, pero logré armarme de valor para enfrentarlo. Al hacerlo, los ojos grisáceos que alguna vez lograron hacerme suspirar me recibieron. No fue un saludo amable, ni arrepentido, ni tan siquiera culpable. Se limitaron a observarme, vacíos, impasibles, como la última vez que los había admirado. Un escalofrío trepo por toda mi columna a una velocidad vertiginosa.

—Absténgase de tutearme. —Las palabras salieron disparadas de mi lengua como cuchillas, sin remordimientos.

Percibí como Wendy se acercó con sutileza, sin llegar a interponerse entre los dos, pero dejando claro que no le iba a permitir a aquel tipo acercarse ni un centímetro más.

Él se llevó una mano al cabello, ébano como la noche, salpicado por alguna que otra cana, despeinándolo con frustración.

—¿Así es cómo saludas a un viejo amigo, Margot? —preguntó rezumando prepotencia.

Apreté los dientes. No podía creer que se presentase dándose esos aires de superioridad, denominándose a él mismo como amigo mío.

—Le ha dicho que no la tutee —ladró la pelirroja.

Nuestro adversario nos analizó meticulosamente a ambas.

—Creo que no se trata de un asunto de su incumbencia, querida, así que por qué no nos da algo de intimidad para que conversemos —le contestó peyorativamente a mi amiga.

La sangre me hervía en las venas, me quemaba. Quería, necesitaba, imploraba poder mandar el decoro a la basura y borrarle esa estúpida sonrisa suficiente con un golpe de la cara.

Wendy alzó la barbilla, reafirmando su posición a mi lado, dando a entender que no iba a moverse ni un centímetro de donde se encontraba. Separó los labios para replicar, sin embargo, se detuvo al sentir como le toqué la parte interior del brazo. Se trataba de una situación que debía manejar por mi propia cuenta.

—Me trae sin cuidado lo que sea que piense que tiene que discutir conmigo, lord Bairon. —Sentí un cosquilleo olvidado invadir mis labios al pronunciar su apellido—. No tengo intenciones de complacer su petición, así que le sugiero que se vaya. Aborrezco la compañía no deseada.

Un brillo cargado de sorpresa se arremolinó en sus pupilas, no estaba acostumbrado a las negativas. No estaba acostumbrado mis negativas.

—Margot, solo quiero que hablemos sobre lo que pasó... —esas palabras, disfrazadas de falso arrepentimiento, se desvanecieron en el aire al mismo tiempo que desviaba su atención a un punto concreto tras de mí.

—Creo que no hemos tenido el placer de conocernos antes —dijo la persona que había capturado su interés.

Aquella voz, profunda y amenazante, removió hasta la última de mis entrañas.

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