6: Apuesta
El viento soplaba suavemente, acariciándome la nuca. El ojo rojo de la diana me contemplaba en silencio. Jamás me había puesto nerviosa sosteniendo un arco.
Sin embargo, había algo que me perturbaba mientras, llevando puesto uno de mis mejores vestidos, tensaba la cuerda. Y no era el hecho de que más de la mitad de los presentes estuviese comentando mi comportamiento, nada adecuado. Ni porque tuviese la certeza de que nadie a mi al rededor pensase que fuera capaz de acertar ni un solo tiro. Ni si quiera porque temiese la reprimenda que madre no dudaría en echarme en cuanto terminase.
Mi incomodidad provenía directa de los ojos felinos que analizaban cada uno de los movimientos que hacía.
Aun así, no iba a permitir que esa nimiedad me distrajese. Lo único que podía interponerse entre la victoria y yo eran las mangas de mi vestido, pues no me proporcionaban la libertad de movimiento a la que estaba acostumbrada. Qué instrumento de tortura tan tortuoso era el ser mujer.
Tensé de nuevo el arco, ajustando la dirección de la flecha, una gota de sudor frío me recorrió la frente y, sin pensarlo demasiado, solté la cuerda. La flecha salió disparada y contuve el aliento. Mis pulmones se volvieron a llenar de aire en el momento que vi cómo la punta se clavaba de lleno en el centro de mi objetivo. Un tiro perfecto. Como siempre.
Me reproché a mí misma el haber dudado de mi propia capacidad.
No contenta con mi reciente victoria, volví a hacerme con otra flecha y acerté de nuevo, esta vez sin titubear. Repetí la hazaña una tercera vez con el fin de demostrarle a cualquier pedante que no había sido cosa de suerte, que mi destreza con el arco estaba más que consolidada.
Hecho esto, puse de nuevo los pies en la tierra y las habladurías, que hasta el momento mi mente había obviado presa de la concentración, cobraron vida.
—No puedo creer que una chiquilla me haya hecho perder dinero —balbuceaba un caballero de lo más extravagante.
¿Les había dado tiempo a hacer una apuesta?
A su alrededor los demás hombres a los que acababa de dejar en vergüenza se unían a su protesta, por otro lado, la mesa de las mujeres murmuraba cosas inteligibles mientras miraban hacia mi dirección, y yo empecé a sentir algo de bochorno por haberme dejado llevar por mi instinto competitivo.
Se me había olvidado por completo quién era y dónde estaba, el remordimiento se asentó en mi pecho como una capa opresiva. Lo que menos deseaba en aquel momento era llamar la atención más de lo necesario.
—Supongo que la señorita Harston no cabrá en su dicha esta noche —habló una voz a mi lado, desviando mi atención del panorama.
Eric, algo despeinado debido al viento, me contemplaba con un brillo indescifrable. Tuve que forzar una sonrisa ante su declaración, la victoria no me había sabido tan dulce como había imaginado en un principio.
—No creo que un baile sea el peor de los castigos, milord —espeté mientras dejaba el arco en su sitio.
—Si la memoria no me falla, ha sido usted la que no se ha dignado a conceder uno por más de dos años —se mofó—. La hipocresía no le sienta bien.
El fuego de mi enfado se vio sofocado por la estupefacción que me provocó que él me tendiera la mano para ayudarme a bajar del escalón de madera que me separa del suelo, a la vez que en su rostro se dibujaba una sonrisa igual de radiante que el sol veraniego. Con ese gesto tan sutil le estaba declarando a toda la gente reunida aquella tarde que estaba de mi parte. Y quién eran los demás para juzgar algo que había complacido tanto al conde Beckford.
No me quedó otra opción que volver a aceptar la mano que me ofrecía, tanto literal como metafóricamente. Aunque no pude disfrazar el recelo que sentí al hacerlo y Eric se percató de ese hecho, por supuesto, pero para mi grata sorpresa no comentó nada al respecto. Es más, permanecimos en silencio hasta que estuvimos a punto de llegar a la carpa.
—Sabía que iba a ser una mala perdedora, sin embargo, nunca hubiese imaginado que también fuese una pésima ganadora —musitó.
La ira se prendió en mi interior.
—Una no puede encajar bien la victoria si se convierte en el hazme reír de toda la ciudad —contesté utilizando el mismo tono.
Noté como él me miraba de soslayo.
—¿Hazme reír? —me repitió—. Creo que más bien esa es la posición que hemos adquirido todos los que hemos probado suerte con el arco antes de usted. —Me sorprendió que no se excluyera del ejemplo.
—Eso no cambia el hecho de que nadie haya apostado a favor de mi victoria —intenté no levantar la voz, puesto que ya casi habíamos llegado a donde se encontraba el resto de los invitados—. Porque ninguno de ustedes pensaba que fuese capaz de ganar y, ahora, para sanar el orgullo herido me convertiréis en la diana de vuestro horrible mal humor masculino.
No sé si fue mi imaginación, pero creí ver como la mandíbula de Eric se tensaba con sutileza.
—Pensaban —puntualizó.
Lo miré sin entender a lo que se refería. Los ojos del conde se chocaron con los míos, habían adoptado un par de tonalidades más oscuras de lo que solían ser. Antes de que pudiese preguntar, él volvió a tomar la palabra:
—Ellos lo pensaban. —La seriedad se arremolinó sobre sus facciones—. No me incluya.
—No se victimice, milord —le reproché, intentando no dejarme llevar por el enfado—. Hicimos una apuesta por esa misma razón, porque usted no creía en mi capacidad.
Pude discernir la intención de contestar en sus labios, pero esta se vio interrumpida por una voz viperina.
—¡Qué espectáculo tan maravilloso nos ha dado, señorita Darlington! —Los ojos zafiro de Charlotte resplandecían con malicia—. No sabía que tenía usted atributos tan... poco femeninos. —La burla se palpó en esa pausa tan marcada que hizo antes de terminar la frase.
Me mordí la lengua y me forcé a sopesar la respuesta que le iba a dar. Mi situación era delicada, pues, todo el mundo en aquella reunión compartía la opinión de la rubia; hasta mi madre, que jamás se había pronunciado ante mis aficiones, parecía estar avergonzada de mí. Me obligué a pensar, a analizar las opciones que tenía, por lo que no tardé mucho en darme cuenta de que solo había una manera de darle la vuelta a la situación.
—Me halaga, señorita Harston —contesté con la sonrisa más encantadora que me fue posible fingir—. La verdad es que estoy abochornada, era mi pequeño secreto, jamás se me hubiera ocurrido hacer algo tan indecoroso en público. Pero como lord Beckford tenía tanta curiosidad por ver las destrezas que mi amado padre me había enseñado antes de fallecer, no me ha dejado más opción. ¿Quién podría negarle algo al conde? —Y, tirando por el suelo todo tipo de dignidad, miré a Eric con amabilidad y simpatía.
Pude notar la sorpresa de todos los presentes, incluso de él, que levantó sutilmente una de sus cejas.
Mis palabras habían puesto sobre la mesa dos hechos: que el conde estaba interesado hasta en las partes de mí que no eran convencionalmente bien vistas y que, por algún motivo, yo estaba dispuesta a compartir con él cosas sobre mí que nadie más sabía. Una declaración de intenciones en toda regla.
—Ciertamente —Eric dejó de mirarme y dirigió una sonrisa afable hacia la larga mesa donde se encontraban sentadas todas las ladies y señoritas—, las mujeres con talentos tan inusuales me resultan muy interesantes.
Aquel hombre era diabólico. ¿Acababa de retar a toda madre que tuviese una hija en edad casadera a enseñarle a alguna destreza si lo que quería era impresionarlo? Por supuesto. Y lo había hecho sin aplacar aquella mirada feroz que tanto le caracterizaba.
Era el león que reinaba en lo alto de aquella jungla a la que llamaban sociedad.
Lady Harston fue la primera en aceptar el reto:
—Oh, lord Beckford, no sabía que ese tipo de asuntos despertaran tanto su curiosidad. Siendo así, ¿por qué no se acerca? Creo que le pueden interesar mucho los talentos ocultos de nuestra familia.
Eric accedió de manera cordial a su petición, pues rechazar por segunda vez los deseos de la anfitriona de aquella fiesta hubiese sido demasiado, hasta para alguien como él; por lo tanto, se fue, llevándose la atención de todos los presentes sobre sus hombros. Una vez sola, no pasó ni un minuto antes de que madre se apresurara a abordarme.
—Margot, cariño, cómo se te ocurre —me reprochó en voz baja, no sin antes haber comprobado que nadie podía escucharla.
—Madre, no pretendía avergonzarte —dije, algo dolida. Aquella mujer era lo que más quería en el mundo y no soportaba enfrentarme a la idea de haberla decepcionado.
—No me has avergonzado —me contestó, suavizando el tono—. Me siento muy orgullosa de lo capaz que eres para todo, Margot. Puede que de primeras me haya sorprendido, pero lady Harston no es la única que sabe enseñar los dientes por sus hijas.
Me sentí tonta por haberme permitido dudar de ella, cuando siempre me había apoyado y defendido independientemente de la situación que se cerniera sobre mí.
—Me refería —volvió a tomar la palabra— a que cómo se te ocurre ocultarme que lord Beckford ha decidido cortejarte de manera oficial.
Enmudecí. Por supuesto que madre no sabía nada sobre el acuerdo al que Eric y yo habíamos llegado, y no tenía ninguna intención próxima de desvelárselo. Odiaba tener que ocultárselo, pero no lo aprobaría.
—No creo que esté intentando cortejarme —balbuceé.
Los párpados de mi madre se abrieron, provocando que el verde de estos resaltara con mayor perseverancia, si es que eso era posible.
—Tal y como yo lo veo, querida, un ramo de rosas y el hecho de defenderte frente a las mayores fieras londinenses son motivos suficientes para pensar que está más que interesado en ti —dijo emocionada.
—Solo ha encontrado una forma más fructífera de sacarme de quicio —repliqué.
Debía acabar con cualquier atisbo de ilusión que aquella situación pudiera producirle. Eric y yo no íbamos a cortejarnos, ni a enamorarnos, ni a casarnos, jamás. Por lo que ella no debía malinterpretar más de lo necesario toda nuestra treta, no soportaba la idea de jugar con sus sentimientos; por lo tanto, si siempre me mostraba en desagrado con lo que Eric hacía o decía, si al final de la temporada ningún anillo adornaba mi dedo anular, no le resultaría extraño.
—Es la forma que tienen los hombres de despertar nuestro interés, cariño —comentó—. Y parece que le está funcionando de maravilla.
Los nervios comenzaron a matarme, mi madre conseguía crispármelos de una manera bastante recurrente siempre que la conversación trataba sobre sexo opuesto.
—Lo único que despierta en mí el conde es antipatía —afirmé.
Elisabeth Darlington me observó en silencio, las arrugas que se le formaban alrededor de los ojos se intensificaron con ese gesto.
—Si es así... —El tono de voz que empleó me inquietó—. ¿Por qué has aceptado a disparar con el arco? Es algo que desde la muerte de tu padre no has querido hacer con mucha frecuencia.
Abrí la boca para contestar, pero no fui capaz de articular palabra.
¿Por qué había aceptado? No lo sabía. En un principio pensé que me había dejado llevar por la rabia, sin embargo, nunca había sido de las que necesitasen probar su valor ante los ojos masculinos. Además, no había sido Eric el que me había retado, sino que había sido yo misma la que me había ofrecido. Tampoco podía achacarlo a la apuesta, pues también había sido yo la que la había propuesto. Entonces, ¿por qué había querido hacer algo tan arriesgado? ¿Por qué había sentido el impulso de demostrarle nada a un hombre que ni siquiera me importaba?
—Madre, ya sabes que no me gusta que me pisoteen —fue la única excusa lógica con la que pude dar.
Sin embargo, no logró convencernos a ninguna de las dos.
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